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  Última Lección (Manuel González Otero)
 

 

 

"ÚLTIMA LECCIÓN"

Pontevedra, a 22 de junio de 2005

Manuel gonzález Otero

Estimado/a compañero/a:

¡Cómo olvidarlo!: Hoy más que nunca lo recuerdo. Aquel viejo protector del séptimo cabritillo, que me recibió con una sonora bienvenida a las 13 horas del primero de octubre de 1962 (entonces aún fecha conmemorativa en todo el Estado por imperativo del régimen, de la efemérides que la Historia nos muestra sobre la España de Franco), apostado en la pared que conducía a los dormitorios, enfermería y cuarto del Padre Julio como impertérrito y fiel centinela de otros ciento y muchos no menos "cabritillos" con infantil alma humana, también anhelantes de que mamá asomara la patita por la portería custodiada por don Gumersindo Sabarís (e.p.d.), al menos algún domingo o fiesta de guardar, impensable en mi caso por los avatares históricos o casi idiosincrásicos de una Galicia emigrante, era mi mejor compañero, sobre todo en las noches de insomnio, recordándome cada cuarto de hora con el sístole y el diástole de su potente corazón mecánico, que ni me hallaba solo ni debía seguir arañándole más minutos al descanso de un cerebro en forzada evolución formativa, entretanto ponía el contrapunto del intervalo horario con su voz magníficamente impostada y su castizo ladrido la joven Madrileña, la cual nos ofrecía sus bien timbrados y extensos nocturnos desde la zona del gimnasio (hoy porche de la cafetería) y con la que el padrino (posiblemente don Victoriano Varela, e.p.d.) no había tenido necesidad de retorcer mucho el caletre en el bautizo; pues era oriunda del barrio de Carabanchel de la capital del Reino, naturalmente de donde había inmigrado en la maleta del alumno Adalberto Martín González, al compás del estruendoso trepidar de cualquier destartalado Shanghai, rugiendo intrépido a través de la "ancha Castilla". Pero él, bien me enseñó que el tiempo no se detiene mientras la vida va horadando la senda de cada etapa evolutiva del ser humano, hasta alcanzar la meta, y hoy, mi inolvidable carillón decide anunciarme con su imaginario latir mecánico que ha sonado la hora de poner fin a mi trayectoria colegial, 43 años después de un alegre recibimiento con repique de campanas. ¡Gracias, amigo! por la cicatriz indeleble que has labrado en lo más hondo de mi sentimiento y por muchas cosas más que me guardas como eterno secreto; pues, aunque sé que tu corazón ya no late y que me transmites la señal cronológica con el clamor del recuerdo desde el limbo de los justos, quiero informarte que te ha tocado simbolizar también muchos corazones que voy a dejar en el mismo sitio donde te conocí a tí, a los que deseo un largo palpitar con el mismo fragor y júbilo que me hicieron sentir mientras fui miembro activo de la gran familia que hemos formado, que, consiguientemente, jamás olvidaré, porque también el resonar de sus voces latirá en mi recuerdo hasta que tú, nuevamente, marques la hora que me queda; la cual, si Dios te lo permite, deseo retrases otros 43 años, para quien lució en su uniforme escolar tan cabalístico número en un Centro que comenzó su actividad académica en ese mismo año del ya extinto siglo XX.

Todos deseamos alcanzar el día de recibir el jubiloso premio a nuestro trabajo en plenitud de facultades físicas y mentales, y llegado éste, sin embargo, nos horroriza el temor de vernos introducidos de lleno en la recta final adornada con la orla intangible de un futuro, casi siempre más sorpresivo de lo previsto y muchas veces más oscuro que el carbón que el malogrado "cantaor malagueño" utilizaba en su mágico fogón allá por los cincuenta y 60 para empachar a todos los españoles de arroz con habichuelas, especialmente si el hado del infortunio no recela blandir sobre nuestras cabezas la garra amenazante de la malignidad patológica, que de forma impía te estrecha los horizontes de la ilusión, alimento imprescindible para las ganas de vivir, cuando el destino pugna por convencerte de que ya está todo hecho, sin advertir la necesidad de vidas ajenas con tu propia alma, de lo que aún te queda por hacer en su favor, por ser en realidad tu misma vida y el alma que adoras. Pero el libro de la vida sólo una vez se cierra para nunca más ser abierto, y cada página es la lección irrepetible, que se desvanece justo cuando desearías darle un repaso. Hoy, querido/a compañero/compañera, me toca impartir la más difícil de las lecciones; pues, en un expreso acto de gratitud con la más sincera y humilde probidad, quisiera convertirme en alumno y Maestro de mi última lección en este "bello edén de sueños y realidades docentes y discentes". Alumno para agradecerte lo mucho que me has enseñado, y Maestro para autoevaluar finalmente lo que mis modestas facultades me han permitido aprender, que no es poco. Pero en este empeño pedagógico, un dolor me atenaza sobremanera, y es no poder fundirme con todos, con los que aún estáis y con los que ya se fueron, en un estrecho abrazo para deciros ¡gracias!; muchas gracias, sobre todo por la paciencia y sufrimientos soportados ante lo que no he sido capaz de aprender; y mil perdones, de corazón, por lo que no supe enseñar.

Todos somos conscientes de los problemas que comporta ser miembro de una "familia numerosa", como así consideré a cada uno de los distintos colectivos de que formé parte activa durante mi vida laboral; si vivir no es fácil, menos lo es todavía convivir, pues la felicidad es la pieza de un puzzle que necesitamos encajar por tanteo, y en busca de su justo sitio, a menudo interceptan la trayectoria otras como la estupidez, el absurdo, el egoísmo, o eso que, además del señor Díaz Plaja, todos conocemos como "los siete pecados capitales", defectos inextricables de la conducta humana; pero una pieza es sólo una parte, y como tal, insuficiente para juzgar la correcta composición de ese todo feliz que perseguimos saltando, asaltando o allanando con frecuencia la frontera que delimita los derechos de los demás. Lo cual debe llevarnos a reconocer que el comportamiento humano es a menudo sometido a actuaciones histriónicas difíciles de eludir, y sería estúpido si pretendiera quedar exento de dichas condicionantes; pero quiero que me aceptes, parafraseando al inmortal Campoamor, que en todo lo que hice puse "todo el sentimiento", "la imaginación que pude" y "la razón que debía", con el único propósito de lograr de la mejor forma posible mi objetivo profesional, por el bien presente y futuro de quienes fueron destinatarios directos del noble cometido de la Pedagogía, en cuyo terreno se desarrolló mi mayor vocación; en este Centro, como último destino, desde el 17 de mayo de 1981, donde la suerte me acarició con el gozo del reencuentro con mis primeros maestros; donde la magia de las filigranas formadas por las trochas que las aguas torrenciales dibujan en las estribaciones del mitológico Pindo a los pies del Olimpo Celta, cautivadora del desenvolvimiento silvestre de un imberbe jinete, rindió su vacuo galopar a las doctrinas de Santiago Apóstol a "once" leguas de la lejana montaña para ganarle la carrera al potro de la desdicha; y donde al fin la fortuna adornó con broche de oro el jardín de Cupido, poniendo en mi hogar una rosa y un clavel, de los que emana el oxígeno que respiro, la luz que me guía y la felicidad soñada.

Querido "Santiago Apóstol", Dios guarde a usted muchos años.

Con todo mi afecto: Manuel González Otero.

 
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