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  La Verdadera Carta del Indio Seattle (Revista Integral)
 

 

 

La Verdadera Carta del Indio Seattle

Revista Integral

El famoso Evangelio ecologista fue escrito en los años 70 por un occidental

En las últimas dos décadas, la supuesta carta que el jefe indio Seattle dirigió al presidente de Estados Unidos ha circulado de boca en boca y ha sido fuente de insspiración para todos los amantes de la naturaleza. Pero a mediados de los años 80 empezaron a divulgarse las sospechas: Seattle (Sealth, en realidad) vivía en la costa del Pacífico, donde hoy está la ciudad que lleva su nombre, y no podía conocer ni los bisontes ni el ferrocarril que se citan en la "carta". Todo apunta a que ese bello texto fue escrito por un guionista norteamericano, que se inspiró, eso sí, en un discurso del carismático jefe indio aparecido en el Seattle Sunday Star en 1886 -veinte años después de su muerte- y que transcribimos en este artículo presentado por Jordi Bigas.

La famosa carta del jefe Sealth (Seattle) destinada al Gran Padre Blanco de Washington nunca fue escrita por él. En realidad es obra de un guionista cinematográfico que se inspiró en un discurso de este jefe de las tribus Dwamish y Suquamish. Para muchos esto puede ser una mala noticia, pero el texto sigue siendo muy bello y quizá muchos lectores se sentirán motivados a redactar nuevas cartas dirigidas a sus respectivos presidentes. En realidad, todas las personas conscientes son un poco indios.

En 1854, en el actual estado de Washington en el extremo norteamericano de EE UU, el jefe indio Sealth pronunció un discurso con motivo de las negociaciones del tratado de Point Elliot, destinado a crear una reserva para su pueblo. Un acuerdo que, como otros trescientos setenta tratados, no sería respetado.

Treinta y dos años después, el Seattle Sunday Star publicó una crónica de Harry A. Smith recogiendo el discurso de Sealth. H. Smith conocía el chinoost, mezcla de lenguas que incorporaba palabras francesas e inglesas. Sealth se había expresado en chinoost, aunque su lengua materna pertenecía a la familia de los Salish. La oratoria era un género muy desarrollado por las tribus nativas, cuyas declamaciones constituían un elemento central de muchos festejos.

La célebre carta atribuida al jefe Sealth está inspirada en ese discurso. En realidad, el artículo dominical de Harry A. Smith, lejos de pasar desapercibido, sería recogido en obras posteriores, como la biografía que sobre el jefe indio escribió John Rich (Chief Seattle's Unansweyed Challenge), y, entre otras ediciones, concuerda con un texto mecanográfico propiedad de Mary Banks que formaba parte de un libro con los cincuenta discursos más importantes de la humanidad.

El contenido del discurso difiere sensiblemente de la carta moderna. Algunas personas sabían que se trataba de dos documentos diferentes, y resaltaban que la carta no estaba contrastada históricamente. Por otra parte, se atribuyen a Sealth otros textos más breves.

Podríamos decir que Ted Perry es el culpable. Guionista de la película Home, realizada a principios de los años 70, aceptó que su nombre no se mencionara en los títulos de crédito para que pareciera más auténtica; pero nunca dejó de reconocer que se había inspirado en una versión del discurso publicada por W. Arrowsmith en 1969. A partir de la película, en cada versión apócrifa transcriptores, divulgadores y traductores añadían su cucharada de inspiración poética y de denuncia al inspirado guión de Ted Perry. Una de las versiones más difundida fue la que editó el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA).

Si bien los temas ambientales no aparecen como centrales en el discurso, hay una clara denuncia del genocidio que sufrían y siguen padeciendo las comunidades nativas. Ya se había señalado que al menos algunos párrafos estaban añadidos a la supuesta carta original, como las referencias a los bisontes, al ferrocarril y al telégrafo. Aunque unos y otros forman parte de los tópicos del Far West. Sealth no llegó a conocerlos. Ni su ecosistema ni su tiempo le permitieron ver los caballos de hierro ni los cables parlantes. En cambio, en su discurso aparecen descripciones y metáforas relacionadas con el mar.

Otro aspecto importante es el tratamiento de la religión en el discurso y en la carta por él inspirada. En el discurso, el Dios de los blancos no es un Dios favorable al pueblo indio. Es posible que en este aspecto del guión de Ted Perry influyeran los patrocinadores de la película, pertenecientes a la iglesia baptista.

El creciente interés por los pueblos indígenas norteamericanos nace con la cultura hippie de los años 60, aparte del rescate de la cultura indígena que etnólogos y antropólogos han llevado a cabo. Si releemos la bella carta apócrifa, observaremos que, en gran medida, su contenido responde más a nuestras preocupaciones de fin del milenio que a las que podían tener los indios nativos hace 140 años. En cualquier caso, el legado del indio norteamericano tiene un valor incuestionable que sigue siendo recuperado del olvido.

La supuesta carta se convertía así en casi un manifiesto generacional. Esgrimida como una declaración prematura de romántico ecologismo, ha sido editada reiteradamente por multitud de grupos ecologistas. En Francia, Greenpeace la editó en póster con una imagen de Totanka Yotanka (Toro Sentado). Aparte de la mitificación de este entrañable texto, siguiendo la pista india varias personas han llegado al mismo punto: la transcripción del discurso que Harry A. Smith publicó trinta y dos años después a partir de las notas que conservaba.

¿Quién fue el jefe Seattle?

El nombre de la ciudad de Seattle recuerda a este personaje mítico, portavoz de las tribus que vivían en la ribera oriental del gran fiordo de Puget Sound, en el actual estado de Washington.

Nacido hacia 1786, su juventud estuvo salpicada por litigios y luchas entre franceses, ingleses, españoles y nativos. En 1792 la fragata "Discovery" fondeó frente a la isla de Baimbridge, donde probablemente él había nacido seis años antes. La mayor parte de su vida se desarrolló en la Casa del Hombre Viejo construida por su padre, en la que convivían ocho tribus con sus respectivas familias. El interior de la casa estaba dividido en cuarenta viviendas con sus respectivas chimeneas.

Sealth fue un gran guerrero acusado de pendenciero, pero hacia el final de su vida se convirtió al catolicismo, adoptando el nombre de Noé. En 1851, cuando contaba ya 65 años comenzaron a llegar los primeros colonos por mar. Al año siguiente fue elegido presidente de Estados Unidos Franklin Pierce, quien en 1854 enviaba como Comisionado de Asuntos Indios al coronel Isaac Ingells Stevens para despojarles de sus tierras. El 21 de enero de 1855, más de dos mil indios presenciaron la firma del Tratado de Point Elliot, por el que cedían más de 8000 kilómetros cuadrados de tierras a cambio de 150000 dólares que debían abonarse en varios plazos mensuales.

El 7 de junio de 1866 moría Noach Sealth. Contrariamente a la tradición india de dejar su cuerpo en una canoa, sobre las ramas de los árboles, para provecho de las aves carroñeras, Sealth permanece enterrado en el cementerio de Suquamish. Sobre su tumba figura la inscripción: "Yo he sufrido".

Reproducimos aquí el discurso del jefe Sealth publicado en el Seattle Sunday Star en 1886.

El viejo jefe Sattle era el indio más alto que jamás haya visto, y sin duda el de aspecto más noble. Se alzaba casi seis pies sobre sus mocasines, y era ancho de espaldas, de pecho profundo y perfectamente proporcionado. Sus ojos eran grandes, inteligentes, expresivos y amistosos cuando estaban en reposo, y mostraban con sinceridad los sentimientos de la gran alma que miraba a través de ellos. Solía ser solemne, silencioso y digno, pero en las grandes ocasiones se movía entre las multitudes como un Titán entre los liliputienses, y su palabra era ley.

Cuando se levantaba a hablar en el Consejo o exponía su parecer, todas las miradas se volvían a él, y frases elocuentes, profundas y sonoras salían de sus labios como incesantes cataratas de truenos que fluyeran de fuentes infinitas. Su figura menuda era tan noble como la del caudillo militar más civilizado al mando de las fuerzas de todo un continente. Ni su elocuencia, ni su dignidad, ni su gracia eran adquiridas, sino innatas a su hombría como las piñas a los pinos.

Su influencia era maravillosa. Podría haber sido un emperador, pero sus actos eran democráticos y gobernaba a sus leales súbditos gentilmente y con afectuosa benignidad. Era siempre afable y atento con los hombres blancos, sobre todo cuando sentado a la mesa expresaba sus comportamientos de caballero.

Cuando el Gobernador Stevens llegó por primera vez a Seattle y dijo a los nativos que había sido designado Comisario de Asuntos Indios en el Territorio de Washington, fue objeto de una gran recepción frente a las oficinas del Dr. Maynard, en la calle Mayor junto al barrio portuario.

La bahía estaba poblada de canoas y la costa bordeada por una masa humana inclinada, amontonada y polvorienta, hasta que la trompeta del viejo jefe Seattle lanzó sobre la multitud su potente sonido, como la diana del tambor bajo; un completo silencio se hizo instantáneamente como el que sigue al trueno en un cielo claro.

El Gobernador fue presentado por el Dr. Maynard a la multitud nativa, e inmediatamente comenzó a explicar su misión, que por ser conocida no exigía mayores detalles, en lenguaje directo, claro y familiar.

Cuando se sentó, se levantó el jefe Seattle con toda la dignidad de un Senador que lleva sobre sus hombros la responsabilidad de un gran pueblo. Poniendo una mano sobre la cabeza del Gobernador y señalando con el índice de la otra lentamente al cielo, comenzó su memorable discurso de forma solemne e impresionante.

Discurso-Carta

Allí el cielo, que ha secado las lágrimas de compasión de nuestros padres durante los siglos y que a nosotros nos parece eterno, puede cambiar. Hoy está claro, mañana puede estar cubierto de nubes. Mis palabras en cambio son como las estrellas que nunca cambian. Lo que Seattle dice al Gran Padre de Washington es tan verdadero y seguro como la sucesión de las estaciones.

El hijo del Gran Jefe Blanco, dice que su padre envía saludos de amistad y buena voluntad. Esto es gentil por su parte, pues nosotros sabemos que él necesita poco nuestra amistad, ya que su gente es mucha. Son como la hierba que cubre las vastas praderas, mientras que mi gente es poca, parecen los esparcidos árboles barridos por la tormenta.

El Gran -y presumo también que Buen- Jefe Blanco, nos manda palabras de que quiere comprar nuestras tierras, y de que está decidido a permitirnos reservar las suficientes para que podamos vivir razonablemente. Esto parece realmente generoso, porque el hombre rojo ya no tiene derechos que merezcan respeto, y la oferta puede ser también inteligente, porque ya no necesitamos un gran país para poder vivir.

Hubo un tiempo que nuestro pueblo cubría toda la tierra, como las olas en un mar turbulento, hace ya mucho que ese tiempo pasó, y con él ha caído también la grandeza de nuestras tribus. No me lamentaré ni lloraré por esta ruina, ni tampoco reprocharé a los rostros pálidos por haberla realizado, porque parte de la culpa la tenemos nosotros.

Cuando nuestros jóvenes se ponen furiosos por alguna injusticia, real o imaginaria, y desfiguran sus caras con pinturas negras, son a menudo crueles e implacables, y no conocen límites, y nuestros mayores no pueden detenerlos.

Pero esperamos que las hostilidades entre el hombre rojo y su hermano blanco no vuelvan nunca. Tendríamos todas las de perder y pocas que ganar.

Es cierto que se considera positiva la venganza de los jóvenes guerreros, aunque se logre al precio de sus vidas, pero los ancianos que se quedan en casa en tiempo de guerra, y las madres que tienen hijos, lo saben mejor.

Nuestro Gran Padre en Washington -porque ahora imagino que es tan padre nuestro como vuestro, desde que el Rey Jorge ha trasladado sus fronteras más al norte-, nuestro gran y buen padre, digo, nos manda palabras de que si hacemos lo que él nos dice nos protegerá. Sus poderosos ejércitos serán para nosotros como una muralla de protección, y sus grandes barcos de guerra llenarán nuestras costas, para que nuestros enemigos del Norte, los Simsiams y los Hydas, no nos asusten más, ni a nosotros ni a nuestras mujeres y ancianos.

¿Pero podrá ser alguna vez? Vuestro Dios ama a vuestro pueblo y odia al mío. El abraza con afecto al hombre blanco, estrechándolo en sus poderosos brazos, y lo dirige como el padre guía a su hijo, pero ha olvidado a sus hombres rojos, si es que han sido realmente sus hijos. Vuestro Dios hace a vuestra gente cada vez más fuerte, como la cera que se endurece, mientras que mi pueblo decrece como la bajamar que nunca subirá.

El Dios del hombre blanco no puede querer a sus hijos rojos, ya que si no los protegería. Parecemos huérfanos que no podemos pedir ayuda a nadie. Entonces, ¿cómo podéis ser hermanos nuestros? ¿Cómo puede convertirse vuestro padre en nuestro padre para traernos prosperidad y avivar en nosotros sueños de gloria? Vuestro Dios nos parece parcial. Vino al hombre blanco. Nosotros nunca lo vimos, ni tampoco oímos su voz.

Dio al hombre blanco leyes, pero no dedicó ni una sola palabra de atención al hombre rojo que era también su hijo, cuyas abundantes poblaciones, por millones, ocuparon un día este continente, como las estrellas llenan el firmamento. No, somos dos razas distintas y debemos permanecer siempre así. Hay poco de común entre nosotros. Las cenizas de nuestros antepasados son sagradas, y el lugar deb descanso final, tierra de veneración. En cambio vosotros ignoráis las tumbas de vuestros padres y os alejáis de ellas sin pena.

Vuestra religión fue escrita en tabla de piedra por el dedo incandescente de un Dios airado, a menos que podáis olvidarlo. El hombre rojo nunca podrá recordarlo así ni menos comprenderlo.

Nuestra religión es la tradición de nuestros antepasados, los sueños de nuestros mayores, entregados por el Gran Espíritu y revelados por nuestros jefes, escritos así en el corazón de nuestro pueblo.

Vuestros muertos dejan de amaros a vosotros y a su lugar natal tan pronto como traspasan los umbrales de la tumba, se van lejos, a las estrellas, pronto son olvidados y nunca retornan.

Nuestros muertos nunca olvidan el bello mundo que les dio el ser. Siempre amarán sus serpenteantes ríos, sus grandes montañas, sus recónditos valles, y siempre añorarán, con la más tierna dulzura, este sentido de la soledad y de la vida; a menudo frecuentarán estos lugares conformándose con ellos.

El día y la noche no pueden convivir. El hombre rojo siempre ha huido de la aproximación del hombre blanco, como la cambiante niebla en la montaña huye del poderoso sol.

Sin embargo, vuestra proposición me parece justa, y pienso que mi gente la aceptará, y se retirarán a la reserva que ofrecéis. Entonces ellos vivirán aparte y en paz, porque las palabras del Gran Jefe Blanco parecen la voz de la Naturaleza, hablando a mi pueblo desde la densa oscuridad que se agolpa en torno a él, como la espesa niebla invade la tierra hacia adentro desde el mar, a medianoche.

Importa poco dónde pasemos el resto de nuestros días. No son muchos. La noche del indio promete ser oscura. Ni una brillante estrella aparece en su horizonte. Vientos de voz triste gimen en la distancia.

Alguna cruel fatalidad de duestra raza sigue la huella del hombre rojo, y adonde quiera que vaya, siempre oirá las pisadas apremiantes de su cruel verdugo, y esperará resignado el encuentro con su destino, como lo hace la corza herida cuando escucha las pisadas próximas del cazador.

Unas pocas lunas más, unos pocos inviernos más, y ni uno solo de los sesenta poderosos espíritus, que un día llenaron esta vasta tierra y que ahora vagabundean en bandas fragmentadas por las amplias soledades, que antes vieron hogares felices protegidos por el Gran Espíritu, permanecerán para llorar sobre las tumbas de gentes tan poderosas y animadas como las nuestras.

¿Pero de qué debo quejarme? ¿Por qué debo afligirme por el destino de mi pueblo? Las tribus están formadas por individuos y no son mejores que ellos. Los hombres van y vienen como las olas del mar. Una lágrima, un lamento, un canto fúnebre y se han ido de nuestros anhelantes ojos para siempre. Incluso el hombre blanco, cuyo Dios anduvo con él y le habló como de amigo a amigo, no está exento de este destino común.

Puede que seamos hermanos, después de todo. Veremos.

Ponderaremos vuestra propuesta y cuando hayamos decidido os lo comunicaremos, pero en el caso de aceptarla, aquí y ahora, impongo la primera condición. Que nunca se nos niegue el privilegio de visitar, cuando queramos, las tumbas de nuestros antepasados y amigos. Hasta la más mínima parte de este país es sagrada para mi gente. Cada colina, cada valle, cada llano y alameda, están marcadas por algún recuerdo, triste o alegre, de la vida de mi tribu.

Incluso las rocas que parecen descansar mudas mientras las baña el sol a lo largo de la silenciosa costa, en su solemne majestuosidad, se alegran con la memoria de los pasados sucesos, relacionados con la vida de mi gente, hasta el polvo, que pisamos con nuestros pies, contesta amorosamente a nuestras pisadas, más que a las vuestras, porque son las cenizas de nuestros antepasados, y nuestros desnudos pies están conscientes de esta agradable comunicación, porque el suelo está enriquecido con la historia de nuestros muertos.

Los bravos guerreros, las orgullosas madres, las doncellas contentas y felices en el corazón, e incluso los niños pequeños, que vivieron y alegraron estos lugares a pesar de su breve estación, y cuyos nombres desconocidos están ya olvidados, todavía aman estas sombrías soledades y esta profunda realidad que a la caída de la tarde se hace todavía más sombría con la presencia de los espíritus del atardecer.

Pero cuando el último hombre rojo haya desaparecido de la tierra, y su memoria entre los hombres blancos se haya convertido en un mito, entonces estas costas se llenarán con la invisible presencia de mi tribu muerta, y cuando vuestros niños piensen que están solos en los campos, en el almacén o en las tiendas, en el camino o en el silencio de los bosques, no estarán solos. En toda la tierra no habrá ya un lugar dedicado a la soledad. Por la noche, cuando las calles de vuestras ciudades estén silenciosas y creáis que están desiertas, se llenarán con los espíritus viajeros que un día poblaron y todavía aman esta hermosa tierra.

El hombre blanco nunca estará solo. Dejadle ser justo y convivirá pacíficamente con mi gente, porque los muertos no están faltos de poder.

¿Muertos, digo? No hay muerte. Sólo un cambio de mundo.

Otros oradores intervinieron, pero ya no tomé notas. La respuesta del Gobernador Stevens fue breve, simplemente prometió convocar un Consejo General en la primera ocasión que se le presentase para discutir la propuesta del Tratado. El jefe Seattle prometió adherirse al tratado una vez que fuera ratificado, observándolo al pie de la letra, pues quería ser indiscutiblemente un fiel amigo de los blancos.

Lo narrado no es más que un fragmento de lo que dijo el jefe Seattle, y le falta todo el encanto y fuerza del viejo orador y de la ocasión.

 

Otra versión del discurso-carta.

Esta procede de la transcripción realizada por C. A. V. de una versión sonora, por lo que, aparte de errores de puntuación, pueden existir algunos otros, tales como términos o palabras mal entendidos.

¿Cómo se puede comprar o vender el firmamento, ni aun el calor de la tierra? Dicha idea nos es desconocida.

Si no somos dueños de la frescura del aire ni del fulgor de las aguas, ¿cómo podrán ustedes comprarlas?

Cada parcela de esta tierra es sagrada para mi pueblo. Cada brillante mata de pino, cada grano de arena en las playas, cada gota de rocío en los oscuros bosques, cada altozano, y hasta el sonido de cada insecto, es sagrado a la memoria y al pasado de mi pueblo. La savia que circula por las venas de los árboles lleva consigo la memoria de los pieles rojas.

Los muertos del hombre blanco olvidan su país de origen cuando emprenden sus paseos entre las estrellas, en cambio nuestros muertos nunca pueden olvidar esta bondadosa tierra, puesto que es la madre de los pieles rojas. Somos parte de la tierra, y asimismo, ella es parte de nosotros. Las flores perfumadas son nuestras hermanas. El venado, el caballo, la gran águila... éstos son nuestros hermanos. Las escarpadas peñas, los húmedos prados, el calor del cuerpo del caballo y el hombre... todos pertenecemos a la misma familia. Por todo ello, cuando el Gran Jefe de Washington nos envía el mensaje de que quiere comprar nuestras tierras, dice que nos reservará un lugar en el que podamos vivir confortablemente nosotros. El se convertirá en nuestro padre y nosotros en sus hijos. Por ello, consideraremos su oferta de comprar nuestras tierras. Ello no es fácil, ya que esta tierra es sagrada para nosotros.

El agua cristalina que corre por ríos y arroyuelos no es solamente agua, también representa la sangre de nuestros antepasados. Si le vendemos nuestras tierras, deben recordar que es sagrada, y a la vez, deben enseñar a sus hijos que es sagrada, y que cada reflejo fantasmagórico en las claras aguas de los lagos, cuenta los sucesos y memorias de las vidas de nuestras gentes.

El murmullo del agua es la voz del Padre, de mi Padre. Los ríos son nuestros hermanos y sacian nuestra sed. Son portadores de nuestras canoas y alimentan a nuestros hijos.

Si les vendemos nuestras tierras ustedes deben recordar y enseñarles a sus hijos, que los ríos son nuestros hermanos, y también lo son suyos, y por lo tanto deben tratarlos con la misma dulzura con que se trata a un hermano.

Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestro modo de vida. él no sabe distinguir entre un pedazo de tierra y otro, ya que es un extraño que llega de noche y toma de la tierra lo que necesita. La tierra no es su hermana, sino su enemiga; y una vez conquistada, sigue su camino, dejando atrás la tumba de sus padres, sin importarle. Le secuestra la tierra sus hijos, tampoco le importa; tanto la tumba de sus padres como el patrimonio de sus hijos son olvidados. Trata a su madre la tierra y a su hermano el firmamento como a objetos que se compran, se explotan y se venden como ovejas o cuentas de colores. Su apetito devorará la tierra, dejando atrás sólo un desierto.

No sé..., pero nuestro modo de vida es diferente al de ustedes. La sola vista de sus ciudades apena los ojos del piel roja; pero quizá sea, porque el piel roja es un salvaje y no comprende nada.

No existe un lugar tranquilo en las ciudades del hombre blanco, ni hay sitio donde escuchar cómo se abren las hojas de los árboles en primavera o cómo aletean los insectos. Pero quizás también esto debe ser, porque soy un salvaje y no comprendo nada.

El ruido sólo parece insultar nuestros oídos. Y después de todo ¿para qué sirve la vida si el hombre no puede escuchar el grito solitario del chotacabras ni las discusiones nocturnas de las ranas al borde de un estanque? Soy un piel roja y nada entiendo.

Nosotros preferimos el suave susurro del viento sobre la superficie de un estanque, así como el olor de ese mismo viento purificado por la lluvia del mediodía o perfumado con aromas de pino.

El aire tiene un valor inestimable para el piel roja, ya que todos los seres comparten un mismo aliento: la bestia, el árbol, el hombre..., todos respiramos el mismo aire. El hombre blanco no parece consciente del aire que respira. Como un moribundo que agoniza durante muchos días, es insensible al hedor. Pero si le vendemos nuestras tierras deben recordar que el aire nos es inestimable, que el aire comparte su espíritu con la vida que sostiene. El viento, que dio a nuestros abuelos el primer soplo de vida, también recibe sus últimos suspiros. Y si les vendemos nuestras tierras, ustedes deben conservarlas como cosa aparte y sagrada, como un lugar, donde hasta el hombre blanco pueda saborear el viento perfumado por las flores de las praderas.

Por ello, consideraremos su oferta de comprar nuestras tierras. Si decidimos aceptarla, yo pondré una condición: el hombre blanco debe tratar a los animales de esta tierra como sus hermanos.

Soy un salvaje, y no comprendo otro modo de vida. He visto a miles de búfalos pudriéndose en las praderas, muertos a tiros por el hombre blanco desde un tren en marcha. Soy un salvaje, y no comprendo cómo una máquina humeante puede importar más que el búfalo al que nosotros matamos sólo para sobrevivir.

¿Qué sería del hombre sin los animales? Si todos fueran exterminados, el hombre también moriría de una gran soledad espiritual, porque lo que le sucede a los animales, también le sucederá al hombre: todo va enlazado.

Debe enseñarles a sus hijos, que el suelo que pisan, son las cenizas de nuestros abuelos. Inculquen a sus hijos, que la tierra está enriquecida con las vidas de nuestros semejantes, a fin de que sepan respetarla. Enseñen a sus hijos, como nosotros hemos enseñado a los nuestros, que la tierra es nuestra madre. Todo lo que le ocurra a la tierra, les ocurrirá a los hijos de la tierra. Si los hombres escupen en el suelo, se escupen a sí mismos.

Esto sabemos: la tierra no pertenece al hombre, él hombre pertenece a la tierra. Esto sabemos: todo va enlazado como la sangre que une a una familia. Todo va enlazado. El hombre no tejió la trama de la vida, él es sólo un hilo; lo que hace con la trama, se lo hace a sí mismo. Ni siquiera el hombre blanco, cuyo Dios pasea y habla con él de amigo a amigo, queda exento del destino común.

Después de todo, quizá seamos hermanos..., ya veremos. Sabemos una cosa, que quizás el hombre blanco descubra un día: nuestro Dios es el mismo Dios.

Ustedes pueden pensar ahora, que él les pertenece, lo mismo que desean que nuestras tierras les pertenezcan; pero no es así. él es el Dios de los hombres; y su pasión se comparte, por igual, entre el piel roja y el hombre blanco. Esta tierra tiene un valor inestimable para él; y si se daña, se provocaría la ira del Creador.

También los blancos se extinguirán, quizás antes que las demás tribus. Contaminan sus techos, y una noche perecerán ahogados en sus propios residuos. Pero ustedes caminarán hacia su destrucción rodeados de gloria, inspirados por la fuerza del Dios que los trajo a esta tierra, y que, por algún designio especial, les dio dominio sobre ella y el piel roja. Este destino es un misterio para nosotros, pues no entendemos por qué se extermina a los búfalos, se doman los caballos salvajes, se saturan los rincones secretos de los bosques con el aliento de tantos hombres y se atiborra el paisaje de las exuberantes colinas con cables parlantes.

¿Dónde está el matorral? Destruido.

¿Dónde está el águila? Desapareció.

Termina la vida y empieza la supervivencia.

 

 
 
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