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  El Ciego del Parque, el Tío Matías (Antonio Pareja Serrada)
 
 
 
 
  EL CIEGO DEL PARQUE.
  Publicado En "Nuevo Mundo", Año IX, núm. 465, del 5 diciembre de 1902
  Guerra de la Independencia española, 1808-1814
  Napoleón en Madrid- 5 de Diciembre de 1809
 
  Antonio PAREJA SERRADA
 
Daréis las órdenes oportunas para que toda la guarnición esté sobre las armas, disponiendo que en el tránsito, a uno y otro lado de las calles, formen desplegados en dos filas los batallones más apuestos y garridos. Fijaréis inmediatamente en las esquinas y a son de tambor, un bando en que se conmine con la pena de ser arcabuceado a todo vecino que no se descubra al paso de S. M. I.; y dispondréis, finalmente, todo lo necesario para que el emperador, mi augusto hermano, tenga un recibimiento digno de su grandeza, en la capital de España.
Así hablaba el rey intruso José Bonaparte, a su secretario del despacho de la Guerra, la tarde del 3 de Diciembre de 1809.
-Vuestra Majestad será servida, señor- contestó el general O’Farril inclinándose.- ¿Tiene V. M. Algo más que ordenar?
-Nada: solo deseo oír desde los balcones de palacio el redoble del tambor, y que antes de anochecer esté anunciada mi voluntad a éste pueblo de rebeldes.
Y sin cuidarse de la inclinación de cabeza con que el ministro solicitaba su venia para retirarse, tomó un pliego de papel y con pulso nervioso escribió:
«Señor: acércase la hora en que tendré la dicha de rendiros homenaje al pie del trono español. Sed bien venido a los brazos de vuestro hermano, que el pueblo de Madrid os prepara lisonjero recibimiento. José.»
Después cerró el pliego, lo selló con las armas reales y puso en el sobrescrito:
«A S. M. El emperador Napoleón. –En Chamartín.»
Diez minutos después, edecán seguido de dos parejas de dragones galopaba por la calle del Arenal llevando el pliego del rey, a tiempo que el redoble del tambor y la voz del pregonero, anunciaban al pueblo de Madrid que al día siguiente sería honrado con la visita del emperador.
Triste y nuboso amaneció el día 4 de Diciembre, y apenas la luz del alba comenzó a reflejarse en las fachadas de los edificios, fueron saliendo de sus cuarteles las tropas que habían de cubrir la carrera desde el portillo de Fuencarral hasta el regio alcázar.
Madrid, tan curioso de suyo y siempre aficionado a espectáculos militares, parecía dormido en tan letárgico sueño, que ni se abría un zaguán, ni en las ventanas asomaba la cabeza de ningún vecino. En vano el tañido de la campana llamaba al pueblo a oír la misa; ni un hombre, una pobre anciana acudían a la religiosa invitación y solo se oía la voz de mando de los jefes o el acompasado andar de los soldados.
En el sitio llamado entonces las casas del Rubio, Cruz del Espíritu Santo, habitaba un pobre ciego apellidado el tío Matías, que había perdido la vista de un fogonazo, defendiendo con Daoiz el parque de Monteleón.
Sin medios para ganar el sustento, ni otra compañía que la de una nieta de catorce años, el tío Matías el Vivito, como se le llamaba en Maravillas, pedía limosna en la puerta de la iglesia y recogía abundante colecta de los compasivos vecinos que le consideraban una de las víctimas del memorable 2 de Mayo.
La mañana a que nuestro relato se contrae, el tío Vivito salió de su casucha apoyado en el brazo de la gentil Rosita; pero en vez de encaminarse a la iglesia tomó calle adelante, y cruzando por entre el fango de los terrenos que hoy ocupan las de Ruiz, Malasaña y San Andrés, fue a situarse al pie de la muralla y muy próximo al postigo que daba acceso a la villa por el camino de Fuencarral.
-Ya verá vuesa merced -le decía su nietecita- como ese empeño nos trae que sentir.
-No lo veré, hija mía, y así Dios me ayude como me pesa no verlo; porque de tener luz mis ojos, vieran también a ese maldecido hereje que tiene cautivo a nuestro bien amado rey Fernando. Pero tú estás aquí te sentarás a mi lado y cuando pase me dirás sus señas; ¡que yo le veré en los rencores de mi alma! Ahora y para quitarte el frío, recoge piedras por ahí y colócalas según yo te diga.
Rechinaron los hierros de la vetusta puerta y el tambor de la guardia hizo oir un redoble.
-Ya vienen, sin duda, abuelo.
-Sí; hace tiempo que lo anunciaban los latidos de mi corazón.
Sonaron pisadas de caballos y franqueó la entrada un pelotón de mamelucos; la caja batió marcha y unos segundos después apareció Napoleón a caballo y bastante distanciado de su escolta.
Rosita, pegada al cuerpo del ciego, le iba explicando las señas personales del emperador; pero sin duda el tío Vivito había oído lo suficiente, porque sin cuidarse de su nieta lanzó al viento con voz vibrante la siguiente copla:
 
«A la puerta de un molino
me puse a considerar,
las vueltas que da la piedra
y las que tiene que dar.»
 
Y como estribillo añadió con fiereza:
-¡Una limosna, por el amor de Dios, a este pobre que se ha quedado ciego en la defensa del Parque!
Rosita tembló por su abuelo.
Napoleón, que entendía bastante el español, aunque no le hablase, espoleó su caballo frunciendo el ceño y siguió calle abajo en dirección a la Plaza de Oriente.
A pesar de haber sonado las diez de la mañana, contadas personas halló a su paso y éstas fueron los pocos afrancesados que ocupaban destinos oficiales.
Malhumorado llegó al palacio Real y cruzando la plaza de la Armería entró en el patio, apeando en la escalera de honor.
Lo que entre los dos hermanos pasó, la Historia lo consigna; pero no siendo nuestro propósito repetirlo, sólo diremos que Napoleón estuvo en la regia morada el tiempo preciso para conferenciar con su hermano José, y que inmediatamente emprendió el regreso a Chamartín acompañado por el conde de Lerena, gran chambelán de Palacio.
Al atravesar las desiertas calles, oyó el llanto de un niño tras la entornada puerta de miserable casucha; y sea casualidad o intencionada rechifla, una voz juvenil gritó:
-¡Calla, hijo mío, que viene el coco!
Al oir tan punzante alusión, el emperador sonrió tristemente y entabló animada conversación con Lerena.
Llegaron a los descampados próximos a la muralla, y ambos contuvieron a un mismo tiempo sus caballos.
Sobre el negruzco barro del camino y con piedras de visible tamaño, una mano ingeniosa había trazado la siguiente frase:
¡VIVA FERNANDO!
Lerena vio sentado al tío Matías en el mismo sitio en que estaba cuando entró Napoleón, y dirigiéndose a él preguntó:
-Buen hombre; ¿vuesa merced sabe quién ha colocado aquellas piedras en el camino?
-¿Qué he de saber yo, si quedé ciego el 2 de Mayo luchando en el parque de Monteleón al lado de Daoiz y Velarde?
El conde levantó el látigo sobre la cabeza del tío Vivito, a tiempo que Napoleón llegaba y con un ademán detenía el golpe.
-Señor; ruego a V. M. No impida el castigo de este miserable. Necesito saber quien ha escrito ese letrero...
-¡¡Yo!! –dijo Rosita avanzando.- ¿Qué más desea vuesa merced?
Tal provocación había en la mirada y la actitud de la niña, que el impasible emperador no pudo menos que estremecerse.
Y señalando la próxima boca del portillo, dijo al conde:
-¡Allons, douc; laisser faire á cettes braves gents! (¡Vamos, pues; dejad en paz a estos valientes!)
A continuación, murmuró lanzando un profundo suspiro:
-¡Realmente, mi pobre hermano reina sobre un cementerio!
Y tenía razón.
La voz del tío Vivito cantó con voz vibrante, que llegó hasta el corazón del emperador:
 
«¡Qué importa que el pobre ciego
no haya visto tu semblante,
si el odio que hay en su alma
te conoce lo bastante!»
 
 
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