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  Violeta (Fernando Casasola)
 

 

 

Violeta

Fernando Casasola

Él aferró su espalda con el rostro desencajado. Apretó fuerte, fuerte, sin compasión, hasta hacerle daño, hasta que ella dijo lo que él quería oír:

-Te amo Ricardo... te ... nunca voy a dejarte... suéltame ya por favor.

-¡Mientes! - rugió el hombre en su oído-. Nadie podría querer a alguien como yo, y lo sabes. Soy una persona terrible. Tendré que hacerlo otra vez, maldita sea. ¿Crees que no me duele?¿Crees que me encanta hacer esto?

Ricardo se encaminó con paso firme hacia el cuarto de baño, rebuscando entre los estantes detrás del espejo.

-Por favor, no lo hagas otra vez -suplicó Violeta entre lágrimas.

Ella trató de encontrarle a tientas, hasta que tropezó con él metros más adelante. Sabía exactamente lo que estaría pasando. Sin dudarlo, llevó las manos hasta el pecho del hombre con el que se casaría al día siguiente. De inmediato sintió varios hilillos de sangre recorriendo su desnudo y frío torso. Él lloraba como un niño, y apartaba la mano de su prometida con insistencia. Nadie le quitaría la navaja: ese instrumento de placer que le hacía sentirse tan vivo .

-Me mataré, Violeta. Sabes bien que un día de estos he de sangrarme hasta morir. Esto es amar de verdad; esto es sentir el amor en carne propia. ¿Es que de verdad no te das cuenta de cuánto te amo?

Ricardo trazó el corte más profundo de aquella noche, desde el abultado vientre hasta la tetilla derecha, mientras Violeta lloraba amargamente abrazada a él. Sabía que el suplicio apenas comenzaba, pero ya estaba acostumbrada. Ricardo era así, y ella también lo amaba... a su modo.

Violeta se dirigió a la cocina, y preparó serena los utensilios que utilizaría para la curación, como si se estuviera preparando el primer café de la mañana: agua caliente, toallas esterilizadas, alcohol, agua oxigenada, vendas, y medio Valium. Ricardo tardaría al menos un par de horas más lesionándose de aquella manera.

Mientras esperaba que el agua estuviera a punto, Violeta llevó la mano a su costado. Claramente sentía las marcas de las uñas que se habían clavado en su carne, como una rúbrica que Ricardo estampara en un contrato insano, donde se daría cuenta de un maltrato abyecto y consuetudinario. Él jamás le había hecho daño hasta esa tarde. Sus arrebatos de ira se habían limitado a unos cuantos gritos en el café, alguno que otro insulto, y ciertos empujones que bien hubieran podido pasar como casuales, pero en realidad nunca le había puesto la mano encima. Claro que esta vez ella se había pasado. Conocía bien el carácter de Ricardo, y aún así había estado lenta al servirle la comida. No había podido evitarlo. Sabía que eso le molestaba, pero no era fácil servir un plato de sopa caliente estando ciega. Además, esa misma mañana Ricardo le había reclamado un par de arrugas en su camisa, y le había echado en falta, por si fuera poco, su descuido en el aseo general de la casa, y lo obesa que se estaba poniendo de un tiempo a acá.

Después de haber vivido juntos cerca de medio año, Violeta sabía que él jamás cambiaría. En otras condiciones, le hubiera pedido que visitase a un psicólogo, pero Ricardo Insulza era considerado como uno de los mejores psicólogos del país. Invitado con frecuencia a brindar conferencias en las mejores y más prestigiosas universidades, dentro y fuera del país, había escrito varios tratados sobre psicología, entre ellos, el MANUAL DE PSICOTERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL PARA TRASTORNOS DE LA SALUD, que se había convertido en un libro de texto básico para los estudiantes de psicología.

De hecho, ella le había conocido en consulta, por aquellos días en los que se sentía con el jodido ánimo hurgándole en los zapatos.

Ricardo nunca había tratado a un invidente, y le parecían morbosamente fascinantes las cosas que aquella menuda chica de rostro arrebolado y largo cabello ámbar le increpaba:

-Dígame, Ricardo, ¿cómo pretende usted que el mundo me parezca hermoso, si jamás he conocido aquello de lo que tanto escucho hablar? No sé cómo es la rosa, no sé de la pálida estrella, no sé del manantial que estalla en el reborde de la montaña, ni sé como ha de verse el agua cristalina. No conoceré jamás un atardecer, y ni siquiera tengo la más mínima idea de cómo debe ser mi propio rostro...

Usted no entiende, Ricardo. Es tan triste ser ciega. Es como... como ser, como habitar en un planeta desconocido, donde no tienes cabida, donde serás por siempre una extraña, y donde debes atenerte a las migajas del cariño que los demás quieran darte, como un execrable favor, como una maldita y cruel limosna.

-Usted es hermosa, Violeta -le había respondido el psicólogo con sinceridad, tras un interminable silencio. De hecho, le había parecido la mujer más candorosa y transparente que hubiera visto jamás. Quería protegerla para que nadie nunca pudiera hacerle daño. Cuidarla, adueñarse de ella, como un niño que recoge a una paloma herida.

(Depresión crónica metódica insánica por agente innato), fue el diagnóstico concluyente del licenciado Insulsa. La psicoterapia dio inicio, y Violeta pareció responder favorablemente a tales efectos, curiosamente, desde el día que comenzaron a salir juntos. Apenas había entre los dos un año de diferencia, por lo que solían tener los mismos gustos. Cuando ella se guardaba de usar el bastón blanco, podía verse por la calle a una pareja de lo más normal, jugueteando bajo los almendros del parque municipal, siempre tomados de la mano, y riendo como un par de locos a la menor provocación: el cliché de los tórtolos en pleno siglo XXI.

Para Ricardo, Violeta parecía como sacada de una novela borgiana. Su cultura, contrastaba con aquél humor tan cáustico que le caracterizaba. Su sonrisa podía ser la de una chiquilla de diez años, pero encerraba por momentos una malevolencia que él no sabía explicar.

Sus conversaciones iban de Esopo a Moliere, de Wagner a Sartre, y de Botero a Le Corbusier , aunque del mismo modo hablaban sobre la cumbia de moda, el chisme político de turno, y podían contarse al oído el más procaz de los chistes sin sonrojarse.

Violeta hablaba con una gracia que a Ricardo le entusiasmaba, aunque con un cierto dejo de nostalgia por aquellas cosas que jamás vería.

Los únicos temas que ella prefería evitar, eran los referentes a su pasado. Ricardo apenas pudo sacar en claro, entre comentario y comentario, que sus padres habían muerto cuando ella era una niña, y que había pasado su infancia entre un hospicio y otro, yendo a parar finalmente a casa de una tía solterona y enferma, a la que Violeta solía escribir de vez en vez.

Con el paso de los días, Ricardo cada vez se convencía más de que aquella chica ciega era la mujer de su vida, pero sincerándose consigo mismo, tenía miedo de comprometerse con una discapacitada. No sería sencillo. Él sabía de su impulsivo carácter, pero cuando en alguna ocasión se había sobresaltado de más, hasta levantarle la voz, ella lo acogió con una paciencia y una ternura que hizo romper al fin los peros de su discapacidad, concibiendo un amor por ella que jamás pensó llegar a sentir: estaba enamorado.

Una noche, en el mismo café al que habían ido juntos por primera vez, Ricardo se había aposentado minutos antes con el corazón latiéndole a mil. Ella llegó al fin, y luego de diez minutos entre besos y arrumacos, Violeta hurgó en la mesa buscando los terrones de azúcar.

Sus dedos palparon un pequeño y frío trozo de metal, y enseguida sintió un pedacito de papel cartoncillo con decenas de puntos en altorrelieve, que alguien había dejado distraídamente sobre la mesa.

"¿Quieres casarte conmigo, Violeta?" -leyó la chica, al identificar de inmediato la escritura braille-. ¿Cómo demonios había aprendido Ricardo a escribir en braille?

Violeta quedó pensativa por algunos minutos, revestida por completo de una pasmosidad que a Ricardo comenzaba a inquietarle. Parecía evocar viejos recuerdos ya olvidados, recorriendo en instantes los momentos más significativos de su contrahecha vida. Al fin, ella esbozó una torcida sonrisa. Quién sabe cuál sería la expresión de su mirada bajo aquellas gafas oscuras. Se abrazó al cuello de su prometido, y comenzó a llorar en silencio.

Platicándolo al confort de un par de irlandeses con galletas de avellana, resolvieron que la boda se celebraría el día de San Juan, dentro de seis meses. Se trataría de una mera formalidad, pues ya entrados en whiskeys, habían decidido comenzar a vivir juntos desde aquella misma noche. Violeta vivía en un pequeño chalet en las afueras de la ciudad. Recoger su ropa y sus objetos de valor no le llevó más de media hora. Desde esa misma noche, sería la mujer del doctor Ricardo Insulza, y no cualquier ciega miserable y patética de esquina.

Para ambos, la convivencia los enfrentaría a dificultades distintas, que -según Ricardo-, podrían solventar con una adecuada comunicación, y con una sólida confianza basada en el respeto, la tolerancia, y como no, en su profundo amor.

Él tendría que vivir con la ceguera de Violeta. Mas siendo psicólogo -pensaba-, no le costaría nada aprender a sobrellevar una situación de semejante índole. El reto de ella sería resistir, o al menos disimular los desplantes de Ricardo, aunque eso significase mantener la boca cerrada ante el abierto maltrato de su hombre: algo que seguramente no sería muy bien visto por la comunidad feminista. Él había prometido tratar esa ira desenfrenada con un amigo psiquiatra suyo. Nunca lo cumpliría. Su orgullo y egolatría eran tan profundos como la ceguera de Violeta: ella lo sabía bien. Cuando le recordaba su promesa, cuando le reñía al respecto, él respondía irritado que podría tratar con sus propios demonios: "Tú que sabes de estas cosas mujer. No seas torpe". Aún así, era ella la que llevaba la delantera en esta competencia marital. No había día en el que Ricardo no estuviera de mal humor, aunque ella sabía bien como hacer para calmar los impulsos de Ricardo, ante el beneplácito de éste, que cada día se sorprendía más del amor que aquella mujer le profesaba, aguantando estoica su protervo e irrefrenable carácter. Por ello mismo su amor hacia ella cada vez rayaba más en la idolatría. No podía entender que una mujer tan linda, tan abnegada, fuese su prometida. Se casaría con ella por todas las leyes; haría lo que fuese por conservarla siempre a su lado. La cuidaría mucho; procuraría jamás hacerle daño. Era tan maravillosa, tan comprensiva. Si al menos no fuera tan torpe, sería la mujer perfecta, pero qué se le iba a hacer. Era ciega, y era torpe. Lenta... muy muy lenta. Pero era suya, y ni su maldito carácter, ni nada, harían que ella lo dejara. Violeta, siempre Violeta. Nunca más la vida sin ella.

Casi desde el primer día de convivencia, Ricardo se había valido de todas las argucias imaginables para hacer que se quedara para siempre a su lado, y como psicólogo natural que era, la manipulación mental fue su arma principal para conseguirlo. Aunque al principio le había parecido algo ridículo y falto de ética, lo cierto es que dedicaba gran parte de su tiempo en pareja a tratar a la chica ciega como a un ratón de laboratorio, aplicándole discretamente diversas técnicas conductistas de manipulación, terapias hipnóticas, y hasta mensajes subliminales grabados por él mismo con Pro Tools.

Al principio, Violeta se mostraba reticente, pero su resistencia poco a poco fue cediendo ante la persistencia de Ricardo. "Estás loco" -era lo único que Violeta acertaba a decirle, con una expresión resignada, y un notorio y expreso aburrimiento en el rostro.

Un día antes de la boda, decidió ponerla a prueba. Sería el momento decisivo. Sabría al fin si ella lo abandonaría tras un ligero maltrato físico, o si se haría con una mujer, a la que por cierto amaba, poniéndola total y enteramente a su disposición para toda la vida.

Pretextando cualquier cosa, hizo todo lo que solía hacer cuando le llegaban aquellos accesos de rabia tan desagradables; sólo que esta vez había planeado ir un poco más lejos. Clavó sus uñas en el costado de su amada, y no paró hasta hacerle daño, hasta que ella dijo lo que él quería oír. Después de esto, nunca más le pondría la mano encima -se había prometido-. A partir de ese momento, había sobrepasado el límite del maltrato psicológico, y se había hecho de las manos con su prometida, sólo por observar su respuesta. Violeta bien hubiera podido cancelar la boda y mandar todo al diablo en ese mismo momento, pero no lo hizo. Al parecer sus afanes manipuladores habían DADO EN EL CLAVO. Lo había conseguido.

Luego de que Violeta hubiera restañado las heridas de ambos, se fueron a la cama sin decir una sola palabra, aunque a Ricardo le pareció que por momentos ella lloraba bajo las sábanas. Serían los nervios. Mañana era el gran día.

La ceremonia se celebró sin ningún contratiempo. Violeta lucía verdaderamente hermosa, y el novio no dejaba de sonreír a las cámaras.La noticia abarcaría un pequeño reportaje en "Hola", que un importante amigo del psicólogo le había hecho como regalo de bodas:

"RICARDO INSULZA, EL SOLTERO MÁS IRRESISTIBLE DE LA DÉCADA, SE CASA.

PSICÓLOGOS DE TODO EL PAÍS ACUDEN AL ACTO RELIGIOSO."

En efecto, la fastuosa recepción tuvo lugar en el "Regina" del María Isabel Sheraton, y fue desbordado por los invitados de un novio que parecía abrumado, ante semejante cantidad de felicitaciones. Sin embargo, Ricardo no disfrutó en absoluto de aquella velada. Violeta había aceptado cada uno de los tragos que uno de los ciegos, invitados suyos, le había dado. Cuando ella trató de bailar el paso de moda, fue a parar al suelo estrepitosamente, ante los ojos iracundos de un Ricardo casi igualmente ebrio.

Éste último la llevó a casa de inmediato, y después no supo de sí hasta la mañana siguiente.

Despertó con un agudo dolor de cabeza. Se levantó de la cama y fue a buscar a Violeta. No estaba por ningún lado. Una sombra de inquietud le estrujó el corazón, tratando de recordar lo que había sucedido. Tenía las manos y toda la ropa manchada de sangre, pero no recordaba haberse autolesionado la noche anterior. En un instante de lucidez, un espantoso recuerdo le vino a la mente, y supo con certeza dónde se encontraba su esposa.

Sobre el agua enrojecida de la piscina, flotaba ingrávido el pequeño cuerpo de Violeta, asido al enorme ramo con el que horas antes entrara a la iglesia, radiante.

Ricardo la sacó del agua sin meterse en la piscina. En su trémula desnudez podían verse infinidad de hematomas y laceraciones de consideración. Su pálido rostro estaba surcado por un horrible tajo que le desfiguraría de por vida. El agua helada había cauterizado en cierto modo sus heridas, pero había algunas que aún necesitarían atención médica urgente. Al principio Ricardo pensó en llamar de inmediato a una ambulancia, pero el sólo hecho de imaginar el escándalo que se desataría lo contuvo. Iría a parar a la cárcel por intento de asesinato, o quién sabe qué otros cargos que echarían abajo su brillante carrera profesional. Mejor sería restañar sus heridas como Violeta solía hacerlo con él. Al parecer, la había apuñalado muy profundamente en algunas zonas de su cuerpo, como en NALGAS Y piernas, pero en la mayoría del cuerpo, los cortes habían sido como los que él se infligía en sus arrebatos de locura. Así lo confirmaban un cuchillo, y la pequeña navaja de afeitar tirada en el suelo.

Pero Violeta vivía. Maldita sea. Violeta vivía, y eso era lo importante. Cuando Ricardo fue conciente de lo cerca que estuvo de perderla, se echó a llorar como un niño, tomó la navaja de afeitar, y comenzó a hacerse daño.

* * * * * * * * * *

Querida tía:

Lo he conseguido. Quería que lo supieras. Ese imbécil de Ricardo ha picado el anzuelo como un tonto. Nuestro plan ha funcionado a la perfección. Creí que no lo lograría, pero al final ha sido más sencillo de lo que pensaba. El trastorno límite de Ricardo ha sido tan fácil de manipular que resulta cómico. Aunque a veces me da lástima el pobre infeliz. Deberías verlo haciendo todas sus estupideces de psicólogo para tratar de controlarme. ¿Por quién me habrá tomado? Eso sí, siempre con su maldito carácter, y haciéndose esas malditas heridas que estoy harta de curar. ¡Deberías ver cómo mancha el suelo con su sangre! . Siempre considerándose tan poca cosa. Tan inseguro. Tan miedoso. Verdaderamente patético. Su propio orgullo ha sido mi mejor arma. Sé que nunca pedirá ayuda. Es tan tonto. Pero qué más da, ahora soy una mujer rica. No seré más la cieguita limosnera de la iglesia. Se acabó. Aunque sin tus consejos nunca lo hubiera logrado, tía, y por ello te recompensaré como es debido. Gracias a ti he podido forjarme una imagen de mujer preparada, sin siquiera haber asistido a la escuela. Gracias a ti pude manipular a aquel viejo asqueroso para que me regalara su casa, o a aquel muchacho que me pagaba mis cursos de inglés, y a aquella señora que me daba todo lo que quisiera, sólo porque le decía de vez en cuando: "mamá". Vieja estúpida. Pero esas cosas son nada comparadas con lo que he logrado esta vez. Ahora tengo dinero suficiente para vivir sin preocupaciones por el resto de mi vida. Apenas logre que Ricardo ponga todas sus propiedades y cuentas bancarias a mi nombre, me desharé de él. No me malentiendas, tía. Voy a matar al cabrón. Me puso la mano encima, y tendrá que pagarlo. Tu idea de ponerle un somnífero después de la fiesta resultó mejor de lo que esperábamos. Aunque el hijo de puta alcanzó a pegarme un par de bofetadas antes de quedarse dormido.

Hacerme yo misma las heridas en todo el cuerpo fue tan divertido, que me sigo partiendo de la risa al recordarlo. Por momentos temía que llamara a la ambulancia, pero Qué va, lo tenía bien agarrado de los cojones.

Llevo en mi vientre un hijo suyo, pero que se joda. Con el niño y su trastorno límite podré manipularlo mucho mejor. Haré que se desangre hasta morir. Mi trabajo será sólo contemplarlo, y dejar que me pegue una que otra vez, pero al final voy a matar al cabrón. Ya verás qué bonito me queda el suicidio. Sus cicatrices ayudarán mucho. ¿Quién podría dudar de una cieguita indefensa víctima de maltrato?

Bueno tía, me voy. Ricardo debe estar por llegar, y ha de encontrarme en la cama. He aprendido a usar su ordenador con un lector de pantalla para ciegos, Aunque claro, él no lo sabe.

Bye. Besitos.

Atentamente.

Violeta

 

 

 

 
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