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  El Mendigo y los Bancos (Alberto Gil)
 

 

 

El Mendigo y los Bancos

Alberto Gil

El mundo de Perico el Tachuelas cabía en una mísera y raída caja de cartón remendada con pedazos de cinta aislante y embridada por una despeluchada cuerda. Allí se encontraba su vieja manta de cuadritos, sus plato y vaso desportillados y alguna magra posesión más que él guardaba como los mayores tesoros.

Se le decía con ese apelativo aunque no se supiera con exactitud la realidad de las señas de aquel viejo hombre correoso aunque aún agarrado a la tierra con mirada febril y ansias de animal fiero que, aunque herido de muerte, se niega a aceptar la definitiva derrota.

Había vagado por calles y veredas sin destino, errante peregrino olvidado de todos, especialmente de Fortuna, su esquiva musa.

Y, no obstante, allí estaba con su pequeño botín y la dignidad puesta por señera y divisa.

Muchos, y muchas veces, quisieron encerrarle en palacios con nombres de albergues de misericordia o casas de caridad. Mas él siempre se negó a semejante domesticación, eligió la libertad de la nada frente al cautiverio de un todo cómodo pero insuficiente.

Conoció a seres como él, a resentidos, buscadores de sueños, perdidos en las miasmas de Utopía, a mujeres sabias, a derrotados y a más y más gentes que, terminaron por dejarle siempre atrás, a merced de sus nortes despreciados por todos, al no ajustarse al modelo sobreentendido del triunfador ufano porque para él, la victoria debía tener otro título, que no fuese el del Señorío del Tener sino el del Marquesado del Ser.

Y así había llegado hasta allí, solo, a veces harto, pero impenitente testarudo.

Eso sí, de algo bien que podía presumir: mientras que ahora muchos se las daban de conocedores de fusiones bancarias, primas de riesgos o agencias de deuda, el Tachuelas, él siempre coleccionista de esos trocitos met´álicos, bien podría confeccionar el catálogo más exaustivo que nunca se viese de ese tipo de mobiliario urbano, denominado banco.

Y es que los había probado todos, metálicos, con o sin forja, demadera, de plástico, de los más extravagantes diseños y formas. Todos habían sido medidos por sus esforzadas espaldas.

Cuánto ingeniero de pacotilla, cuánto sabelotodo de esa materia andaba suelto por ahí. Ymientras, a él nadie le hacía caso, nadie escuchaba sus recomendaciones. Que mucha ergonomía, mucho equilibrio sostenible y muchas otras papanatadas más.

Ah, si hubiesen querido hablar con él, qué buenos habrían resultado.

¿Qué ´más le daba ya?

La tarde se presentaba fría, neblinosa, gris. Se arrebujaría en su vieja manta, compañera siempre fiel y aguardaría otro amanecer. Además tenía motivos para ser feliz, sentirse dichoso: alguien, tal vez, su alma gemela, le había traído de regalo todo un banquete, canelones de atún, tortilla de patatas y tiramisú.

Y para hacerle onor, ¿cuál sería el banco elegido? ¿Su merecido altar?

¿Cuál sino? El que quedaba bajo el viejo castaño, tan viejo como él pero junto al que, hace mucho tiempo, una personita de trenzas rubias y ojos claros pronunció dos palabras que a él le sonaron dichas para sus oídos, aunque no fuera así: "te quiero".

Y con el est´ómago y el alma caldeados por unos y otras, fue vencido por el sueño

Horas después qué importaba quién, alguien encontraría el cadáver de otro indigente más, el enésimo de ese invierno.

Y los bancos seguirían siendo renovados y nadie recordaría a un tal Perico el Tachuelas.

O..a lo mejor sí.

Una señora de mediana edad, pero aún hermosa, se ha detenido bajo cierto castaño y deja vagar su mirada. ¿Qué buscará? ¿Algo?¿A alguien?

Unas suaves pero tristes lágrimas, ruedan por sus mejillas al tiempo que trata de sonreír, al descubrir, casi confundida, entre la hojarasca y la grava, ¡una tachuela!

 

 

 
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