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  Ferrocaminos o el Billete del Chico de la Piedra (Fermín J. Tamayo Pozueta)
 

 

 

FERROCAMINOS

O

EL BILLETE DEL CHICO DE LA PIEDRA

F

ermín J. Tamayo Pozueta

--!Toc-toc, clis-clás! ¿Hay alguien ahí adentro? -pregunta el revisor tras golpear la puerta y sacudir el picaporte del retrete, a poco de salir de la estación de Vitoria-Gasteitza el tren expreso procedente de Irún y con destino en tierras galicianas.

--Si, un momento -responde desde dentro el ocupante, el chico de la piedra, que limpiaba su herida en el lavabo, una herida reciente en la espinilla, causada por haber subido a bordo por donde no debía.

Sale por fin el chico de la piedra del estrecho escusado a cuya puerta aguarda el revisor pacientemente, billete-por-favor. Aquél muestra su herida en la antepierna, a modo de excusatio non petita, mas no sin haber antes extendido (y no como recurso admonitorio de árbitro futbolístico) la tarjeta amarilla al pica-pica.

--¿Entonces usted va... hasta Redondela?

--Allí trasbordo haré para Santiago.

--¿Qué es lo que le ha pasado en esa pierna?

--Al subir aquí ha sido: he resbalado y ¡zas!, trastazo en toda la espinilla contra el maldito borde del estribo; pero tranquilidad, sin importancia...

--Si tiene algún problema, usted me avisa, que ahí tengo el botiquín para lo que haga falta.

El chico de la piedra da las gracias a aquel interventor tan bien dispuesto, aunque un tanto molesto ante la idea de recurrir al medical auxilio: ¡él, tan sano, tan fuerte, tan robusto, tan arrijasotzaille, tan atlético!...

Entretanto el convoy llega a Miranda, nudo gordiano duro de cortar (hasta para Alexánder Macedonio) si a los trenes les da por congregarse, cual romeros en una plaza pública, bien para saludarse o despedirse, bien para uncirse en ulterior carrera. !Miranda de Ebro! ¿Es que hay otras Mirandas? En Navarra, sin más: Miranda de Arga. Debe de ser feúcho este poblacho. Mejor; no cabe así la tentación de bajarse del tren a dar un voltio y conocer sus calles y rincones a cuenta de la pródiga parada. Así es que... de miranda y a esperar...

La herida de la pierna sólo duele si uno se acuerda de ella; si no, nada. Pese a tal, el viajero no es capaz de conciliar un sueño matatiempos, como lo consiguiera en su momento el gran experto en sueños estelares Gustavo Adolfo Domínguez Bastida a su paso por esta encrucijada, con motivo de la inauguración de la línea total Madrid-Irún, veinte de agosto del 64, cuando nació Unamuno, más o menos.

La espera indefinida da lugar al ocioso pensar sin pensar nada con los ojos cerrados, toda vez que el entorno carece de aliciente para pasear la vista en derredor; y por la mente en blanco del viajero van pululando imágenes absurdas, entre el dadaísmo y el surrealismo. Miranda, Mirandilla, Mirándola, Mirandolina, Pico della Mirandola. Miranda Podadera, con sus arduas y abstrusas mnemotecnias ortográficas, reglas con verbigracias de excepciones, verborragias mostrencas y pueriles a base de arrimar sílaba a sílaba: "triturnusucuca versial urtutito, raritre gulo ruso, la carta rosa te trace, a-e-i-o-u con hache. Díjole en clase con mofa..." y lo que sigue. Miranda, la familia venezólica que descolló en labrar la independencia de su país caribeoculebrónico. Y luego aquel don Diego de Miranda, que invita a su morada a don Quijote, que alaba a don Lorenzo, que ha compuesto el célebre soneto que comienza: "El muro rompe la doncella hermosa"... También está la casa de Miranda en Burgos, monumento nacional, estilo del mejor Renacimiento... Miranda, que para unos significa una especie de planta, y para otros mirador elevado con vasta superficie ante la vista. O Miranda, el satélite de Urano, descubierto por Kuiper el mismo año en que ha nacido el chico de la piedra. Miranda, Mirandilla, Mirandona, o "Los ferrones de Mirandaola", del fraile capuchino de Lecároz. O la gentil Miranda, hija de Próspero. "Sal mirandillo arandandillo, sal mirandillo arandandá, cabo de guardia alerta está".

Cuando un tren se detiene largamente -al menos en la hispana piel de toro-, conviértese en común confesionario donde las buenas gentes desembuchan su vida y sus milagros -gruesos, magros-, exentos del fantasma del pecado. Una viuda de luto y repolluda, dando gusto y solaz al auditorio, referirá con pelos y señales la enfermedad mortal con desenlace de su difunto esposo-que-esté-en-gloria, con una parsimonia y tempo lento de tal envergadura que parece que el finado no acabe de finar (de suerte que recuerda, avant la lettre, la crónica del óbito anunciado de cierta narración garcimarqueña, con su tiempo vibrátil de vaivén entre acercarse al ápice y, de pronto, alejarse hacia atrás o hacia adelante).

Una joven del Bierzo, mecanógrafa, refiere amargamente que en Tolosa, adonde fue a vivir con una hermana casada con un vasco de verdad, la han echado del tajo solamente por haber patinado en una letra, al escribir "Muñoz" y no "Muñoa" en las señas de un sobre de negocios; pero eso sí, con tan mala fortuna que su destinatario era un buen cliente, prócer y distinguido, de su empresa, más abertzale que Sabino Arana y más euskoeuskaldún que Iparraguirre. Y como armara la de Dios es Cristo al ver vilipendiado su apellido, no encontró el director mejor salida para acallar las furias del Muñoa que despedir a la ponferradina. ¿Es que no ha recurrido la muchacha a la Magistratura de Trabajo? Por supuesto que sí, pero el mal trago no se lo quita nadie, y luego el juicio saldrá cuando Dios quiera como pronto, y la sentencia a ver cómo se tercia...

Parte por fin el tren articulado de múltiples vagones agrupados en dos composiciones procedentes una de Irún y la otra de Bilbao, con rumbo a la comarca burebana, por Bujedo (¿lugar pródigo en bojes?), más el desfiladero de Pancorbo. En llegando a Briviesca, se comprueba que nadie vende almendras como antaño (¡cómo cambian los tiempos, hay que ver!). El chico de la piedra no es de piedra y, como cada quisque, tiene también su buen corazoncito dentro de su coraza pectoral. Por eso compadece en sus adentros a la joven bercianodactilógrafa, despedida del tajo injustamente tal vez por culpa de una tecla chunga, que regresa a su tierra en pos de alivio, a la espera del juicio esperanzado que resuelva su caso laboral. Pero también entiende al tal Muñoa: debe de resultar harto enojoso que le envilezcan a uno el apellido, si es de noble prosapia sobre todo. ¿No la emprendió una vez a bastonazos en cierta notaría aquel Pozueta, amigo de su abuelo Celestino, porque en el protocolo le pusieron "Pozuelo", ¡so maquetos de la porra!?

En un compartimiento paredaño a aquel que aloja al chico de la piedra, aparece una voz grave y pausada, propia de un erudito cicerone, que más pintara en un museo artístico que en un departamento de segunda. El chico de la piedra no le ha oído (o no se ha percatado hasta el momento) disertar al anónimo viajero, un anciano de aspecto venerable, blanca la cabellera y la mirada posada en un beatífico infinito. Le acompaña, cuidándole solícita, una hermanita de la caridad, hija suya a juzgar por la manera como le habla tratándole de "padre". A la monja es difícil calcularle la edad, que acaso ronde la treintena, o bien la sobrepase, pues su aspecto es de una adolescencia prorrogada indefinidamente bajo el signo de un aura virginal en cuyo seno se alisara su piel perpetuamente y se endulzase el timbre de su voz con nasalizaciones de doncella maceradas en cánticos claustrales.

El chico de la piedra enfila el oído hacia la puerta del compartimiento de donde sale la disertación, curioso por saber de qué se trata, medio disimulando su interés. Mas la sor está al quite y lo detecta:

--Si desea escuchar aquí a mi padre, hay sitio libre dentro, caballero.

Al chico de la piedra le emociona el tono fraternal de la monjita y su tierna mirada, acaso triste, pero de una tristura relajante. No sabría por qué, pero la "hermana" le recuerda de cerca a su tía Águeda, que si no entró en el claustro, de seguro no ha sido por faltarle vocación, sino porque se ha creído en el deber de ejercer en el siglo su monjío ayudando a los suyos abnegada desde su voluntario celibato... El chico de la piedra da las gracias y toma asiento en el lugar vacante.

El anciano desgrana en su discurso una sarta de datos relativos a los lugares cuyas estaciones permite ver el tren en su trayecto. Pancorbo: aquí, según la tradición, los ángeles del cielo enviaban un cuervo cada día, con un pan en el pico (de ahí pancorvo), como sustento para los cristianos apresados por mano sarracena. Según Esteban Garibay, entre otros, en el desfiladero de Pancorbo fue donde don Rodrigo desfloró a Florinda, la Cava malhadada, hija del ceutí conde don Julián, lo que costó la pérdida de España a hierro del infiel por varios siglos (un caso más de bélica contienda, como la de entre aqueos y troyanos, por culpa del venéreo despendole). Pero si la raptó allende el estrecho, por la columna hercúlea de Abila, tampoco anduvo parco en continencia el último rey godo si hubo de recorrer doscientas leguas con su prenda adorada antes de consumar lo inevitable -pensaba para sí nuestro viajero que escuchaba al anciano venerable con atención distraída y somnolienta-. Si el convoy no marchase tan deprisa, cuando menos podría divisarse la fachada de dos bellas parroquias: la una, Santiago, románica de transición; la otra, San Nicolás, renacentista, de esculturas polícromas poblada, bien que éstas no podrían contemplarse a menos que el viajero se apease.

Briviesca, capital de la Bureba e importante partido judicial, tiene un origen de época remota ,ya que formaba parte in illo tempore del territorio de los autrigones, que al parecer hablaban en vascuence, y eso sin academias ni ikastolas. Antonio de Nebrija dice haberse llamado Vruesca; Garibay habla de Viruesta y Virdubesca. Se la reconquistó a los sarracenos el yerno de Pelayo, Alfonsoprimo; tuvo la villa dueño alternativo a Castilla y Navarra, hasta que Alfonsoctavo, el de las Navas, la incorporó por fin a su corona, si bien la cedería en usufructo al señor de Vizcaya, López de Haro. En unas cortes de esta población, celebradas el año del Señor de mil y trecientos y ochenta y siete (siendo rey de Castilla Juamprimero), nace el título Príncipe de Asturias en favor del sucesor al trono castellano (después, a la corona española), que en aquella sazón recaería en el futuro rey Enriquetercio, alias el Rey Doliente, desposado con Cathy de Lancáster. ¿Qué decir de su iglesia colegial, cuya capilla gótica y retablo son de notabilísima belleza, si no nos es posible visitarla como no abandonemos el convoy? Cabe decir lo mismo exactamente del convento habitado por clarisas, y más aún del un poco apartado, aunque cercano monasterio de Santa Casilda.

Aquí el anciano cuenta emocionado cómo la profesión de esa su hija que le acompaña débese al cumplimiento agradecido que ésta hiciera a la santa milagrosa si sanaba su hermano, oficial del ejército español, de cierta enfermedad de la que los doctores le habían desahuciado. En un muro del atrio de la iglesia, entre un sinfín de ex votos, figura el de su hijo militar, junto con su leyenda consiguiente. Y como pleito homenaje a la excelsa benefactora, el anciano evoca a aquella hermosa joven sarracena de la oncena centuria de nuestra era, hija del rey tolédico Al-Ma'mún (antes, por tanto, de que Alfonso-sexto reconquistase el regnum toletanum en el año de gracia de mil y ochenta y cinco), quien, convertida ya a la fe de Cristo, huye de su boato palaciego para recluirse como eremita en vida de oración y penitencia por aquellas solanas parameras, tras ser curada de sus llagas en las aguas monacales de San Vicente de Briviesca. Su nombre en realidad era Casida (modificado luego en castellano), palabra que designa en lengua arábiga un tipo peculiar de poema lírico, imitado en el siglo que corremos por nuestro insigne vate Garcilorca. Pródiga y rica es la iconografía de aquella santa muerta centenaria, a la que, entre otros muchos, Zurbarán le consagrara un cuadro que hoy conserva el Museo del Prado. Generalmente se la representa ataviada de ricas vestiduras, de cuya halda brotan las florecillas en que se han convertido los mendrugos con que su caridad inmarcesible proveía al sustento de los pobres.

La estación de Briviesca es una sombra de lo que otrora fue probablemente, de lo que el propio chico de la piedra recuerda de aquel viaje a Compostela, casi veinte años antes, con su tía, en peregrinación para impetrar al excelso patrón de las Españas, del que es su tía férvida devota, la gracia de aliviarle una dolencia. En Briviesca se sube un matrimonio entrado en cierta edad, con timidez de intruso que vacila entre si será o no ese coche el suyo, portando su valija cada cual, pero pisando bien en el estribo, y no como él, atleta atolondrado, que por poco se mella la espinilla. La herida le molesta un poquitín ahora que la recuerda; si no nada.

Pasadas cuatro leguas más o menos, viene Quintanapalla, sin parada; sólo aquellos correos mortecinos, monótono y continuo traca-traca, duros y estriados bancos de madera pulida por sufridas posaderas, en la extinguida clase de tercera, la efectuaban en épocas pasadas... Tres túneles han sido recorridos, los cuales constituyen el lugar conocido con el nombre de La Brújula; el tercero, con una longitud superior al kilómetro, atraviesa la línea divisoria de las cuencas del Íbero y del Durio.

Aquí donde la veis, Quintanapalla es el lugar en cuya ilustre iglesia celebróse el egregio matrimonio entre Carlos II, el Hechizado, y la gala Marisa de Orleáns, que vería frustrada su ilusión de dar un heredero al trono hispano, por falta de simiente fecundante del cónyuge impotente y desvalido, quien, según testimonios de su tiempo, las tumbas del panteón escurialense despertábanle el lúbrico apetito, lo que él satisfacía, si era el caso, con lastimosa ejaculatio praecox. Lo mismo que Mariana de Neoburgo, su segunda mujer, al cabo viuda, la reina parisién fallecería sin dar al trono el fruto sucesorio. Corrió en lenguas el pícaro epigrama que la zumbona musa popular colgó a la mayestática consorte: Parid, linda flor de lis, - que en aflicción tan extraña, - si parís, parís a España; - si no parís, a París.

En Burgos-la-ciudad, por Arlanzón bañada en su cintura antes de desaguar en el Pisuerga, y en la que el tren apenas se detiene, asoma inevitable la catedral de Enrique y don Mauricio, con sus góticas torres como lanzas saludando al pasado punta en alto. El chico de la piedra, un estudiante próximo a terminar Arquitectura, cae en la cuenta de que, allá en su tierra, escasean los monstruos de ese tipo. ¡Bah, maldita la falta que les hacen! (que diría la zorra de la fábula). No son al fin y al cabo sino estorbos bien costosos de mantener en pie. También ellos poseen catedrales: El Buen Pastor, Lemóniz, la Andre Mari de Aránzazu, que mereció el escándalo de Roma por sus soberbias y patéticas figuras labradas por Oteiza... Y si a los monumentos se añadiesen los restaurantes multitenedoriles, mal año para Burgos, Compostela, León, Toledo, Córdoba o Sevilla.

En Burgos se han apeado la monjita y su padre, el anciano venerable. Van a asistir entrambos a la boda de la nieta mayor del buen señor, que es sobrina, por ende, de la sor. Los dos se han despedido muy corteses del chico de la piedra, a quien han deseado un buen viaje, y éste les ha expresado su deseo de que lo pasen bien y buena suerte para los contrayentes -muchas gracias-. En los quince kilómetros que median entre Quintanapalla y la ciudad, la hermanita y el chico de la piedra han entablado mutuas confidencias, cual si un soplo magnético de afecto acoplara sus almas al momento. El joven le ha contado, por ejemplo, el motivo que le lleva a Compostela, y su interlocutora le ha mirado con generosa luz de bendiciones. Por su parte, la monja le ha contado, sotto voce, al estilo de un secreto que dos enamorados se confiasen, que su padre no está bien de la cabeza a sus cerca de ochenta calendarios, si bien ha sido un hombre de talento y dotado de sólida cultura, de la que aún le adornan buenas muestras. Ha sido profesor en otros tiempos de la academia militar de Zaragoza; pero ha querido Dios, desde hace un tiempo y antes de llevárselo consigo, dar esa cruz, más que a él, a su familia. Ella le ha recogido en Mondragón, en cuyo sanatorio está atendido por los hermanos de San Juan de Dios. Se ha comprobado que le prueba bien hacer un viaje en tren de vez en cuando, permitiéndose hablar cuanto le cuadre, lo que no choca mucho entre la gente, porque como es tan culto, trata siempre de asuntos que concitan la atención, más entre los viajeros de segunda, personas normalmente más sencillas, que entre los de primera. La hermanita le ha indicado a su reciente amigo la dirección, en Burgos, donde tiene su casa la Congregación de Santa Luisa de Marillac, y le ha invitado a visitarla, y que si tiene a bien aportar un donativo, ellas le tendrán presente en sus oraciones. El chico de la piedra ha creído ver, detrás de tal esguince financiero, un destello de amor enmascarado tras la careta de lo crematístico, como si el alma pudorosa y tímida precisara valerse de un disfraz prosaico y material para expresarse.

Las buenas gentes sacan sus vituallas saludando con pasos de merienda la caída serena del crepúsculo en dulce y tibia tarde septembrina. ¿Usté gusta?... No, gracias, que aproveche.... Al chico de la piedra no le va comer "sobre la marcha"; es cuestión de principio y de costumbre. Puede que en Compostela se desquite con una papadela a su sabor, ya sea en Don Gaiferos o en otro comedero de las rúas, o bien sea, con un poco de suerte, en el mismo palacio arzobispal con Monseñor Eguía Bengoechea. Pero entre tanto, el joven podrá tirar sin ingerir bocado. Se acuerda de la herida de la pierna, y le escuece un poquito, pero poco. Entre Burgos y Baños (¿Villodrigo, Quintana, Torquemada...?), pasa, segunda vez, el revisor. El oficioso empleado se interesa por ¿cómo va esa pierna, caballero?

--La cosa era la sangre mayormente, pero ya se ha parado y sin problemas; si me toco me duele, si no nada. Lo mejor es ni caso y tira millas...

No queda muy conforme el pica-pica con la actitud esquiva del viajero:

--Sí, pero lo peor es que puede infectársele la herida. A ver cómo la tiene... Mire, casi mejor, se venga usted conmigo un momentito.

El revisor y el chico de la piedra quédanse mano a mano en un departamento solitario. Se remanga la pierna el vulnerado y libera su herida del pañuelo que la abrazaba a guisa de mordaza. Con esmero y primor, el ferroviario le aplica un poquitín de microbina, y así no se le infecta, ¿se da cuenta?; luego se la recubre con una fina gasa que sujeta con un esparadrapo.

--¿Cómo es que se ha montado así en el tren?

--¿Qué, pues? -pregunta el joven extrañado.

--Lo que se debe hacer en estos casos es quedarse tranquilo en la estación para que se le atienda en condiciones... ¿Cómo que luego qué? Pues muy sencillo: con coger otro tren, todo arreglado.

--Bien, pero yo a Santiago necesito llegar mañana mismo al mediodía; y si cojo otro tren, no llego a tiempo.

El revisor contempla interrogante al joven de la pierna lastimada. ¿Cómo así tanta prisa? El chico de la piedra va a Santiago a visitar a Monseñor Eguía, con quien tiene una audiencia concedida mañana en el palacio arzobispal a la una y media en punto de la tarde. No está para contarle al revisor qué negocio le lleva a Compostela, y menos él, que por su motu proprio no visita esos sitios a no ser por su interés artístico. Pero lo hace esta vez por su tía Águeda, devota y fan de Monseñor Eguía, a quien conoce desde que eran niños, porque son una y otro del Goyerri, como el célebre Iztueta (el folklorista que describió las danzas de Guipúzcoa). Y ahora que su tía Águeda está grave, le ha encomendado encarecidamente que vaya de su parte a visitarle para que le bendiga una medalla con la cual prepararse a bien morir si Dios fuere servido de llevársela. Y aunque sabe muy bien que "nuestro Patxi" hasta perder y todo ha hecho el pobre la devoción de antes, muy bien sabe también que es la persona a quien puede confiar tal embajada por ser chinchu y formal como ninguno... Pero es éste un asunto reservado, que no confesará al interventor por más que, con afanes de Esculapio, le haya el hombre aplicado microbina y vendado la herida con esmero de eficaz y solícito enfermero.

--No sé si sabe usted -añade el complaciente ferroviario, despensa de benéficas ofertas-, que le asiste el derecho a reclamar una indemnización a nuestra Compañía por haberse usted accidentado en sus servicios.

--No merece la pena tanto lío. Porque además, ¿indemnizar de qué? Todavía si fuese algo más gordo, no digo; pero así...; ¡si esto no es nada!, y encima, usted acaba de curarme.

Al revisor no se le cuece el pan con que ese pasajero cabezota no se avenga a aceptar su ofrecimiento. Porque un interventor no sólo está para picar y controlar billetes, con todo lo que piensen de nosotros, sino también para velar con celo por la comodidad de los viajeros... Pero así y todo, el joven continúa renunciando a cualquier reclamación, porque -según declara- la culpa ha sido suya por cruzar las vías por la parte superior, en vez de ir por el paso subterráneo, para subir más rápido al vagón, teniendo que alcanzar la plataforma por su puerta más alta y peligrosa...

Hace un último intento el revisor por convencer al terco pasajero:

--Déjeme un momentito su billete...

Se lo entrega más bien por cortesía y en plan de para-ti-la-perra-gorda, aunque sin comprender ni por asomo qué pinta su billete en ese baile.

--Mire, aquí mismo tengo un formulario que nos puede servir perfectamente. Con que lo rellenemos con sus datos, no hay que hacer nada más, salvo firmarlo...

Con su mejor retórica euskohispánica y todo un arsenal gesticulante, el chico de la piedra da las gracias, por su amabilidad y sus molestias, al solícito empleado ferroviario. No tiene por qué darlas, pa' eso estamos... Pero que no y que no, que no hay más cáscaras, que a cada cual lo suyo; pues reclamar una indemnización por una simple herida en la antepierna, venía a ser como pedir un premio por haber cometido una imprudencia, y eso no estaba bien. Gracias a Dios no había sido nada, y así para otra vez escarmentaba...

Se marcha el revisor -Como usted quiera-, mas con la frustración tras sus talones.

Anochecer con vistas al oscuro. Estación de Venta de Baños: tren expreso rápido, procedente de Irún y de Bilbao y con destinos Vigo y La Coruña, que se halla estacionado en vía primera, andén principal, efectuará una parada aproximada de... Diez minutos, han dicho, pero será algo más; eso seguro. Por eso mismo el chico de la piedra bajará a la cantina a echar un trago y despacharse algún que otro bocado. ¡Oh modestas cantinas de estación! ¿Qué Nerudas amantes de lo humilde cantarán vuestra abúlica pobreza? El chico de la piedra contempla la tristeza solitaria de las vacías mesas de madera, libres por el momento del flagelo del dominó o los naipes, ¡las cuarenta!, con moje de tintorro o de cerveza... Remembra con nostálgico recuerdo cómo, hace muchos años, recaló en la misma cantina, niño aún, yendo a Santiago en peregrinación y acompañando a la tía Agueda, pues era él su sobrino predilecto y ella una gran devota del Apóstol. Bien que recuerda aquella fría noche cuando, al dejar el tren Irún-Madrid, se esperaba al expreso de Galicia, ese expreso que el cazador Lorenzo oyera tantas noches desde el lecho, como nos lo refiere en su Diario. El humo de cigarros encendidos, las vaharadas de café pucherero y las emanaciones humanales de aquella concurrencia parroquiana, en compás de trasbordo congregada, formaban el calor que daba abrigo tanto a la tía Agueda como al sobrino Patxi. Aunque ahora que recuerda..., no, no era en la cantina: era en la fonda. ¡Cómo iba a entrar su tía en la cantina, con la de personal de mala facha que habría por aquí en aquel entonces! Era en la fonda, sí; todavía recuerda aquella larga mesa de madera con asientos corridos, en medio de la cual tía y sobrino cenaron frugalmente. Y recuerda también a aquel buen hombre que se les acercó tan educado y que les preguntó adónde viajaban. Y al enterarse que iban a Santiago con el fin de cumplir una promesa que al Apóstol hiciera la señora -bien envuelta en su negro terciopelo, blanca la tez, el cutis sin arrugas-, dio en desgranar su vida atribulada. Tenía a su señora muy enferma y la iban a operar de no-sé-qué al cabo de muy poco y no sabía cómo saldría de ésa. Había dado al mundo muchos hijos (¿cuántos les dijo: diez, doce, catorce?...), pero varios también habían muerto, y con cada hijo muerto se moría un pedazo importante de su vida. ¿Se imaginaban ellos el calvario que había soportado su señora, cuando, joven aún, tenía el pelo blanco? Mucho le impresionó al pequeño Patxi -levantador de piedras con el tiempo- el hombre aquel de ojos enrojecidos, voz templada y afable, rostro de sufrimiento resignado... ¿Qué habrá sido de aquella buena gente?, el chico de la piedra se pregunta mientras de nuevo se dirige a bordo, que estará ya al partir el tren gallego. Lo que también recuerda es que aquel hombre sacó de su cartera un par de duros: dos pápiros oscuros y apaisados; pasándole una mano por la frente, con la otra le alargaba los billetes pidiéndole, por el amor de Dios, que, al pasar por la Virgen del Puente, rezase tres Avemarías y una Salve por la salud de su señora, quien profesaba especial devoción a la Virgen del Puente justamente. Así lo prometió, pero sin preguntarle al buen señor dónde estaba esa Virgen. Una vez en el tren, se lo preguntaría a la tía Agueda: Izeko, badakizu gizon orrek esan digun Birjiña ori nun dagoen? Pero tampoco ella lo sabía. Acaso preguntando al revisor... Pero el pequeño Patxi -con el tiempo un arrijasotzaille aficionado- dormiría un buen trecho, la cabeza apoyada en el halda de la tía, y no despertaría hasta después de pasar por la ermita de esa Virgen, según pudo enterarse a posteriori. Recuerda ahora también que, en aquella ocasión, sintió con amargura la traición que le había inferido a aquel pobre hombre por no rezar en su lugar debido las tres Avemarías y la Salve que, bajo donativo generoso, le había con fervor encomendado. Fue su primer impulso coger los dos billetes apaisados para arrojarlos por la ventanilla. Pero la tía Agueda: Zer egin bear dek or? -le interpeló-. Y al explicarle lo que pretendía, ella se santiguó como si viera al mismísimo diablo en cuerno vivo: Jaurti leiatildik dirua? Ene bada! Ik ez-tukak gauz' onik! Por supuesto tenía ella razón: ¿tirar la guita por la ventanilla? ¡Claro que no tenía cosa buena!, se dijo sacudiendo la modorra. ¿Se lo daría, pues, al primer pobre que viniese pidiendo por el tren? Ni hablar; porque los pobres el dinero no lo querían más que para vicios -contestóle la tía, muy prudente-; si era de destinar ese pecunio de la mejor manera que agradara a Dios Nuestro Señor, que lo echara al cepillo de la iglesia y, ante el santo sepulcro del Apóstol, que rezara además las oraciones que el hombre aquel le había encomendado... ¿Es que valía igual rezar allí las tres Avemarías y la Salve a la Virgen del Puente? ¡Claro que sí, mutil, qué cosas tienes!; porque Virgen no había más que una, y eso de andar a vueltas con la Virgen de aquí o del otro lado eran patrañas de gentes ignorantes... Sin embargo...

Con estas remembranzas y otras más, el chico de la piedra se adormila sobre el largo y tendido escay (o sky). Despertará una vez pasada Astorga (capital de la Maragatería, emporio del famoso chocolate y de las celebradas mantecadas, que hogaño nadie ya viene ofreciendo). En el departamento sólo quedan Mariantonia, la joven mecanógrafa, y una abuela, tocada de crespón, que se baja en la Rúa. En Ponferrada (capital del Bierzo, puente de hierro sobre el río Sil, nudo de peregrinos a Santiago), arden aún los rescoldos de las fiestas patronales: la Virgen de la Encina. Se baja en Ponferrada Mariantonia -unos bonitos ojos de tristeza, que algo recuerdan a los de la sor que se ha apeado en Burgos con su padre-, y el chico de la piedra -muy amable- la ayuda a acarrear el equipaje.

--¿Te acompaño a salir de la estación?

--No, gracias, no es preciso. Me creo que me salen a esperar. Que lleve usted buen viaje.

--Muchas gracias; y tú que tengas suerte con lo tuyo.

El tren vuelve a su marcha. De repente, el chico de la piedra da en la cuenta de que no le han devuelto su billete. Bueno, pues cuando vuelva el revisor, no hará falta enseñárselo de nuevo.

Nombrando al ruin de Roma, henos aquí que asoma por la angosta portezuela, al par que da la luz y buenas noches, un hombre envuelto en paño ferroviario. El chico de la piedra se queda de ídem ante la aparición que, desde su renfíneo uniforme, le pide su billete, por favor.

--¿Billete mío? Al otro revisor tendrá usted que pedirle, que él lo tiene -remango de pernil por la rodilla para mostrar la venda de la herida; explicación un tanto aturullada de cómo le ha entregado su billete al otro interventor, cerca de Baños, a solicitud de éste, con el fin... de luego patatín y patatán...

--El revisor al que usted se refiere, se ha bajado en León. ¿Dónde va usted?

--Voy hasta Redondela en este tren y allí cojo el que va para Santiago.

--No, si, por mí..., no existe inconveniente; admito lo que acaba de contarme. Pero eso sí, le advierto que en Monforte sube otro interventor a esta composición que va p'a Vigo; yo continúo en la que va a Coruña.

El viajero le da al controlador las gracias por su amable comprensión. Si son así de fáciles las cosas, no hay por qué preocuparse demasiado: ya le toreará al tercer empleado como mejor resulte.

Han llegado también (que todo llega) a Monforte de Lemos, rancia villa condal donde las haya, que cabe el río Cabe está asentada, punto en que coruñeses y vigueses estiman que hora es ya de separarse y vaya cada cual por su espigón hasta arribar a casa. Mientras el tren opera su maniobra, el chico de la piedra le dedica un recuerdo de afecto conservado a aquel su profesor de biología en sus estudios preuniversitarios, que era precisamente de Monforte, por nombre José Taboa Salvador, un recamado sabio enciclopédico de los llamados "de antes de la guerra", quien le enseñara, entre otras muchas cosas, la geografía de Lugo y su provincia. Según don José Taboa, el nudo ferroviario de Monforte se había inaugurado justo un año antes de que naciera Alfonsotrece. Gracias a don José, había conocido a Jorge Oteiza, vasco bronco y genial, de quien le interesaron sus ideas sobre el utz, o espacio vacío. Según el viejo Oteiza, ¿no existía una contradicción entre el levantamiento de un pedrusco y el genuino arte vasco? Si el crómlech neolítico era la forma con que el alma vasca expresaba la idea del vacío, espacio como puro continente, un espacio sin tiémpo, impresionista, ¿qué sentido tenía, en este aspecto, la piedra maciza, un espacio relleno, expresionista; la piedra levantada a pie de esfuerzo, un espacio hecho tiempo? Tal vez, debido a tales presupuestos, pronto abandonaría el pasajero el sisífeo deporte de elevar a la recia montaña de sus hombros, para arrojar al suelo nuevamente, la chinita de casi diez arrobas del Colegio Mayor donde estudiaba, por lo que sus colegas le llamaban el chico de la piedra (de igual modo que había renunciado a superar los ciento veinticinco kilogramos que el tío Isidro levantaba en casa).

Con estas y otras elucubraciones, nuestro viajero quédase dormido. Sueña con la tía Águeda, quien le visita en sueños con frecuencia, con más frecuencia incluso que la amatxo. Soñar con la tía Águeda conlleva revivir sus andanzas infantiles, y luego un apacible despertar. Además, en los sueños la tía Águeda siempre aparece sana y vigorosa, sin achaque ninguno. ¿Será que el sueño, más que anticipar el porvenir, halaga los deseos? ¿Será que cuando sueña con la tía, ésta sueña también con su sobrino Patxi, que es su sobrino preferido? No es tampoco cuestión de preguntárselo; mejor dejar la incógnita en suspenso.

Despierta y no recuerda con certeza qué acaba de soñar exactamente; tan sólo la presencia de la itzeko permanece inmutable ante su mente (con su porte de moza recatada en prorrogada edad indefinida, con la afable expresión de su semblante, su clara tez, el pelo recogido, su pelo liso de color canela, a juego con el tono de un trigal de los muchos que ha visto por Navarra), por la que en apacible duermevela van desfilando imágenes diversas, a guisa de conjuro esperanzado que aparte el mal y la salud devuelva.

Tía y sobrino se llevan en años la edad que éste tiene, que son veintisiete; uno más, mejor dicho. La tía ha nacido dos años más tarde que su coterraño y amigo de infancia, Monseñor Eguía, a quien, si de niña veía con ojos de frágil doncella frente a un caballero, de moza y adulta lo veneraría como a ser dotado de aura carismática. Que no osara nadie proferir palabra que tocara a su ídolo, si no era encomiástica. El sobrino Pachi sabía muy bien que el solo motivo por el que su tía podía enfadársele dura y seriamente era contrariarla en ese terreno.

En lo que se le alcanza, la tía Águeda ha sido para él, por una parte, estímulo de hombrada y travesura cuando él, haciendo alguna de las suyas, le arrancaba un enfado exclamativo, con sus Ene bada, demoniu ori!; pero por otra parte suponía la advertencia sensata, que ella le formulaba en tono suave y empleando el castellano, de manera que él podía aceptarla sin sentir menoscabo en su orgullo masculino. La tía amonestábale en vascuence, y en su forzado enfado traslucía un arraigado afecto y una indisimulable admiración, con lo cual su eficacia se esfumaba por el momento, aunque él tomaba nota y a la postre obraría en consecuencia.

Si la tía era el dechado de la norma, por otra parte fácil de burlar, el tío Isidro era el compañero al que jamás se debe defraudar porque él también le guarda lealtad y le ofrece confianza a toda prueba. El tío Isidro y él han sido cómplices de alguna trastadilla al alimón; a veces le ha llevado a la taberna y han compartido el tinto y el tabaco cuando él tenía doce o trece años -¡cuidado no se entere tu tía Águeda, que nos zurra a los dos-, y esa advertencia sella el secreto al implicarles a ambos. Alguna que otra vez iban de caza, sobre todo a Navarra, a la Ribera, y el tío Isidro, todo complaciente, le dejaba tirar con la escopeta, y aun cuando no abatiese pieza alguna, luego, al volver a casa, el tío Isidro le atribuía ante su hermana la Águeda un trofeo de liebre, de conejo, de perdiz u otra presa voladora. Y la tía esbozaba una sonrisa, porque un sexto sentido le indicaba si alguien decía la verdad o no; pero daba a entender a su sobrino que se tragaba a gusto aquella píldora: ¡menudo cazador que estás saliendo!

Recuerda a don Martín, el cura párroco de Baliarráin (pegando a Legorreta), que era un empedernido cazador, amigo de su tío, por lo tanto; y aunque estaba como una regadera y tenía los ojos muy saltones (por hipertiroidismo al parecer), se entendía con él la mar de bien, y era muy cariñoso con el chico, un poco así a lo bruto, pero majo; y era un tío muy culto, que leía todo lo que caía entre sus manos, y a él, rapaz y todo, le ilustraba, porque le hablaba en plan de igual a igual. Don Martín Sagastume Lizarrausti es natural de Amézqueta, lo mismo que el popular y shélebre Pernando, florilegio de chanza y chascarrillo, al que Baroja inserta en Zalacáin). No era que don Martín, como persona, no le cayese bien a la tía Águeda, pero ella lo miraba con reservas al estimar que, como sacerdote, no encarnaba una imagen ejemplar, porque iba hecho una facha, sin cuidar lo mínimo el aseo en su persona: con los pelos revueltos, la sotana llena de lamparones, y los pies arrastrando en astrosas alpargatas. Con razón -según ella- el obispado le había destinado a don Martín -con todo y su magnífico expediente, cuando seminarista, en lo académico- a aldeas y lugares apartados, donde hubiese boronos solamente. Porque menudo ejemplo que iba a dar, entre gente medianamente fina, un cura tan fardel y desastrado, buena conducta sí, nada de escándalos, y hasta caritativo con los pobres. Pero no eran bastante esas virtudes: también la pinta había que cuidar. La pobreza evangélica no obstaba para cuidar la higiene y el aliño; porque a Nuestro Señor no le gustaba llevar zarrapastrosos a su lado...

El tío Isidro ha sido algunos años jefe de la estación de Cegama-Otzaurte, un andén encofrado entre dos túneles, de los catorce que hay en breve espacio. Era cuando él cursaba en los maristas de Aldapeta el bachiller elemental. La estación se encontraba tan distante del hogar familiar que el tío Isidro amdaba fuera casi todo el día, y algunas veces pernoctaba allí, en la casita de la Compañía. Entonces sólo el día de descanso y en vacaciones (que eran en verano) podían salir juntos de garbeo. Una de sus conquistas que recuerda como más halagüeñas siendo chico, fue cuando le confiaron visitar en su propio trabajo al tío Isidro, a lomos de su dócil bicicleta, llevándole de paso la comida, que así la tomaría calentita, aunque había un buen trecho de distancia. Y entonces compartían las vituallas, así como el vinillo de la bota, y luego un cigarrillo liado a mano, picadura de Caldo de gallina, que sabía fetén y era fortísimo, que le hacía toser como un demonio, pero lo resistía heroicamente.

Mientras el tío Isidro vigilaba las idas y venidas de los trenes, él se daba unas vueltas por allí, a pie o en bicicleta; le encantaba llegarse hasta las aguas del Otzaurte, máxime desde el día en que su tío le explicó que las aguas del Otzaurte trazan la divisoria de la vertiente atlántica (a través del Urola, que desagua, al llegar a Zumaya, en el Cantábrico) y la mediterránea (a través del Alzania, que afluye en el Burunda, que desagua a su vez en el Larráun, tributario del Ega, que por fin deposita en el Ebro su caudal). Tal encabalgamiento hidrográfico (del que su profesor de Geografía seguramente no tendría idea, aunque no era cuestión de comprobarlo, no fuera que el señor se incomodase) encerraba para él un gran misterio y un atractivo que le subyugaba.

Luego le trasladaron a Beasáin al tío Isidro, ¡y vaya diferencia!; eso era casi trabajar en casa, y para la tía Águeda un alivio, porque el hombre comía en casa a diario; para el sobrino, en cambio, aquel destino tenía un interés mucho menor: industria y ajetreo comercial, un río cochambroso y poco más. Pero él a la sazón ya era mayor y alternaba más bien con su cuadrilla, o se iba al monte solo, de manera que ya no dependía del destino del tío Isidro para divertirse; no obstante, su amistad seguía firme, y se iban por la noche a la taberna a jugar la partida, echar un trago y fumarse de paso algún pitillo de los fuertes de Caldo de gallina, sin miedo a la censura de la tía, que aceptaba los hechos consumados y ya no amenazaba con decírselo a los padres en la próxima carta. Lo que le aconsejaba a su sobrino -y eso se lo decía en castellano como apropiado molde admonitorio- era moderación en la bebida, y más en el tabaco, pues si bien eran propias de hombres esas cosas, era fácil que el vicio se adueñara de uno hasta el punto de perjudicarlo. Que mirase a Fulano y a Mengano, tan fuertes cuando jóvenes y luego en qué habían parado los guixajos.

El tío Isidro era un solterón (un mutilzarra, dicho en tavernáculo), mientras que en su sentir la tía Águeda no era una neskazarra (solterona), o una birrocha (dicho en bilbotarra); ella estaba soltera, simplemente. Era su madre, de los tres hermanos, la única que se había desposado, y lo hizo con un hombre bien situado, aunque no muy bienquisto por el régimen al ser de una familia algo rojelia con miembros exiliados en América. El tío Isidro era muy reservado en lo que a intimidad se refería. Nunca habían hablado de mujeres, como si aquello no viniese a cuento, pues siempre había múltiples asuntos que ocupaban su comunicación. Recuerda que una vez, como al acaso, le contó la tía Águeda que el hombre, allá en su juventud, tuviera amores con una chica guapa de Tolosa, una chica formal al parecer, para casar y todo, pero luego, de repente, la neska le dejó y se escapó a París con un francés. Eso le marcó al pobre tanto tanto -decía contristada la tía Águeda-, que ya no tuvo ganas de empezar con otras chicas, y eso que tenía muchas que a gusto habrían aceptado a un hombre tan formal y buena facha. Eso se lo contaba la tía Águeda no como un cotilleo de comadre que violara un secreto de su tío contra la voluntad del implicado, sino como medida que evitara, una vez conocida la verdad, cualquier involuntaria indiscreción. El mismo tío Isidro, a buen seguro, aprobaría aquella confidencia salida de los labios de su hermana, por cuanto le libraba del mal trago de darla a conocer por boca propia.

El chico de la piedra guarda una gratitud hacia su tía porque ella siempre le ha sobreestimado y nunca le ha tratado como a un crío en sus conversaciones sobre todo; aunque eso sí, también cada vez que él hacía una trastada, de unos buenos azotes en el culo no le libraba nadie, cosa que al chico nunca le afrentaba, porque eran merecidos y sin saña, y le fortalecían su autoestima como mutil travieso. Y cuando algún compinche de aventuras le advertía con sorna nmaliciosa: ¡ojo con hacer eso!, que tu tía te va a calentar bien como se entere!, respondía altanero y desafiante: La tía Águeda sí, pero otro no...

Ella le ha dicho siempre la verdad sobre cualquier pregunta que le ha hecho; su propia madre, en cambio, ha recurrido más de una vez a la verdad a medias, o incluso a la mentira escrupulosa cuando estimaba que la verdad cruda era perjudicial en todo punto. Porque la tía, con su buen sentido, consideraba que desde el momento en que le preguntaba su sobrino por esto o por aquello, algo sabía; y si ella le ocultaba la verdad, él la averiguaría por terceros, más tarde o más temprano, pero fijo. Él, sin embargo, ha sido menos leal en ese punto con la tía Águeda, sobre todo de chico, cuando hacía alguna travesura sancionable. Pero ella le leía sus adentros, y no le era preciso el apretarle para que confesara la verdad; de modo que si al fin se la decía, pasado ya el peligro del castigo, ella le respondía indiferente: Bai, bai, ori banekien ('sí, sí, eso ya lo sabía'). La madre, en cambio, sí que le apretaba, porque era más nerviosa, más histérica; pero si él resistía aquel asedio manteniéndose a pie firme en sus trece, conseguía salirse con la suya, incluso que la madre le creyera.

De repente le viene a la memoria la monjita que se ha bajado en Burgos, hija atenta de un padre trastornado al que le sienta bien hacer un viaje en tren de vez en cuando y perorar en medio de un anónimo auditorio. Se ha producido cierta asociación entre la religiosa y la tía Águeda, quizá porque ésta tiene condiciones de una monja seglar y ejerce de ello. Acaso hubiera entrado en religión, lo mismo que su prima sor Teresa, de no ser porque hacía falta en casa para atender a sus ancianos padres, cuya achacosa edad lo requería; luego para atender al tío Isidro, que se estaba quedando mutilzarra y no tenía visos de casarse. Su condición de monja secular le inspira algunas veces a la amatxo -que es la hermana mediana de los tres- comentarios muy poco respetuosos al referirse a ella, por ejemplo, como a esa monja boba; en cambio, la tía Águeda jamás ha dicho nada malo de su hermana, no ya delante de él porque era su hijo, sino ante nadie, puesto que la tía no solamente admira sin reservas a la hermana, lo mismo que al hermano, sino que le profesa un tierno afecto, como hermana mayor, pese a haber sido, de entre las dos, la más sacrificada. Pero eso no le importa demasiado; el sobrino, por tanto, considera hecha de mejor pasta a la tía Águeda que a la madre; y así, cada vez que ésta ha hecho algún comentario despectivo referente a la hermana, él, el sobrino, ni siquiera ha intentado defenderla por no considerarlo necesario, ya que en su corazón la tía Águeda permanecía incólume y a salvo de toda habladuría maliciosa. Él se partiera el alma con cualquiera que mancillase el nombre de su tía; pero ¿para qué hacerlo con la amatxo, cuando es, en cuanto hermana, inofensiva? ¿No sería además entrar al trapo y ponerla celosa en todo caso?

Los ojos de la sor, con su mirada de candor virginal y un tanto triste, pero de una tristeza esperanzada acaso en un paraíso postrimero, han prendido en su joven corazón (tierno a pesar de su áspera coraza); y aunque tal vez no vuelvan a encontrarse (carece él de madera donjuanesca para raptar pupilas conventuales), pervivirá la "hermana" en su recuerdo. La hermana espiritual: ¡qué diferencia con la hermana biológica o carnal, tan rebelde y también tan txoriburu!, a quien más de una vez tentado estaba de arrearle unos azotes en el culo, como cuando era chica se los daba.

Su hermana Edurne está un tanto celosa porque es el preferido de la tía. La hermana apenas va por el Goyerri últimamente a ver a la tía Águeda, porque se ha vuelto progre y pijotera, y no sabe tratar con los aldeanos, mientras que Patxi sí, ¡vaya si sabe!, y la tía se siente orgullosísima de que el sobrino, siendo tan instruido, pueda lo mismo hablar con un arlote, con el señor obispo, o con el maishu. Ellas sólo se ven de uvas a peras, cuando la tía aporta por Gasteitza (lo que hace pocas veces y de paso), que es donde está afincada la familia desde que el padre ejerce su trabajo como aparejador municipal. Tía y sobrina no se entienden bien, y por nada se enzarzan en polémicas en las que nunca llegan a un acuerdo debido a sus posturas encontradas. Está muy preocupada la tía Águeda con la sobrina Edurne, porque dice que va por mal camino la mozuela y no acabará bien si no se enmienda. ¿Qué es eso, pues, de andar por ahí tan suelta, con gentes que no sabes quiénes son? El sobrino le sigue la corriente diciendo que la Edurne acabará siendo una pelandusca, si no lo es, alternando con tanto macarrilla que le pega al canuto y al canut. ¡Jesús, no digas eso; Dios nos libre!, clama escandalizada la tía Águeda, como si, por el hecho de decirlo, el maleficio fuese inevitable. La madre, aun cuando a solas con la chica le ha cantado a menudo las cuarenta, defiende a su hija en tales ocasiones, alegando que ya es mayor de edad con veinticuatro tacos ya cumplidos, que tiene terminados los estudios de periodismo y gana ya sus cuartos. Mas lo hace por llevarle la contraria a su hermana, que no por convicción.

La sobrina, a comienzos del verano, después de tanto tiempo, se ha pasado por el Goyerri a ver a la tía Águeda; pero lo ha hecho más por interés que por dar a la izeko una alegría, que estaba sola en casa, y la visita le ha causado gratísima sorpresa, porque quiere también a su sobrina: ¡vaya que si la quiere, cómo no! Venía algo flipada por las trazas (como lela, al decir de la tía Águeda), descuidado el vestir y oliendo raro. Se ha quedado a comer, aunque la chica no parecía estar por la labor; bastante inapetente parecía. Le ha pedido dinero. ¿Para qué?... Eso a ella no le importa; es cosa suya... ¡Qué va, sin importarle!; entonces ¿qué?: ¿dejar ella dinero sin saber qué se va a hacer con él? ¿Cuánto pedía?... Cuarenta mil, y sólo como préstamo; se lo devolvería en poco tiempo. ¡Cuarenta mil pesetas; otro tanto! ¿De dónde iba a sacar ese dinero?... ¡Toma, de dónde, pues: de la cartilla! ¡Vaya, mira qué lista! Si era así, se lo consultaría al tío Isidro, porque aunque estaba a nombre de los dos la cuenta, él ingresaba mayormente; pero ya hasta mañana no vendría, porque andaba de viaje aquellos días. La chica, al ver que se obstaculizaba lo que con tanta urgencia pretendía, ha empezado a ponerse muy nerviosa. ¿No era la tía lo bastante autónoma como para una simple transacción? ¿Le parecía bien vivir así, sin libertad ninguna, dependiendo de uno que ni siquiera es su marido? ¿Cómo se permitía aconsejarla a ella, que había ya corrido tanto, una pobre mujer como su tía, que jamás intimó con ningún hombre?

No se imagina la rebelde Edurne (que moteja a su hermano de burgués y de acomodaticio con las cosas más requeteobsoletas y retrógradas) de lo que la tía Águeda es capaz, tan frágil y apocada en apariencia. Con digna indignación de dama airada por ultraje inferido a su persona, al punto se levanta de la mesa y, asomando en el rostro una expresión de diosa antigua en trance justiciero, agarra a la sobrina por un brazo y, como pluma al viento, la levanta con energía en ella inusitada. La mira frente a frente y el silencio preludia una descarga apostrofante proferida en el más genuino euskera que un padre Larramendi concibiera. La reprimenda es fluida, contundente, brotada de los labios de la tía con ritmo regular y en tono grave, cual flujo de sereno manantial, sin que lo distorsione el nerviosismo ni el pujo de las lágrimas lo empañe. Edurne escucha atónita a la tía, como si un ser extraño, engrandecido, la estuviese bañando de palabras. No entiende lo que dice exactamente, porque le habla en la izkuntza primigenia, aquella en la que el pueblo se ha expresado desde antiguo y de forma natural, sin el permiso de la Euskaltzaindía (lo mismo que el burgués de su hermanito, tan acomodaticio a lo obsoleto), mientras que ella ha aprendido, y no muy bien, el oficial batúa-túa-túa. Sin embargo, la esencia emocional que entraña el casi hermético discurso le impresiona las fibras de su almario, y se siente chiquita, casi niña, como en los tiempos cuando la tía Águeda era, frente a la madre, el hada buena que en caso de conflicto la arropaba poniéndose a menudo de su parte... Teme vaya a sacar la zapatilla, como cuando pequeña, para arrearle sus buenos zaplastakos en el culo; pero la tía, en esa coyuntura, se halla en más elevada tesitura que la de tan doméstico recurso.

En su corazoncito, la tía Águeda, más bien que enfado, siente compasión por esa su sobrina descarriada, con lo bonita que era de neskatxa, que hasta fea parece últimamente, con esas pintas tan desharrapadas. Piensa que no está bien, que algo le pasa; y ese dinero vete tú a saber para quién lo querrá: ¿para un perdís que le está trastornando la cabeza? ¡No lo permita Dios, Jesús-María! Y cogiéndola al cabo de la mano, le dice que se vaya a echar la siesta, más le valdrá, porque lo necesita.

Aquí vuelve a saltar la rebeldía de la sobrina Edurne, que se niega a retrasar más tiempo la salida: quiere volver cuanto antes con su panda, ya que la tía no la quiere tanto como para prestarle ese dinero que acaba de pedirle y que no es nada. La tía se le planta allí delante y le intercepta el paso hacia la calle. Tendrá de un empellón que derribarla para poder salirse con la suya. Por un momento Edurne así lo piensa, y calcula el impulso necesario para apartar de en medio a la tía Águeda, que ya no se le antoja tan endeble, tras haber aumentado su estatura por el mágico efecto de su verba. Al cabo ve aflojados sus arrestos, ya que la sola imagen de su tía golpeada con violencia, la desarma. Se acuerda de su hermano, que tampoco emplearía con ella la violencia justo por ser sus fuerzas tan dispares; alguna que otra vez la ha levantado con una mano para demostrarlo. Todavía hace poco que han tenido una cuestión a cuenta de la tía.

Edurne le acusaba de farsante, porque daba por bueno muchas cosas que la tía opinaba, con las cuales él, sin embargo, estaba en desacuerdo. ¿Por qué le daba entonces la razón si no era para hacer de niño bueno? El hermano alegaba que una cosa es verdadera o falsa dependiendo del color del cristal con que se mira. Así, las opiniones de la tía estaban en perfecta consonancia con su manera de entender la vida y con su propio modo de vivirla. El no admitirlo así sería un signo de intolerancia mucho más aguda que la que censuraba ella en la tía. Ésta, según Edurne, padecía más de una enfermedad a consecuencia de su vida en completo celibato... Bien, pero esa opinión, aun siendo cierta, no era para espetársela a la tía, menos con pretensiones curativas. A uno que no ha probado la langosta no le dirás que no sabe comer. Y en vista de que la tozuda hermana no se daba a partido ni por ésas, no vio mejor salida que advertirle:

"--Si me entero que faltas a la tía, no te voy a soltar una paliza, porque, mal que te pese, eres más débil, y sería un abuso imperdonable; pero de un buen ostiko en el ipurdi -hizo un amago de ejercer justicia con una percusión metatarsiana en la protuberancia opistopigia de su díscola hermana- no te libra ni el nuncio, fíjate lo que te digo.

"--Ya veo que la itzeko se ha buscado un valiente campeón que la defiende...

"--Puede que te defienda a ti también ese pelafustán con el que sales, que aunque no tiene media bofetada, parece un matasiete bravucón.

"--Oyes, mi novio vale más que tú.

"--Pues mira tú, si a lo que te refieres que vale más que yo ese cacanarru, es a lo que me estoy imaginando, te diré que no puedo discutírtelo, y menos demostrarte lo contrario, porque somos hermanos, date cuenta..."

Y al acordarse de eso, la muchacha depone su actitud, da media vuelta y comienza a subir las escaleras que la conducen al gambezelai, para entrar en el cuarto de su infancia, donde la acogerán las limpias sábanas con olor a lavanda y hierbabuena que la tía le ofrece con primor, pese a lo que ella acaba de decirle. Y la tía la ayuda a desvestirse, a quitarse ese pingo de bermudas, que os hacen una pinta perdularia; y una vez que ya está en paños menores, le manda darse al menos una ducha, y cuando sale ya mundificada, le arrima cachetitos en la cara, porque ella sigue siendo una mocosa, una chiquilla tonta y consentida; lástima tantas malas compañías. Y al sentir el contacto de la mano cariñosa y enérgica a la vez, junto con los aromas de la estancia (porque, más que el sabor, son los olores lo que nos retrotrae a antañas épocas), le acude la nostalgia de su infancia, de su tierna niñez despreocupada, cuando el hermano y ella se dormían al arrullo del canto de la tía, que ejerciendo de abuela brizadora, ponía voz nasal para entonarles Aurtxo txikia seaskan dago, Aurra, eguizu lotxo bat y otras canciones más por el estilo. Y al rebrotarle el vívido recuerdo de la niñez perdida ya hace tiempo, siente que se le encoge el alma toda, que su fachenda progre se desinfla, que un vacío interior la desazona, y de ella se apodera la congoja. Rompe a llorar con lágrima copiosa, la boca amordazada con la almohada; la tía la cobija con la manta y la deja que llore cuanto quiera, que eso le vendrá bien para calmarse; y abandona la alcoba de puntillas.

Este episodio al chico de la piedra se lo ha contado Edurne en su momento, ya más reconciliada con la tía desde aquel incidente, y temerosa de que haya sido un lance pernicioso para su fatigado corazón. Por eso está en Vitoria la tía Águeda, porque la propia Edurne se ha empeñado en llevársela a casa y atenderla, ahora que su dolencia se ha agravado. Y por eso también él viaja ahora en este exprés camino de Santiago: porque su tía enferma, con más fe en el santo patrón de las Españas (y de más de un rincón de Euskalerría) que en los doctos pupilos de Esculapio, le ha pedido que vaya de su parte para que el arzobispo, Monseñor Eguía Bengoechea, le bendiga esa medalla que consigo lleva y que data de tiempos de la abuela, pues que la bendición arzobispal encierra en sí la acción beneficiosa del propio santo hijo del Zebedeo y su esposa María Salomé. Bien que recuerda el chico de la piedra que, postrada en su lecho, la tía Águeda le ha dicho emocionada al despedirse:

"--No quisiera morir, Patxi maitía. Por mí nada me importa, Dios lo sabe; egin bedi Jaunaren borondatea [hágase la voluntad del Señor]. Pero ese pobre, vuestro tío Isidro..., ése me necesita todavía. Llorando me decía el otro día, ¡gaixuá!, que si yo me moriría, huérfano de verdad iba a quedar..."

A la altura de Peares más o menos -ruido de portezuela que al abrirse deja paso a una sombra que se interna y produce la luz con un chasquido-, le espabila el tercer interventor, billete-por-favor; ¡maldita sea! Se incorpora como a golpe de un resorte o por la acción de un jarro de agua fría y, ensayando una buena compostura, vuelve a poner en orden sus neuronas; se arremanga de nuevo la pernera, y vuelta a repetir la cantinela. Pero este revisor es más correoso que los dos precedentes, y no es fácil llevarlo al huerto y "darlo convencido", porque vamos a ver, y no es por nada que pueda usté decir que desconfíe; pero oiga un suponer de que un viajero se monta sin billete y luego dice que alguien se lo robó, o que lo perdió: ¿cómo sé yo que es cierto o que no es cierto?

--Si me hubiese montado sin billete, no diría que vengo de Vitoria... Además, aquí tiene mi resguardo de la facturación del equipaje. Puede usted comprobar que está a mi nombre y puede ver también que la maleta viene desde Vitoria facturada y debo recogerla en Redondela...

Deja el departamento el revisor con aire de "sí, pero...", con talante y cachaza gallega, ¡qué carallo! Sin que cante victoria el pasajero, nada le impedirá repantigarse de nuevo en el asiento, ¡y a dormir! Pero pasado Orense, ¡recarallo!, vuélvele a despertar el pica-pica. Sic transit gloria mundi, ¡voto al chápiro! Vuelta a poner en orden las neuronas: venga con que el dichoso interventor que en León se ha quedado... patatín; dale con que el resguardo de equipaje es la prueba evidente... patatán; que, por igual razón que ha renunciado a reclamar una indemnización que le correspondía en buena lid, por no considerarla necesaria, no va a pagar ahora otro billete porque el suyo haya sido retenido por un empleado de la Compañía...

--Sí, lleva usté razón, pero a ver si me entiende a mí también. Usté mira por sí, lo que es normal, pero yo vivo de esto, ¿me comprende?, y a mí es lo que me exigen que responda de todo, ¿se da cuenta? Imagínese usted el personal que pasa por aquí día tras día...; y uno aquí ve de todo, ¿sabe usté? Mire, sin ir más lejos, no hace mucho, un compañero mío, allá en Palencia, dio con un individuo sin billete: que le habían robado la cartera. y no sé qué más rollos. Bien, pues el caso fue que mi colega se fió de él, ¿no sabe?, y más después, al cabo de dos días o algo así, andaban a buscarle los civiles... ¿Qué me dice usté de eso?; a ver explíqueme.

--¡No, si se ve cada uno por ahí!...

Abandona de nuevo el revisor el unipersonal compartimiento, tal vez al ver cortado su alegato ante la reticencia del viajero. Pero al cabo de un rato reaparece mostrándole triunfal al pasajero una disposición que dice así: El boletín de equipaje no sirve en ningún caso para justificar el derecho del viajero a ocupar un asiento en el tren, y en su consecuencia, el supuesto extravío del billete y la presentación en su lugar del boletín de equipaje, no releva al viajero de la obligación de satisfacer el suplemento doble, según está dispuesto para los que viajan sin billete. El concienzudo empleado lo ha leído con pausado y solemne sonsonete de rústico alguacil en son de bando. Al que no quiere caldo, taza y media, es la condigna síntesis que infiere del mensaje el indómito viajero. Como aguijado en su ancestral orgullo, el chico de la piedra pónese en pie con aire despacioso. Mirando sus membrudos antebrazos, entiende que conviene ya cubrirlos con su chaqueta de ante, que cuelga de la red junto a la puerta. Echa mano al bolsillo de la pasta y saca su cartera, de la cual extrae sin fachenda un verde pápiro, un billete de mil ¡de los de entonces! (Es el setenta y cinco de este siglo, año a cuyo final la palmaría el general don Paco Ferroleta.) Y olvidando sus progres veleidades, propias del tiempo de la dictablanda, suelta las riendas a su prepotencia de jauntxo sin problemas financieros:

--Bien, tenga usted -le dice al revisor mientras, con aire prócer, hace ondear, cual bandera, la sábana bancaria-; cóbrese mi billete, doble o triple, pero me hace un recibo en toda regla, con su nombre y su número de empleado; ah, y el de su carnet de identidad, que luego, en cuanto llegue yo a Santiago, pienso pedir una indemnización, pero esta vez por daños y prejuicios.

El billete de mil ¡de los de entonces!, la gallarda estatura del viajero, su chaqueta de antílope, más la reclamación conminatoria, hacen que el pica-pica, vade retro, se bata cautamente en retirada.

--¿Y luego marcha usté para Santiago? ¿No irá por un casual a la Universidad? Porque allá mismo, en el Clínico, tengo yo a mi hermana, que me la operan dentro de unos días. Está del corazón, ¿comprende usté?

--Conozco gente que trabaja allí -miente piadosamente el pasajero, tan sensibilizado como está por la propia dolencia de su tía, abrigando que acaso, y a través de Monseñor Eguía Bengoechea, pueda echarle una mano al buen empleado-. Dígame usted su nombre y apellidos, y haré que se interesen por su hermana.

--Pues su nombre es Aurita; mejor dicho, Áurea Vázquez Leite. La mujer le está muy delicada de salud, ¿comprende usté, señor?, pero así y todo la pobre es para mí como una madre.

Respeto y gratitud por el viajero animan de encendidas esperanzas el semblante del hombre de uniforme. El antes pasajero sin billete, polizón y posible malhechor, es a sus ojos ahora un bienhechor, dotado de ostensible valimiento. ¿Es él también doctor?... Qué va, pero conoce al arzobispo, y a través suyo es fácil que consiga... ¡Ah, bueno, que es pariente del obispo!... ¡Hombre, no tanto!, pero casi casi... Ya olvidado el asunto del billete, el hombre de uniforme da al viajero anticipadas y rendidas gracias por su gestión para lo de su hermana.

A salvo del problema del billete y ganado a su causa el revisor, vuelve a dormirse el chico de la piedra, libre de pesadillas enojosas. Esta vez es acaso la tía Águeda la que sueña con él, con su sobrino, portador de la gracia, a su regreso, que Santiago, a través de Monseñor Eguía Bengoechea, le conceda.

En el cruce de sueños compartidos tal vez esté soñando Monseñor con aquella Aguedita angelical, la adorable amiguita de su infancia. Bien sabe Monseñor que al otro día recibirá al sobrino de Aguedita, que estará ya hecho todo un mocetón; porque le ha dado cita en su palacio. Y el saber que el sobrino de Aguedita ha de venir mañana le despierta un tropel de lejanas revivencias. Nueve quinquenios han pasado ya desde esa noche que estuvieran juntos la víspera de entrar al Seminario, respirando el amor que entre dos niños -él doce primaveras y ella diez- pudiera concebirse, sin ningún sentimiento de pecado, puesto que no lo había en absoluto, ni hubo tampoco adulto malicioso que arrojase su cieno en el idilio. ¿Por qué se llama amor tan sólo el acto impregnado de lúbrica lascivia? Nadie hubo allí testigo de su arrullo, ni siquiera ellos mismos, ignorantes del misterioso imán que los unía. Se habían encontrado en el ejido y hallábanse sentados mano a mano al borde del camino, junto al heno que aromaba su olfato con primor. Tal vez el uno al otro se buscasen, tal vez un duende extraño los juntara. Aguedita, con espontáneo gesto de madre virginal, acogió su cabeza en el regazo para que descansara unos momentos, porque iba a ser mañana un día duro y cuajado de fuertes emociones, lo mismo que el de hoy lo había sido. Le acariciaba el pelo y, al hablarle, apoyaba los labios en su frente; así que las palabras de Aguedita eran besos para él que se le entraban por su tierno cerebro de muchacho, y permanecerían indelebles como un tatuaje de sonoros trinos bordados por los labios de la niña. Rezaría por él. ¿Lo prometía? Eso no hacía falta prometérselo, porque lo haría a gusto y bien a gusto. Él también rezaría por su amiga, sólo que ella no lo necesitaba, porque iba para santa aquella niña, tocada por la gracia del Señor. ¡Que no dijera aquello, condenado, que era pecado y ofendía a Dios, y eso no estaba bien para quien aspiraba al sacerdocio. Entonces él le confesó su miedo de no poder llegar a cantar misa, por no ser digno de ello o no tener vocación suficiente, ¿comprendía? Ella le aseguraba que sí lo era, porque eso se veía claramente y ella confiaba en él a pie juntillas. Tales frases, selladas por la cándida convicción de la niña maternal, fueron para el muchacho el refrendo venido de lo alto diciéndole que sí, que ciertamente, sería un verdadero sacerdote... Desde entonces, de forma intermitente, el niño que, hecho mozo, se hizo clérigo, más tarde obispo y arzobispo al cabo, recordando la noche de la víspera de entrar al seminario diocesano, se tendría por hombre afortunado al haber conoccido castamente las benévolas flechas del amor; y aun no habiendo pecado de por medio, podía comprender a los amantes que iban a confesarse arrepentidos, pues bastaría un poco de empatía y otro poco de humilde introspección para entender lo humano del amor y el perdón que, setenta veces siete, su posible mancilla merecía.

Ramoncho, que más tarde fue Ramón y luego don Ramón o padre Eguía, para llegar por fin a Monseñor, paraba en vacaciones por su casa, pero ya no jugaba con los chicos, porque estaba leyendo todo el tiempo o paseando en actitud meditativa, que ya de mozo el pueblo lo veía como un clérigo en ciernes; además era de complexión leptosomática, poco apta, pues, para seguir los juegos de fuerza preferidos por los jóvenes. Pero él no desdeñaba a sus amigos: conversaban de forma natural, sólo que eran distintas sus tendencias, y eso lo comprendían unos y otros sin que mediasen bromas de mal gusto, porque a Ramón, futuro sacerdote, todos le respetaban, porque el chico -sencillo en el hablar y muy formal- era afable con todos, sin distingo del médico, el alcalde o el cashero.

Aguedita, que fue más tarde Águeda, luego una señorita, aunque de pueblo, con vocación y devoción de iglesia, y luego tía de un par de sobrinos, evitaba toparse nuevamente con el seminarista introvertido, y éste a su vez también la rehuía, acaso temerosos una y otro de que el reencuentro desvirtuase el sueño que su pasado idilio alimentaba, cual si los seres reales que eran ellos ahuyentasen los tímidos espíritus del amor que sus almas albergaban.

A Águeda, cuando moza casadera, no se le conoció novio ninguno, pretendiente a lo más, pero a distancia, sin atreverse apenas, pues la joven daba muy poco pie para el flirteo -medio monja y así que parecía. ¡Menuda diferencia con Arantxa, con la hermana dos años más pequeña que Águeda y otros dos mayor que Isidro! Ésa sí que tenía buen remango; tanto era así que tuvo algunos novios de tanteo y tonteo, ya en la guerra, ya en la precaria paz de la postguerra, y en el cuarenta y cinco se casó con un chico formal que se propuso, dada su timidez de enamorado, ser el último novio de la moza antes de que volase de su lado. La cosa marcharía viento en popa pese a que las familias de ambas partes apenas contactaban por dispares: una, de rancia raigambre rural y adicta al poder vencedor de los buenos; la otra, de estirpe urbano-donostiarra (cascariña, que dice el provinciano).

Al comenzar la bélica contienda, Águeda se alistó en la Cruz Bermeja para aportar servicios de enfermera. De diecisiete a diecinueve abriles, la altruista Nightingale atendería sin apenas descanso a los heridos, siempre con su sonrisa a flor de labios y un modesto mutismo por divisa. Por el tiempo en que estuvo destinada en el hospital militar de Donostia, conoció a un gudari, con el que amistaría hasta llegar a una inclinación mutua en lo afectivo. El gudari sanó de sus heridas y retornó a las armas, no sin antes salir tres tardes juntos de paseo. El chico era de Hernani y casi tan buen mozo como Isidro, pasado un tiempo, llegaría a hacerse. A sus veintitrés años confesados, frente a los dieciocho de su amiga, parecía seguro de sí mismo y rezumaba aplomo y madurez, lo que atraía a la joven enfermera; no era, por tanto, tímido, aunque su compostura lo alejaba de cualquier importuno atrevimiento. Su anticlericalismo comportaba cierto atractivo para la doncella, tan apegada al seno de la iglesia. Rezaría por él, y de ese modo lo tendría presente en sus plegarias.

Era allá por el año treinta y ocho, a finales de agosto, cuando tercera vez pasearon juntos. Era una tarde tibia y melancólica, en que el sol asomaba intermitente con tímidos arrestos preotoñales por el sutil, calado cortinaje que tejía el norteño xirimiri. Por entre el Bulevar y la Alameda, el mílite y la joven enfermera caminaban cogidos de la mano, licencia que la púdica doncella se permitía por considerar que apuraba las heces del licor que el efímero idilio le ofrecía. Algún beso furtivo le endosaba en la pulcra mejilla a la enfermera (beso que ella acogía sin melindres) el soldado con grado de brigada, mientras le confesaba su intención, por ser republicano convencido, de trasladarse al frente de Levante, pues todo aquello estaba ya tomado por las huestes de Franco. ¿Se venía con él? No, no se iría. Su puesto se encontraba entre los suyos. Entonces él le confesó su amor, y lo hacía apretándole la mano como confirmación de sus palabras; no quería forzarla a dar el paso contra su voluntad, de lo que acaso un día acabaría arrepintiéndose si su aventura no alcanzaba puerto, bien porque él sucumbiese en la contienda, o bien porque el amor (nunca se sabe) no cuajase en unión estable y sólida. (Además el soldado comprendía que no era la enfermera una muchacha aguerrida y capaz de soportar las duras inclemencias de campaña, y menos de saltarse a la torera sus férreas ataduras religiosas, sólo por ir al lado de su amante. Tal vez como abnegado sacrificio para ganar el cielo, si lo hiciera; cada cual invertía a su manera. ¿No era mejor para él probar fortuna con otros corazones femeninos y, llegado al final de la jornada, por el más conveniente decidirse?)

Banda municipal en el templete del kiosco levantado en la Alameda; amalgama de viento y percusión ejecutando páginas marciales. Olor a hoja mojada, mirto fresco, tierra húmneda, barquillo, churrería y golosinas varias que expandían las modestas casetas que aún quedaban, morosas, perezosas tras las fiestas recientes en honor de la Andre Mari; el fragor de las olas a lo lejos, que en el barrio del Gros van a estrellarse contra el duro frontón de la rompiente, cerca de donde muere el Urumea después de atravesar el triple puente como un rito de paso. El militar quería agasajar a su enfermera en la parca medida de sus fondos: un paquete de churros compartidos, un tiro al blanco a ver lo que cazaba (él que tenía buena puntería), un boleto a la suerte de la tómbola, que Águeda recibía emocionada con ilusión de novia primeriza.

Podían ir al baile del Kursaal, propuso el militar cuando llegaron a la altura del puente de Zurriola. Pero ella no bailaba casi nunca; por las fiestas del pueblo y a lo suelto: korrikale, ariñ-arin, jota y tal; en cambio, al agarráo apenas nada. Un poco de prejuicio pudibundo la reprimía, igual que a sus amigas, porque eso de bailar al agarráo requería un contacto con el hombre, y eso no estaba bien si la pareja no eran novios formales o parientes. La amá, su prima monja y alguien más decían que bailar al agarráo era cosa de criadas y soldados en bailongos baratos, o también de ambientes elegantes de salón, pero con tantas ropas que llevaban era como bailar con una almohada. Todo esto la enfermera lo pensaba, pero no se lo dijo a su "brigada"; a éste le dijo que le gustaría, pero tenía que irse enseguidita, pues debía volver al hospital sobre las nueve y media lo más tarde.

Llegó el momento de la despedida, teñida de congojas y emociones con visos de un adiós definitivo. La fronda goteante de un castaño fue el cómplice refugio de aquel beso de duración disuelta en lo impreciso, que había de imprimirse en el recuerdo de la joven como hálito indeleble. Cada vez que evocara aquel momento prolongado hasta límites borrosos, sentiría en su rostro el sello impreso por los suaves mostachos del brigada. Águeda, abandonada entre los brazos de su galán, los ojos entornados, escucha embelesada las promesas del soldado que pronto ha de partir con los suyos al frente de Levante, para luego volver junto a su amada y seguir a su lado para siempre (si la muerte no trunca sus propósitos), pues su vida sin ella nada vale. Y Águeda, la cabeza reclinada sobre el rendido pecho del soldado, vierte sentidas lágrimas diciendo, temblorosa, con súplica anhelante: No permita el Señor que te me mueras. Y aunque no fueron esas las palabras que empleó exactamente (pues lo dijo en su lengua materna y ancestral, exenta de expresiones sensibleras), fue eso lo que el galán creyó entender y guardó en el caudal de su memoria.

La comunicación siguió algún tiempo entre Águeda y su efímero cortejo. Ella era su madrina de guerra y le hacía llegar de cuando en cuando algún paquete con diversas cosas: alimentos, un poco de tabaco, jabón, algún periódico local..., salvando los obstáculos opuestos al trasiego entre campos enemigos. La guerra terminó a los siete meses de aquel último encuentro, y el silencio se impuso entre uno y otro para siempre. Viuda sentimental, vuelta al hogar, dedicada al trasiego de la casa y a solas con sus íntimos recuerdos (con nadie comentaba el breve idilio, temerosa tal vez de que al contarlo se esfumase la esencia emocional que vibraba en su entraña intensamente), daba Águeda por muerto a su brigada, puesto que de otro modo habría dado una señal de vida cuando menos. A veces abrigaba la esperanza de que hubiese escapado al extranjero, como lo habían hecho tantos otros que lucharon del lado del vencido. Mas si así fuese, ¿cómo era posible no darle a conocer su paradero, a menos que la hubiese ya olvidado, lo que su sentimiento no asumía? A lo mejor andaba en algún maquis por esos montes hecho un guerrillero, y un buen día cogía y la raptaba, y luego se casaban en secreto, porque una boda franca era impensable -le entró la tentación por algún tiempo de concebir tal posibilidad por haberlo soñado cierta noche-. Pero no, ¡quita, quita; Dios nos libre! Muerto era más inocuo su galán para los fueros de sus sentimientos sin peligro de caer en el pecado.

Alguna vez al chico de la piedra la amá le comentaba -con un dejo de poca simpatía a su entender- que al terminar la guerra, la tía Águeda a sus sólo veinte años parecía una monja pazguata sin edad, con la mirada triste y encogida, como si ya se hubiese resignado a asumir su perpetua soltería. Tuvo proposiciones de casorio, de hombres algo maduros y algún viudo, pero no de muchachos de su edad, a los que acaso poco les tentaba aquella neska pálida y distante; pero Águeda rehusaba toda oferta, a unos por esto y a otros por aquello. Al chico de la piedra, sin embargo, le atraía la imagen de su tía tal y como la amá se la pintaba nada piadosamente (como si ella quisiera así ensalzarse por contraste), y le hubiese gustado conocerla, claro que siendo treinta años mayor (igual que el arzobispo de Santiago): a lo mejor se enamoraba de ella y eran felices en el matrimonio. La verdad es que el chico de la piedra nunca ha visto a la tía de esa forma como dice la amá que era de joven; siempre la ha visto afable y hasta alegre, no con esa alegría desbordante de persona expansiva que a las veces, lo mismo que la amatxo, se deprime, sino con un talante más sereno, libre de los bandazos del humor; porque para la tía era un estímulo el recibir en casa a los sobrinos, y era con ellos toda abnegación, sin ser consentidora en absoluto, recurriendo al azote en el ipurdi en cuanto cometían un desmán.

Pero no sólo con sus dos sobrinos era la tía afable; también lo era con los chiquillos que continuamente entraban y salían de su casa, no al reclamo de alguna golosina (no era costumbre en Águeda tal cosa); era porque encontraban un ambiente plácido, acogedor, que acaso en casa, o en cualquier otro hogar, no lo tuvieran. Cuando la amá iba al pueblo, sin embargo, no acudían por casa tantos niños, aunque ella repartía caramelos cada vez que llegaba, pero luego no era tan cariñosa con los críos, ni inspiraba confianza como la Águeda, porque olía bastante a capital, su manera de hablar era distinta, y eso los pequeñarras lo acusaban.

Después del tropezón sentimental que tuvo el tío Isidro por el tiempo en que naciera el chico de la piedra (y luego su obstinada reticencia a sacarse la espina y probar suerte de nuevo con alguna de su agrado), ella vio rubricado su destino de, una vez fallecidos padre y madre, vivir en compañía de su hermano y atenderlo como mejor pudiera, tanto por propio gusto, como porque lo había prometido a la madre poco antes de morir. Pese a su retraimiento, el tío Isidro no caería ni en la depresión ni en la áspera amargura de la vida, debido a que el trabajo rutinario, las meriendas domingos y festivos, los amigos, el mus en la taberna, la caza y la lectura autodidacta eran satisfactorios alicientes para encontrar sentido a su existencia. Y para mantener la forma física con práctica de autóctono deporte, en el huerto zaguero de la casa, junto con diferentes hortalizas, plantó una piedra de unas diez arrobas. Desde muy pequeñito, su sobrino trataba de emularlo, por lo cual el tío Isidro le facilitaba la piedra que él pudiera levantar, y así hasta que ya pudo con la suya. Entonces la tía Águeda le dijo que se quedase ahí -Patxi maitía-, que no intentara aventajar al tío: ¿para qué tanto esfuerzo en un deporte del que no llegaría a ser campeón, pues para ello tendría que enfrentarse con esos bárbaros que levantaban unos trescientos kilos por lo menos? Ya tenía bastante con aquello un futuro arquitecto que debía cuidar sus manos sin andar así. El sobrino en el fondo agradecía el consejo sensato de la tía, aunque hizo el paripé de obedecérselo en plan de para-ti-la-perra-gorda, sólo por complacerla, que si no...

El chico de la piedra comprendía que si, pese a su chasco, el tío Isidro no acusaba secuelas de misógino, era porque su hermana, la tía Águeda, encarnaba fielmente en su sentir la mujer ideal e inmaculada en quien poder confiar y refugiarse. Cierta vez por azar cayó en sus manos Estudiantes, del ruso Korolenko, cuya lectura le ofreció este párrafo:

 

 

Piátnitski había sido maestro de los dos. Era un tanto ridículo y su mujer le engañaba con un oficial. El pobre profesor trató de suicidarse, y luego explicaba a sus colegas que si lo intentó no fue precisamente porque Págasha le engañara, sino porque todas eran iguales.

Ese pasaje lo aplicaba al tío y se decía para sus adentros que si el maestrillo aquel llega a tener a su lado una hermana o una madre íntegra y ejemplar como la tía, seguro que otro gallo le cantara.

A Ixidro los vecinos le envidiaban (envidia medio sana, medio irónica); pensaban y decían que su hermana lo trataba mejor que si sería su andregaia, su andrea o su ezkongaia: la comida puntual, bien preparada, siempre pensando en lo que le gustaba y también procurando superarse; y lo que le gustaba al tío Isidro, como que a ella también le apetecía y acababa gustándole igualmente. Con el sobrino Patxi, ídem de lienzo en cuanto tuvo edad para otro tanto, pudiendo valorar la esquisitez con la que cocinaba la tía Águeda. ¿Superaba a la amá? Claro que sí; pero él se guardaría de decirlo en voz alta delante de la madre. Y luego ¡vaya txintxu que iba Ixidro vestido los domingos y festivos!: parece igual igual que diputado.

Pero el hombre también -calláu calláu- atenciones tenía con la hermana; cada vez que volvía de algún viaje, regalo no olvidaba de traerle. Y el día del cumpleaños de la hermana, si no se le ocurría qué comprarle, le decía: Dinero ahí tienes, pues; cógete lo que quieras y adelante: compras como si yo te compraría. Y de poco servía que la hermana le dijera que no quería nada, que tenía de todo, porque entonces Ixidro se quedaba un tanto mustio, y Águeda terminaba por ceder, y en Beasáin, en Orditzia o en Tolosa se compraba lo que le parecía para que así el hermano se alegrara, y ella también quedara, de rebote, contenta con la compra del regalo.

Y así pasaban años y más años, sin que en la vida de Águeda se diese ninguna alteración sentimental digna de señalarse, pues su afán, aparte de ocuparse del hermano, era ver progresar a los sobrinos y cómo iban creciendo de año en año, y sentirse orgullosa como si ella tuviese parte activa en todo aquello. Abrigó la ilusión por algún tiempo de que el sobrino Patxi fuese cura; si un día éste llegaba a cantar misa, ese día sería el más feliz que hubiese conocido ella en su vida. Y llegó a proponérselo a su hermana: ¿qué tal llevar al chico al Seminario? Pero Arantxa que nones, pues ni el niño parecía inclinado, ni a su padre le iba a hacer mucha gracia un cura en casa, siendo, como era, un poco volteriano. Fuese o no cierto aquello, la verdad es que la amá tenía por costumbre a su hermana llevarle la contraria. No insistiría en eso la tía Águeda, porque entendía que la religión debía practicarse libremente, de todo corazón y no a la fuerza. Veía con malos ojos a la gente que consumía iglesia por encima de lo que su conciencia le dictaba. Sobre todo en el caso de los hombres, de quienes no decía nada bueno el que fuesen a misa diariamente, y menos aún si encima comulgaban; era como abusar de lo sagrado. Bien estaba cumplir con los preceptos, como su hermano Isidro, que iba a misa los domingos y fiestas de guardar, y hasta de cuando en cuando comulgaba; pero esos que lo hacían con exceso, como Antero Legasa, el secretario, parecían un poco mariquitas, de los que no podías fiarte mucho. Lo malo era que Patxi últimamente hasta la devoción había enfriado; a misa ya iba, sí, pero en el pueblo, para no disgustarla a lo mejor; pero luego en Madrid, cualquiera sabe. Leía encima libros peligrosos, que hablaban pestes de la Santa Iglesia, y citaba pasajes de la Biblia que ella jamás sabía que existieran; con razón hasta hacía poco tiempo los curas condenaban la lectura de la Biblia sin autorización. Un día en que la tía se quejaba de que hubiese perdido su sobrino la fe, a su parecer, éste repuso que el culpable de todo era el Concilio. Y aunque lo dijo en broma para ver la reacción de la tía, no fue poca su sorpresa cuando ésta respondió:

--¡Dios mío, no me extraña, no me extraña! Con lo que han puesto allí patas arriba, pierde la fe cualquiera, desde luego. Que el Señor me perdone si no es cierto.

Llegó el año crucial sesenta y ocho, tan pródigo en sucesos y movidas que lo recordarían con nostalgia, una vez barrigudos cuarentones, quienes a la sazón andaban por los veinte o veintitantos. La imaginación al poder... Seamos realistas: pidamos lo imposible..., y otras soflamas más de ese jaez ornaban el festín carnavalesco con que se preludiaba la cuaresma de la mediocridad futuropróxima. Pero nada de aquello le afectaba ni tenía que ver con la tía Águeda. Sin embargo, para ella fue también crucial aquel dichoso año bisiesto. Era por el verano. Mientras Patxi iba a darse una vuelta por París con un amigo a lomos de un "Seiscientos", a ver lo que pescaban por allá, la tía iría a Lourdes -¿no te vienes?- en peregrinación organizada por ella y otras damas del Goyerri, que irían con el cura de Zaldibia. Pues no, no se animaba, simplemente porque no fuera a ser que, siendo escéptico, se tomase a chacota el espectáculo, o hiciese un comentario irreverente, y Dios le castigase, como dicen que a más de uno le había sucedido. Así que Virgencita, Virgencita, por favor, que me quede como estoy... Itzontzi, más que itzontzi [charlatán], le acusaba la tía, cariñosa.

El chico de la piedra ignoraría qué le había pasado exactamente en aquella ocasión a la tía Águeda; pero de que algo extraño le ocurrió él estaba seguro: lo notaba, aunque no se atrevía a preguntárselo para no incomodarla, pues la tía era muy reservada en ese aspecto. Las señoras más próximas a ella en el momento crítico notaron que el rostro de Águeda se demudaba, y temerosas de que su salud sufriera algún quebranto, se inquietaron. Pero Águeda les dijo que tranquilas; no le pasaba nada, simplemente le impresionaba tanto paralítico, tanta desgracia humana allí presente con la esperanza puesta en el milagro que acaso a alguno sí, pero no a todos la Virgen accediese a conceder. Todas dieron por buena la respuesta de Águeda, por cuadrar con su talante, tan sensible al ajeno sufrimiento.

Le había visto, sí; segura estaba, porque su corazón se lo decía confirmando el alcance de sus ojos. Pero el otro también la había visto, puesto que sus miradas se fundieron en un rayo instantáneo a la distancia, como un beso fugaz que se dilata en el vasto horizonte del recuerdo. El cruce de miradas de un instante, con la mutua renuncia a reencontrarse, condensaba tal cúmulo emotivo que ni el más prolongado de los diálogos pudiera desplegar tanta riqueza de imágenes cifradas de sus vidas durante los treinta años transcurridos desde su despedida bajo el húmedo castaño en la Alameda donostiarra. No era del todo falsa la respuesta que Águeda había dado a sus amigas para salir del paso y mantener solapado el porqué del sobresalto: el otrora brigada no iba solo, ni con la que pudiera ser su esposa en el caso de haberse desposado: iba con una joven paralítica. ¿Su hija? Probablemente, ya que no era normal su compañía en otro caso. Tendría alrededor de los dieciocho, los mismos años que Águeda tenía en el momento de la despedida aquella húmeda tarde de finales de agosto en la romántica Alameda.

¿Por qué no iba la joven con su madre u otra persona acaso más idónea? ¿Viviría su cónyuge en el caso de estar casado, o habría fallecido? ¿Sería aquella la única heredera del hombre que, en lejana despedida, prometiera a la entonces enfermera, su madrina de guerra algo más tarde, que si el destino cruel no lo impedía, volvería a su lado para siempre? ¿O tendría algún hijo mayor que ella, que no hubiese podido acompañarla, o no siendo ésa la única intentona de buscar el milagro curativo, lo hiciera en ocasiones anteriores? Y la incapacidad de aquella pobre ¿era de nacimiento o adquirida? En este caso, ¿lo era accidental, o a consecuencia de una enfermedad?

La tristeza expresada en el semblante del hombre aquel en el preciso instante en el que se cruzaron sus miradas, le hizo pensar, entre otras cosas, a Águeda que acaso se tratase de un castigo (que Dios la perdonara) recibido del cielo por alguna mala acción, no ya contra ella -pues al fin y al cabo, aparte una promesa no cumplida, se había comportado rectamente-, sino contra los santos mandamientos, si era cierto que había combatido junto a los enemigos del Señor, en cuyo caso digno era de lástima, puesto que el infeliz en el pecado llevaba tan pesada penitencia.

Quizá por no aventar tales zozobras franqueándose con alguien de confianza, Águeda vio enturbiársele el espíritu y ser presa de escrúpulos sin cuento. Hasta el lejano beso del brigada se le antojaba espectro del pecado. Nada había alterado su conciencia mientras daba por muerto a su galán; pero desde el momento en que lo viera presente entre los vivos, sus escrúpulos se agolpaban en coro acusador de que ella fuese víctima culpable de la promesa infiel del caballero... Su hermano Isidro, que algo le notaba, no se atrevía a preguntarle nada, puesto que entre los dos, si hubo confianza, nunca hubo confidencias de ese tipo, y al cabo el hombre todo lo achacaba a cosas de mujeres, pues la arreba estaba atravesando la edad crítica.

Llegó el verano del sesenta y nueve, y Monseñor Eguía Bengoechea decidió visitar sus viejos lares. Todos sus conocidos y parientes buscaban el honor de agasajarlo, al menos invitándole a comer, como si su presencia de por sí fuera una bendición para el hogar cuyo suelo pisara el reverendo, que no era aún arzobispo jacobeo, aunque sí obispo asturicoaugustano. Águeda, no sin cierta timidez, le invitaba también a visitarles a ella y su hermano Isidro, y Monseñor, ¡encantado, Aguedita, por supuesto! Y aquello de "Aguedita" le salió con la espontaneidad de quien se hallaba relajado, a sus anchas en el pueblo, libre del paripé protocolario que la razón de oficio le imponía. Águeda enrojeció como una niña vergonzosa en oyendo así su nombre, y don Ramón le dijo campechano: Mujer, no te sonrojes; ¿no era así como cuando pequeña te llamábamos? Era el recuerdo que él guardaba de ella, pues de entonces acá muy pocas veces se habían visto y menos aún hablado.

Comieron en amor y compañía, con Monseñor Eguía, Isidro y Águeda.

--Poco bien que te cuida tu hermanita si te guisa como hoy todos los días -comentaba jocoso el visitante, a la vez que cifraba una expresión de cumplido a la tímida anfitriona.

--¿Ésta? ¡Qué va, ni hablar!; lo de hoy ha sido porque usted ha venido, que si no, alubias como mucho y tira millas. Gracias a Su Eminencia como obispo hoy he comido, pues -le respondió Isidro con jovial locuacidad, inusitada en él ante la hermana.

--Calla, desvergonzáu, no hables así -recriminó a su hermano con la misma dulzura que si fuese su sobrino, y añadió dirigiéndose al prelado-: A éste pocas confianzas hay que darle; porque si no, respeto y todo pierde a cualquiera con tanta berriketa.

--Yo también he comido como obispo -dijo irónicamente Monseñor-; lo malo es que cuando uno llega a serlo, ya no está en condiciones de abrochar como dicen que comen los obispos...

--Cuidado, no le siga la corriente, que si no éste en la vida no se enmienda.

--Como ve, don Ramón, con una hermana tan virtuosa y formal, si me condeno es que no tengo ya perdón de Dios, con tanto aviso y tantas advertencias...

--Ixilik adi, itzontzi, ixilik adi!

--Aguedita, no riñas a tu hermano, que lo dice con buenas intenciones.

--Sí, con buena intención éste le dice un disparate igual si se descuida.

Monseñor preguntó por los sobrinos por mor de poner término al litigio.

--¡Menudo chicarrón está el mayor; a éste ya le ha pasado con la altura! Ha acabado segundo de arquitecto! La otra también ya va para adelante; un poco txoriburu, pero maja. Este curso ya empieza periodismo.

Y preguntó también el reverendo si Isidro continuaba tan jakintsu con sus conocimientos geográficos, a lo que respondió por él la hermana:

--Nadie sabe más que éste en la comarca. Se conoce hasta el último rincón. Ni en los libros no viene lo que sabe. El otro día andaban preguntando los del Ayuntamiento cuántos somos aquí en casa, y lo mismo en otras casas. Yo les dije: ¿para qué andáis así? Y ellos dijeron que para el padrón, que tiene que salir el año próximo. Ya les dije yo entonces que si estaría en casa nuestro Isidro, ya les diría, sí, tranquilamente, y sin tener que andar de puerta en puerta.

Y cuando se marchaba el invitado, tras el café pero sin copa y puro, Águeda preguntóle sigilosa si tenía un ratito para ella; en la iglesia mejor, a ser posible.

--No me digas que quieres confesarte, tú, que eres incapaz de haber pecado.

--Monseñor, todos somos pecadores, unos más, otros menos, pero todos. Que se cometan más o menos faltas depende de la gracia del Señor.

--Aguedita, me dejas boquiabierto. Ésa es una lección de teología.

--Don Ramón, no se burle, que ya sé que soy una ignorante; yo por eso quería consultarle una cosita que me está dando vueltas mucho tiempo.

Era al día siguiente por la tarde, sobre las siete, dentro de la iglesia, en el confesionario de la Epístola. Allí esperaba don Ramón Eguía un ratito cuando Águeda llegó de terciopelo negro y con mantilla. No era una confesión, y sin embargo, consideraron esa microcelda más apropiada que la sacristía: inspiraba mayor intimidad. A expresa indicación de Monseñor, Águeda no se puso en la rejilla, la parte destinada a las mujeres en una de las caras laterales, sino en la ventanilla de los hombres, en la cara central, de tal manera que quedaban situados frente a frente. En la semipenumbra de la iglesia, tras el calado tul de la mantilla, la cara de Aguedita recordábale al mitrado la de una virgencita moldeada en porcelana, cera o ágata.

¿Qué era lo que deseaba consultarle? -preguntaba el prelado confidente, pasado ya un buen rato platicando sobre trivialidades cotidianas-. Águeda hizo un esfuerzo sobrehumano por extraer su recóndito secreto del fondo más sensible de su entraña, para resolver de una vez por todas si fue pecaminosa su fugaz aventura amorosa, y sobre todo, si era pecaminoso recordar a aquel hombre y rezar por él incluso. Monseñor percibía el nerviosismo que Aguedita sufría en ese trance; lo notaba en sus manos, que emanaban un cálido sudor sobre las suyas, que tenían cogidas suavemente las manos de su amiga de la infancia para infundirle la presencia de ánimo que la hiciera verter la confesión que se le resistía tenazmente. Pero como si un ángel disuasorio se interpusiera en el preciso instante en que iba ya a arrojar su confidencia, salió de entre los labios de Aguedita:

--Don Ramón, ya dirá que soy sinsorga, pero tengo una duda: ¿cree usted que de verdad el hombre este verano ha llegado a la Luna?

No sabría decir la consultante de dónde le saliera aquella frase sin el concurso de su voluntad, para acallar la auténtica, la que ella deseaba despachar y no podía. El temblor de sus manos sudorosas entre las del prelado era el barómetro de la presión interna de su espíritu. Un halo de ternura recorría el alma emocionada del obispo, que, hombre al cabo, apretaba protector las manos de la tímida criatura, su amiguita infantil, que se confiaba a medias a su férula canónica. Y al sentir la corriente de esas manos en las suyas, sensibles y sensuales, manos finas de clérigo atildado, era como si el tiempo se plegase y se le apareciera en primer plano, como acontecimiento recentísimo, la noche aquella en que estuvieran juntos la víspera de entrar al seminario; y entonces su emoción se dilataba, trasladado cuarenta años atrás; sus manos apretaban con más fuerza, temblorosas también por el contagio.

¿Tanto le preocupaba ese problema, que le estuviese dando tantas vueltas? Pues sí, porque tenía ella entendido que, si el hombre llegaba hasta la Luna, se volvería el mundo del revés, o vendrían catástrofes tremendas, o llegaría incluso el fin del mundo... El sabio don Ramón, doctor en Cánones, retrocedió de un salto a su lejana niñez para ponerse a igual altura que la de la Aguedita de diez años, que eran los que la actual aparentaba por sus ideas cándidas e ingenuas. Con movimiento casi involuntario, apartó la mantilla para ver al descubierto el rostro de Aguedita cuya blanca tersura recalcaba la imagen de su amiga de la infancia. Y así, con la mantilla separada, las manos del prelado se posaron un momento en la cara descubierta, y en la piel de sus palmas percibía la corriente de un raro magnetismo que recorría su alma reviviendo el extinguido amor de su niñez, segado tras la noche de la víspera de entrar al Seminario diocesano.

--Si quieres que te diga la verdad, yo ni creo ni dejo de creer que el hombre haya alcanzado o no la Luna. Ocurre en esto como en religión: creemos por la fe, no por la ciencia, y menos por la diáfana evidencia. Ya lo decía el viejo Tertuliano: Credo quia absurdum (creo porque es absurdo lo que creo). Los que hemos contemplado aquella imagen de Armstrong posando el pie sobre la Luna, lo asumiremos sólo en la medida en que estemos dispuestos a admitirlo por no contravenir nuestros principios. ¿Tú lo has visto también? En ese caso estás en tu derecho si sospechas que ha sido un espectáculo montado por los americanos, un trucaje de efectos engañosos, al estilo de una película convencional cuya acción transcurriera en el Far West pero fuese rodada en Almería... De todos modos, tú no te preocupes porque el mundo se acabe a causa de ello. Han ocurrido cosas más chocantes y el mundo ha continuado dando vueltas. Bien sabes tú, Aguedita, igual que yo, que son inescrutables los designios de la Providencia; y como decía San Vicente de Paúl, los grandes designios siempre están cruzados por diversas trabas y dificultades. Jamás cambia el Señor lo que ha resuelto, por más que nos parezca lo contrario. Dicho de una manera más sencilla, Dios escribe derecho en renglones torcidos.

Don Ramón profirió su alocución guiado por un completo automatismo, cual si por él hablase otra persona, o cual si él recitase una poesía, o entonase la letra de un cantar de ajeno autor, sabido de memoria, como un lienzo tejido de palabras, manto de un tierno amor no confesado. Águeda le escuchaba embelesada, porque sonaban bien aquellas frases en la templada voz del sacerdote, y porque estaban a ella dedicadas con la delicadeza más cortés que cabía esperar en el prelado, aunque ella apenas nada comprendía, ya que, por otra parte, la respuesta no resolvía su problema real por no haberlo tampoco planteado.

Lo que el obispo daba por simpleza de la entrañable amiga de su infancia -ahora mujer anclada en la intrahistoria del pueblo secular en que vivía-, que era lo que para él mayor encanto y mayor atractivo despedía, era una astuta treta de Aguedita por la que, de una parte, soslayaba la comunicación de un episodio que acaso defraudase al confidente, como quien por escrúpulo amoroso evita confesar a su pareja una infidelidad, aunque pretérita, y de otra, comprobaba la reacción de su interlocutor, que en este caso resultó de lo más gratificante, pues la consulta insulsa que le hacía había suscitado una respuesta emitida con toda seriedad por el docto prelado, sin el mínimo asomo de tomarla por chochola. Por si ello fuera poco, Monseñor se le mostraba afable y afectuoso de un modo natural, porque sus manos temblaban de emoción, como las de ella, como si aquel cariño compartido de su lejana infancia resurgiera, linda flor cuatro décadas dormida.

Águeda recordaba que poco antes la misma duda habíala planteado a su sobrino Patxi, y más o menos éste le contestó algo parecido: que si lo del montaje de los yanquis, que si la propaganda americana... En cambio, no lo hubiese hablado nunca con esa cascariña de la Edurne: ésa se habría reído de la tía, sin consideración a los mayores, porque era tan dogmática que creía que sólo ella poseía la verdad.

En resumidas cuentas, la actitud de Monseñor Eguía Bengoechea en el ánimo de Águeda obraría como si sus palabras respondiesen a la consulta que deseaba hacerle y que no pudo al cabo formular. Porque una voz interna le decía que el hombre cuyas manos se enlazaban con las suyas, le daba el parabién y le ratificaba su inocencia en la única y efímera aventura sentimental que había ella vivido. Y teniendo presente una vez más lo que ella tantas veces repetía, y que el propio prelado había dicho: Dios escribe derecho (y lo que sigue), debía dar por bueno su destino, pues a saber qué hubiera sido de ella si se llega a casar con aquel hombre.

¿Era esto lo que aquella misma noche en que viajaba el chico de la piedra en el expreso rumbo a Compostela, recordaba en su insomnio la tía Águeda, o lo soñaba el chico de la piedra? Dado que el narrador sobre este punto no puede pronunciarse, lo confía al paciente lector, que lo decida.

El chico de la piedra se despierta llegando a la estación de Guillarey (punto donde el convoio lusitano, enfundado en oscuro traicionero, se junta, procedente del suroeste, rebasado el minhoto recorrido, con su primo de hispana procedencia). Arroja luz solar el nuevo día sobre la ventanilla, que la absorbe con amplias bocanadas que disipan las tétricas fatigas de la noche. Libre de la pasada pesadilla con esa pejiguera del billete, el gozo exalta el alma del viajero tras el sueño que acaba de tener, que aunque apenas recuerda nada de él, la impresión apacible permanece.

El exprés cruza el puente secular que abraza la ría redondelana; cerca, el puente de Rande, que abrocha la garganta que da paso a la ría viguesa, descuella como lomo gigantesco. Ante aquellas imágenes de puentes, el chico de la piedra se propone dar cabal cumplimiento a sus promesas, no vaya a suceder como años antes, cuando olvidó rezar en su lugar por la señora del señor de Baños, las tres Avemarías y la Salve a la Virgen del Puente.

Anegado en su júbilo callado y por asociación con tanto puente, recuerda la vernácula canción que oyera hacía tiempo con Antonio Odriozola, el curioso personaje, amigo de su padre, medio bohemio y curtido erudito, que arribara a la villa del Lérez años antes del de su natalicio. Y la oyó, lo recuerda, en el Teatro Principal de Pontevedra, a la Coral Polifónica, siendo Antonio Odriozola un viejo miembro de la Junta Directiva de aquella Asociación:

Vexo Vigo, vexo Cangas,

tamén vexo Redondela.

Vexo a ponte de San Payo,

camiño de Pontevedra.

¿Y por qué Redondela de Galicia? Es que debe de haber otra por Huelva, recuerda haberlo oído al tío Isidro, para quien los rincones más recónditos carecen de secretos, sobre todo si tienen estación o apeadero. Han arribado al fin a Redondela. Se fija en la estación: ¡menudo cambio desde la vez pasada que la viera. Le da la sensación de que en Galicia (igual que en muchas partes, ¡qué carallo!) toda renovación mata el encanto y el halo misterioso de lo antiguo. Observa la descarga de equipajes. Distingue su maleta y va tras ella. La recuperará con su resguardo, y sentirá el alivio ante el objeto que, aparte contener sus efectivos, hablará en su favor calladamente, ya que será la prueba irrefragable de que tenía en orden su billete, que el revisor aquel, por un exceso de celo, se lo había retenido. Porque si llega a ser un pica-pica, si no de malas pulgas, nada amable, no le habría ocurrido el incidente que, si desagradable en un comienzo, al cabo pasará al anecdotario; porque como bien dice la tía Águeda, Dios escribe derecho.... (y lo que sigue).

Por fin ha recogido su valija (medio vacía a la ida con el fin de llenarla a la vuelta de productos típicos de la tierra galiciana), sin que ello haya supuesto demostrar ante ninguno la veracidad de cuanto aseguraba al revisor, pues éste andará ya llegando a Vigo, y además ya le ha creído a pie juntillas en cuanto ha visto el pápiro bancario (blasón del poderoso caballero, talismán infalible), y sobre todo cuando "el señor" le ha medio prometido que intervendrá en ayuda de su hermana.

Una vez la maleta en su poder y según se dirige hacia el andén desde la dependencia de equipajes, el chico de la piedra, de repente, deja el bagaje y, casi desplomado, el semblante más blanco que la cal, logra tomar asiento a duras penas en una silla medio derrengada. Reclina la cabeza entre las manos y rompe a sollozar desconsolado hasta llorar a lágrima tendida. El empleado se altera al ver así a un mocetón tan fuerte y tan gallardo; si fuese un alfeñique, inda pasara; pero un cristiano así, ¡manda a carallo!

--¿Le pasa algo, señor? ¿Se siente mal? -se lo pregunta casi maternal el solícito empleado renfiniano, con su curva fonética galaica moldeada con melosas redondeces-. Si necesita alguna medicina...

--No necesito nada, muchas, gracias -le responde el muchacho sin poder sofocar el turbión de su congoja.

El empleado no insiste, pues comprende que al mozo aquel no debe atosigarlo. Sin embargo, está alerta por si acaso. En esto se ha acercado otro colega y ambos a dos observan al viajero mirándose con mutua interrogante. Pasado un rato, el chico de la piedra, algo repuesto ya y pudiendo hablar, se cree en el deber de decir algo a aquella buena gente, y explicarle la causa inopinada de su crisis: acaba de oír en Radio Nacional, a través del aparato que allí suena, un mensaje terrible para él: Aviso de socorro. Francisco Tellería Ayestarán, que se dirige en tren hacia Santiago, debe ponerse en contacto con su domicilio en Vitoria por asunto familiar muy grave.

Les explica el viajero entre sollozos cuál es aquel asunto familiar, y entonces los empleados se emocionan admirados de que le afecte tanto la suerte o la desgracia de una tía. Y si no está en sus manos otra cosa, cuando menos le ofrecen el teléfono (cuyo importe abonará la Compañía) para que llame usté a su domicilio, y a lo mejor no es nada, ya verá... A ver, marque tranquilo, no se achique. ¿Tiene línea direta su teléfono? Pues no olvide empezar por el prefijo.

El chico de la piedra marca el número accionando el tambor con mano firme aunque la procesión vaya por dentro y el corazón palpite impacientado. Suenan varios pitidos y descuelgan. Los hombres de la sala de equipajes escuchan expectantes al viajero, que habla con trompicadas expresiones en una lengua extraña. De repente, su rostro se demuda, y no se sabe si refleja enconada indignación o pujo de exultante carcajada. La conferencia es breve, y el viajero, poco antes de colgar el aparato, profiere unas palabras que parecen, a juzgar por el tono y la energía, una reconvención al receptor, entre dura, cordial y autoritaria.

--¿Qué pasó? -le preguntan al unísono los dos testigos de su breve parla. El chico de la piedra se compone para ser ponderado en su respuesta.

--Pues que a esta hermana mía voy a arrearle un puntapié en el bul de tal calibre que la voy a mandar hasta Bayona.

--Bah, pues si va a parar al parador, tampoco quedará tan mal parada -interviene el gachó recién llegado por desdramatizar la situación-. Y luego ¿qué le dijo a usté su hermana?

--Que la tía ha pasado bien la noche, que está más animada y que me encarga que les lleve una tarta de Santiago comprada en el convento de Pelayas. Pero seguro estoy de que el encargo ha sido una ocurrencia de esa simple.

Con el fin de poder localizarle, su hermana ha recurrido a los avisos de socorro de Radio Nacional, porque en aquel entonces no existían los teléfonos móviles de hogaño. y era el único medio expeditivo para localizar a un familiar que anduviese de viaje, siempre y cuando éste estuviera al loro con el ídem. Hay quien sostiene que en aquellas décadas en nuestra España aún no había móviles por culpa de don Paco Ferroleta, durante cuarenta años dictador, factor de nuestro endémico retraso respecto a las naciones avanzadas; mientras que opinan otros (a los cuales se les tacha de fachas reaccionarios) que tampoco en los países más boyantes había a la sazón tales inventos. ¿Quién lleva la razón? Cualquiera sabe.

--Pues no se enfade usté; después de todo, gracias que sólo fue una falsa alarma...

--Dispensen por la escena que he montado con este numerito.

--No hay de qué. Lo bueno es que no fuera más que el susto. Pero estése tranquilo, no se altere. ¿Quiere que le traigamos un caldiño? Le sentará muy bien, ya lo verá...

Y diciendo y haciendo, el buen empleado que acaba de entregarle la maleta, va a la cantina y vuelve al poco rato con una blanca cunca en una mano, que le ofrece obsequioso al pasajero, quien la acepta con boca agradecida:

--¡Esto está rico, rico; muchas gracias. Como estaba en ayunas, de verdad que esto me está sentando de primera. Pero soy yo quien tiene que invitarles, si todo sale bien, a un buen marisco.

--Déjelo estar señor; si va a Santiago, el tren está al llegar. ¿Lleva billete?

--¡Cagüen-la-mar, pues no!; tiene razón. Voy pitando a sacarlo, que si no...

--Vaille cobrar o doble o revisor.

Y el chico de la piedra, en dos zancadas, alcanza la taquilla del despacho de billetes (debido a que en Vitoria no le han podido dar hasta Santiago), pues más que pagar doble le horroriza la idea de volver a las andadas, de tropezar dos veces en la misma piedra y luego explicar al pica-pica lo que ya no tendría explicación.

 

 

 

 
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