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  Argumentos de Venta (Juan José Avellán)
 

 

 

Argumentos de Venta

Juan José Avellán

Un honrado y modesto ciudadano, vecino del madrileño barrio de Moratalaz, amaneció aquella mañana de domingo con el inofensivo antojo de tomar churros en el desayuno. Para ello salió de su casa y marchó a comprarlos.

En la churrería no había clientes. Al verlo aparecer se alegró la cara de la madura empleada que atendía detrás del mostrador, ocupado en parte por una hermosa bandeja llena de churros fríos. Él los pidió recién hechos, bien calentitos. Ella contestó amablemente que no podía poner de nuevo en marcha la freidora sin vender antes los de la bandeja. "Como es natural y fácil de comprender", añadió con firme convencimiento.

El trató de comprender, pero empezó a temer que fracasara su ilusionado proyecto. Ella razonó que igual le servían fríos, ya que mojándolos en el café con leche se calentaban mucho. Él repuso que los comía de otra manera. Mientras tanto entraron dos conocidos pensionistas y se dispusieron a guardar turno.

Ella quedó pensativa unos instantes y después explicó ufana el resultado de su honda reflexión: "Seguro que Vd. desayuna chocolate. Entonces mejor. Metiendo los churros en el chocolate se calientan más todavía. Puede llevar estos de la bandeja tranquilamente". Él respondió apesadumbrado que los médicos le prohibieron el chocolate porque, apenas probarlo, sentía fuertes ardores estomacales, que sofocaba con bicarbonato "TORRES MUÑOZ". Durante la conversación llegaron una señora y tres niños, engrosando la espera.

Las pequeñas arrugas que surgían en la frente de la madura empleada eran signos externos inequívocos de los nuevos esfuerzos mentales que realizaba para imaginar de qué manera comía los churros aquel hombre, que ya le iba pareciendo un poco raro. Él lo notó y bajó la voz para informarle confidencialmente que acostumbraba tomarlos calentitos y en seco, bien espolvoreados de azúcar. Y a continuación bebía el café con leche casi de un tirón. Ella, que había echado los dientes en el negocio, dio con la solución en el acto: "Dos minutos en microondas y asunto terminado. Los de la bandeja le van de maravilla".

Como al honrado y modesto ciudadano le daba vergüenza confesar en público que no tenía microondas en casa, despidió a los allí presentes con unas balbuceantes palabras de cortesía y abandonó el local considerándose socialmente disminuido por su imperdonable carencia. Y sin los churros calentitos que tanto le apetecían aquella mañana.

Para corresponder a las atenciones con que me favorecen algunas personas en determinadas ocasiones, suelo regalar olivas del pueblo, famosas por su innegable calidad. Agradan de manera especial a los paisanos ausentes, que no las pueden adquirir con facilidad en los lugares donde residen.

Meses atrás necesité mandar una bomboncica de cuatro kilos a Madrid. Me recomendaron a cierta señora que con bastante maestría echaba las de su campo. Le salían tan sabrosas que no tardaba en venderlas, aun haciéndolo con discreción, dentro del hogar familiar, que compartía con el marido, tres hijos y la suegra. Vivían en los bajos de un edificio cercano y enseguida estuve allí.

El recibimiento fue cordial. La suegra, que se aburría cuando escaseaban las visitas, me ofreció silla. Apenas oyeron lo que deseaba comprar, la nuera aseguró, muy puesta en lo suyo, que las bombonas son para las casas del pueblo con despensa, no para los pisos de Madrid, generalmente pequeños, mientras que con cuatro tarros sueltos de kilo regalaría la misma cantidad y el ama de casa lo agradecería más, porque se manejan y guardan mejor.

Le contesté que yo había vivido en Madrid durante treinta años y estaba de acuerdo con ella, pero que las olivas eran para unos amigos que tenían piso con cuarto trastero donde meter la bombona.

Terció la suegra, hasta entonces callada: "Nunca quise bombonas. De toda la vida gasto tarricos. Termino uno, empiezo otro. Y así sólo tengo abierto el que llevo en uso. Los demás, bien cerradicos, se conservan siempre como el primer día. Mande Vd. tarricos, aunque sobre sitio en el piso de sus amigos".

Yo escuchaba con interés las palabras de la suegra, pero no conseguía olvidar la buena presencia de las bombonas medianas de cristal con protección de mimbre y tapón de corcho. Me hubiera conformado con una de las corrientes, incluso de plástico, pero la nuera confesó por fin la verdad: "no tenemos envases de cuatro kilos; ni de cristal, ni de plástico".

En aquel momento entró el cobrador de una funeraria, que asistió conmigo a la escuela de Don Anselmo. Como siempre que coincidíamos, rememoró escenas de la infancia: los juegos en el solar de la calle Mesones, hoy Correos con el escudo de piedra en la fachada, las rapiñas de fruta en La Isla cuando nos bañábamos en El Cauce, los cigarros de matalauva fumados a escondidas detrás de las tapias de la Manolica, en el esquinazo donde construyeron después el edificio más alto de la Plaza de España... La charla se prolongaba y al recién llegado le arrimaron silla. La suegra fue metiendo baza poco a poco, hasta terminar llevando la voz cantante. Era casi de nuestra edad y recordaba episodios de su mocedad, que contaba con gracia y desparpajo. La nuera iba y venía, alternando la tertulia con el trabajo de la casa. Sus hijos habían acudido y oían en silencio. Allí nos sentíamos muy a gusto, en un ambiente alegre y tranquilo.

Pero a la hora de comer se presentó el cabeza de familia. Saludó cortésmente a los reunidos y luego torció el gesto al observar que la mesa no estaba puesta. Mi amigo y yo entendimos que finalizar la visita era lo más prudente. La despedida superó en cordialidad al recibimiento. La suegra nos acompañó hasta la puerta y le prometimos volver pronto.

Al salir echamos el párrafo de los cumplimientos, rubricamos el encuentro con un abrazo y marchamos cada cual por su lado; los dos tan contentos y yo sin la bombona de olivas.

Un suceso parecido al de las olivas me ocurrió en Cartagena, pero con bombones y nada de tertulia.

También por motivos de agradecimiento quise regalar una hermosa caja roja de Nestlé, obsequio que consideré apropiado para la ocasión.

En la confitería repitieron casi los mismos argumentos que había oído en la gestión de las olivas. En opinión de la empleada, joven y atractiva aunque algo suficiente, las cajas grandes no tenían aceptación porque una vez abiertas debían consumirse pronto para evitar el riesgo de comer bombones rancios. En cambio dos medianas, que al peso daba igual, ofrecían la ventaja de conservar cerrada la segunda hasta terminar con la primera.

Como no me convencía mucho un paquete conteniendo dos cajas gemelas, por vistosa que resultara la envoltura, lazos incluidos, mantuve invariable mi petición y la empleada acabó diciendo la verdad: "no nos quedan ahora cajas grandes". Y añadió una información sorprendente: "NESTLÉ solamente fabrica esas cajas para las fiestas de Navidad y Año Nuevo".

Poco trabajo me costó encontrarlas en otra confitería. Y estábamos en julio.

"Cuando la verdad no sea conveniente, adórnala, disfrázala". (Proverbio chino).

E. M. de C. (29/9/2001)

 

 
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