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  Un Verano (Santos Matías)
 

 

 

Un verano

Santos Matías

 

Era el segundo día del cuarto año que pasaba mis vacaciones en la calle Guzmán, así llamada en atención al propietario de su único bar.

No estaba siendo fiel a la tradición castellana que consiste en dormir una buena siesta a fin de reposar los cargantes efectos del cotidiano cocido, porque aún me encontraba en la época de saludos, reconocimientos y buenos deseos por parte de los extraños; de mimos y complacencias por parte de la familia. Además mi imagen de niño travieso se había desvanecido el verano anterior al haber sido mi hermano atacado despiadadamente por la fiebre tifoidea, que lo situó a las puertas de la muerte, reteniéndome a mí a su lado, pese a los consejos en contrario de mis padres.

Ni que decir tiene que mis propósitos para estas vacaciones no tenían nada que ver con todo aquello; que estaba dispuesto a entrar en acción tan pronto la ocasión se presentara propicia. No me faltaría el concurso de mi fiel amigo Ángel, "el chato".

Con él me hallaba en plena explicación de las respectivas peripecias, abrumados ambos por aquella existencia tan poco soportable como el calor reinante. Entre bostezo y bostezo, impotentes ante el hastío que se enseñoreaba de todo, protestábamos del estatismo dominante: nada cambiaba, nada existía que pudiera recordar el progreso. Sin embargo no se podía decir lo mismo en cuanto a las personas se refiere: no había más que acoger o ser acogido afectuosamente por alguien para que en las vacaciones hubiera que oír que ya se había marchado a Aldeadávila, regresado a su tierra o sufrido un accidente mortal.

Estábamos sentados en el poyo al lado de la puerta de su casa, esto es: frente al lateral de la tuya, cuya ventana permanecía cerrada y el visillo corrido.

El golpeteo de las fichas de dominó sobre la mesa de mármol, el ebúrneo entrechocar de las bolas de billar, el rumor de las discusiones y conversaciones en todos los tonos surgidas de las gargantas de jugadores de naipes y de cuantos utilizaban el bar Guzmán para entregarse estúpidamente a la tertulia de sobremesa, se estrellaban, parejas con un sol de justicia, contra la pared de las casas de enfrente, las cuales nos devolvían tal algazara bajo la forma del eco menos poético que jamás se haya oído. Mucho más nítido y molesto nos envolvía el prolongado zumbido del eterno enjambre de moscas que se posaba en nosotros rodeándonos sin piedad. Nos hostigaban hasta el agobio, nos exasperaban, campaban por sus respetos y hasta por los nuestros, pues no dejaban de ser en aquel hoyo inmundo los más genuinos representantes de la libertad.

Todo lo demás dormía. Dormían las buenas gentes en los hornos que tenían por hogares; dormía la infatigable cigarra que habitualmente cantaba establecida en la enredadera bajo la cual esperábamos sentados nos protegiera contra algo indefinido; dormían las aves de corral en sus incipientes gallineros y, por dormir, dormía hasta el aire, pues parecía que siempre respirábamos el mismo, tan asfixiante resultaba, sin que se moviera una brizna de nada a impulsos de la más ligera brisa.

Nosotros, sumidos en el tedio, pues ambos éramos gente de acción, también nos adormecíamos paulatinamente. Y, dormitando, pensaba que se hace muy triste una calle por la que en dos largas horas no se ve pasar ni un alma.

Me rescató del sopor una voz muy entrañable para todos y muy apreciada por mí: era Santiago, el cartero quien, cubierto con su sombrero de paja, la valija al hombro y unos sobres en la mano, desgranaba una serie de nombres correspondientes a otras tantas familias aún recordadas a pesar de hallarse en aquel destierro, que era el de todos nosotros.

- ¡Victoriano Calleja! ¡Manuel Gago! ¡Baltasar Jiménez! ¡Víctor Estévez!...

- ¡Tu padre –exclamé-, cógela, hombre!

- ¡Que se joda y se levante mi madre!

- ¡No seas así, Ángel, que no te cuesta nada!

- ¡Joder, es que si le cojo la carta no sale hasta el oscurecer, y yo quiero ducharme!

- ¿Nos dejará este año tu tío hacerlo en el 13?

- Sí, yo ya me estoy duchando allí desde hace dos meses.

- ¡José Arias! –seguía desgañitándose Santiago-.

- ¿quién es? –pregunté-.

- ¡Ah, sí!: vinieron a últimos de abril. Son de Almería y la señora es de Madrid y se llama Ana.

- Y, ¿qué tal?

- ¡Bah! El hombre es más serio que un zapato; la tía es modista y "mu echá pa alante"; ¡tiene unas tetas!... El chaval es maricón y se llama Marino y a la chica le hacía un favor ahora mismo. Está como un tren.

- ¿De sucia?

- ¡De buena, gilipollas!

- Entonces el favor te lo haría ella a ti, ¿no crees?

- ¡Uff! Pero se lo tiene muy creído. Dicen que es bailarina, yo no sé; pero es muy chula, muy tontita.

- Pues a ver si me la presentas.

- ¡Si no me hace ni puto caso! ¿crees que te lo va a hacer a ti?

- Ya, claro.

Salió tu madre que, sin saludar siquiera, regresó a casa con la carta entre los dedos.

También hizo su aparición la madre de Ángel, quien, sin reparar en mí, descargó en él una interminable colección de denuestos: que era un inútil, que no servía ni para coger una carta, que qué lástima de catorce cerdos que ella habría criado en cada uno de los años que él tiene… Él entró sin hacer ningún caso, saliendo de inmediato provisto de todo lo necesario para ducharse más dos bañadores ocultos. Y, mientras nos dirigíamos a un lugar lleno de escondrijos naturales, que todos los vecinos usábamos para dar fin a nuestros correspondientes procesos digestivos y que el buen humor popular denominaba "la Finca", me preguntó:

- ¿Has aprendido a nadar por fin?

- ¡Una mierda, que está lloviendo! Ni aprenderé nunca.

- ¡Eres un cabezón! Bueno, es igual. ¿Tienes Ideales?

- Sí, claro, un paquete en las peñas del "Praíto".

- Que con otro que tengo yo, serán dos. Tú te pones este bañador, que lleva bolsillo atrás y yo haré de barca otra vez. Si Pepín no ha abierto las compuertas, pasaremos a Portugal. Siguen cambiando Ideales por Definitivo o, si te gusta más, Provisorio. Pero, y ¿qué hago yo con el jabón y la toalla?

- ¿Y éste? ¡Coño, pues escóndelos donde ahora tienes el tabaco y lo recogemos a la vuelta!

- ¡Valé´´éééé!

Dos horas más tarde estaba realizada la transacción y nosotros merendábamos plácidamente sendos bocadillos de tocino.

Nos fuimos a ver a las chicas a la fuente y, al regresar, fue ella, pues el bueno del tío Goyo, que había ido a pasar un rato con su hermano y cuantas vecinas formaban la cotidiana tertulia de la costura, tuvo a bien preguntar, sin intención, simplemente ofreciendo sus servicios, cómo es que su sobrino y Agustín no habían hoy ido a ducharse. Tal pregunta nos fue transmitida tan pronto llegamos, respondiendo nosotros que claro que habíamos ido y, si no, que lo dijera el tío Goyo (ya ausente).

Aquel día no hubo zurra, pero sí la expresa prohibición, por parte de ambas familias, de salir después de cenar.

No quisimos, junto con otros dos amiguetes que se solidarizaron con nosotros, formar parte de la tertulia de personas mayores que salían a tomar el fresco (es un decir) después de haber mal cenado. Decidimos aburrirnos por nuestra cuenta. Pero como tampoco nos gustaba el sitio donde debíamos hacer frente a semejante carga de vacío, nos pusimos a cantar, incorporando la armónica a horribles melodías mal entonadas del estilo de "Balance, balance", "El ven y ven", "El chacachá del tren".

Abriéndose tu ventana, apareció en la noche la voz de tu madre que, con un acento no desprovisto de simpatía, pero no exento de displicencia, se hizo notar:

- Me gusta más el "tocaor" que los "cantaores". Oye, chaval, ¿tú sabes alguna mazurca?

Muy lejos de cortarme, le respondí:

- Señora, y polcas, y habaneras, y pericones; pero me van mucho más las folíadas, muiñeiras, jotas y todo eso.

- Pues, el movimiento se demuestra andando. ¡Ahora lo veremos!

Y, dicho y hecho: diez minutos más tarde, tu madre y yo jugábamos al equívoco en un lenguaje chispeante, cuya finura dejaba en difícil situación a cuantos intentaron tomar parte.

Con la armónica le acompañé alguna cosita. Su voz recordaba mucho a Lilián de Celis, si bien estaba dotada de una ligerísima disfonía que le confería personalidad. Luego me acompañaste tú con tu baile y unas castañuelas, cuyos repiques dejaban bien de relieve la endiablada agilidad de tus dedos, una mazurca titulada "La Bonita".

Los viejos suspendieron sus chistes y relatos anecdóticos, encaminados a la ridiculización de alguien; tomaron sus sillas, hamacas y mantas, desplazándose hasta donde estábamos nosotros, fundiendo en una ambas tertulias y quedando tú y yo, por méritos propios, como centro de todas las atenciones.

Aquellas gentes, acostumbradas a las desafinadas bandas de música de sus respectivos pueblos o a la lloricona dulzaina de Pinto, se deshacían en elogios. De ti decían que parecías de goma, mientras opinaban de mí que hacía hablar a la armónica.

Al retirarnos, sobre las tres de la mañana, sin ninguna esperanza de dormir, pues no refrescaba, recordando que todo había sido por un castigo y que, después de todo, no era yo quien mejor lo había pasado, me comparé con el árbol que ofrece frutas a cambio de pedradas y, una vez más, pensé que la vida es injusta y yo rematadamente tonto.

Sin embargo… "Me gustas muchísimo tocando: lo haces de una manera tan personal e inconformista que, más que armónica, parece que esté oyendo un acordeón". Fue una frase con efectos de dardo. El veneno lo llevaba tu acento. Fue tanto lo que aquella noche pensé en ti que hasta llegué a explicarme el engreimiento de que te acusaban. Me deshacía en deseos de conocerte, de hablar contigo, de hacerte entender que éramos como dos paisanos que se encuentran en nación extranjera sin otras posibilidades.

Sí es verdad que te encontré una persona muy seria. Lo atribuía a que eras la única chica que había allí, y ello podía hacer que te encontrases desplazada.

Lo que había sido circunstancial, se convirtió en un hábito de todo el vecindario y cada noche, sin oponer demasiada resistencia, tú bailabas, tocabas las castañuelas y cantabas, acompañándote yo con la armónica, a la que tu madre, jovial y cariñosamente, denominaba "pito", palabra de la que sacó gran partido para sus juegos, de lo que pronto hube de autoexcluirme, pues tu presencia me anulaba claramente en esos terrenos. Tu madre volvió a hundirme en la timidez y el rubor, pues jamás mi "pito" podría dar tanto juego como el que ella le atribuía.

Casi imperceptiblemente, el Chato se iba alejando de mí, pues él prefería continuar fumando los clandestinos cigarrillos con la pandilla, garantizada la imposibilidad de las vigilantes miradas paternas.

Ángel me reprochaba la distancia que se iba creando entre mis amigos y yo; pero estaba como anonadado, pues, por si algo me faltaba, para mi sorpresa y deleite, tu madre y tú casi habíais llegado a hacer un instrumento musical de la mismísima máquina de coser, toda vez que, al realizar esa labor, cantabais unas canciones deliciosas de Albéniz, Granados y Tárrega que yo siempre había escuchado interpretar en piano o guitarra. Tales eran "Torre bermeja", "Danza Andaluza", "Recuerdos de la Alambra"… letras cuyo autor desconozco, pero que me hablaban de vergeles, jardines, patios, jazmines, pasiones, llanto… y me parecían cargadas de sugerencias por encerrarse en todas ellas un mundo muy diferente del que yo conocía.

Mi amigo seguía alejándose de mí por momentos. Era consciente de que me estaba quedando solo y, sin embargo, prefería pasar los días merodeando por los alrededores de mi casa, que era la tuya, sólo tres puertas más abajo.

Quería decirte tantas cosas, eran tantas las ideas que pugnaban por salir de mi cerebro que unas impedían el paso de las otras, quedando yo en una situación bien próxima al ridículo.

Me explicaste que habías estudiado dos cursos de ballet, pero no obtuvo respuesta mi pregunta de por que se había venido aquí tu familia.

Si yo había estado tres veces pendiente de otras tantas personas –yo creía que enamorado de ellas- ¿esto qué era? Contigo perdí no sólo el dominio de la situación, sino el propio. Mi timidez se acentuaba considerablemente; mi ansiedad aumentaba por momentos en un incontenible deseo de estar contigo; la tristeza, la pena muy honda se adueñaba de todo mi ser que, insensiblemente, se entregó a una apacible languidez que me hacía flotar entre tus melodías y mis pensamientos. Me sentía enfermo y desanimado. Ya no me importaban tanto mis amigos y la armónica iba perdiendo valor para mí. Intuía que mi camino debía ser otro que me satisficiera más, que colmara mis aspiraciones de adentrarme en el maravilloso mundo de la música por y para ti.

Mi apariencia melancólica y las sempiternas náuseas determinaron a mis padres a consultar con el médico, el cual atribuyó todos mis males al enorme calor y al cambio de la condimentación colegial por la casera. Me aconsejaba que hiciera lo posible por distraerme y que comiese cuanto me pudiera apetecer en el momento que sintiera deseos de tomar algo, aunque no fuera la hora establecida.

Nuestras familias y otras dos tomamos la sana costumbre de ir a bañarnos todos los días al Huebra a última hora y parece que allí cenaba bastante mejor. Todos estaban contentísimos de su acierto al haber tomado determinación tan favorable para mí, pues –decían ellos- me beneficiaba el baño y la cena a la orilla del río. Yo habría dicho que mi solución estaba en esa compuerta que eras tú, capaz de contener o agitar ese torrente a punto de desbordarse, que era yo.

No sabía cómo hacerlo: si procuraba ponerme siempre a tu lado –como era mi deseo- me parecía que podías sentirte perseguida, agobiada; pero si no lo hacía, ¿cómo te demostraría el interés que suscitabas en mí?

Una noche, después de un día especialmente aciago, me pareció encontrarme peor que de costumbre y me negué a tocar. Tú viniste a mi lado y te interesaste por lo que pudiera ocurrirme. Me propusiste ir a dar un paseo los dos solos y, aprovechando cabezadas, descuidos y vistas gordas, nos encaminamos hacia el Fresnal. Allí, sentados en un banco de madera de los que hay en todos los parques, conseguiste que lo olvidara todo: los partidos de fútbol que había presenciado sentado en ese mismo banco; los jugadores, a los que idealizaba creyendo en verdad que su preparación les permitiría actuar en categorías superiores; el malestar y la adversidad de todo el día… y hablaba, hablaba por oírte. Por oír ese delicioso acento ligeramente andaluz. Y mientras una débil fuentecilla, casi siempre seca, murmuraba a nuestra espalda, yo abrazaba apasionado tu empaque de artista adolescente.

Aquellos fresnos erectos, que nos resguardaban de miradas ajenas, ofreciéndonos la seguridad de su reciedumbre, estoy convencido de que retrocedieron hasta la primavera, pues su sabia tuvo que recorrer sus troncos con rapidez, con agitación inusitada al contemplar con qué delectación bebí almíbar en tus labios, con qué fruición aspiré la fragancia a jazmines de tu pecho, con qué emoción escuchaba de tu silencio: "Andalucía, sultana mora;

Mujer hispana que canta y llora".

Tus dedos, ágiles y sensibles, al deslizarse por mi piel en una suave caricia, me producían una sensación quasi hipnótica.

Yo aludí a los puntos de media y a las castañuelas como pidiéndote una explicación del porqué de esas manos tan rebosantes de expresividad. Tú, cogiendo una de las mías, pellizcando suavemente mi barbilla, dijiste que las mías sí que podrían causar admiración, si las dedicara a otro instrumento más noble que la armónica.

- ¿Cómo cuál?

- No lo sé. Eso lo has de decidir tú.

- Mira, si lo hiciera pensando en ti, estudiaría guitarra.

- Pues… piensa en mí.

- ¿Siempre?

- Sólo cuando te desanimes.

- No he querido decir eso.

- Yo sí he dicho lo que quería.

- Ya; pero no, ¿de verdad?

Y, apoyando mi cabeza en tu pecho, me hablaste de muchas cosas: mi candidez, tu culpabilidad, que tú lo sabías, que cuando yo volviera al colegio te olvidaría fácilmente, pues no volveríamos a vernos y me contaste –entonces sí- el secreto de tu familia. Tú, además de ballet… también estudiabas guitarra. En noviembre sería el retorno a vuestra patria chica, donde tu hermano y tú… teníais novio.

Con un ridículo aire de circunspección extraje del bolsillo de mi camisa un cigarrillo reno que, por 70 céntimos, había adquirido en el kiosco donde cambiaba las novelas de las colecciones Servicio secreto, Bisonte, Rodeo y Camelia de la editorial Bruguera. Disponía de dos únicas cerillas, de las cuales estropeé una con mi torpeza característica. La otra, con gran naturalidad, la encendiste tú con tu uña y, una vez iniciado el proceso de consunción del cigarrillo, cuyo sabor mentolado refrescaba mi garganta, exclamaste besando mi mejilla a la vez que oprimías mi brazo contra tu seno:

- Si llegaras como artista a ser como persona…

Pero yo te corté bruscamente diciéndote que me dejaras en paz. Estaba muy dolido contigo. No entendía lo que me pareció un cambio muy brusco.

Estaba dispuesto a recibir muchas lecciones, pero me costó encajar la de la sinceridad.

Sin embargo, con el paso del tiempo, he comprendido, quizá aprendido, que, efectivamente, eras tú la persona idónea para arrancarme el primer beso apasionado; las primeras caricias muy tímidas, pero muy tiernas; las primeras palabras, mejor diría balbuceos, fiel reproducción de la grandeza de mis sentimientos y mostrarme ciertas diferencias anatómicas, más, desde luego, por la audacia que te confería tu experiencia que por mi propia iniciativa.

Desde aquella noche de languidez adolescente y sensualidad tropical, no sólo no decayó mi sentimiento de amistad hacia ti, sino que aumentó mi amor por ti, a pesar de entender perfectamente su imposibilidad.

Tú, sin embargo, -siempre valiéndote de la música- me reprochabas mi insistencia que bordeaba el masoquismo. Había intencionalidad, pero no podías ocultar el esfuerzo que para ti representaba cantar con inusitada frecuencia la canción de la película "Guaglione" que, con otras, habíamos aprendido de un cancionero popular y cuya 2ª letra decía:

No sigas más tus galanteos callejeros;

No sufras más, porque te arruinas la salud,

Mejor será que vayas con tus compañeros

Para reír y disfrutar la juventud.

Tú no sabías y yo tampoco que mis compañeros nunca más volverían a serlo.

El último domingo, antes de partir para Madrid, pues, por si tenía poco con lo tuyo, también había de hacer frente a un traslado de colegio, tu madre me invitó a comer. Tú le habías explicado mi promesa de estudiar guitarra. Y, cuando después del café, tomamos una copa y nos hacíamos, con real sinceridad y aparente alegría, objeto recíproco de nuestros mejores deseos, me propuse (y conseguí) no oír tu voz en los tres o cuatro días que me quedaban. Y es que, sin poder hacer nada por evitarlo, acudía a mi mente, de manera obsesiva, la frase de una melodía mexicana que también habíamos aprendido juntos en aquel malhadado cancionero: "Era el último brindis de un bohemio por una reina".

 

Muchas gracias, amigo del alma, compañero.

 

 

 

 
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