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  Fanny Hill, fragmentos (John Cleland)
 

 

 

Fanny Hill

John Cleland (1709-1789)

I

Liberación de Eros

Después de la cena, la señorita Phoebe me acompañó a la recámara, mostrando cierta renuencia a que me desvistiera y me quedara en camisón en su presencia, por lo que, una vez retirada la doncella, se me acercó y, empezando por desprenderme el pañuelo y el vestido, pronto me instó a que continuara desnudándome. Sin dejar de sonrojarme al verme en paños menores, corrí a guarecerme bajo la ropa de cama, a salvo de sus miradas. Phoebe rió, y no tardó mucho en acomodarse a mi lado. Contaba unos veinticinco años, según sus dudosas cuentas; pero aparentaba haber olvidado por lo menos otros diez, aún tomando en cuenta los estragos que una larga trayectoria de manoseo y de aguas turbulentas debieron haber hecho en su constitución. Ya había llegado, sin pensarlo, a esa etapa de envejecimiento en la cual las mujeres de su profesión reducen a pensar en lucirse en compañía, más que ver a sus amistades.

Apenas se había recostado junto a mí la preciosa sustituta de mi señora, cuando ella, que jamás perdía su compostura frente a cualquier situación de liviandad, se volteó y me abrazó, besándome con gran entusiasmo. Esto era nuevo, esto era raro: atribuyéndolo a la más pura bondad y sospechando que tal vez ésta pudiera ser la costumbre londinense de expresar los sentimientos, determiné no quedarme a la zaga, y le devolví su beso y su abrazo con todo el fervor que la perfecta inocencia sabe poner en ello.

Alentada por aquello, sus manos adquirieron gran soltura y vagaron libremente por todo mi cuerpo, palpando, presionando, abrazándome, despertando en mí más ardor y sorpresa, lo novedoso de tales maniobras, que sobresalta o alarma.

Los elogios que entremezclaba con esas incursiones también contribuyeron, en no poca medida, a sobornar mi pasividad. Ignorante de todo mal, no le temía, y menos aún de quien había disipado toda duda de su feminidad al conducir mis manos hacia un par de senos con gran soltura, cuyo tamaño y volumen atestiguaban la distinción más que suficiente de su sexo. Fue suficiente para mí, al menos, que jamás había empleado otra norma de comparación...

Yacía yo completamente dócil y pasiva, y como ella lo deseaba, sin que su audacia despertara en mí más emociones que un placer extraño y hasta entonces desconocido. Nada escapaba a las licenciosas manipulaciones de sus manos, que como un fuego ondulante recorrían todo mi cuerpo, descongelando toda frialdad a su paso.

Mis senos, si así se pudieran llamar entonces dos duras y firmes elevaciones que apenas empezaban a proyectarse y a producir significado alguno al tacto, dieron a sus manos empleo y solaz durante un buen rato, hasta que, deslizándose a regiones más inferiores, siguieron una ruta tersa y llana hasta sentir el satinado esbozo, que apenas unos meses antes había empezado a poblar esos montes, prometiendo extender un generoso abrigo sobre el lugar de la más exquisita de las sensaciones, que hasta entonces había sido el asiento de la más insensible inocencia. Sus dedos jugueteaban, ávidos de enredarse en los tiernos hilillos de aquel musgo que la naturaleza ha destinado tanto a utilizar como a ornato.

Pero no contenta con esos parajes exteriores, enfila ahora hacia la fuente principal, empezando por tímidas fintas, siguiendo con insinuaciones, y terminando por introducir con firmeza un dígito en el vaso mismo. Lo hizo en forma tal que si no hubiese procedido por insensibles graduaciones que me inflamaron más allá del poder de mi modestia para oponer resistencia de su avance, yo habría abandonado violentamente el lecho, pidiendo socorro a gritos contra aquellos extraños ataques.

En lugar de ello, su lascivo tacto había encendido un nuevo fuego que surcaba por todas mis venas, y que se asentaba con gran fuerza en aquel centro vital de la naturaleza, donde ahora las primeras manos extrañas estaban ocupadas en palpar, presionar y comprimir los labios. Los abrió nuevamente, con un dedo entre ellos, hasta que un ¡Ay! le hizo saber que me estaba lastimando. La estrechez del conducto, incólume aún, impedía el paso a mayor profundidad. Mientras tanto, el movimiento espasmódico de mis extremidades, mis lánguidos encogimientos, mis suspiros y mi respiración entrecortada, conspiraban para asegurar a esa sabia libertina que su proceder me producía más placer que ofensa. No vaciló en sazonarlo con repetidos besos y exclamaciones tales como: "¡Oh, qué linda criatura eres!" "¡Qué feliz será el primer hombre que haga de ti una mujer!"... "¡Oh, qué daría yo por ser un hombre!"... Estas y otras expresiones igualmente truncadas, eran interrumpidas por besos tan fervientes y fieros como jamás recibí del otro sexo.

Por mi parte me sentía transportada, confusa y fuera de mí: aquellas sensaciones tan nuevas eran demasiado para mí. Mis sentidos, enardecidos y azorados, eran un torbellino que me robaba toda libertad de pensar; lágrimas de placer corrían a borbotones de mis ojos, apaciguando un tanto las llamas que me abrasaban por todas partes.

La propia Phoebe, aquella pura sangre tan montada a quien todas las formas y artificios del placer le eran conocidos, al parecer encontraba en su oficio de iniciar a las jóvenes la gratificación de uno de esos gustos arbitrarios que no tienen explicación. No era que odiara a los hombres, ni tampoco que tuviera predilección por las de su propio sexo; pero cuando se encontraba en situaciones como la que describo, una avidez de saciarse de deliquios en la zona común, y acaso también algún secreto prejuicio, la instaban a derivar el máximo placer donde fuere, sin distinción de sexos. Con tal visión en la mente, y segura ya de haberme encendido con su tibio toque lo suficiente para cumplir sus propósitos, bajó suavemente las mantas, y me encontré tendida cuan larga era en toda mi desnudez, con mi camisón elevado hasta el cuello, sin encontrar la fuerza ni la voluntad para evitarlo. Hasta mis encendidos sonrojos expresaban más deseo que modestia, mientras la bujía, que permanecía encendida (indudablemente, no por azar), alumbraba todo mi cuerpo.

-¡No! -exclamó Phoebe-. No debes, mi dulce niña, pensar en ocultarme todos estos tesoros. Deja que también mis ojos se alimenten. Y mi tacto. Déjame devorar estos tiernos capullos... Déjame besarlos una vez más... ¡Cuán firme, cuán tersa es su blanca piel! ¡Y qué formas tan delicadas...! ¡Ay! ¡Y qué delicioso vello! ¡Déjame contemplar tu pequeña, tu adorable y tierna gruta! ¡Esto es demasiado, no lo puedo soportar! Tengo que..., tengo que...

En un arranque de éxtasis, me tomó la mano y la condujo hasta donde usted fácilmente adivinará. Pero, ¡qué diferente era siendo la misma! Una tupida urdimbre de gruesas hebras rizadas señalaban a la mujer madura y completa. La cavidad, a la cual guió mi mano, fácilmente franqueó la entrada; y tan pronto como la sintió enclavada en su interior, comenzó a oscilar hacia adelante y hacia atrás con una fricción tan rápida que hube de apartarla, húmeda y fría. Después de dos o tres hondos suspiros y ayes se serenó; y, plantándome un beso en el que pareció exhalar el alma, me volvió a colocar las mantas suavemente.

II

Actores y espectadores

En medio de todos aquellos retozos y libertinajes a que aquella alegre banda con la mayor espontaneidad se había entregado, se nos sirvió una elegante cena, ante la cual nos sentamos, con mi galán a mi lado y las otras parejas distribuidas correctamente, sin orden ni ceremonia. La delicada alegría y los buenos vinos pronto alejaron nuestra reserva. La conversación se puso todo lo animada que se pudiera desear, sin llegar a extremos de vulgaridad. Aquellos maestros del placer sabían demasiado para derrochar las impresiones con él relacionadas, ni evaporar la imaginación con palabras, antes de la hora de la acción. No obstante, de cuando en cuando se robaban besos, o bien, si un pañuelo en torno al cuello interponía su frágil barrera, no se le mostraba excesivo respeto. Las manos de los hombres maniobraban con su acostumbrada petulancia, hasta que las provocaciones de ambas partes alcanzaron un tono tan crítico, que la proposición externada por mi particular en el sentido de dar comienzo a las danzas campestres fue aprobada de inmediato. Añadí festivamente que estimaba que los instrumentos estaban ya convenientemente afinados. Aquella era la señal para efectuar los preparativos, señal que la complaciente señora Cole, tan conocedora de las cosas de la vida, interpretó como para hacer mutis. Ella, que no estaba ya en edad para prestar personalmente sus servicios, y que se conformaba con preparar el orden de combate, nos dejó libres el campo de batalla para que guerreáramos a discreción.

Tan pronto como el ama se hubo retirado, se eliminó de en medio la mesa, que se colocó a un lado a guisa de aparador. En su lugar se puso un diván y, como preguntara en voz baja a mi acompañante el objeto de dicho mueble, me respondió que, por tratarse de una reunión convocada principalmente en mi honor, los asistentes perseguían un doble fin: complacer su gusto a través de una amplia variedad de placeres, y sacudirme, mediante un acto de público disfrute, todo vestigio de timidez y modestia, que para ellos constituían el veneno de la alegría. Aunque en ocasiones predicaran sobre el placer y vivieran de acuerdo con sus enseñanzas, de ninguna manera se erigirían en misioneros, y sólo se aprestaban a impartir instrucción práctica a todas aquellas mujeres hermosas que les simpatizaran lo suficiente y que estuviesen dispuestas a ello. Pero que, tomando en cuenta que una proposición de semejante naturaleza pudiera parecer demasiado brusca o aterradora a una joven principiante como yo, los veteranos nos darían el ejemplo, que él esperaba no me negaría a seguir, ya que yo le había sido adjudicada para el primer experimento. Pese a todo, estaba todavía a tiempo de rehusarme a participar en la función, que por ser justamente una fiesta de placer presuponía que no debería existir apremio ni constreñimiento alguno.

Mi semblante, sin lugar a dudas, expresó mi sorpresa, como mi silencio manifestó mi asentimiento. Ya estaba embarcada en aquella nave, totalmente dispuesta a emprender cualquier viaje al que su tripulación quisiera llevarme.

Los primeros en ponerse en pie para inaugurar el baile fueron un oficial de caballería y aquella soberana de todas las bellezas de piel aceitunada: la dulce, la suave y amorosa Louisa. La condujo, con toda la buena disposición y deseo de agradar, al diván. Allí la recostó en toda su extensión con gestos de gran vigor, saboreando amorosa avidez e impaciencia. La joven se tendió en la postura más ventajosa, con la cabeza sobre una almohada. Estaba tan ensimismada en lo que hacía, que nuestra presencia parecía ser lo que menos le importaba. Sus enaguas y fondo, echados hacia arriba, mostraron a los presentes el par de piernas y muslos más regios que se podrían imaginar, elevados y separados a su máxima amplitud, lo cual nos brindaba una vista total de aquella deliciosa hendidura de carne, encima de la cual el ameno montículo velloso se bifurcaba para presentar una entrada que proclamaba la más hospitalaria de las bienvenidas, entre dos estrechos setos laterales, suave y abullonado. Su galán estaba ya dispuesto, habiéndose despojado de sus ropas recargadas de encajes, y al arrancarse la camisa nos mostró sus fuerzas en posición de combate, listas para entrar en acción. Pero, sin darnos tiempo a reparar en sus dimensiones, se arrojó de un golpe sobre su encantadora antagonista, quien recibió su lance audaz y certero como una heroína, sin el menor titubeo, pues sin lugar a dudas no existía otra muchacha cuya constitución fuese más adecuada para gustar el placer, ni más sincera en la expresión de sus sensaciones, que aquella primorosa trigueña. Pudimos observar cómo el placer encendía su mirada, a tiempo que él introducía en ella su potentísimo instrumento. Habiéndola complacido hasta el máximo de su alcance, sus movimientos se hicieron más violentos, espoleando con tal fuerza a la bella que ésta replegara en sí misma y ajena a todo, salvo al goce de sus emociones predilectas, respondía a los acosos de su compañero con un justo concierto de elásticos jadeos. Marcaba un ritmo y compás con los más patéticos suspiros, con tal precisión que se podrían haber contado los golpes de agitación por sus clarísimos murmullos y estertores. Mientras, sus activas extremidades no dejaban de trenzarse y entrelazarse con las del militar, en convulsivas reales. Luego, los besos de tortuga, y los frenéticos mordiscos, amorosos e indoloros, que ambos cambiaban entre sí en un auténtico furor de deleite. Todo conspiraba para aproximarse al punto de fusión. Pronto llegó, cuando Louisa, en el delirio de su frenesí, e incapaz de contenerse por más tiempo, exclamó:

-¡Ay, señor! ¡Querido señor!... ¡Por favor, no se apiade de mí...! ¡Ay!... ¡Ay!... Con todos sus acentos diluyéndose hasta quedar reducidos a sollozos que le salían del fondo del alma, cerró los ojos ante la dulce y aparente muerte, en cuyo instante fue embalsamada por una emanación cuyos indicios pudimos fácilmente advertir por la postura suspensa, agonizante y lánguida de su hasta un momento antes, furioso atacante. Súbitamente, se quedó quieto, respirando agitadamente, jadeante y presto a abandonar por el momento el espíritu del placer. Tan pronto como el jinete desmontó, Louisa se levantó de un salto, se sacudió las enaguas y corrió a mi encuentro. Me dio un beso y me condujo hacia el aparador, donde a la vez, la acompañó su galán. Allí me hizo jurar solemnemente con una copa de vino, y en seguida brindamos los tres a la salud de ella, que tanto gozaba de aquella diversión.

Para entonces, la segunda pareja estaba dispuesta para entrar en combate. Se trataba de un joven barón y de la más delicada y encantadora de las muchachas, la blanca y trémula Harriet. Mi gentil escudero vino a informármelo, e inmediatamente me condujo otra vez al teatro de la acción. Todo su porte, todos sus movimientos no respiraban más que una complacencia sin límites ni reservas; pero sin mezclar la más mínima huella de impudicia o prostitución. Pero lo que más sorpresa causaba era que, aun en medio de la disolución de un acto de placer abierto a la vista de todos, su amoroso galán lograba atraer su atención hacia él. A base de cariño y sentimientos, había conseguido conmover su corazón aun cuando, por momentos, la restricción que le imponía el compromiso hacia la casa, lo obligaba a condescender con las exigencias de una institución a cuyo establecimiento él había aportado la mayor contribución.

Harriet fue entonces llevada por su compañero al diván vacío. Se ruborizó al mirarse con unos ojos hechos para justificar cualquier cosa, manifestando tiernamente la favorable inclinación con que se entregaba al paso que tan irresistiblemente la atraía.

Su amante, pues en realidad, lo era, la hizo sentarse al pie del diván; y pasándole el brazo en torno de su cuello, le imprimió el preludio de un beso fervientemente aplicado a sus labios, que visiblemente le infundió vitalidad y ánimo para seguir adelante. Conforme la besaba, inclinó con toda suavidad su cabeza hasta que ésta cayó sobre una almohada previamente dispuesta para recibirla. Inclinándose sobre ella, siguió en toda su extensión la trayectoria de su caída, que contuvo y amparó con su inmediata cercanía. Una vez allí, como si hubiera adivinado nuestros deseos o deseando mostrar a la vez su placer y su orgullo por ser el amo de aquella belleza, el gallardo noble le descubrió los senos, poniéndolos al alcance de sus manos y de nuestra vista. ¡Oh, qué deliciosos encantos de devoción amorosa! ¡Cuán inimitable la finura de su delicada forma! Eran pequeños, redondos, firmes y tan halagadora al tacto! Los pezones que los coronaban, eran dulces y botones de belleza. Cuando hubo recreado su vista y su tacto y obsequiado sus labios con besos del más cálido gusto, estampados en tan gratísimas esferas gemelas procedió hacia regiones inferiores.

Sus piernas todavía tocaban el suelo. Ahora, con gran delicadeza para no sobresaltarla ni alarmarla con brusquedad excesiva, fue elevando poco a poco sus enaguas, ante lo cual, como si hubiese sonado una señal, Louisa y Emily le sujetaron ambas piernas en un gesto de libertino jugueteo y para auxiliarla, las alargaron y separaron hasta el máximo. Entonces quedó expuesto, para hablar con mayor propiedad, en galana exposición el más prodigioso desfile de encantos femeninos que pudiera reunir jamás la naturaleza de un cuerpo de mujer. Toda la compañía, que, exceptuándome a mí, los habían visto con frecuencia, pareció tan deslumbrada, sorprendida y maravillada como si lo presenciaran por primera vez. Bellezas de tan alta y sublime grandeza tenía que disfrutar los privilegios de la eterna novedad. Sus muslos estaban tan exquisitamente moldeados que, si en ellos hubiere existido un ápice de más o de menos, no habrían alcanzado a ese punto de ideal perfección de que gozaban. Pero lo que los enriquecía y adornaba de manera infinita era la sublime intersección formada en su punto de reunión, en la base del más terso, albo y curvilíneo vientre que pueda concebirse. Allí estaba el tibio surco central que la naturaleza ha hundido entre el suave relieve de dos ricos salientes como labios dispuestos al beso, y que en esta bellísima mujer estaba en perfecta simetría en cuanto a delicadeza y miniatura, con el resto de su esplendorosa arquitectura. ¡No! No había nada en la naturaleza que pudiera equipararse a ella en hermosura. Luego seguía el oscuro follaje que lo recubría como un arco triunfal, y que extendía sobre la exuberancia del paisaje una acogedora tibieza, un conmovedor toque final que empezaba la descripción por medio de palabras e incluso a la pintura de la imaginación.

Aquel mancebo, enamorado de verdad, que se había quedado arrobado y poseído por el placer de su visión durante un lapso lo suficientemente largo para permitirnos la ocasión de recrear la nuestra -sin que de parte de los testigos hubiera el menor riesgo de glotonería-, terminó por dirigir sus actos directamente hacia los objetos de disfrute y, levantando la cortina de lino que ocultaba al órgano maestro de todos los ensueños, exhibió un ejemplar cuyo descomunal tamaño proclamaba a su dueño como un auténtico héroe para la especie femenina. El noble era, independientemente de ello y en todos los aspectos, un consumado caballero. De pie entre las piernas de Harriet, sostenidas por sus dos compañeras hasta su máxima extensión, con una mano separó con toda suavidad los labios de esa cautivadora boca. Mientras, con la otra humillaba su poderoso vástago desde la altura a que su turgencia lo elevaba, hacia la trayectoria de su blanco. Los labios, entreabiertos por los dedos, recibieron la dilatada cabeza de coral. Y cuando hubo afirmado su anidación, vaciló brevemente, y entonces las dos espontáneas ayudantes encomendaron a sus varoniles caderas la agradable función de sostener los muslos de su amada. Entonces, como si quisiera prolongar el placer y obtener de su instrumento el máximo provecho durante su vida, lo fue sumergiendo con tal lentitud que fuimos perdiéndolo de vista, pulgada por pulgada, hasta que a la larga fue totalmente engolfado por el manso laboratorio de amor, mientras las frondas musgosas de ambos se tocaron entre sí. En el decurso de todo este proceso, era evidente para los espectadores observar el prodigioso efecto que en esa deliciosa muchacha fraguaban a yunque los progresivos avances de esta energía titánica, que realzan poco a poco su belleza conforme incrementaban su placer. Su semblante y toda su estructura se avivaron por momentos, el tenue rubor de sus mejillas ganaba terreno a su blancura, intensificándose hasta llegar a un fulgurante brillo del rojo más florido. Sus ojos, brillaban por naturaleza, despedían una luminosidad diez veces mayor. Su languidez se había desvanecido, y toda ella parecía animada de nueva vida y energía. El gentilhombre había fijado con su impar clavo a la tierna criatura, como si le aplicara poderosa cuña. La inerte víctima yacía pasiva ante su fuerza e incapaz de moverse hasta que, poniendo en juego la tensión de sus propias armas contra esa vena de delicadeza, el noble aceleró la marcha de la fricción producida en un vertiginoso vaivén de avance y retroceso; despertándola, encendiéndola y excitándola hasta el propio centro de su ser. Llegó un momento en que ella no pudo menos que corresponder a los movimientos de su amante con toda la viveza y rapidez que le permitía su fina construcción, hasta que las furiosas punzadas de placer se elevaron hacia su punto culminante, haciéndola enloquecer con sus intolerables sensaciones. Ahora lanzaba sus piernas y brazos al azar, despeñándose en los abismos de un dulcísimo transporte que en su compañero se manifestó en acometidas más veloces y ávidas, en convulsiones y movimientos de aprehensión, en desgarradores suspiros, en laboriosas y agitadas respiraciones y en los fulgurantes destellos de sus ojos. Eran las señales inequívocas de una inminente cercanía del último sofoco de delicia. Éste al fin llegó. El barón encabezó la marcha al éxtasis; ella lo siguió, solidariamente al recibir los síntomas de disolvencia, en cuyo clímax, uniendo con más ardor que nunca sus labios a los de ella, el noble reveló todos los indicios de sentir que se cernía sobre él aquella agonía de dicha, durante la cual entregó a su amada la centelleante trepidación final. Enardecida hasta lo más recóndito de su alma, la muchacha dio claras muestras de corresponder con toda la efusiva prodigalidad de espíritu y materia de que era capaz. Un suave temblor recorrió todo su cuerpo, que se alargó en tensión para terminar por quedar inmóvil, suspendido el aliento, agonizando de deleite, y en la cima de su avalancha. Revelaba a través de sus casi cerrados párpados, apenas un breve margen de negrura, pues sus ojos se entornaban fuertemente hacia arriba llevados por la fuerza de su paradisíaco embeleso. Su seductora boca se abría lánguidamente, con la punta de la lengua yaciendo indolente sobre sus marfilinos dientes inferiores, mientras la natural coloración de rubí de sus labios se encendía como dotada de una nueva vida. ¿No era acaso tema digno de obstinada persistencia? Tanto así lo era, que su gentil amado continuó acompañándola con perdurable fruición hasta que, comprimido y destilando hasta la última gota, se despidió con un fervoroso beso que expresaba deseos satisfechos, pero también inextinguibles.

Tan pronto como él hubo descendido, corrí hacia ella y sentándome a su lado le levanté la cabeza, que ella reclinaba suavemente en mi pecho para ocultar sus rubores por lo acontecido, hasta que poco a poco fue recuperándose. Aceptó una reconfortante copa de vino que le ofreció mi acompañante, mientras el suyo se ocupaba de vestirse, después de lo cual la condujo, lánguidamente recargada en sus hombros, hasta nuestro punto de observación en torno al diván.

Y ahora, el compañero de Emily la llamó para que tomara parte en la danza. La marmórea beldad de dulce carácter se levantó de muy buen grado. Su cutis, que humillaba a la rosa y al lirio y sus rasgos de extrema hermosura, unidos a una lozanía exuberantes, hacían adorable a la campesina: podían hacer de ella una belleza, pero ella lo era ciertamente, y una de las más impresionantes entre las mujeres de piel clara.

Su galán comenzó por devolver sus senos a la libertad de la naturaleza, liberándolos de la fácil prisión de una vaporosa bata holgada. Pero, al surgir a la vista, parecieron difundir una nueva luz sobre la sala.

(... ) Por fin llegó mi hora de participar en el jolgorio. Siendo mi turno de corresponder a la voluntad de mi acompañante, así como a los de toda la concurrencia,aquél se acercó a mí y, saludándome cariñosamente y con halagadora avidez, mepuso al corriente de las complacencias que mi presencia les autorizaba a esperar.Repitió, al mismo tiempo, que si la fuerza de los ejemplos anteriores no habíanlogrado hacerme vencer cualquier repugnancia que pudiera impedirme acceder a los caprichos y deseos de los presentes, en tal caso, y por grande que pudiere sersu personal desilusión, estaría dispuesto a sufrir cualquier cosa antes que ser instrumento para imponerme una tarea desagradable.

A lo anterior le respondí, sin sombra de vacilación y sin el más leve gesto de desagrado, "que aun cuando no me encontrase obligada por una especie de convenio para ponerme a su disposición sin la menor reserva, el ejemplo demostrado por tan agradables compañeros me había determinado por sí solo, y que no me encontraba bajo el efecto de ninguna pena ni desagrado en relación con cosa alguna, salvo la de estar en patente desventaja frente a tan superiores bellezas." Hago notar que, al hablar, pensaba en voz alta. La franqueza de la respuesta complació a todos. Se alabó a mi acompañante por su adquisición y, como un indirecto elogio a mi persona, fue abiertamente felicitado.

La señora Cole, dicho sea de paso, no podía haberme dado mejor demostración de su aprecio que tramitar en mi favor la selección de este joven caballero como mi maestro de ceremonias. Independientemente de su noble cuna y de la gran fortuna de la cual era heredero, su persona era extraordinariamente agradable. Alto y bien formado, ostentaba en el rostro las huellas de la viruela, pero no más de lo necesario para añadir un toque de gracia a su virilidad y a unos rasgos que tendían a la suavidad y a la delicadeza. Estaban animados prodigiosamente por unos ojos negrísimos de un brillo nada común. En resumen, era un hombre de quien cualquier mujer podía decir que era un tipo muy hermoso.

Fui llevada por él al escenario de nuestro encuentro, donde, por estar ataviada únicamente con un ligero camisón blanco, él se dispuso a hacer de Abigail; evitándome la turbación que me habría dominado en el caso de tener que desnudarme yo misma. Aflojó los lazos en un tris, y yo me aligeré, dejándolo caer. El sostén presentó entonces un obstáculo que cedió con toda facilidad, pues Louisa proporcionó unas tijeras que en seguida cortaron el lazo. Saltó lejos el cascarón y con él las gasas que cubrían mis hombros, por lo que quedé reducida al vestuario inferior y al fondo, que por ser descubierto del pecho dejó a ojos y manos toda libertad que pudieran ambicionar. Me imaginé que hasta allí llegaría la maniobra de desnudarme, pero me engañé. Mi acompañante me rogó con melosas palabras que no permitiera que la escasa vestidura que me quedaba privara a tan grata compañía de la vista total de mi persona. Y como yo era flexiblemente obsequiosa, lo suficiente para no disputar sobre cualquier factor en conflicto, y como consideré que lo poco que me quedaba era bastante inmaterial, asentí de buen grado a lo que tan tiernamente me pedía. En un instante, pues, mi enagua ya desatada de sus lazos cayó a mis pies, y el fondo pasó sobre mi cabeza arrastrando en su marcha a mi gorra, que estaba muy ligeramente colocada, y que al desprenderse hizo que mi cabellera se despeñara libremente. He de recordar sin falsa vanidad que era muy hermosa. Más así, en una desordenada profusión de ondas bermejas que hacían resaltar la blancura de mi cuello y de mis hombros.

Ahora comparecía ante mis jueces con toda la verdad de mi naturaleza. Seguramente no debía parecer una imagen desagradable, si se digna recordar lo que antes he dicho con respecto a mi persona, que en esa época se encontraba ya en plena y abierta floración, pues me faltaban unos meses para cumplir dieciocho años. Mis senos, que en la desnudez son factores cardinales, alcanzaban entonces una grácil plenitud. Su firmeza y su absoluta independencia de todo sostén invitaban a someterlos a la prueba suprema del tacto. Además, era alta, con toda la esbeltez que puede tenerse en conjunción con la jugosa robustez de mis carnes, que debía a la buena salud y lozanía de mi juventud. Empero, no había renunciado del todo al innato sentido de la vergüenza para no sufrir gran turbación por el estado en que me encontraba. No obstante, los que me rodeaban me proporcionaron el alivio de su aplauso y una gran satisfacción, al brindarme toda clase de halagadoras atenciones. Me hicieron sentirme orgullosa de mi aspecto, que mi amigo elogió galantemente. En fin, que si hubiese podido consignar todos los elogios con que aquellos expertos conocedores de la materia me colmaron, podríajactarme de haber pasado el examen con la aprobación del jurado más sabio y exigente.

Mi amigo, que en esta ocasión ejercía exclusivo derecho sobre mí, satisfizo la curiosidad de sus compañeros, y tal vez la suya propia, hasta el grado de colocarme en todas las variedades imaginables de postura y luz, señalando cada uno de mis atractivos bajo sus diversos aspectos. Subrayó sus comentarios con paréntesis de besos y con libertades inflamantes de sus manos errabundas, que me hicieron perder toda vergüenza ante los testigos. El brillo del rubor dejó su lugar a otra más ardiente de deseo, que incluso me hizo encontrar cierta satisfacción en la escena.

Durante esa exploración general, puede su merced estar segura que la más pequeña zona de mi cuerpo no escapó a los embates de la más estricta inspección. Se llegó al común acuerdo de que no tendría el menor motivo para temer pasar por doncella en determinadas ocasiones. Tan leve impresión habían dejado mis anteriores aventuras y tan pronto deterioro o la distensión se habían reparado y borrado a mi edad en la que la natural pequeñez que me caracterizaba en tal vital estructura, no dejarían huella.

Ahora bien, ignoro si fue porque mi señor haya agotado todas las diversas maneras de regalar la vista y el tacto, o porque estuviese ya en un estado ingobernable de presteza para proceder a la ofensiva; pero, tras despojarse presurosamente de sus ropas, por el calor producido en una habitación cerrada, por el fuego de la chimenea y de numerosas velas, aunado al natural calor de las escenas presenciadas, lo indujeron a quitarse también la camisa. Sus pantalones, desde antes de soltar sus amarras, dejaron ver su contenido, presentando a la vista al enemigo al que tendría que enfrentarse, que lucía con rígido porte su cabeza de rubí. En seguida supe con quién me las vería: se trataba de uno de esos instrumentos con más destreza que los de medidas más desproporcionadas y difíciles de controlar. Me ciñó fuertemente contra su pecho, mientras dirigía al ídolo hacia su idóneo nicho, tratando de insertarlo, lo que consiguió haciendo descansar mis muslos sobre sus caderas desnudas. Me hizo recibir hasta el último centímetro, de tal guía que quedé prendida en un eje de placer. Me aferré a su cuello, donde entre sus cabellos oculté mi rostro abrasado por las sensaciones que me embargaban y también por la vergüenza, con mi pecho fuertemente adherido al suyo. Sin renunciar a la unión intermedia, ni abandonar la canalización, me hizo girar una vez más en el diván, sobre el cual me tendió y dio comienzo a la molienda de placer. Pero, tan provocativamente predispuestos como estábamos por el acicate de las escenas anteriores, no pudimos evitar derretirnos demasiado pronto. No bien sentí el tibio torrente subir por mis entrañas, con toda puntualidad influyó mi emanación para compartir la momentánea gloria. Pero tenía motivos aún mejores parajactarme de nuestra armonía: al ver que las llamas no estaban apagadas del todo, sino que, cual brasas húmedas, ardían con más fiereza por ese torrente bienhechor, mi ardiente enamorado comprendió mi anhelo. Y cargando su artillería para una segunda andanada, recomenzó la ofensiva con implacable vigor. Complacida en extremo y agradecida, me afané en ajustar todos mis movimientos a su óptima ventaja y deleite. Entraron enjuego besos, caricias y tiernos murmullos, hasta que nuestros goces, cada vez más delirantes, nos arrojaron en un amoroso caos. Al llegar a cierta intensidad nos hicieron zarpar de nosotros mismos para arrastrarnos a un océano de delicias sin límite dentro del cual ambos nos sumergimos en un etéreo transporte. Las impresiones de todas las escenas de que fui espectadora, moderadas por el calor de este brioso ejercicio, me agitaban hasta hacerme palpitar, galopante. Me sentía totalmente poseída de una locura febril que me devoraba. No tenía mi razón calma suficiente para discernir, sino que exaltadamente sentía el poder de esas raras y exquisitas fuerzas provocadoras, como demostraron ser los ejemplos impartidos por nuestros antecesores. Con gran alegría descubrí que mi galán compartía mi exaltación, como pude comprobar por las elocuentes llamas que salían de sus ojos y por sus actos animados por el aguijón de su estímulo. Todo ello conspiró para aumentar mi deleite al garantizarme el de mi compañero. Elevada así al máximo tono de intensidad de goce que puede tolerar la vida humana e incólume a todo exceso, toqué el punto crítico. Apenas advertida de la inyección emanada de mi compañero, me disolví, y en un profundísimo suspiro envié todo mi apasionado ser hasta ese pasaje donde la huida era imposible, por estar tan deliciosamente ocupado y ahogado.

Así permanecimos durante varios instantes sublimes, subyugados aún y lánguidos; hasta que, estancada la sensación placentera, nos recuperamos de nuestro trance y él se arrancó de mí, no sin antes protestar su extrema satisfacción con tiernos abrazos y besos, acompañados de las más cariñosas expresiones.

John Cleland: Memorias de Fanny Hill. Madrid, ægata, 1994.

 
 
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