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  El Tren Expreso (Ramón de Campoamor)
 




El Tren Expreso

Ramón de Campoamor (1817 ? 1901)

Canto Primero

La noche

I

Habiéndome robado el albedrío

un amor tan infausto como mío,

ya recobrados la quietud y el seso,

volvía de París en tren expreso.

Y cuando estaba ajeno de cuidado,

como un pobre viajero fatigado

para pasar bien cómodo la noche,

muellemente acostado,

al arrancar el tren subió a mi coche,

seguida de una anciana,

una joven hermosa,

alta, rubia, delgada y muy graciosa,

digna de ser morena y sevillana.

II

Luego, a una voz de mando,

por algún héroe de las artes dada,

empezó el tren a trepidar, andando

con un trajín de fiera encadenada.

Al dejar la estación lanzó un gemido

la máquina, que libre se veía,

y corriendo al principio solapada,

cual la sierpe que sale de su nido,

ya, al claro resplandor de las estrellas,

por los campos, rugiendo, parecía

un león con melena de centellas.

III

Cuando miraba atento

aquel tren que corría como el viento,

con sonrisa impregnada de amargura

me preguntó la joven con dulzura:

«¿Sois español?» Y a su armonioso acento,

tan armonioso y puro que aún ahora

el recordarlo sólo me embelesa,

«Soy español --le dije--. ¿Y vos, señora?»

«Yo --dijo-- soy francesa.»

«Podéis --la repliqué con arrogancia?

la hermosura alabar de vuestro suelo;

pues, creo, como hay Dios, que es vuestra Francia

un país tan hermoso como el cielo.»

«Verdad que es el país de mis amores,

el país del ingenio y de la guerra;

pero, en cambio --me dijo--, es vuestra tierra

la patria del honor y de las flores.

No os podéis figurar cuánto me extraña

que, al ver sus resplandores,

el sol de vuestra España

no tenga, como el de Asia, adoradores.»

Y después de halagarnos, obsequiosos,

del patrio amor el puro sentimiento,

entrambos nos quedamos silenciosos,

como heridos de un mismo pensamiento.

IV

Caminar entre sombras es lo mismo

que dar vueltas por sendas mal seguras

en el fondo sin fondo de un abismo.

Juntando a la verdad mil conjeturas,

veía allá a lo lejos, desde el coche,

agitarse sin fin, cosas oscuras,

y en torno cien especies de negruras

tomadas de cien partes de la noche.

¡Calor de fragua a un lado; al otro frío!

¡Lamentos de la máquina espantosos,

que agregan el terror y el desvarío

a todos estos limbos misteriosos?!

¡Las rocas, que parecen esqueletos?!

¡Las nubes con entrañas abrasadas?!

¡Luces tristes! ¡Tinieblas alumbradas?!

¡El horror, que hace grandes los objetos?..!

¡Claridad espectral de la neblina?...!

¡Juegos de llama y humo indescriptibles?...!

¡Unos grupos de bruma blanquecina

esparcidos por dedos invisibles!

¡Masas informes?.! ¡Límites inciertos?...!

¡Montes que se hunden! ¡Arboles que crecen!

¡Horizontes lejanos que parecen

vagas costas del reino de los muertos!

¡Sombra, humareda, confusión y nieblas?!

¡Acá lo turbio?, allá lo indiscernible?..!

Y entre el humo del tren y las tinieblas,

aquí una cosa negra, allí otra horrible.

V

¡Cosa rara! Entretanto,

al lado de mujer tan seductora

no podía dormir, siendo yo un santo

que duerme, cuando no ama, a cualquier hora.

Mil veces intenté quedar dormido,

mas fue inútil empeño:

admiraba a la joven, y es sabido

que a mí la admiración que quita el sueño.

Yo estaba inquieto, y ella,

sin echar sobre mí mirada alguna,

abrió la ventanilla de su lado,

y como un ser prendado de la luna,

miró al cielo azulado,

preguntó, por hablar, qué hora sería,

y al ver correr cada fugaz estrella,

«¡Ved un alma que pasa!» me decía.

VI

«¿Vais muy lejos?», con voz ya conmovida

le pregunté a mi joven compañera.

«¡Muy lejos --contestó--; voy decidida

a morir a un lugar de la frontera!»

Y se quedó pensando en lo futuro,

su mirada en el aire distraída,

cual se mira en la noche un sitio oscuro

donde fue una visión desvanecida.

«¿No os habrá divertido

--la repliqué galante?

la ciudad seductora,

en donde todo amante

deja recuerdos y se trae olvido?»

«¿Lo traéis vos?», me dijo con tristeza.

«Todo en París lo hace olvidar, señora

--la contesté--, la moda y la riqueza.

Yo me vine a París desesperado,

por no ver en Madrid a cierta ingrata.»

«Pues yo vine ?exclamó--, y hallé casado

a un hombre ingrato a quien amé soltero.»

«Tengo un rencor ?le dije?que me mata.»

«Yo una pena ?me dijo-- que me muero.»

Y al recuerdo infeliz de aquel ingrato,

siendo su mente espejo de mi mente,

quedándose en silencio un grande rato,

pasó una larga historia por su frente.

VII

Como el tren no corría, que volaba,

era tan vivo el viento, era tan frío,

que el aire parecía que cortaba;

así el lector no extrañará que, tierno,

cuidase de su bien más que del mío;

pues hacía un gran frío, tan gran frío,

que echó al lobo del bosque aquel invierno;

y cuando ella, doliente,

con el cuerpo aterido.

«¡Tengo frío!», me dijo dulcemente,

con voz que, más que voz, era un balido,

me acerqué a contemplar su hermosa frente,

y os juro por el cielo,

que a aquel reflejo de la luz, escaso,

la joven parecía hecha de raso,

de nácar, de jazmín y terciopelo.

Y creyendo invadidos por el hielo

aquellos pies tan lindos,

desdoblando mi manta zamorana,

que tenía más borlas verde y grana

que todos los cerezos y los guindos

que en Zamora se crían,

cual si fuese una madre cuidadosa,

con la cabeza ya vertiginosa,

la tapé aquellos pies, que bien podrían

ocultarse en el cáliz de una rosa.

VIII

¡De la sombra y el fuego al claroscuro

brotaban perspectivas espantosas,

y me hacía el efecto de un conjuro

el ver reverberar en cada muro

de la sombra las danzas misteriosas!

¡La joven, que acostada traslucía,

con su aspecto ideal, su aire sencillo,

y que, más que mujer, me parecía

un ángel de Rafael o de Murillo!

¡Sus manos, por las venas serpenteadas

que la fiebre abultaba y encendía,

hermosas manos, que a tener cruzadas

por la oración habitual tendía?..!

¡Sus ojos, siempre abiertos, aunque a oscuras,

mirando al mundo de las cosas puras!

¡Su blanca faz, de palidez cubierta!

¡Aquel cuerpo a que daban sus posturas

la celeste fijeza de una muerta...!

¡Las fajas tenebrosas

del techo, que irradiaba tristemente

aquella luz de cueva submarina,

y esa continua sucesión de cosas,

que así en el corazón como en la mente,

acaban de formar una neblina...!

¡Del tren expreso la infernal balumba...!

¡La claridad de cueva que salía

del techo de aquel coche, que tenía

la forma de la tapa de una tumba...!

¡La visión triste y bella

del sublime concierto

de todo aquel horrible desconcierto,

me hacían traslucir en torno de ella

algo vivo rondando un algo muerto!

IX

De pronto, atronadora,

entre un humo que surcan llamaradas,

despide de feroz locomotora

un torrente de notas aflautadas,

para anunciar, al despertar la aurora,

una estación, que en feria convertía

el vulgo con su eterna gritería,

la cual, susurradora y esplendente,

con las luces de gas brillaba enfrente,

y al llegar, un gemido

lanzado, prolongado y lastimero,

el tren en la estación entró seguido,

cual si entrase en reptil en su agujero.

 

Canto Segundo

El día

I

Y continuando la infeliz historia,

que aún vaga como un sueño en mi memoria,

veo al fin, a la luz de la alborada,

que el rubio de oro de su pelo brilla

cual la paja de trigo calcinada

por agosto en los campos de Castilla,

y con semblante cariñoso y serio,

y una expresión del todo religiosa,

como llevando a cabo algún misterio,

después de un «¡Ay, Dios mío!»,

me dijo señalando un cementerio:

«¡Los que duermen allí no tienen frío!»

II

El humo, en ondulante movimiento,

dividiéndose a un lado y a otro lado,

se tiende por el viento

cual la crin de un caballo desbocado.

Ayer era otra fauna, hoy otra flora,

verdura y aridez, calor y frío;

andar tantos kilómetros por hora

causa al alma el mareo del vacío;

pues salvando el abismo, el llano, el monte,

con un ciego correr que al rayo excede,

en loco desvarío,

sucede un horizonte a otro horizonte,

y una estación a otra estación sucede.

III

Más ciego cada vez por la hermosura

de la mujer aquélla,

al fin la hablé con la mayor ternura,

a pesar de mis muchos desengaños;

porque al viajar en tren con una bella

va, aunque un poco al azar y a la ventura,

muy de prisa el amor a los treinta años.

«¿Y dónde vais ahora?»,

pregunté a la viajera.

«Marcho, olvidada de mi amor primero

--me respondió sincera--,

a esperar el olvido un año entero.»

«Pero... ¿y después -le pregunté--, señora?»

«Después... -me contestó--, ¡lo que Dios quiera!»

IV

Y porque así sus penas distraía

las mías le conté con alegría,

y un cuento amontoné sobre otro cuento,

mientras ella, abstrayéndose, veía

las gradaciones de color que hacía

la luz descomponiéndose en el viento.

Y haciendo yo castillos en el aire,

o, como dicen ellos, en España,

la referí, no sé si con donaire,

los cuentos que contó Mari-Castaña.

En mis cuadros risueños,

pintando mucho amor y mucha pena,

como el que tiene la cabeza llena

de heroínas francesas y de ensueños,

había cada llama

capaz de poner fuego al mundo entero;

y no faltaba nunca un caballero

que, por gustar solícito a su dama,

la sirviese, siendo héroe, de escudero.

Y ya de un nuevo amor en los umbrales,

cual si fuese el aliento nuestro idioma,

más bien que con la voz, con las señales,

esta verdad tan grande como un templo

la convertí en axioma;

que para dos que se aman tiernamente,

ella y yo, por ejemplo,

es cosa ya olvidada, por sabida,

que un árbol, una piedra y una fuente

pueden ser el edén de nuestra vida.

V

Como en amor es credo,

o artículo de fe que yo proclamo,

que en este mundo de pasión y olvido,

o se oye conjugar el verbo te amo,

o la vida mejor no importa un bledo;

aunque entonces, como a hombre arrepentido

el ver a una mujer me daba miedo,

más bien desesperado que atrevido;

«y un nuevo amor --le pregunté amoroso--,

¿no os haría olvidar viejos amores?»

Mas ella, sin dar tregua a sus dolores,

contestó con acento cariñoso:

«La tierra está cansada de dar flores;

necesito algún año de reposo.»

VI

Marcha el tren tan seguido, tan seguido,

como aquel que patina por el hielo,

y en confusión extraña

parecen confundidos tierra y cielo

monte la nube, y nube la montaña,

pues cruza de horizonte en horizonte

por la cumbre y el llano,

ya la cresta granítica de un monte,

ya la elástica turba de un pantano,

ya entrando por el hueco

de algún túnel que horada las montañas,

a cada horrible grito

que lanzando va el tren, responde el eco,

y hace vibrar los muros de granito,

estremeciendo al mundo en sus entrañas

y dejando aquí un pozo, allí una sierra,

nubes arriba, movimiento abajo,

en laberinto tal, cuesta trabajo

creer en la existencia de la tierra.

VII

Las cosas que miramos

se vuelven hacia atrás en el instante

que nosotros pasamos,

y conforme va el tren hacia adelante,

parece que desandan lo que andamos;

y, a sus puestos volviéndose, huyen y huyen

en raudo movimiento

los postes del telégrafo, clavados

en fila a los costados del camino,

y como gota a gota, fluyen, fluyen,

uno, dos, tres y cuatro, veinte y ciento,

y formando confuso y ceniciento

el humo con la luz un remolino

no distinguen los ojos deslumbrados

si aquello es sueño, tromba o torbellino.

VIII

¡Oh, mil veces bendita

la inmensa fuerza de la mente humana,

que así el ramblizo como el monte allana,

y al mundo echando su nivel, lo mismo

los picos de las rocas decapita,

que levanta la tierra,

formando un terraplén sobre un abismo

que llena con pedazos de una sierra!

¡Dignas son, vive Dios, estas hazañas,

no conocidas antes,

del poderoso anhelo

de los grandes gigantes

que, en su ambición, para escalar el cielo,

un tiempo amontonaron las montañas!

IX

Corría en tanto el tren con tal premura,

que el monte abandonó por la ladera,

la colina dejó por la llanura,

y la llanura, al fin, por la ribera;

y al descender a un llano,

sitio infeliz de la estación postrera,

le dije con amor «¿Sería en vano

que amaros pretendiera?

¿Sería como un niño que quisiera

alcanzar a la luna con la mano?»

Y contestó con lívido semblante:

«No sé lo que seré más adelante,

cuando ya soy vuestra mejor amiga.

Yo me llamo Constancia, y soy constante,

¿qué más queréis --me preguntó-que os diga?»

Y, bajando al andén, de angustia llena,

con prudencia fingió que distraía

su inconsolable pena

con la gente que entraba y que salía,

pues la estación del pueblo parecía

la loca dispersión de una colmena.

 

X

Y con dolor profundo,

mirándome a la faz desencajada,

cual mira a su doctor un moribundo,

siguió: «Yo os juro, cual mujer honrada,

que el hombre que me dio con tanto celo

un poco de valor contra el engaño,

o aquí me encontrará dentro de un año,

o allí...», me dijo señalando al cielo,

y enjugando después con el pañuelo

algo de espuma de color de rosa

que asomaba a sus labios amarillos.

El tren (cual la serpiente que, escamosa,

queriendo hacer que marcha y no marchando,

ni marcha ni reposa),

mueve y remueve, ondeando y más ondeando

de su cuerpo flexible los anillos;

y al tiempo en que ella y yo la mano alzando,

volvimos, saludando, la cabeza,

la máquina un incendio vomitando,

grande en su horror y horrible en su belleza,

el tren llevó hacia sí, pieza tras pieza;

vibró con furia y lo arrastró silbando.

 

Canto Tercero

El crepúsculo

I

Cuando, un año después, hora por hora,

hacia Francia volvía,

echando alegre sobre el cuerpo mío

mi manta de alamares de Zamora,

porque a un tiempo sentía,

como el año anterior, día por día,

mucho amor, mucho viento y mucho frío,

al minuto final del año entero

a la cita acudí, cual caballero

que va alumbrado por su buena estrella;

mas al llegar a la estación aquella,

que no quiero nombrar..., porque no quiero,

una tos de ataúd sonó a mi lado,

que salía del pecho de la anciana

con cara de dolor y negro traje.

Me vio, gimió, lloró, corrió a mi lado,

y echándome un papel por la ventana,

«¡Tomad -me dijo--, y continuad el viaje!»

Y cual si fuese una hechicera vana,

que, después de un conjuro en alta noche,

quedase entre la sombra confundida,

la mujer, más que vieja, envejecida,

de mi presencia huyó con ligereza,

cual niebla entre la luz desvanecida,

al punto en que, llegando con presteza,

echó por la ventana de mi coche

esta carta, tan llena de tristeza,

que he leído más veces en mi vida

que cabellos contiene mi cabeza.

II

«Mi carta, que es feliz pues va a buscaros,

cuenta os dará de la memoria mía.

Aquel fantasma soy que, por gustaros,

jugó a estar viva a vuestro lado un día.

Cuando lleve esta carta a vuestro oído

el eco de mi amor y mis dolores,

el cuerpo en que mi espíritu ha vivido,

ya durmiendo estará bajo unas flores.

¡Por no dar fin a la ventura mía

la escribo larga..., casi interminable...!

¡Mi agonía es la bárbara agonía

del que quiere evitar lo inevitable...!

Hundiéndose, al morir, sobre mi frente

el palacio ideal de mi quimera,

de todo mi pasado, solamente

esta pena que os doy borrar quisiera.

Me rebelo a morir, pero es preciso...

¡El triste vive y el dichoso muere...!

¡Cuando quise morir, Dios no lo quiso;

hoy que quiero vivir, Dios no lo quiere!

¡Os amo, sí! Dejadme que, habladora,

me repita esta voz tan repetida:

que las cosas más íntimas ahora

se escapen de mis labios con mi vida.

Hasta furiosa, a mí, que ya no existo,

la ida de los celos importuna:

¡Juradme que esos ojos que me han visto

nunca el rostro verán de otra ninguna!

Y si aquella mujer de aquella historia

vuelve a formar de nuevo vuestro encanto,

aunque os ame, gemid en mi memoria;

¡yo os hubiera también amado tanto...!

Mas tal vez allá arriba nos veremos,

después de esta existencia pasajera,

cuando los dos, como en el tren, lleguemos

de nuestra vida a la estación postrera.

¡Ya me siento morir...! ¡El cielo os guarde!

Cuidad, siempre que nazca o muera el día,

de mirar al lucero de la tarde,

esa estrella que siempre ha sido mía.

Pues yo desde ella os estaré mirando,

y como el bien con la virtud se labra,

para verme mejor, yo haré rezando

que Dios de par en par el cielo os abra.

¡Nunca olvidéis a esta infeliz amante

que os cita, cuando os deja, para el cielo!

¡Si es verdad que me amasteis un instante,

llorad, porque eso sirve de consuelo...!

¡Oh, Padre de las almas pecadoras,

conceded el perdón al alma mía!

¡Amé mucho, Señor, y muchas horas:

mas sufrí por más tiempo todavía!

¡Adiós, adiós! ¡Como hablo delirando,

no sé decir lo que deciros quiero!

¡Yo sólo sé de mí que estoy llorando,

que sufro, que os amaba... y que me muero!»

III

Al ver de esta manera

trocado el curso de mi vida entera

en un sueño tan breve,

de pronto se quedó, de negro que era,

mi cabello más grande herida

que a un corazón jamás ha destrozado

en la inmensa batalla de la vida,

ahogado de tristeza,

busqué a la mensajera envejecida;

mas fue esperanza vana,

pues, lo mismo que un ciego deslumbrado,

ni pude ver la anciana,

ni respirar del aire la pureza,

por más que abrí cien veces la ventana,

decidido a tirarme de cabeza.

Cuando, por fin, sintiéndome agobiado

de mi desdicha al peso,

y encerrado en el coche, maldecía

como si fuese en el infierno preso,

al año de venir, día por día,

con mi grande inquietud y poco seso,

sin alma y como inútil mercancía,

me volvió hasta París el tren expreso.

 

 

 

 
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