SIÉNTATE CONMIGO
  Pacific 231 (Fermín J. Tamayo Pozueta)
 

 

 

PACIFIC 231

Fermín J. Tamayo

...j'ai poursuivi, dans Pacific une idée très abstraite et tout idéale, en donnant le sentiment d'une accélération mathématique du rythme, tandis que le mouvement lui-même se ralentit.

(A. Honegger)

 

I

La había visto en la estación de San Cristobo -ojos, senos, sonrisa horizontal, bolso, vientre-, a poco de bajarse del tren-rápido-talgo procedente de. Ya estaba en La Coruña -o mejor, en A Cruña, pues así lo disponen los vernáculos de la Xunta-taxún-, porque lo había dicho (Señores viaxeiros) por la megafonía convoyana una señorita la mar de sensual (a estación vindeira é A Cruña), con una voz de dulce maruxiña envuelta en dejos de lubrigante y nécora, en aras de agradar al personal; con una voz de enxebre filloa en postre de cuaresma o de antroido.

--Buenas noches, señor; ¿desea habitaciones?

¿Habitaciones él, cuando con una tenía suficiente? Pero su voz sonaba a biencrianza y era suave y amable, aún más suave y amable si cabía que la voz megafónica del talgo que anunciara lo de a estación vindeira.

--Mire usted, se la dejo baratita, ¿sabe?

¿Tenía acaso él pinta de no haber reservado habitación en un hotel Atlántico o en un hotel Riazor o Finisterre, para que le viniesen ofreciendo un módico cubículo sin IVA? Pero sonaba tierna y oferente la voz de la mujer -boca, cuello, cintura y nalgas en discreta embragadura-, como una ola serena y refrescante que, al vuelo de la brisa, acariciara las gaviotas de Orzán o las arenas de Santa Cristina.

--¿Habitaciones, dice? ¿Cuántas tiene?

--Le tengo tres, señor, y las tres todas libres, porque en toda la tarde y hasta ahora no di alquilado ni una sola siquiera. No están buenos los tiempos, ¿mé comprende?, y más luego están esos hoteles que se nos llevan toda la clientela...

--No será a mí, que estoy harto de hoteles -dijo el desconocido viajero -o mejor, o descoñecido viaxeiro-, pues así lo prefieren los vernáculos del cenáculo-oráculo académico-, de pie sobre el andén, basculando una maleta en cada mano, ya conquistado por la maruxiña -manos entrelazadas bajo senos (que no tetas de vaca, que diría el malhablado vate cordobés).

--Pues hace usté muy bien, porque la habitación que yo le ofrezco le será tan buena por lo menos como la del hotel, y el triple más barata, y su ventana da justo al paseo, junto a María Pita, ¿lo conoce?

¿Junto a María Pita? !Qué importaba! Por él, como si daba a la Palloza o al corazón del barrio putañero! Porque lo que en verdad se le ofrecía, era la dulce voz de la mujer -miel en carmín de sones modulada-, la voz que sublimaba toda cosa con sólo pronunciarla, lo cual le recordaba al viajero lo del cordero del pequeño príncipe, el mouton del que sólo se veía la caja que de casa le servía.

--Venga esa habitación y ya no se hable más -decidióse por fin el forastero, iniciando resuelto la partida.

--Permítame ayudarle -se inclinó la señora, dispuesta a asir con mano regordeta una de las valijas.

--!Quiá, no faltaba más! Usted es una dama y yo soy un caballero. ¡Eh, mozo, por favor...!

Un mozo, no tan mozo, de grupas poderosas, con blusa y gorra de gañán curtido, posó las dos maletas sobre su carretillo, y arrea hasta la puerta de salida. Llegado que hubo el taxi a su vera, el galán invitó a la maruxiña, con gesto de esmerada cortesía, a subir al carruaje, al igual que lo hiciera un gentil paje con una serénísima princesa.

Las tres habitaciones eran a cual más limpia y espaciosa, con amplios ventanales al paseo. Las tres estaban libres; por lo tanto, elegiría el huésped la que más le gustase. Pero ante aquellas tres chambras gemelas (mejor dicho, trillizas), estaba el forastero cual asno (con perdón) de Buridán. Con aire de sigilo, se le acercó la dama, como una novia tímida y discreta que quiere confesar a su galán un asunto muy serio y delicado:

--Escúcheme una cosa, caballero. Aquí, todo el que llega pregunta lo primero por el precio... ¿Usted no...?

--¿Preguntar por el precio? ¡No hace falta! Me lo acaba de decir en la estación.

--¿Decirle en la estación? ¡Ay Virgen santa! Perdone que le diga, caballero, que o yo estoy tola o usted oyó visiones.

--Un momento, señora: aqui, si hay algún loco, ése soy yo, y no es por presumir; pero, bromas aparte, ¿no me ha dicho hace poco en la estación que usted su habitación me la cobraba tres veces más barata que el hotel? Así es que, si mis cálculos no fallan, debo abonarle a usted dos mil del ala...

--¿Quiere decir usted dos mil pesetas? ¡Yo no pedía tanto, se lo juro! -diáfana aclaración a flor de labios, brotada de la honrada pobredad.

--Es que un hotel de mi categoría me sale a seis mil cucas cada noche; a menos que me crea usted capaz de irme a un chiribitil de chicha y nabo... -paréntesis de cejas enarcadas; mirada interrogante a la madama.

--¡No, no, claro que no, Jesús bendito! -salida de emergencia de quien ha decidido mejor dejar las cosas como están-. Ya sé que usted merece por lo menos... -silencio de redonda con puntillo en tempo adagio assai-. Bueno, señor, y luego, ¿con cuála de las tres querrá quedarse?

--Me quedo con las tres -alucine y desconcierto en la patrona.

--¿Las tres para usté solo? ¡Pero yo necesito alquilar dos a otros clientes...

--Si es por eso, no debe preocuparse. Yo abonaré las tres para las cuatro noches y tres días que pienso estar aquí. Hoy dormiré en esta de la esquina; mañana, en la del centro; el viernes, en la del otro extremo; el sábado, lo echaremos a suertes, y el domingo, me voy a Finisterre. Eso quiere decir que, por estas cuatro noches, se libra usted de andar caracoleando por la estación en busca de clientela... Sus ojos son hermosos, señorita, pero adivino en ellos una sombra y un sesgo de recelo; así es que, si le parece bien, yo ahora mismo le extiendo un talón por un importe de...: seis-por-cuatro, veinticuatro mil pelas y pax Christi.

La honrada maruxiña, acostumbrada al racaneo más que a la largueza en su parroquianía transitoria, no encajaba tamaña extravagancia, aunque tampoco osaba poner peros a quien creía loco de remate -¡El Señor nos asista!- La niebla de la duda y el mosqueo comenzó a disiparse cuando la anfitriona vio depositado ante sus manos un cheque al portador por valor de... Mientras su corazón saltaba de alegría, su cachaza galega, más prudente, decía deixa estar por lo bajinis, no fuera que después...

--Muchas gracias, señor, aunque no sé si debo o no aceptárselo; y no es que desconfíe yo de usté, ¡qué va, ni mucho menos!; pero es que me resulta tan extraño...; no sé como explicárselo, señor...

--Pues mi admirado músico Satie (¿nunca ha escuchado usted sus Gymnopedias?) habría hecho otro tanto a buen seguro. Pero también entiendo, señorita, que no las tenga usted todas consigo. Pues bien, si desconfía usted de mi, le diré que está en todo su derecho, pues nadie da duros a cuatro pesetas. A cambio he de pedirle yo un favor, pero antes dígame qué tiempo invierte usted de media al día, desde que sale hasta que vuelve a casa, en encontrar los clientes necesarios para ocupar sus tres habitaciones.

--Siempre que no se queden más de un día, calcule usté tres horas, más o menos -nerviosismo palpable en la madama; hiperactividad suprarrenal; temblor de pantorrillas y muslamen coronado en discreto nalgatorio (nada, por tanto, de amplios culiseos, que diría el cantor de Polifemo).

--El favor que le pido no es otro sino que me dedique cada día, a partir de mañana, esas tres horas que usted emplearía en conseguir sus huéspedes.

--¿Qué es lo que ustéd pretende, caballero? -fingida indignación, coquetería; mirada de ansiedad y ofrecimiento.

--Lo único que pretendo es que usted tenga a bien jugar conmigo.

--Depende lo que entienda por jugar... -sonrisa reprimida; brazos cruzados presionando senos en sentido ascendente, muy decente-. Le advierto, por si acaso, que me gano la vida honradamente, y que a mis huéspedes, el único servicio que les hago es arreglarles las habitaciones... Si pretende otra cosa, caballero, puede quedarse usté con su dinero.

--Ese dinero es suyo, señorita, efectuando el talón, mañana mismo. El favor que le pido en realidad sólo es si buenamente quiere hacérmelo. Se trata de jugar a los trenes. Mire, en una de esas dos maletas traigo uno eléctrico y un juego de vías. Lo que no me he traído han sido túneles, porque no me cabían. Si a usted no le importara, señorita, podría hacer de túnel y así el tren pasaba bajo usted la mar de a gusto. Cuando éramos pequeños, mi prima Andrea y yo también jugábamos; y como usted se le parece tanto, justo por eso se lo proponía. Lo mismo usted también se llama Andrea...

--No, yo me llamo Elvira; Elvira Muiños.

--¡Oh Elvira, vaya nombre tan romántico! Es un bonito nombre de princesa de los reinos de León y de Castilla. Y luego está esa Elvira galiciana, dama que tiene amores con Macías, el célebre poeta enamorado, que muere apuñalado por la mano del celoso marido de su Elvira, quien decide morir junto a su amante.

--¡Ay qué bonito! Y tal como lo cuenta, parece que ocurrió ayer mismo el caso.

--Por otra parte, Elvira es la heroína en Puritani. Permítame que ahora le recuerde aquel aria en que Giorgio evoca a la doncella enamorada -y el gentil caballero se dispone, con voz de bajo y belfo abocinado, a brindar su primicia a la madama-:

Cinta di fiori e col bel crin disciolto

Talor la cara vergine s'aggira,

E chiede all'aura, ai fior con mesto volto:

Ove andò Elvira?

 

Y la mujer le escucha complacida, un suspiro en el alma y en el rostro una furtiva lacrima, porque el nombre de Elvira él lo ha emitido con un fiato de sinigual dulzura, y porque le hormiguea la ilusión de que el autor tal vez pensara en ella al ensartar sus perlas musicales.

Bianco vestita e qual se all'ara innante

Adempie il rito, e va cantando "il giuro".

Poi grida per amor tutta tremante:

Ah, vieni Arturo!

--!Bravo, estupendo! Es la mar de bonita esa canción, y tiene usted una excelente voz; seguro que ha cantado en algún coro...

--¡Qué va, ni mucho menos!; en los coros cantan en general los que no pueden cantar como solistas. Pero si escucha usted a un Ezio Pinza o a un Nicolai Ghiaurov, comprenderá que todo lo demás vale bien poco. Por norma general, yo sólo canto cuando una musa, como usted, me inspira un lindo personaje belcantista. Cuando éramos pequeños, mi prima Andrea y yo cantábamos a dúo, aunque su nombre no era de heroína, que yo sepa; porque Andrea Chenier, como usted sabe, que ha dado origen a la ópera homónima, era un poeta, y no una poetisa, de la época de la Revolución francesa.

Todo ese flatus vocis de Andreas y Chenieres y otras hierbas era para la buena maruxiña música celestial, cosa de gran prestigio y de altos vuelos, heraldo de otros mundos más sublimes que el suyo familiar y cotidiano. Eso y el canto del extraño huésped acabaron ganándola a su causa de jugar a los trenes desde mañana jueves hasta el sábado, tres horas cada día, siempre que no tuviera inconveniente por algún compromiso o por marido que se lo impidiese. ¿No estaba ella casada?

--No, señor, no; soy viuda -mintió la maruxiña sin esfuerzo-. Viuda de militar esatamente. Mi madre vive aquí conmigo normalmente, ¿sabe usté?; pero ahora va en la aldea y ya no vuelve hasta allá dentro de un mes por lo menos.

--¿Y su madre de usted está soltera?

--¡Pero qué cosas dice usté, señor! No me esperaba yo de un caballero semejante pregunta tan... discreta.

--Lejos de mi intención faltarla a usted. Si la ofendí, le pido mil disculpas.

--Ofenderme, ni hablar; tampoco es eso. Usté es un caballero; lo que pasa es que me sorprendió la preguntita. ¿No se da cuenta usté que si mi madre no se hubiera casado en su momento (ahora está viuda, igual que servidora), yo más mis cuatro hermanos le seríamos todos, pobriños, hijos de soltera?

--Claro que me doy cuenta, señorita. Pero debe saber que, aun siendo así, la hubiese yo tratado a usted, Elvira, con el mismo respeto y miramiento; porque usted para mí es una persona que merece mi aprecio más sincero al margen de los convencionalismos y trámites sociales que su madre hizo o dejó de hacer; así de claro.

--¡Caray, eso es hablar como un letrado...

--Eso es hablar como alguien que ante todo no se deja llevar de los prejuicios, sino que considera al individuo por lo que vale en sí, intrínsecamente -gesto de arrobamiento de la dama ante la rimbombancia de su huésped-. Además, como sé que en esta tierra, por tradición, los hijos de soltera constituyen legión, por estocástica no era extraño que usted también lo fuese.

--Tiene razón, señor; pero por eso que son tantos los hijos de soltera, los hijos de señoras bien casadas lo tenemos a orgullo y nos pensamos que llevamos la marca aquí en la frente. Aunque ahora las cosas han cambiado, porque paran más hombres en la tierra, no hay tanta emigración; no es como antaño. Y luego están los anticoncetivos...

--A propósito, si usa de ese género, le recomendaría unos muy buenos que ha sacado un laboratorio sueco, aunque es el Vaticano en realidad el que capitaliza ese producto; y con la bendición del santo padre está garantizada su eficacia.

--¡Pero cómo, si el papa anda diciendo que no hemos de tomar ningún produto que pueda interrumpir el embarazo para no ir contra el quinto mandamiento!

--Porque hace su papel; pero en el fondo sabe el hombre que nadie le hace caso.

--Pues yo creo que no; que en realidad a lo mejor le tienen engañado esos cregos que están junto a su lado.

--Es posible que lleve usted razón. Puede que al buen polaco le presenten los anticonceptivos y le digan que son chocolatinas fecundantes, y ahí va la bendición al antibeibi...

--¿Y cómo puede Dios consentir eso?

--Qué sé yo; entre otras cosas porque escribe derecho en renglones torcidos, y además porque son inescrutables los designios de la Providencia.

--Por su forma de hablar se me figura que usté tiene estudiado con los curas.

--Por eso soy tan anticlerical. Los religiosos tienen la virtud de inyectar un antídoto contra ellos al cristiano que pasa por sus aulas.

--Pues mire usté, mi padre, que esté en gloria, no estudió con los curas, y tampoco hacía buenas migas con los cregos. Decía que eran unos comediantes, que predicar sabían predicar, pero dar trigo ya era otro cantar.

--Me da la sensación que en esta tierra, a pesar de Santiago, San Froilán, la Virgen del Corpiño y otras hierbas (o puede que por eso justamente), al pueblo no le gustan las sotanas.

--Diga que no, señor; eso es muy cierto; inda mais le diré: si acá en Galicia hubo a barullo fillos de solteira, fue porque muchos éranlo de cura.

--Sí, como la anduriña Rosalía, que lo pasó fatal por eso mismo. Además ya lo dice la muñeira: Tús-turustús, Marica ten nove: / cinco do crego y catro do home...

--¡Contra, me deja usté paticonfusa con las cosas que sabe de esta tierra. ¿No será usté de acá por un casual?

--Qué va, no; ni por un casual ni adrede. Precisamente es la primera vez que visito estos lares, dése cuenta.

Total, que jugarían a los trenes sin que incidente alguno les turbase. Y en efecto, jugaron a los trenes el jueves más el viernes, tres horitas, entre las seis y nueve post meridiem. ¿Jugaban todo el tiempo? No, por cierto, pues no fuera jamás un caballero quien tal de una señora pretendiese. Porque también charlaban mano a mano en amor y compaña degustando un surtido de dulces exquisitos que el huésped adquiría en César Blanco, rociados con Rosal, ¡ojo, que casca! Pero cuando jugaban a los trenes, ella hacia de túnel, bajo el cual el convoy circulaba complacido. Encabezaba la vial serpiente una espléndida máquina: la Pacific 231, edición de bolsillo de aquellas construidas por Maffei el año veintitrés del siglo XX. Cosme Damián Hermoso de Mendoza, el caballero huésped, estaba fascinado ante el primor con que hacia de túnel su anfitriona. Eso le recordaba aquellos tiempos cuando jugaba con su prima Andrea, quien también se ponía a cuatro patas para dar paso al tren bajo su falda. Una vez él le levantó el vestido y descubrió ante su ávida mirada unas braguitas blancas que ocultaban un no-sé-qué de aso-mo delicioso. Cándida e inocente, la rapaza tomó por simple broma la maniobra. Entonces él le dijo: ¿No quieres que te baje las braguitas? Y ella: ¡No, no!; ¿qué va a pensar el tren? Y aunque su prima Andrea era una niña, le atraía de forma irresistible, con no ser él más que un muchacho impúber. Ahora en su madurez, Cosme Damián trataba de encontrar a su primita en las hembras que se le pareciesen, por mor de dar reposo a su obsesión. Eran lindas las piernas de su prima, con todo y no ser más que una chiquilla cuando jugaban juntos a los trenes. Tampoco las de Elvira estaban mal. ¿Serían parecidas de pequeñas ella y su prima Andrea? ¿Y qué tal levantarle ahora la falda para verle el color de las braguitas? Pero no se atrevía de momento.

Jueves y viernes pasáronse volando, porque Cosme Damián no daba abasto entre ver por acá y pasear de allá. Aunque con timidez, propuso a Elvira que ésta le acompañara en sus visitas por la ciudad; ¿qué mejor cicerone? Y al mediodía comerían juntos en un buen restaurante marisqueño; y si era de cenar, ídem de lienzo... Elvira se lo agradecía mucho, pero que no le pareciese mal si no le secundaba en el convite. Ya se sabía cómo era la gente, que enseguida le daba al chismorreo: ya la viudita se encontró un apaño al poco de enterrar a su marido... Una cosa era alquilar habitaciones para sacarse un duro, ¿comprendía?, y otra andar de bureo dando el cante. Que después en su casa cada cual hiciera lo que fuese, allá películas; a la gente le traía sin cuidado. Y aunque en el fondo todo era fachada e hipocresía, había que cuidarse.

Elvira descubría su ciudad con lo que el caballero le contaba. Claro que no tenía catedral, porque estaba en Santiago todo el lío; pues fíjese qué tonta, que si un día alguien va y le pregunta por la calle dónde está la dichosa catedral, ella se quedaría boquiabierta, sin saber qué decir, como una parva. ¡Y el cementerio inglés, qué maravilla! Y la ciudad antigua, sobre todo una vez que la hubieron restaurado, porque antes era un barrio lamentable, llenito de mujeres de la vida.

La mujer descubría de igual modo muchos nombres ilustres de los que ella había oído hablar remotamente y que habían nacido en la ciudad, como don Salvador de Madariaga, Concepción Arenal, María Pita, o Menéndez Pidal, entre otros varios. Era María Pita, sin embargo, la que más le sonaba, pues su plaza estaba allí mismito, al pie de casa. Y el caballero huésped le explicaba cómo fue una mujer extraordinaria doña Mayor Fernández de la Cámara tirando de cañón en la defensa de La Coruña frente a los ingleses del almirante Norris y el corsario Drake, por lo que el rey de España, que era entonces don Felipe II, le daría sueldo y grado de alférez. ¡Qué mujer! Y en oyendo la dama esta semblanza, miraría a la plaza en adelante con todo su respeto admirativo.

Si en ojos de la gente era indecente cenar juntos los dos fuera de casa, era lo más discreto hacerlo dentro, por lo que el caballero, muy rumboso, proveyó a la manduca nocherniega con un marisco de lo más selecto y un Albariño bien recomendado.

Llegó por fin el sábado, víspera de la marcha del pupilo, que pensaba partir para Fisterra. Hubo que adelantar la hora del juego, ya que Elvira tenía que salir allá sobre las ocho de la tarde.

--¿No tiene usted amante? -preguntó el caballero huésped sin ambages.

Elvira Muiños Arce, procuratriz honrada de su pan, estaba combinada con el doctor don Celso Vieira y Zamburiña, un solterón de cómodas costumbres, con quien la maruxiña se avistaba los fines de semana y vísperas de fiestas de guardar. Dicho sea inter nos, el tal sujeto no era licenciado en Medicina, sino que era un antiguo curandero reciclado en fisioterapeuta, debido a que los tiempos no eran buenos y había que acogerse a los papeles. Pero para su Elvira entretenida era todo un doctor; si no ¿de qué iba ella a concederle sus favores? Pero tampoco, engaño por engaño, el andoba sabía que su prójima alquilaba una parte de su casa para poder pasar sin estrecheces, pues con la ayuda que él le reportaba mal podría vivir su entretenida.

--¡Qué cosas tiene usted, hombre de Dios! -rubor de intimidada pecadora, a pique de caer en el garlito del padre confesor. Protesta titubeante-. ¡Yo le soy una viuda respetable! -sudores con tembleque de papada.

--No conozco una viuda respetable, y menos aún si lo es de militar, que no tenga su amante comm'il faut; si no lo tiene nadie la respeta; todo está en escogerlo a su medida. Que no vuelva a casarse lo comprendo, pues así usted conserva su pensión. ¿Qué graduación tenía su difunto?

--Creo que... general..., no me haga mucho caso...; mejor dicho, paréceme que fuera coronel...; si, coronel de guerra..., que es que estuvo luchando en lo del Izni, ¿me comprende?, y más allí le hirieron cosa mala... Me llevaba unos años, ¿sabe usté? -embrollo de un embuste improvisado.

--Razón de más para tener amante, a menos que renuncie por temor a que salga el difunto de la huesa y, sable al cinto y espadín en ristre, lave su honor segándole la testa, y puede que también la del rival... Yo se lo preguntaba simplemente porque, si no tenía compromiso, podía usted venirse a Finisterre... ¿Que a qué voy hasta allí? No voy a nada; o a mucho, eso según cómo se mire. La empresa de llegar al fin del mundo es el desideratum del mortal que aspira a dar sentido a su existencia con su peregrinar acá en la tierra -arcano que a la dama le sonaba a busilis de alcance prestigioso-. ¡Lástima no haya tren a Finisterre! Los caminos de hierro dan al viaje un carácter que no le da otro vehículo. Un convoy es como una casa andante, como un pequeño mundo semoviente. Puede ocurrir de todo en un vagón: desde el lance de amor más novelesco hasta un brutal atraco a mano armada, o el más espeluznante asesinato. Lo mismo que en un barco, pero más. En cambio, en un avión, nada de nada, porque es como un cajón donde la gente viaja como sardinas en banasta, sin que la intimidad tenga su espacio. El nacimiento del ferrocarril va asociado al progreso acelerado; tanto es así que un papa (no recuerdo si Goyo Dieciséis o Pío Ñoño) maldijo al tren como obra del maligno (y como usted bien sabe, es siempre el diablo quien impulsa la marcha del progreso). El avión, por su parte, nació y creció a instancias de la guerra. ¿Puede usted tan siquiera imaginarse un romance de amor en un "velívolo" (como llama D'Annunzio a tal volátil en su Forse che sì, forse che no)? Desde la más remota antigüedad, soñó el hombre en volar; pero en volar como las aves, con sus propias alas, como Ícaro elevándose hacia el sol. Pero eso de encerrarse en un sarcófago compartido con otros que tal bailan, preso entre el cinturón y la poltrona, se llama vuelo por vulgar metáfora. Por otra parte, el tren ya pertenece al misterioso mundo de los sueños con plena carta de naturaleza... ¿Qué tal volver al juego de los trenes?

Era la sobremesa de un yantar a base de productos de la tierra, incluido el litoral, pues no faltaba la mariscal presencia del centollo, del percebe, del pulpo, el calamar y algún lamelibranquio suculento que la hacendosa Elvira preparara y que comprara el desprendido huésped en el mercado de San Agustín y en puestos de solera regentados por bravas pescatinas vocingleras, quienes, según folklórica leyenda, ponderaban otrora sus percebes jrandes e jordos coma carallo d'home. Al arrimo del ponche, la señora; al sorbo aguardentil, el caballero, siguieron departiendo un buen espacio sin jugar a los trenes todavía, pues ni una ni otro estaban para trotes. Cómplice la ocasión y sin testigos (que diría el británico Guillermo en una de sus múltiples escenas), fueron los comensales mutuamente mostrándose el arcaz confidencial. Cosme Damián Hermoso de Mendoza iba como alma en pena por el mundo en busca siempre de su prima Andrea. Si esa delicadísima criatura le hubiera suplantado por un hombre con quien se hubiese al cabo maridado, tal vez diera él con ella en el olvido. Pero había finado la infeliz, doncella en flor, ahogada cierta noche en que, al embrujo de la luna llena, salió como sonámbula al encuentro de las aguas fatídicas de un lago. No le cupo la gloria, como a Ofelia, de quitarse la vida por amor, tras ornar su figura virginal con caprichosas guirnaldas de ranúnculos, ni de ondear su blonda cabellera sobre el espejo del gimiente arroyo. Pero sí mereció quien la llorase más allá de los límites que imponen las deletéreas leyes del olvido. Por eso la buscaba en todas partes, con todo y con el tiempo transcurrido desde el deceso de su prima Andrea; y es que unos días antes de ese viaje, gracias al cual se hallaba él en A Cruña, se le apareció en sueños la doncella para citarle allá donde las costas más extremas del lado de poniente se miran en las aguas de la mar... Por eso iba a buscarla a Finisterre.

Cosme Damián Hermoso de Mendoza lloraría la muerte de su prima (y no se avergonzaba en confesarlo) como no la llorara a buen seguro el novio a quien la habían destinado. ¿No era Cosme Damián el agraciado? Jamás lo consintiera la familia. Cuando Cosme Damián se hubo enterado de que su prima estaba prometida con un letrado en ciernes, buen partido, conforme lo acordaran sus familias, fue y le dijo si ya no le quería. Y ella le contestó tan inocente: Sí, pero somos primos, y por eso nos debemos casar por separado; nos podemos seguir queriendo así. Y cuando la enterraron, en silencio y al socaire del duelo colectivo, al modo de un Laertes hamletiano, enamorado de su hermana Ofelia, declamaba los versos del poeta, vertidos al cristiano meridiano:

Amontonad ahora vuestro polvo

sobre el vivo y la muerta,

y que la fosa en monte se convierta

más alto que el Pelión

o la celeste cumbre del Olimpo...

--Todo eso que me cuenta es muy romántico -trinos de adolescencia retardada-. La pena fue lo mal que acabó todo, con lo felices que podían ser -habla la voz serial de Culebronia-. En fin, qué se va hacer, así es la vida...

--No hay verdadero amor, señora mía, donde la cruel espada de la muerte no siegue el corazón de los amantes -sentencia lapidaria de manual, que suscita en la dama obnubilada un pálpito de pasmo y de suspiro.

--¿Y luego no encontró una compañera que cerrase la herida de esa pérdida? Porque como se dice vulgarmente, no hay mal que cien años dure, ni cuerpo que lo resista...

--Sí, y también lo decía Cicerón: Nullus dolor est, quem non longinquitas temporis minuat atque molliat.

--Pues si le está en latín ese refrán, seguro que ha de ser cierto de veras.

--Sí, claro, pero el tiempo necesario para borrar el mal, según los casos, puede oscilar muchísimo; en el mío, ya han pasado veinte años desde aquello y la herida me sangra todavía. El único consuelo que me queda estriba en revivir su compañía jugando con el tren con que ella y yo jugábamos de niños y más tarde; pero eso siempre y cuando, como ahora, tenga a mi lado a quien se le parezca.

--¿Y ha dado usté encontrado hasta la fecha pocas o muchas de esas... señoritas?

--Incluida usted, Elvira, muy poquitas; y de todas, ninguna que lograra ser aceptada por mi prima Andrea.

--¡Ayvá!, ¿y cómo podía usté saber si la finada la acetaba o no?

--Siempre a través del sueño y por teléfono. Mi prima, sus mensajes de ese tipo no me los comunica tête à tête. Cuando estamos el uno junto al otro, no nos decimos nada; nos miramos, jugamos a los trenes y eso es todo. Como escucho su voz es por teléfono. Lo curioso del caso es que, aunque yo no la veo, ella sí me ve a mí, y sabe exactamente lo que tengo. Entonces cada vez que yo consigo topar con una que se le asemeje, si coincide que hablamos en el sueño, yo le enseño la máquina del tren, la Pacific 231, y una fotografía de la chica, aunque para ello basta con que yo la reproduzca en mi imaginación, y ella me dice si está o no conforme con que sigamos la otra y yo adelante...

--Lo cual quiere decir que hasta la fecha ninguna ha resultado de su agrado...

--Efectiviliwánder, señorita. Su pesquis deductivo es formidable.

--Eso lo dice usté por cortesía. Bien sé que no le tengo muchas luces, pero voyme arreglando por la vida.

--Y usted lo dice por coquetería. No me gusta evaluar la inteligencia (menos la de mis seres más cercanos) como hacen los psicólogos, con números. Usted, lo mismo que mi prima Andrea, más que una inteligencia productiva (o dicho en otro término, eferente), tiene una inteligencia inspiradora; estando con cualquiera de las dos, se activan los resortes de mi mente en virtud de un curioso magnetismo y sin necesidad de que una sola palabra haya salido de sus labios. Basta con su atención y su mirada, y mejor que mejor si la mirada se adorna con la flor de su sonrisa.

--Eso parece una declaración -dijo Elvira temblándole la voz por la fuerte emoción que la embargaba, deseosa y temerosa al mismo tiempo de que saliera cierta su sospecha.

--Una declaración, no exactamente, sino una confidencia ante una hermana, si usted no tiene a menos serlo mía.

--¿Tenerlo a menos? ¡Todo lo contrario! Puedo hasta ser su prima si usté quiere...

--Qué más quisiera yo; pero para eso habrá de darme Andrea el visto bueno. Por eso voy mañana a Finisterre, a avistarme con ella junto al mar en el extremo oeste de la tierra, al pie de un promontorio prominente, tal y como ella me citó en mi sueño de días antes de venirme acá. Si ella aprueba que usted la sustituya (ya que no puede acompañarme allá, basta con que se quede con la máquina, la Pacific 231, que viene a ser una pantalla mágica, para que ella la pueda ver a usted), entonces yo regresaré a su lado a pedirle su mano en toda regla. Usted será muy libre de aceptarme, o bien de rechazarme; pero yo le presento mis cartas boca arriba.

--¿Y le es tan necesario el... visto bueno de esa criatura para hacer su vida, que es suya personal, de nadie más? -dijo la maruxiña con zozobra de quien temiera que alguien la privase de su oportunidad sentimental-. Tenga usté en cuenta que ella, estando viva, se iba casar con otro sin problema...

--Eso de sin problema no es tan cierto. Ella y yo nos seguíamos queriendo, aun cuando nuestro amor jamás llegase a consumarse en el carnal abrazo. Seguro estoy que si mi prima y yo hubiésemos yacido alguna vez, no la habría tenido junto a mí con tanta intensidad después de muerta. El coito desactiva la cohesión entre las almas de uno y otro amante. ¿Cree usted que si Dante, por ejemplo, hubiese "conocido" a su Beatriz (en el sentido bíblico del término) la hubiera sublimado, como lo hizo, hasta el extremo de inmortalizarla?

--Por supuesto que no; lleva razón -repuso Elvira toda convencida, aun sin saber ni jota de Beatrices ni de Dantes, ni falta que le hacía.

--El himen de las vírgenes finadas proyecta un fluido intenso que se adhiere a las íntimas fibras del amante que en la fidelidad la sobrevive.

--¡Caray!, ¿eso también está en latín?

--No, eso lo he traducido al castellano; pero puedo decírselo en galego...

--No merece la pena tanto esfuerzo. ¿Y luego, usté conoce nuestra lengua?

--Al menos he hecho un curso acelerado, como me aconsejaban en España, para venir aquí, pues de ese modo, con mi certificado en toda regla, me han dado una pequeña subvención de la Xuntataxún; ¿qué le parece?

--Yo, la verdad, me alegro por usté; pero no es justo que, para ir a España y ponernos a hablar en castellano, el gobierno español no nos conceda la misma subvención a los de acá...

--Pero el curso también hay que pagarlo y dedicarle un tiempo y un esfuerzo. Yo además lo hice porque me advirtieron que, como la entrevista con mi prima sería en territorio galiciano, era probable que hablara en vernáculo; y si yo no aprendía dicho idioma, sería muy precario nuestro diálogo, encima sin tener una persona que, como usted, pudiera hacer de intérprete. Por eso mismo, pues, he hecho ese curso, y un buen entrenamiento, por si acaso, no me vendría mal; ¿no le parece?

Le parecía bien; por eso mismo iban a practicar durante un rato la lengua de Pondal y Celso Emilio, la lengua de Cunqueiro y Manuel Curros, la lengua de la murga de Murguía forzando a su costilla Rosalía a expresarse en la fala popular envuelta en su quejumbre sempiterna. Y también jugarían a los trenes, pues como era políglota la máquina, no tendría problema en comprenderles...

En la primera entrega del racconto, el doctor Celso Vieira y Zamburiña tomó el affaire del pintoresco huésped con su habitual ¡Bueno, carallo, bueno! ¿No se daba ella cuenta, malpocada, de que todas aquellas trangalladas no eran sino patrañas noveleras, cousas d'un barallán desocupado? ¿Que afogara n'un lago la rapaza? ¡Bueno, carallo, bueno; trapalladas! Eso les ocurría únicamente a las mociñas ricas y aparvadas. También las nenas pobres afogaban -¡vaya que si afogaban, ¡recarallo!-; pero eso era en el mar, con la galerna y andando al mejillón o al berberecho...

Mas ¿cuándo le contó la maruxiña a su "doctor" la historia de su huésped, si hemos dicho que aquél nada sabía de que Elvira alquilase habitaciones? Pues fue ese mismo sábado en su encuentro habitual de los fines de semana. Y es que se ha dicho la verdad a medias sobre lo que uno de otro conocía. Sabía el señor Vieira que su amiga alquilaba una parte de su piso para poder pasar sin mucho aprieto; pero el hombre fingía no saberlo para evitar medidas disuasorias que le forzasen a aumentar su ayuda como compensación al numerario que su coima dejase de ingresar, lo que redundaría en detrimento de su holgado y honrado patrimonio. Elvira, por su parte, bien sabía que el "Doctor Vieira" no era tal doctor; pero ella aparentaba que lo creía para no disgustar a su querido poniéndole su filfa en evidencia, pues bien sabía Elvira que el saber demasiado era asunto peligroso, y que su hombre sería más amable sabiéndola ignorante del embuste.

Pero esa noche Elvira estaba ajena a las galanterías que el "doctor" se gastaba con ella, ¿qué te pasa? ¡Y la había llevado a una película de estreno y luego a un fino restaurante! Mas como la notase inapetente, con la de cosa rica que allí había, seguro que algo extraño le ocurría. Y aprieta que te aprieta, hasta que al fin ella desembuchó la quisicosa, aunque eso sí, diciendo que al andoba se lo habían enviado unos parientes, pidiéndole el favor de darle alojo por esas cuatro noches, porque el hombre era alérgico al tráfago hotelístico y detestaba el trato impersonal.

En esa sobremesa sabatina, ya con la digestión aligerada, reanudaron el juego ferroviario. Elvira se pondría a cuatro manos (sonaba así mejor que a cuatro patas) para que el tren pasara por debajo a manera de túnel, mientras él gobernaba la marcha del convoy. La máquina rodaba tan pimpante, y al pasar por debajo de la falda de la dama, pitaba con primor, como un can en ladrido enardecido. ¿Qué pillastre la máquina!, ¿a que sí? Seguro que era un máquino más bien; porque si no, ¿de qué tanto entusiasmo, como el de los cadetes mozalbetes al ver pasar una tipa cañón?

Con suma discreción, Cosme Damián levantóle la fimbria del vestido para verle el color de las braguitas, sólo por comprobar si eran del mismo que el de la prenda de su prima Andrea. Llevóse una pequeña decepción al ver que no eran blancas, sino rosa, lo que se le antojó menos decente, más impropio de viuda respetable que no de moza frívola y marchosa. La maruxiña había protestado tras un gritito agudo de sorpresa: ¡Pero qué hace, señor!; ¿se ha vuelto loco? No, loco ya lo estaba, señorita; mas que no se asustara, que lo hacía..., y le explicó el motivo de su gesto, y ella quedó del todo convencida de que no había la menor malicia. Eso sí, él le rogaba, por favor, que mudara el color de su prenda íntima y se pasara al blanco a ser posible, y que si era preciso, él aportaba la lencería blanca requerida, adquiriéndola hoy mismito por la tarde, que a pesar de ser sábado, seguro que en la calle Real estaba abierto.

Lo que le sonrojaba a la patrona, más que haber enseñado su interior, era que el otro viese que su prenda, muy lejos de incitar a la lujuria, era de un algodón de andar por casa, ayuna de bordados y de encajes, y no como las que él, a buen seguro, le fuera a conseguir si se empeñaba.

Pasado este episodio, el caballero le pidió se quitara las braguitas. Elvira le miraba suplicante para que desistiese de su empeño. ¿También lo hacía así su prima Andrea? Por supuesto que sí, y cuando la máquina pasaba por debajo de su prima con la preciosa pelvis al desnudo (con su pubis angelicus calato), la máquina frenaba con sofocos de quedarse allí mismo contemplándola. Que ella, Elvira, intentara hacer lo mismo por ver si conseguía que la máquina se comportaba igual que con su prima. Aunque era un desafío delicado, en que ella se exponía a una derrota debido a que sus años y su físico estuviesen en franca desventaja frente a los de la prima del andoba, al pudor lo venció la vanidad. Ella aceptó con una condición: que mientras se quitaba sus braguitas, él mirase a otra parte. Bien, de acuerdo.

Elvira salió airosa de la prueba, porque la pillastrona de la máquina, al pasar por debajo de su falda y ver al natural la pelvis-presley, exhaló unos rugidos estertóreos, sazonados de roncos resoplidos, y aullaba con pitido perentorio de animal abrasado por la urgencia de saciar su verrionda sed de grupa. Obra de condensadas vibraciones que propulsaba el soplo de la máquina, el desnudo mortero de la dama se iba anegando en flujo deleitoso hasta henchir de placer su embragadura, que se agitaba al son de los gemidos que emitían sus labios anhelantes a dúo concertante con la máquina en su festín de aullidos montaraces.

El caballero huésped se inquietó por la extraña expresión que su anfitriona ponía entre visajes y maullidos. ¿Le ocurría algo malo? No, tranquilo; que la dejara estar un poquitín, que se le pasaría por completo. Cuando la dama se hubo recobrado, pasóse a la postura genuflexa mirando con pupilas de doncella a su huésped, que estaba acuclillado, que le tomó sus manos dulcemente y las llevó a sus labios fervorosos para posar un ósculo en cada una. Y así permanecieron un buen rato, dialogando al amor de sus miradas silentes, con las manos enlazadas, en tanto que la máquina y su séquito de vagones fielmente articulados, libres ya de sirenas tentadoras, circulaban sin trabas de gobierno por una vía libre de señales.

--Es como cuando estaba con mi prima, sólo que más intenso, porque somos usted y yo bastante más mayores que lo éramos entonces ella y yo -pudo al cabo dar paso el caballero a un tropel de palabras que, ante el muro del silencio, pugnaban por salir-. ¿Qué edad tiene, si no es indiscreción?

Postergó la anfitriona su respuesta mientras se colocaba la bombacha -por favor, un momento, y que el pupilo mirase nuevamente hacia otra parte-, pensando cuál sería la adecuada sin que se evidenciase la mentira.

--Por San Roque le cumplo treinta y seis.

--¡Los mismos justamente que mi prima Andrea cumpliría si viviese! Yo le llevo dos años, como a ella. Elvira, creo yo que de esta vez el destino va a sernos favorable; claro que siempre y cuando usted acepte mi petición de mano en su momento.

--¿Y si no se la acepto, usté qué haría? -preguntó ella con más curiosidad que pujos de perverso regateo.

--En eso me reservo la respuesta por no condicionarla, señorita. Su decisión será del todo libre, sin que la mediatice lo que yo haga o dejase de hacer en consecuencia. Si no quiere casarse por seguir cobrando su pensión de viudedad, podemos vivir juntos como tantos, o cada uno en su sitio manteniendo una íntima y perfecta relación... La siento vacilar. Si no le gusto, me lo puede advertir tranquilamente. Y lo mismo si está comprometida...

--Qué va, señor -mintió la maruxiña, pues era en el embuste y no en lo cierto en lo que ella sentíase sincera-. Es que hay aquí una cosa que no entiendo, y que hace un rato se la pregunté: ¿por qué es tan necesario que su prima apruebe la mujer que usted elija?

--Porque dependerá de su dictamen el que ella se interponga o no en mi vida sentimental de ahora en adelante. Pues imagínese que usted me acepta, pero ella en cambio no la aprueba a usted para ser mi futura compañera. ¿Qué pasaría entonces? Muy sencillo: que yo a usted la vería a través suyo, con el cristal viciado de su imagen, y mi amor por usted sería un fiasco, una falsa ilusión, pues en verdad sería ella el objeto de mi amor. Y como a usted no quiero defraudarla, es mejor arrostrar la negativa, por muy dura que sea, que embarcarse en la engañosa nave del naufragio.

Domingo de mañana y muy temprano, el huésped dejó al cabo la posada para enfilar con rumbo a Finisterre (no en tren, que no lo había por su mal, sino en taxi, pues el coche de línea disponía de incómodo servicio), dejando a la anfitriona de recuerdo la máquina del tren con que esos días disfrutaran jugando mano a mano, más una guía de ferrocarriles del año catapún-y-pico-de-ave, cuya lectura era el mejor antídoto contra las depresiones o el estrés (lo decía un poeta expresionista, no recordaba quién, recomendándole a su hijo que, si estaba deprimido, no acudiera al psiquiatra, ¿para qué?: le bastaba una guía ferroviaria).

--No hay medicina para la tristeza o para el mal de amores como esto -decíale poco antes de partir el caballero huésped a la dama, mientras se despachaba el desayuno que ella le preparó de mil amores-. ¿No le parece acaso relajante soltar una retahíla de estaciones en ritmo acompasado, declamándola como una fervorosa letanía? Escuche, escuche bien -y recitaba postergando el engulle de las viandas-: Irún, Behobia, Endarlaza, Vera de Bidasoa, Lesaca, Echalar, Yanci, Aranaz, Espeloáin, Sumbilla, Santesteban. Elgorriaga, Legasa, Narvarte, Oronoz, Mugaire, Arráyoz, Irurita, Lecároz, Elizondo... Y ahora esto otro no menos armonioso: Durango, Olacueta, Zaldívar, Ermua, Ardanza, Éibar, Málzaga, Elgóibar, Alzola, Mendaro, Deva, Icíar, Arrona, Cestona, Zumaya, Oinquina, Zarauz, Aya, Orio, Aguinaga, Usúrbil, Chaparrenea, Lasarte, Recalde, Añorga, Donosti... ¿Que no entiende el vascuence? Usted tranquila. Escuche este otro poema en castellano: Burgos, Quintanilleja, Estepar, Villaquirán, Los Balbases, Villodrigo, Quintana del Puente, Torquemada, Magaz, Venta de Baños, Palencia, Grijota, Villaumbrales, Becerril, Paredes, Villalumbroso, Cisneros, Villada, Grajal, Sahagún, Calzada, El Burgo Ranero, Villamarco, Santas Martas, Palanquinos, Torneros, León, Quintana Ranero, Villadangos, Veguellina, Astorga... Son preciosos, ¿verdad?, estos poemas... Estuve yo encerrado mucho tiempo entre los gruesos muros de eso que llaman casa de salud, hasta que un día el médico de mi alma (es decir, el psiquiatra) resolvió que no me era preciso tal encierro siempre que mantuviera mi contacto activo con el mundo de los trenes. Y una de mis más fértiles vivencias, lo recuerdo como si fuese hoy mismo, fue el día de San Cosme y San Damián, en el setenta y cinco de este siglo; era el día en que se conmemoraba el sesquicentenario ferroviario de la línea entre Darrlington y Stockton, cuyas locomotoras diseñaron George y Robert Stephenson. Como era mi onomástica, mi padre me regaló el pasaje hasta Inglaterra. Toda una cabalgata de convoyes de épocas ya pasadas desfilaba a través de aquel trayecto. ¡Aquello era sublime! Toda una sinfonía de silbidos, frenazos, resoplidos, topetazos... La fantasmagoría del pasado se hizo presencia con aquel desfile, al conjuro del humo que emanaba del resuello de los antepasados. ¡Era la apoteosis y el delirio!

Con anterioridad, le había hablado el caballero huésped a su dama de la fama que aquella misma máquina con la que ellos jugaban, disfrutara en el fértil período de entreguerras; tanto era así que un músico tan célebre como lo era Arthur Honegger, compuso un poema musical a dicha máquina (movimiento sinfónico; perdón). La maruxiña estaba boquiabierta ante esa leria que ella no entendía, pero que le sonaba deliciosa, dicha por boca de hombre que sabía... Éste se levantó y de su equipaje extrajo un respetable magnetófono de cuyos altavoces (era estéreo) fue saliendo la música que Honegger compusiera inspirándose en la máquina cuya reproducción en miniatura les unía a los dos como juguete. ¿Notaba esos chirridos de violines imitando el arranque de la máquina como un dolor de tripas del esfuerzo? ¿Luego el compás binario a fuego lento (a cargo del gemido de los chelos y los ronquidos de los contrabajos) cuando el convoy comienza el movimiento que se va acelerando poco a poco hasta alcanzar el vértigo animoso, pasando al molde rítmico ternario? ¡Claro que lo notaba; cómo no! Porque lo que era cierto es que su huésped lo notaba muy bien, y eso bastaba... Tal escena ocurría el mismo sábado durante la sesión de sobremesa

En la segunda entrega del racconto, el doctor Celso Vieira y Zamburiña sintió la comezón de los achares con más rabiosidad que en la primera. Ya la noche del sábado las cosas se habían enturbiado hasta el extremo de no pernoctar junta la pareja en casa del doctor, como lo hacía de ordinario los fines de semana y las noches de víspera de fiesta, sino cada mochuelo en su olivo, tras una despedida destemplada.

No le agradaba nada que a su Elvira la distrajera historia tan extraña; porque si era verdad aquello de O que perde unha boa muller non sabe o que gaña, más valía lo malo conocido (o si se quiere, o mao coñecido)... Con aire paternal y catequístico, decíale que, o bien esas parvadas que le trajo contado el pillabán no eran más que patraña y blablablá, o el socio estaba tolo de remate. Tampoco esa estrategia surtió efecto.

El doctor Celso Vieira y Zamburiña llevó el caso a su amigo policial, el inspector Montouto, don Bartolo, quien le debía eterna gratitud por haberle arreglado la coluna vertebral cuando andaba derrengado. El inspector Montouto, don Bartolo -déjalo de mi cuenta, amigo Vieira- presentóse en la casa de la Elvira -no te asustes, rapaza, que no muerdo-, propiedad de un pariente algo lejano, cuya renta era módica debido a que la titular del alquiler era la madre de la maruxiña y el contrato contaba varias décadas. El inspector Montouto dijo a Elvira que, ¡ojo!, que se anduviese con pupila a la hora de entrar huéspedes en casa. Porque ¿sabía ella por acaso quién era el tal Hermoso de Mendoza? Pues era un sinvergoña y un canalla; era el tal elemento un peixe de órdago e de moito carallo, con perdón. ¡Pues de buena se había ella librado! El dichoso indevido, fíate tú, érale un conocido estafador, no sólo aquí en Jalicia o en España, sino hasta todo allá en el estranxeiro; con decirle que andáballe a buscar nada menos que la Interpolanmery...

La buena maruxiña quedóse hondamente impresionada ante tal confidencia del Bartolo. Mas lejos de ahuyentar de su magín el recuerdo que el caballero huésped dejó en su corazón, la admonición produciría el efeto contrario. En la figuración de Elvira Muiños se agigantó la imagen de aquel hombre que, haciéndose pasar por un orate, era un estafador de oratefratres. No podía apartar del pensamiento sus correctos modales, su mirada limpia y sin pretensión de desnudarla, ni cuando aquella vez le alzó la falda para verle el color de las braguitas; porque no era con ánimo morboso, sino por ver si se les parecían a las de su querida prima Andrea, y lo hacía con manos delicadas. ¿Serían los famosos bandoleros unos gachés tan finos y galantes? Sin duda lo eran, por lo que su abuela le tenía contado cuando niña: así, José María el Tempranillo, los renombrados Siete Niños de Écija y hasta el mismo Foucellas, que en Galicia hiciera tanto ruido en la posguerra. No era extraño que tales caballeros se llevaran de calle a las mujeres...

La relación de Elvira con su coime comenzaba a hacer aguas, visto estaba, no por la extraña historia del andoba, ya que de atrás venía la cebada. Lo que resquebrajó su relación, más que los celos, fue que los embustes de ambas partes quedaran al desnudo. Lo malo no era el mutuo desengaño sentido con las cartas boca arriba, sino más bien la imposibilidad, o en todo caso la dificultad, de seguirse engañando en lo futuro, incluso de seguir aparentando que cada cual tragábase la píldora con que el otro la vida le endulzaba.

La pobre maruxiña sumióse en el pesar y la nostalgia. Con mano cariñosa, asió la máquina, la Pacific 231, que el caballero huésped le dejara como prenda de amor y de confianza en tanto no volviese de Fisterra. Comenzó por mirarla de perfil: el modelo "231" significaba muy probablemente: dos ruedas más pequeñas en la zaga, tres ruedas más grandotas en el centro y una rueda timona delantera. La contempló por último de frente: los ojos de la máquina miraban los ojos soñadores de su dueña, en tanto que la dueña interrogaba a la humana mirada de la máquina; y en lo más elocuente del silencio, la Pacific 231 inspiróle la idea de contar la historia de su amor esperanzado.

 

II

No es que Elvira escribiera su romance, sino que lo contó de viva voz, casetofón mediante, porque así se lo había aconsejado, ¿quién?, doña Mariquiña de Rodeiro, una señora entrada en los sesenta, con una voz muy dulce, que vestía sencillo pero bien; una señora que practicaba la caridad a través de la parroquia que ahora frecuentaba Elvira, ahora que ya no vivía en pecado mortal. Doña Mariquiña, aunque no entendía de terapias ni caralladas de ésas, aconsejó a Elviriña que se desahogase contando su historia, ¿sabes?, como diz que lo hiciera la Santa de Ávila por consejo de su confesor, ¡y mira tú lo que salió de allí! A Elvira, en un comienzo, le daba no-sé-qué contar sus cosas delante de ese bicho que no decía nada, que sólo se le oía el ligero ronroneo de las tripas. Pero doña Mariquiña, tan atenta ella, díjole que, en las dos primeras sentadas, estaría ella, la señora, delante, y luego no tendría más que pensar que hablaba para ella, para doña Mariquiña, y ya vería, reina, lo bien que le salía. Y salió. Y entonces doña Mariquiña le dijo que, si no le importaba, hablaría con su esposo, con el señor Rodeiro, que era conselleiro de la Xuntataxún, para que buscaran un escribidor que pasara al papel lo que Elvira contara, ¿me comprendes?, y a poco que empujara su marido, malo fuera que la Consellería de Cultura no se lo publicase, bien que ocultando su verdadero nombre.

Elvira, que leyera el manuscrito, transcripción de lo que ella de viva voz contara, que lo leyó en galego, porque así estaba escrito, no se identificaba demasiado con la Elvira que en él aparecía, debido a que en el fondo comprendía que su romance auténtico no estaba reflejado en el relato, pues lo estaba viviendo tras contarlo en su historia de amor esperanzado.

Había algunas cosas poco gratas que ella había callado por pudor. No contó, por ejemplo, que el sábado de marras tuviera un rifirrafe con su Celso, que a punto estuvo de acabar como el rosario de la aurora. El sábado siguiente allá fue Troya. Elvira no probara apenas nada de la exquisita cena que tenían. ¡Nin que foras condesa de Brandeso!, díjole con audible resquemor. No es que el pseudodoctor ex curandero hubiese ni por pienso leído las Memorias del carlista Bradomín; pero a él, con haberse aprendido la frase, le llegaba. Lo malo de su Elvira no era que no cenase, sino que le quitaba el apetito para darse unha boa papadela, con lo rico que estaba todo aquello, ¡y encima ya pagado, recarallo! Pero peor aún era la insolencia y el desafío con que se le enfrentaba, ¡habráse visto! ¿Te acostaste con él? Di la verdad. Y ella ni una palabra, ¡qué bandida!, como si le trajera sin cuidado lo que él pensase de ella, y porque -dicho sea entre nosotros- eso de que cantase la verdad era para la díscola fiancée una claudicación inaceptable. Después de conocer a tu príncipe azul, ya no querrás dormir conmigo, ¿no? Pero seguía sin tener respuesta. Ni siquiera la acompañó a su casa, con ser hora avanzada de la noche; la dejó en el paseo de Riazor, y arréglate solita igual que te arreglaste yendo a buscar aventuras como una cualquiera de la calle... La voz del hombre había sido dura, y su tono, enconado como nunca hasta entonces se lo oyera. El hombre estaba feo, desabrido, sobre todo porque se había visto obligado a descubrir la verdad que tanto procuraba escamotear, evidenciando así que la mujer sabía que él sabía lo que hasta ahora había aparentado no saber. A Elvira, por su parte, más aún que el insulto, la hería el enfrentarse con el hombre a cara descubierta, sin la máscara que con tanto primor llevara puesta. No tenía sentido en adelante aquella relación sentimental, alimentada con el fingimiento, si todo embuste estaba descartado. Puestos por un instante en la balanza de su corazoncito el tratamiento delicado del caballero ausente y el destemplado del allí presente, su rebeldía de hembra embravecida la impulsó a proferir abiertamente:

--¿Oíste? ¿Esa cualquiera no sería tu madre y luego tú nos confundiste?

La bofetada restalló al instante en el rostro de Elvira, en perfecta sincronía y al unísono con el vocativo interjectivo de "las cuatro letras". Ella sintió el impacto y el insulto con el alivio de quien espera semejante reacción; peor hubiese sido, por lo tanto, si el hombre permanece inalterado, cargado de violencia contenida, dibujando un paréntesis ominoso de resultado incógnito. La mujer recompuso su semblante con dignidad de prócer indignada, dispuesta a poner firmes y en su sitio a un súbdito insurgente.

--¡Ladrón, cobarde, te aprovechas de que no esté aquí el único hombre capaz de defenderme! -dijo esto sin rabia ni rencor, con la serenidad de un juez ecuánime que sentenciase a un reo. Lo veía raquítico a su lado, tanto que ni siquiera se tomó la molestia de soltarle lo que al pronto le vino a la cabeza: que él era un pobre diablo con más cuento que Calleja, y que tenía de doctor lo que ella de la Virxen Peregrina. Y entonces asumió por vez primera que bien podía ser -¿y por qué no?- descendiente de estirpe linajuda, como de esa condesa de Brandeso a la que el bandolero de su coime tantas veces nombraba, aunque de coña.

Y así se separaron. ¿Para siempre? Ella permanecía inquebrantable, quieta sobre el lugar de la agresión, como una estatua firme y afincada; porque además sentía en su interior la fuerza y el dominio de sí misma que le daba la fina lencería que el caballero huésped le comprara en cuádruple ejemplar de cada prenda (de las ceroulas y la camiseta, que le estaban que ni hechas a medida) la tarde de la víspera de su ida, y que se la dejó como regalo con suma discreción, sin decir nada, poniéndole una nota simplemente, nota que ella leería cuando el hombre no estuviese ya en casa; ¡qué detalle! Celso sentía que perdía pie ante la fortaleza de la dama, sin acertar a replicarle cosa que la hiriese en su entraña más recóndita después de la respuesta desafiante que ella con gallardía le espetara. Entonces él batióse en retirada sin ni siquiera dar las buenas noches.

El buen pseudodoctor y ex curandero la había estado espiando por la rúa durante la semana. No era cuestión de amor su vigilancia, sino puro amor propio. ¿Qué había hecho él para merecer eso? Porque la maruxiña continuó yendo por la estación de San Cristobo todas aquellas noches, sobre la hora de llegada del tren talgo procedente de; pero ya no a la búsqueda de clientes que hubieren menester de alojamiento, sino por revivir el dulce encuentro del único viajero al que esperaba, quien vendría a su casa de regreso de su extraña aventura por Fisterra.

Cuando la visitó segunda vez el inspector Montouto, don Bartolo, a encargo encarecido de su amigo (que la quería bien, te lo prometo, y que sólo el amor por su mociña le llevara a ese pronto tan subido), le advirtió con su voz caramelosa, modulada en la brisa suave y húmeda de la cercana ría corcubiona, que a ver a quién iba a esperar en la estación, Elviriña, cuando el hombre que le sorbía el seso, si era de estar de vuelta de Fisterra, llegaría por otra dirección y no en ferrocarril, ¿no comprendía? Pero la maruxiña nada le replicaba, ¿para qué? ¿Acaso se pensaba ese aparvao que ella no conocía los lugares, que era una analfabeta rematada? Ella no había ido a la estación a recibir a nadie; había ido por ver llegar el tren con la emoción de quien revive un lance decisivo. Temblaba toda entera al ver la máquina aproximando su ojo luminoso, cada vez más intenso, más cercano, foco de su más vívida ilusión. Pero una vez la máquina a su lado, toda enorme, parada y, sin embargo, disparando unos ruidos espantosos, antojábasele un cajón inmenso, sin perfil ni expresión, a diferencia de esa pequeña máquina de casa, la Pacific 231, tan xeitosa y graciosa, tan humana, con la que casi se podía hablar, pues daba la impresión de que te oía.

Pero pasaban días y más días y el caballero huésped no volvía, cuando no había ido en realidad más que a unas pocas leguas de Coruña, cuya ida y vuelta se hacía el mismo día. Pero ve tú a saber qué cosas no tendría que arreglar con esa prima suya. Elvira esperaría a su Odiseo con menos pretendientes que Penélope y menos pretensiones hilanderas que la dueña itacense; sin embargo, se le ocurrió bordar en una de sus nuevas camisetas el perfil de la máquina viaria, la Pacific 231, a modo de conjuro (¿magia blanca?) con el que concitar el regreso del huésped esperado. Porque había aprendido la labor de bordado con su abuela Argelia, y la había aplicado cuando lo del auxilio social, y empezaba a aplicarla nuevamente para doña Mariquiña, que le iba encargando algunas cosas en plan de ayuda mutua, pues Elvira trabajaría a precio conveniente.

Y a falta del rosario de la tarde, que en los tiempos de la época devota de la España de Paco Ferroleta daban por las antenas radiofónicas, se cogía la guía ferroviaria del año catapún-y-pico-de-ave que el caballero huésped le dejara y, abriéndola al azar por cualquier página, leía en alta voz la retahíla de estaciones que en ella aparecían, como una letanía relajante. El método más antidepresivo consistía en cantar las estaciones con ritmo regular y en sonsonete lo más repetitivo y uniforme. Y a las veces, de tanto recitar y hasta de repetir la misma página, quedábase dormida, y luego al despertar se sorprendía con el libro en la mano, teniéndo la impresión de que en el ínterin no hubiese interrumpido su lectura con labios maquinales y obsecuentes.

Su madre continuaba allá en la aldea, aprovechando el tiempo veraniego y que allí estaba todo más barato que no en la capital, ¡ni comparar! El asunto de su hija, la verdad, no es que le diera frío ni calor, pero en el fondo bien le parecía que hubiese dado puerta al perillán que tan sólo la andaba entreteniendo, porque luego al final nada de nada. Si se viera en apuros su Elviriña, la invitaba a venir para la aldea, que allí un bocado no le faltaría; pero las señoritas de la parroquia, al disuadirla, le afirmaban en su preferencia de quedarse a pie firme en la ciudad, pues con las cosas que sabía hacer, malo fuera no salir adelante; aparte de que el mar y el trajín callejero despejaban lo suyo y ahuyentaban los turbios pensamientos.

No es que Elvira y su madre se entendiesen a las mil maravillas de ordinario; pero es que últimamente sobre todo, la "cabecita loca" de Elviriña era lo más cercano que a la absorbente anciana le quedaba, porque sus cuatro vástagos restantes -dos hombres en la mar y dos hijas casadas en América- paraban muy lejanos y tan sólo veíalos cada mucho y de visita... Otro entretenimiento terapéutico que utilizaba Elvira eran las cartas; las cartas a su madre normalmente. Ésta le había dicho que nada de teléfono, mujer, que salía más caro y que se hablaba más de lo preciso, y luego ve a saber si no te escuchan y se enteran de todo lo que dices. Además que le hacía a ella ilusión recibir la visita del cartero, viéndolo que se acerca hacia su casa y, ¿vendrá o no vendrá?, hasta que llama, y entonces le brincaba el corazón de alegría, porque era un sentimiento que había conservado desde niña, y de cuando su esposo, siendo novios, le escribía desde África, ¡figúrate!, porque estaba cumpliendo allí el servicio.

A Elvira, bien mirado, no le sobraba demasiado tiempo con la de cosas en que se ocupaba. Continuaba bordando en una de sus finas camisetas el perfil de la máquina, la Pacific 231, con la idea de que, mientras bordase, conjuraría todo maleficio que a su esperado huésped le ocurriese. Y a medida que se iba aproximando al final del bordado, descubría en la máquina un detalle que hasta allí le pasara inadvertido, y había que añadirlo a la labor, cuando no rehacer ésta de algún modo.

Allá en la aldea, por donde hacía tiempo que no obraba, Elvira había recurrido a una especie de meiga popular, la señora Mauricia, echadora de cartas, para que le anunciara su futuro en cuestión amorosa o de pareja. Mauricia Laxe era una quincuagenaria discreta, de vida sosegada, de la que el vecindario hablaba bien debido a la confianza que inspiraba, pues ni siquiera o crego da parroquia se inmiscuía en su vida diciendo que sus prácticas fuesen en contra de la madre iglesia, pues si íbamos a eso también la barraganía del señor cura iba en contra del preceptivo celibato clerical.

Ya su madre se lo había dicho: ese cantamañanas de su novio no casaba con ella ni soñado, ni por lo civil ni por lo criminal. Pero su madre era un poco aguafiestas, y nunca estaba acorde la mujer con lo que ella emprendiera; para salir de dudas, por lo tanto, vería a la Mauricia. Ésta le dijo que, lo primero, quería ver una foto del socio. ¿No tenía ninguna? Pues que la consiguiera como fuese; que ella, como al descuido, disparase la cámara y ya está; ¿qué iba a decir el otro? El hombre aparecía relajado al pie del castillo de San Antón, contemplando una puesta de sol en una de las escasas tardes en que eso era posible en la ciudad. La señora Mauricia, visto que hubo al maromo de la foto, díjole a Elvira que no era necesario, filliña, botalle as cartas para ver claramente que el andoba se arreglaba muy bien como buey suelto; mientras dura, vida y dulzura, pero que fuera pensando en otra cosa a largo plazo. ¿Quería comprobarlo? Muy sencillo: dile que estás preñada, para ver por dónde respiraba el muy pillastre. Y en efecto, la reacción del pollo pillo fue llamarse andana y culparla de falta de cuidado y, ¿quién sabe también?, de perversa intención de darle caza. Así que lo mejor era el aborto para poder tener la fiesta en paz. Ella hizo la pamema de ausentarse un tiempo de Coruña a fin de interrumpir el embarazo. El hombre se ofrecía a costear los gastos derivados del asunto; pero Elvira, muy digna, los rehusó, ya que si el yerro había sido suyo, cuenta suya sería el repararlo. Sin embargo, la grieta entre ellos dos se estaba haciendo más irrestañable.

Entonces intentaron la baraja por ver cómo asomaba ese futuro, y las cartas decían que un galán de tales y de cuales otros rasgos le vendría de lejos inspirándole amor, -¡lindo color!-. Nada decían las sapientes cartas referente a su ferroviariofilia, pero es posible que ese detalle no entrase en el código cartomántico; mas lo que sí anunciaban era que iría a bordo de un convoy. Y para que el augurio se cumpliera, no estaría de más echarle un cable acudiendo a su encuentro. Y como Elvira tenía mucha fe en las palabras de Mauricia Laxe, que acertarían hasta el pleno al quince, haría cuanto en ellas se cifraba sin quitar una tilde. Por eso se acercaba cada noche Elvira a la estación de San Cristobo, aprovechando que otras muchas hembras asomaban por esos vericuetos ofreciendo habitaciones a los señores (o señoras) viaxeiros.

A medida que Elvira, día a día, contemplaba la locomotora, la Pacific 231, la encontraba no sólo más humana (¡menuda diferencia con los monstruos informes de gasoil que circulaban hoy en día y que armaban tanto estruendo incluso cuando estaban sin moverse!), sino que iba adquiriendo cada vez más y más parecido con el rostro de quien fuera su dueño hasta hace poco. Algún eruditómano pedante diría que el fenómeno indicado guardaba relación con el retrato de aquel degenerado Dorian Gray. Pero nosotros ni nos molestamos en rebatir tan mostrenca observación, y menos cuando a Elvira la traería al fresco no saliendo por boca de su oráculo.

También el recitado reiterado de ringleras de nombres de estaciones ferroviarias, amén de relajarla, la sumían en plácidos ensueños, o turbios pensamientos a las veces, mientras que, si rezaba, se distraía, se le iba el santo al cielo (o al infierno), de modo que no hacía en ese caso como Dios manda ni una ni otra cosa. En dar consejos, doña Mariquiña era más acertada que los curas; por eso, pues, le había aconsejado, filliña, no empeñare en rezar donde y cuando no podía concentrarse: la oración, como todo, requería su momento oportuno, ¿comprendía? Lo de la guía de ferrocarriles ella no se lo había confesado a doña Mariquiña por temor a que pensase que era unha toliña. y porque ya iba siendo mayorcita para saber lo que era pertinente contar y lo que no, y más cuando ya estaba acostumbrada a ocultar tantas cosas a su amante.

De tanto repetir las estaciones, éstas ya le salían hasta en sueños, dejando libre su imaginación para deambular a su albedrío. Por cierto que una tarde, recitando la sarta de estaciones de Coruña a Ferrol, vínole a la memoria una leyenda -¿o era un suceso real?- que su abuela Argelia le contara, cuando Elvira era niña (que era cuando la anciana aún vivía), sobre un mariñeiro que afogara na punta de Fisterra, tras una maldición de cierta novia a la que abandonara, conquistado por una criatura misteriosa -¿acaso una sirena?- que acabó seduciéndolo hasta el punto de hacerle aproximarse a aquel lugar, presa de una atracción irresistible, y se precipitara al hondo mar desde una prominencia acantilada. ¿Sería ese el destino malhadado del caballero a quien ella aguardaba, víctima de esa prima que tal vez, mordida por el monstruo de los celos y habiéndose quizá vuelto en sirena, acabase con él del mismo modo que la de la leyenda de su abuela hiciera con el pobre mariñeiro? Quisiera Dios que tal no sucediese. Pero como los días y aun los meses transcurrían y el hombre no volvía, era para pensar en lo peor. No era cuestión de dar la voz de alarma a la guardia civil, porque sería descubrir el pastel de sus amores y darles diversión inútilmente: se reirían de una y total, nada. Como si el caso no fuese con ella, comentó la leyenda de la abuela con Doña Mariquiña de Rodeiro. La dama parroquial recordaba de lejos algo de eso, puesto que había sido profesora de literatura galaica y española; pero ella ya se había jubilado, sin esperar a cumplir sesenta y cinco, porque en el arduo hacer de la enseñanza se anunciaban maldadas y maldades; así que su memoria últimamente andábale un poquito emborronada. Con todo, lo que a Elvira le advirtió fue que leyendas de ese mismo tipo circulaban por muchas latitudes y que igual las podías encontrar en Méjico, en la China o donde fuera.

Continuaba bordando a más bordar en una de sus finas camisetas el perfil de la locomotora, la Pacific 231, con la superstición no confesada de que, mientras tuviese algún detalle que añadir a la máquina bordada, no le iban a llegar malas noticias. Le angustiaba la idea, sin embargo, de que viniese el trágico momento en que no hubiese cosa que añadir y el maleficio al cabo se cumpliese. Debía recurrir a la Providencia mediante petición en toda regla. No es que no hubiese iglesias en Coruña cuyas advocaciones fuesen dignas de su total confianza; pero, amigo, Santiago era Santiago, y su santo patrón era mucho apóstol. Así fue que un domingo de mañana Elvira se estiró hasta Compostela, la insigne capital gubernativa de aquel antiguo reino de Galicia para pedir, postrada de rodillas, al santo titular y tutelar que librara al galán que ella esperaba de todo mal percance de la mar; a él, que tanto entendía de naufragios y de navegaciones milagrosas con su póstuma travesía desde Jerusalén, que no tenía mar, a bordo d'unha barquiña levada polos anxos do ceo, hasta Santiago, que tampoco lo tiene, aunque sí el río Sar, de ilustre nombre por haberlo cantado Rosalía. Pero ese era un secreto que sólo el Dios del cielo conocía, y Santiago también, ¡faltaba más!; pero de los mortales, ni siquiera su protectora doña Mariquiña, señora de Rodeiro, conselleiro de la Xuntataxún, ni menos aún el inspector Montouto, don Bartolo.

El buen sabueso, amigo de su "ex-Celso", había aparecido por su casa una tercera vez sin ser llamado (lo mismo que las dos antecedentes), no tanto por mediar por la pareja cuanto por ver si el ánimo de Elvira prometía otorgarrle algún favor aun como plato de segunda mesa; porque la rapaciña todavía estaba de buen ver, ¡vaya que sí!, y de mejor tocar, ¡manda a carallo! ¿Cuántos años tenía la mociña? Aun cuando don Bartolo calculábale no más de treinta y cinco, bien sabemos nosotros que llegaba a treinta y ocho, a la cuenta dos años más tan sólo de los que le mintiera a su galán la vez que éste se lo hubo preguntado, si no era indiscreción, mientras jugaban. Pero la maruxiña se mantuvo lacónica ante tal curiosidad de su "visitador", sin soltar prenda, puesto que le calaba sus propósitos.

Ahora que su bordado minucioso parecía estar próximo a su fin por no encontrar en la locomotora, la Pacific 231, apenas un detalle que añadir, a Elvira la asaltaba más la angustia del trágico final de su galán. Se daba la ominosa circunstancia de que por esos días naufragara un pesquero en la Costa de la Muerte, a bordo diecinueve tripulantes, entre llos, el marido de Áurea Míguez, antigua amiga suya del colegio. Aunque por suerte el hombre de esa amiga fue rescatado vivo del naufragio, Elvira y la otra habían compartido la angustia de la cruel incertidumbre. Elvira, al compartir tal sentimiento, veía cómo en su alma se enconaba la herida que venía lastimándola durante aquellos meses precedentes. Áurea, visto a salvo a su marido, se creyò en el deber de consolar a su leal compañera de fatigas. Si después de pasado tanto tiempo no se hallaba en el mar ningún cadáver, ni al cabo de la operación rescate del pesquero naufragairibarneado, quería eso decir que era improbable el temido final de su galán. A veces un ahogado en Finisterre podía aparecer, llegado el caso, flotando por las costas portuguesas. Pero había pasado tanto tiempo que ella por ahí podía estar tranquila.

Volvería su madre de la aldea, porque con la llegada del otoño prefería vivir en la ciudad, donde había más marcha, pues el pueblo quedaba poco menos que desierto. Pero no le vendría mal a Elvira darse una vuelta para recogerla; le sentaría bien un cambio de aires, y volverían juntas a Coruña, y de paso vería a la Mauricia, que acaso le supiera decir algo. ¡Pues claro que le dijo, cómo no! Las cartas no arrojaban nada nuevo; pero teniendo en cuenta la leyenda que su abueliña Argelia le contara, era posible que a su caballero no le hubiese ocurrido lo que al otro, al pobre, malpocado mariñeiro, sino que su sirena, suponiendo que no tuviera el ansia de destruirlo, le propusiera dar la vuelta al mundo, atravesando el Mare Tenebrosum en sentido contrario a como lo hizo el Phileas Fog verniano, con lo cual no sólo perdería un día entero, así como aquel otro lo ganara, después de circundar nuestro planeta, sino que volvería cabalmente por el este, por donde apareciera aquella noche de unos meses antes, pasajero del tren expreso talgo. No se lo dijo así, literalmente, la señora Mauricia, pero al cambio y en esencia venía a ser lo mismo, expresado con una sencillez que nuestro estilo estéril y viciado se declara incapaz de reflejar.

Y fue mano de santo y panacea su visita en la aldea a la Mauricia, pues de ahí en adelante Elvira seguiría cada noche yendo por la estación de San Cristobo, ofreciendo habitáculos tan sólo a quienes merecieran su confianza (sobre todo a señoras y rapazas); y al par que se sacaba una ayudita para un mejor pasar, mantendría encendida la esperanza de volver a encontrar en su momento al caballero huésped que un buen día le alquilara las tres habitaciones bien aireadas que daban al paseo, todas para él solito, como un príncipe, y que se las pagó por cuatro noches con mano generosa, proponiéndole, a cambio de no andar caracoleando en busca de clientela pernoctante, jugar con él al juego de los trenes, porque ella, Elvira, se le parecía tanto a su prima Andrea, de quien él seguía todavía enamorado pese a los veinte abriles transcurridos desde el fallecimiento de la amada, con quien jugaba el hombre de muchacho a los trenes haciendo ella de túnel, que veía propicia la ocasión de revivir tan íntimos recuerdos con ella, con Elvira, y si era el caso, convertirla en la dueña de su amor. Lástima no poder jugar a solas, puesto que únicamente con la máquina, la Pacific 231, que el caballero huésped le dejara como prenda de amor y de confianza, no podía ella hacer apenas nada, pues los vagones y el tinglado electrico se los llevó consigo el susodicho. Y menos aún podía hacer de túnel, porque un túnel es túnel solamente con trenes que atraviesan su interior respirando su negra oscuridad e hinchándola de estruendo fragoroso.

A fin de exorcizar el caso infausto de que Cosme Damián se hubiese ahogado y su cuerpo sin vida apareciese flotando en el reflujo de las aguas, interrumpió el quehacer de su bordado, dejando para un tiempo venidero el añadir algún que otro detalle de la locomotora tan preciada, la Pacific 231, cada vez más humana y semejante al que fuera su dueño anteriormente. Con su sabiduría secular, la señora Mauricia de la aldea opinaba que al huésped misterioso no era probable que le sucediera lo que al marino aquel de la leyenda que oyó contar de labios de su abuela, puesto que, como asunto legendario, pasara aquello hacía tanto tiempo que era difícil que a ocurrir volviera.

 

 

 

 
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