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  Finín (Brígida Rivas Ordóñez)
 

 

 

Finín

Brígida Rivas Ordóñez

Cuando ideé mi aventura de vivir un año en el mar a bordo de mi velero, bordeando la costa africana, no pude imaginar la tempestad que me sorprendería a tan sólo diez días de la salida. La poca tripulación, viejos lobos de mar, no habían conocido nada igual y yo creí perecer confinado en mi camarote por el furor de las olas que golpeaban con fuerza toda la embarcación y amenazaban con barrer cuanto les saliera al paso.

Después de cuatro días amaneció una jornada radiante, el sol hermoso, la brisa suave y los desperfectos muchos; por lo que pusimos proa a una población de mediana importancia del noroeste africano para reparar el barco.

Conseguí un par de habitaciones en una modesta casa de huéspedes situada en las afueras, con un pequeño jardín. Allí intenté reponer mis fuerzas.

Observaba una tarde el juego de unos niños en el jardín de la casa, en un claro del terreno cuidadosamente desprovisto de vegetación y obstáculos. Jugaban a la gallina ciega, pero algo llamaba mi atención. Ninguno de los niños tenía los ojos tapados, sin embargo, uno tenía la tarea de capturar a los demás y tras un breve examen con sus manos, lo identificaba con su nombre y después lo dejaba en libertad y el juego continuaba, siendo siempre el mismo niño el que capturaba a los otros.

Luego me di cuenta: aquel niño era ciego.

Sonaron dos fuertes palmadas y una autoritaria voz, ordenó: "A merendar que hay que hacer los deberes". Enmudecieron las risas y la algarabía, y como una tropa bien ordenada fueron entrando en el edificio uno detrás de otro, todos los muchachitos, menos el niño ciego que cabizbajo se dirigió con precisión hacia donde yo estaba sentado. Extendió sus bracitos un momento, tocó uno de los sillones de mimbre que allí se encontraban y con asombrosa agilidad de sus cortas piernas, se colocó de un salto único en el centro del asiento.

Contaría unos cuatro años y su figura era tan frágil, que parecía amenazar con romperse al menor tropiezo. El pelo muy negro, como los ojos, que invariablemente miraban a un punto fijo, y llevaba la cabeza baja y ligeramente caída hacia el lado izquierdo. Mordía con insistencia el labio inferior con sus blancos dientecitos que resaltaban sobre sus labios rojos y su tez morena.

Yo lo observaba con ternura, pensando que ignoraba mi presencia, cuando acercándome sus frágiles dedos, dijo: -¿Tú puedes sacarme la espina? -y alargaba una de sus pequeñas manos hacia donde su maravillosa intuición le advertía de mi presencia. Me aproximé y examiné su tierna mano. -Yo no te la veo, ¿dónde la tienes? -le pregunté.

-Bueno -me dijo-, hoy no la tengo, pero ayer, sí.

-¿Tú no meriendas? -dije.

Sin contestarme dijo: -¿Ha venido el lagarto?

-¿Hay un lagarto? -le pregunté.

Sí -me dijo-, viene todas las tardes a jugar conmigo y a veces se sube por mis zapatos. A mí me gusta, porque cuando mis hermanos estudian, yo me aburro. Yo no sé leer como ellos. La conversación fue muy fluida y tuve la sospecha de haber suplantado al lagarto imaginario.

Permanecí dos semanas en aquella modesta pensión mientras acababan de limpiar el barco, y durante ellas disfruté todas las tardes de la compañía de Finín, diminutivo en que se había convertido su nombre de Fermín.

Me sorprendí cuando fui consciente de la impaciencia que me acometía en las tardes por acabar mis tareas y llegar al claro del jardín donde Finín me esperaba para enseñarme sus tesoros: una chapa redonda de algún embutido, cinco bolitas de cristal, un pollito manoseado de fieltro con el cual dormía, y un montón de estampitas de animales, que incansablemente repasaba, solicitando de mí el nombre y los detalles de la figura de cada uno. Su clara inteligencia captaba y recordaba con asombrosa exactitud todo lo que oía, por lo que si alguna vez omitía un detalle, por nimio que fuera, me lo hacía notar y había que empezar de nuevo. Sus padres tenían poco tiempo para dedicarle y sus escasos conocimientos hacían que la existencia de aquel hijo, se tomara como un contratiempo más en la vida.

Yo pensaba en su futuro y una profunda tristeza invadía mi ser. Tenía la sensación de que nadie se ocupaba de él lo suficiente, yo incluido, por lo que empujado por no sé qué impulso, me metí en la biblioteca, y tuve conocimiento del sistema de lectura y escritura Braille, y asesorado por el buen maestro de aquel lugar, encargué a un carpintero un enorme mural con quinientas casillas, junto con un juego de pequeñas bolitas de corcho, con la superficie terminada en distinto formato según su color.

Todo esto regalé a Finín y se la hice instalar en el claro del jardín donde se celebraban nuestras entrañables charlas. Allí le dio el maestro la primera lección el día antes de mi partida, quedando en el encargo de acudir todas las tardes a visitar a Finín y guiar su aprendizaje.

Al cabo de un año, a la vuelta de mi periplo, ardía en deseos de reencontrarme con el niño, de disfrutar de sus ingenuas charlas y también de saber qué había sido del mural y de las bolitas; por lo que a la mañana siguiente de mi arribada a puerto, incapaz de esperar una hora prudente de visita, me dirigí a su casa.

Lo vi. desde la verja de la entrada al jardín. Finín, advertido de mi llegada, se había levantado temprano y se encontraba frente al mural, donde con bolitas blancas, usando el sistema de escritura Braille, había escrito mi nombre. Debajo el del maestro, luego el de sus padres seguido del de sus hermanos, incluido el de la más pequeña que había nacido durante mi ausencia.

Hoy, ya anciano, he ido a visitar al director general de las empresas "Energy & Company", en su impresionante despacho de la Quinta Avenida. Hemos hablado del pasado y del presente; con una clara visión, me ha hecho una descripción rápida y concisa de las directrices que mueven el mundo, y de cómo su empresa, líder en intereses energéticos, tiene mucho que decir.

Ha sido una entrevista cálida y entrañable, en la que no nos hemos olvidado de aquellas tardes plácidas, del lagarto del jardín ni del mural en el que un día, el Alfabeto Braille, le cambió la vida.

Una mañana luminosa y tibia, entraba a raudales por los impresionantes ventanales del lujoso despacho de Finín, desde donde se disfrutan las más impresionantes vistas de la ciudad.

¡Lástima que Finín no pueda verla!

 

 

 
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