Ruta Herreros-Soria por la Vía Verde
(Miércoles, 31 de julio de 2019
Caranva Romero
En un lugar de la provincia de Soria, de cuyo nombre sí quiero acordarme y cuando la del alba no era, puesto que todavía la noche extendía sobre él un tupido manto, Félix, Carlos, Cipri y Ángel (cuatro de los seis hermanos Andrés Vallejo) provistos de abundante líquido, frutos secos, chocolate negro, plátanos y los correspondientes y apropiados bastones, emprendemos la marcha que nos llevará desde Herreros, nuestro pueblo, hasta Soria, distantes 24 km., por la Vía Verde que discurre por la desaparecida vía férrea de la pretendida pero nunca acabada línea Santander-Mediterráneo. La hora prevista de llegada se estima sobre las 12 h. Esperamos no retrasarnos tanto como lo hacía el tren en aquellos tiempos.
La sección de esta línea que afectaba a Herreros (Cabezón de la Sierra-Soria) se había inaugurado oficialmente el 25 de enero de 1929 y su certificado de defunción se fechó un 31 de diciembre de 1984, con lo cual, a partir del 1 de enero de 1985 se iniciaría el triste y lamentable deterioro progresivo de un camino y edificios que tanto costaron construir y que tanto facilitaron el traslado de personas, animales y objetos: cosas de la rentabilidad, que contribuyeron, como otras decisiones y ¡sabe Dios que intereses¡, al aislamiento y, en consecuencia, a la despoblación y empobrecimiento de la provincia, puesto que las vías de transporte son esenciales para el desarrollo de cualquier territorio.
Añadir, a propósito, que en esa misma fecha fue también clausurada, dentro de los más de 3000 km. de líneas férreas que se cerraron en toda España, la línea Valladolid-Ariza que atravesaba en su totalidad la provincia de oeste a este. Posteriormente, en el año 1996, se abandonó la explotación ferroviaria del tramo Soria-Castejón, de manera que la hecatombe ferroviaria en nuestra querida Soria fue ya casi completa. Otra derrota más a sumar a las que venimos acumulando en esta tierra de Caín desde que Escipión nos ajustó las cuentas, hace ya muchos siglos en Numancia.
Después de esta breve digresión informativa, retomemos el hilo y el camino.
Cuando cerramos la puerta de casa, nos saludan fríamente los 9 grados de temperatura y monótonamente las tan familiares y evocadoras campanadas del reloj de la torre de la iglesia anunciando las seis de la mañana. La repetición de la hora coincide con el inicio del itinerario que realizábamos cuando íbamos a coger el tren y que tan largo nos parecía en nuestra infancia e incluso adolescencia y en el que ahora empleamos unos 15 minutos, por lo cual a los 24 km. citados anteriormente, se sumará uno y pico más.
En este trayecto, a la salida del pueblo, dejamos a la derecha el hotel Enclave, ubicado en lo que durante nuestra infancia, adolescencia y algo más fuera la casa del cura. Un poco más abajo, bordeamos "el pilar" o abrevadero de animales en el que, a nuestro paso, oímos zambullirse a algunas ranas escondidas entre las hierbas que lo circundan. Nos viene a la memoria, entonces, el apresuramiento de las vacas, sobre todo en el verano, al barruntar la proximidad del agua.
Dejamos a la izquierda el lavadero público de cuyo edificio rectangular con tejado a dos aguas, solo se conservan un fragmento de uno de los lados largos, las dos pilas (la de aclarar y lavar, pero vacías) y el caño en el que, en la actualidad, la gente llena garrafas pues su sabor poco tiene que ver con el que llega a los grifos de las casas y equiparable a cualquiera de las envasadas que compramos habitualmente.
También a la izquierda, al borde del monte y en una pequeña explanada pendiente, queda la ermita de San Roque (patrón del pueblo) con el milagroso perro lamiéndole sus heridas y que, respetuoso con la tradición, no osa ni rozar las roscas que cada 16 de agosto se subastan en honor y favor del santo.
Como los colmillos del sol aún no han hecho presa en las tinieblas de la noche, el silencio no es interrumpido por el canto de algún madrugador pájaro, tan solo lo es por nuestro acompasado caminar y el ruido de los coches circulando por la carretera Nacional 234 (Sagunto-Burgos) que atravesamos con extrema prudencia.
Por fin, a las 6,16 h. llegamos a la Vía Verde que tomamos algunos metros antes de la propia estación, gran parte de la cual todavía aguanta milagrosamente de pie, incluida la casa del jefe de estación.
Encabezados por Félix, el hermano mayor, avanzamos a buen paso. La Vía Verde discurre, más o menos, paralelamente, por un lado, a la carretera antes citada y entre las cuales se suceden pequeñas parcelas cultivables, y, por el otro, a la Sierra de Frentes, actualmente conocida por Sierra de Cabrejas. Rememoramos aquellos tiempos en que, en un incosciente derroche, poníamos sobre cualquiera de los raíles, poco antes del paso del tren, una perra chica (5 céntimos de peseta) o en el colmo del derroche, una perra gorda (10 céntimos) para ver cómo quedaba después de ser aplastada por las ruedas del monstruo que circulaba lanzando al aire una densa humareda que, poco a poco, se dispersaba en busca de ese límpido cielo que en la lejanía parecía dejarse acariciar por los grises picachos de la sierra.
Sí, parece que tendremos suerte porque, aunque rabioso como en días anteriores el sol intenta rasgar las tinieblas de la noche, unas nubes se lo impiden de modo que la temperatura sube poco y lentamente.
De tanto en tanto, los tres hermanos menores nos reímos pues Félix, que parece llevar orejeras y que le pinchen por detrás, camina a paso más que ligero. Ante cualquier parada dice: "a este paso llegamos a Soria de noche", y al ver que el día se presenta nublado, augura: "encima nos va a llover".
En animada conversación, devoramos -bueno, comemos, simplemente- los hectómetros, los kilómetros, cabal y perfectamente señalizados a lo largo del camino. Dejamos atrás Herreros y nos adentramos en el término municipal de Villaverde del Monte del que se dice que es el pueblo de las tres mentiras, porque ni es villa, ni verde ni tiene monte. Eso si que son mentiras. villa suponemos que lo es; verde, tanto como cualquiera de los pueblos de alrededor, y monte, por supuesto que lo tiene.
En este pueblo no había estación ni apeadero de tren. Los habitantes que precisaran viajar en él, debían cogerlo en el siguiente: Cidones. Recordamos, a propósito, que cuando volvíamos de Soria en el tren de la noche, las luces de Villaverde nos indicaban que ya nos acercábamos a nuestro pueblo y que debíamos ir preparándonos.
De repente, se hace visible un rótulo en el que se indica: Soria, 18 km.; Abejar, 11 km.
Ante la parada de 2 segundos como mucho, Félix apremia: "¡Venga, venga! vamos¡"
Y arreando para Soria se ha dicho.
Hasta el momento, nadie nos ha adelantado ni con nadie nos hemos cruzado, ni ciclistas ni caminantes. Sin embargo, como si unos jabalíes se hubieran sentido aludidos por Félix, atraviesan corriendo el camino unos cuantos metros por delante de nosotros, no precisamente dirigiéndose a Soria sino a esconderse en el monte entre la maleza.
De tanto en tanto y a lo largo de algunos kilómetros de nuestro itinerario, también atraviesa nuestra pituitaria el intenso olor de alguna que otra explotación agropecuaria que difumina, durante un buen trecho, el más mínimo atisbo de los olores propios y diversos de la Naturaleza, obviamente muchísimo más agradables.
A las 6,56, evidentemente en la distancia, pasamos frente a la iglesia de Villaverde. Continuamos -siempre más lentos de lo que Félix desearía- hacia nuestro primer punto de avituallamiento: Cidones, pueblo por el que pasara en la diligencia el gran poeta Antonio Machado, en cuyo viaje recogería la leyenda que daría lugar al romance de la tierra de Alvargonzález.
En este pueblo sí había estación de ferrocarril habilitada, además, para carga y descarga de mercancías. Antes de llegar a ella, tenemos la oportunidad de ver un par de corzos que, con su fino oído, nos han detectado y salen de najas alejándose de nosotros lo más posible con sus característicos saltos.
Como, por mucho que el sol se empeña, las nubes no le permiten castigarnos, el calor brilla, pero por su ausencia y, por consiguiente, la sed no nos acucia precisamente. Esto supone que, Ángel, convertido casi en hombre-cisterna, transporta sin la menor queja los 5 litros de agua con limón ligeramente azucarada.
Llegamos, por fin, a Cidones a las 7,26. La estación se halla ubicada en el lado opuesto a la de Herreros. Nada más llegar, Félix vuelve a apremiar: Venga, que solo llevamos una hora y media. Venga, vamos hasta Ocenilla.
Que pena dan las casas abandonadas y todavía más las estaciones, porque ¿cuantas personas, cosas y circunstancias habrán visto pasar¿, ¿cuántas vivencias de todo tipo habrán albergado en sus salas de espera? ¿Qué de tristezas y alegrías, qué de bienvenidas y adioses habrán visto y oído?
A fin de calmar la nostalgia (la del estómago) nos bebemos, como no ha hecho ni hace calor, sólo un poco de agua con limón y comemos un bocadillo de chocolate, un plátano y un buen puñado de frutos secos. Repuestas las fuerzas, podremos llegar sin problemas a Toledillo donde, si Félix no lo impide, avituallaremos de nuevo.
Nos asombra que durante el camino, no se haya oído cantar prácticamente a ningún pájaro. Pareciera que, contagiados de la despoblación' de la provincia, ellos también hayan emigrado, debido, quizá, a la existencia de pajarracos depredadores que desde dentro y desde fuera les hayan obligado, no solo a emigrar, sino, como mucho, a emitir un triste y lastimero pío.
Durante el avituallamiento, según lo previsto, Ángel llama por teléfono a su hijo Óscar para que, junto a David, el compañero de Míriam, su hija, vengan a nuestro encuentro en Toledillo para realizar un mini-reportaje de la marcha con un Dron.
Poco antes de reemprender el camino, de improviso, Ángel, que es cazador, extrae de la mochila un tubo a modo de cuerno que se utiliza como reclamo durante la berrea de corzos, ciervos o venados allá por el mes de octubre, y lo hace sonar en medio del silencio ligeramente perturbado por el lejano ruido del tránsito de los coches por la carretera. Las risas son incontenibles.
Podías haberlo hecho sonar cuando vimos los corzos, dice alguien. Capaz que nos hubiera rodeado una manada para acompañarnos un ratito aunque sea agosto.
Reanudamos la marcha. Con el estómago contento, se sueltan algo más la lengua y las piernas. Camino de Ocenilla, a cuyo paso a nivel llegaremos a las 8,05 h., Ángel nos informa de que guarda en su local, desde que realizara hace unos cuatro años este mismo trayecto, pero a la inversa y cuando todavía estaba la vía, de alguno de esos enormes tornillos que sujetaban raíles o traviesas y alguna de aquellas jarrillas del tendido telefónico.
Tampoco Ocenilla disponía de estación, por tanto, al igual que las personas de Villaverde, las que hubieran de desplazarse en tren, tenían que cogerlo también en Cidones, equidistante, más o menos dos y pico kilómetros de ambos fueblos.
Se comenta que, precisamente en Ocenilla, hay un estupendo bar en el que sirven unas buenas tapas. Decidimos ir días después los cuatro para deleitarnos con unos torreznos, una tortilla de patatas y unos buenos callos. Pero antes, hay que llegar a Soria.
Es a partir de este pueblo cuando empezamos a cruzarnos con otros caminantes, algunos de los cuales son conocidos. Uno de ellos, al explicarle la ruta que hacíamos, nos preguntó si incluía también la vuelta. Le respondimos que no, que tan sólo habíamos sacado el billete de ida.
Pasado Ocenilla, situado entre la Vía Verde y la carretera, nos dirigimos hacia Toledillo. En general, como ya se ha dicho, entre la Vía Verde y la carretera, el terreno es de labor, mientras que el que se halla por encima de ella, se combina con monte, fundamentalmente de robles. En ocasiones, el camino discurre entre unas considerables moles de piedra.
Toledillo es nuestro segundo punto de avituallamiento y el de encuentro con Óscar y David. Llegamos a las 9,35 h. Mientras repetimos "menú" los esperamos junto a la pequeñísima edificación que servía de refugio a los pasajeros. Figura en un poste alto una A que No es la inicial de nuestro primer apellido, sino la inicial de Apeadero. Efectivamente así estaba catalogada.
Tras varias indicaciones vía telefónica, nos localizan. Allí damos cuenta de las provisiones, mientras Cipri recuerda cuando nuestro padre los llevaba, a él y a Ángel, en tren hasta Toledillo y de allí, andando, hasta el bello paraje denominado Valonsadero el día de La Compra, que se enmarca en ese proceso festivo que culminará con las fiestas de San Juan de Soria. Ángel aprovecha ese momento para hacer una nueva demostración de reclamo de la berrea con el tubo-cuerno. No sé si será por las risas, el caso es que no acude ningún corzo, ciervo o venado.
Después del avituallamiento y mientras seguimos avanzando, David suelta el "tábano" o Dron para que, entre idas y vueltas, recoja imágenes para la posteridad. Cuando pasa por encima, instintivamente bajas la cabeza e incluso sientes el impulso de agacharte.
Cumplida la misión de ambos improvisados "reporteros" se vuelven a Soria para esperarnos en la estación de Soria-Cañuelo, fin de trayecto, o casi porque todavía restaría la propina,voluntaria y fuera de programa, que es la de bajar hasta la Plaza Mayor.
Hay un error de previsión. Queda prácticamente la mitad del recorrido y no se había considerado un tercer avituallamiento. Podíamos a ver descansado unos minutos, pero ya puestos, hasta el final sin parar: es una cuestión de orgullo.
En esta parte, además de caminantes, nos encontramos con algunos ciclistas. El saludo se dispensa automáticamente. Ah, y ya que de saludo se habla, durante un trecho, Vía Verde y carretera realizan su recorrido, hombro con hombro, codo con codo, hasta que, por virtud de sus diseñadores, se vuelven a separar llegando a la capital cada uno por su lado.
El sol no acaba de aparecer. Intenta mostrarse por entre las nubes, pero no lo consigue, al menos en plenitud. La verdad es que se agradece. No obstante, la sed reclama atención, aunque no insistentemente. todo llegará porque la temperatura ha subido unos cuantos grados.
Félix sigue a su marcha, Ángel, a pesar de los litros que acarrea, decide marcarlo estrechamente. Cipri y Carlos se rezagan un tanto hasta no ser divisados por los dos primeros, que aminoran el ritmo.
A medida que avanzamos, las piernas obedecen, pero no tan diligentemente. Cuando falta poco más de tres kilómetros, el portador de la garrafa oye que desde lejos Carlos y Cipri gritan: "¡aguaaa¡"
Acude de inmediato, y eso que podía haber esperado a que llegaran los demandantes.
Beben un par o tres de vasos. Calmada la sed, se retoma el camino. Los hectómetros parece que tienen más de 100 metros, y los kilómetros, más de 1000, lógicamente.
Los últimos metros son criminales, ya que los hacemos por vías muertas con sus raíles y piedras. Es lo más propicio para que, como dirían los antiguos, te tronzaras una pierna.
Salvamos con dignidad el escollo y, después de atravesar varias vías, hacemos la entrada triunfal en la estación de Soria-Cañuelo a las 11,50 h., donde ya están nuestros comprometidos "reporteros" para inmortalizar el acontecimiento.
¡Reto cumplido!
Pero aún faltaba algo más. Cipri y Carlos deciden bajar en coche con Óscar (aunque no hasta la puerta del bar) mientras que Félix y Ángel lo hacen andando en un alarde de fuerza y pujanza, hasta la Plaza Mayor, donde en el Rey de Copas, bar regentado por Miguel Ángel, chaveto como nosotros, nos servirá unos torreznos y oreja rebozada, todo ello regado por unas fresquísimas cañas de cerveza.
Que conste que, liberado de la todavía medio llena garrafa, Ángel le hace llegar a Félix hasta el bar con la lengua fuera y casi arrastrando los pies.
El regreso al punto de partida se hace en coche. Después de almorzar y pasando por El Collado, nos viene a la memoria el tío Burrero. ¿Que quién era? Un importante constructor soriano y se llamaba Anselmo Díaz.
"Precisamente, muchos de los firmes de las carreteras de la provincia de Soria por donde ahora transitamos, están construidos con piedras trasportadas desde las canteras a lomos de burros. A mediados del siglo pasado, El tal Anselmo Díaz las transportaba con las reatas de burros de su propiedad y que eran picadas en el tajo de la carretera. De ahí el apelativo de el "tío burrero".
La característica física más relevante de este hombre era la exagerada gordura y corpulencia de su cuerpo. En el año 1953, cuando el tío Burrero tenía 56 años de edad, obtuvo en Bilbao el título de "campeón nacional de gordos" al alcanzar en la báscula el peso de 193 kilos. En el año 1958 el Círculo de la Amistad de Soria hizo construir para él un asiento especial adaptado al enorme peso de su cuerpo y a las desmesuradas dimensiones de su oronda anatomía. Por aquella época, constituía una estampa típica ver sentado al "tio Burrero", en los soportales de El Collado, siendo saludado de forma afable por sus paisanos, algunos de los cuales le llamaban, cariñosamente, con el chocante apelativo de "Anselmín", usando el diminutivo de su nombre a pesar de lo exagerado de su cuerpo." Se decía, además, que su bragueta tenía 36 botones. ¡Tiene botones la cosa!