SIÉNTATE CONMIGO
  Maureen, de El María del Mar ha entrado en puerto (Fernando Verdejo Vendrell)
 
 
 
 
  MAUREEN
  (De El María del Mar ha entrado en puerto)
 
  Fernando Verdejo Vendrell
 
La conocí en una librería de Liverpool llamada Woodstock, en North John Street, donde había entrado a comprar unos impresos.   Era rubia, pecosa, de ojos de un azul intenso y, por si fuera poco, simpática y amable, tanto, que casi se me olvidó a qué había ido. Estuvimos hablando un rato entre consulta y consulta sobre unos impresos que para mí ya habían dejado de tener interés. Me preguntó de qué país era, prueba evidente de que mi pronunciación inglesa no era tan buena como yo creía, y dijo que le gustaría mucho conocer España, país sobre el que había leído mucho y del que había oído contar cosas maravillosas. De vez en cuando, miraba de reojo al encargado y de manera entre suplicante y divertida, me dio a entender que no podía perder más tiempo. Le pregunté si podía llamarla por teléfono, si podía esperarla a la salida y no sé cuántas cosas más. Envolvió mis impresos, me dijo que aquel día era imposible, que no la esperara y discretamente colocó en uno de los pliegues del envoltorio una tarjeta con su nombre y número de teléfono. Maureen White, Liverpool Central  9751. Salí de la librería contento. En cuatro viajes que habíamos completado entre Liverpool y Greenock, sólo había cambiado algunas palabras con las empleadas del consignatario y al hacer comparaciones, Maureen me parecía escapada de un cuento de hadas. 
Seguí andando hasta llegar a la esquina de Whitechapel con Church Street, donde había la pastelería más grande y conocida de Liverpool. Entré y compré una enorme caja de bombones de casi un metro cuadrado, les di una tarjeta e hice que se la mandaran a la librería. Me pasé el resto de la tarde andando hasta la hora de cenar, cosa que hice en el hotel Adelphi, uno de los pocos sitios de la ciudad donde con ciertas limitaciones, se podía comer relativamente bien. Después de cenar me fui al teatro y cogí el último tren para Widnes, lugar donde habitualmente cargábamos. La lluvia no dejaba de caer intensamente y chocaba con fuerza contra los cristales del departamento en el que viajaba como único ocupante. Su ruido era para mí la mejor de las músicas y el trayecto se me hizo mucho más corto de lo habitual.
Llegué al Lottie May de excelente humor, e incluso la perspectiva de tener que salir de madrugada para Greenock, no me disgustaba en absoluto. Zarpamos  con la marea a las cinco de la mañana, y al pasar frente a Liverpool, no pude por menos que pensar que ella estaba allí, entre aquella aglomeración de edificios y pasé largo rato haciendo cábalas sobre cuál habría sido su reacción al recibir la caja de bombones.
Tardamos dos semanas en regresar y tan pronto amarramos, me dirigí al teléfono más próximo y llamé a la librería. Se puso al teléfono otra dependienta y pude oír claramente cómo decía: Maureen.... es tu español. Instantes después, se puso ella al aparato y me dijo con voz insegura:  Hola. Soy yo.... Tú debes de estar loco, nunca había visto una caja de bombones tan grande. ¿Eran realmente para mí? Al decirle que por supuesto, me confesó que no se había atrevido a abrirla por si se trataba de un error. Estaba entre sorprendida y entusiasmada y accedió rápidamente a que fuera a esperarla a la salida del trabajo. A las cinco en punto estaba  yo en la puerta de Woostock, contento,  inpaciente y dejando volar la imaginación. Al poco rato salió, y después de darme la mano, volvió a repetirme  que debía de estar loco y a preguntarme si era normal en España hacer estas cosas y obsequiar de esta manera a una chica a la que se acaba de conocer. Estuvimos paseando por el Pier Head, que es el muelle en el Río Mersey, desde donde salen los ferries que van a New Brighton en la orilla opuesta. Desde allí se podía observar el continuo tráfico de barcos que subían o bajaban del Canal de Manchester. Cada vez que el Lottie May entraba o salía de Widnes, tenía que pasar necesariamente frente a aquel muelle. Le conté lo que hacíamos, cómo era nuestro barco, el ir y venir por el Mar de Irlanda y la suerte que teníamos de tener un contrato, que nos aseguraba el tener a Liverpool como puerto fijo de retorno. La aturdí a preguntas sobre ella, su trabajo, sus aficiones, su vida y su manera de ser. Me miraba con ojos de sorpresa entre divertida y confusa. Cuando empezaba a oscurecer, la invité a ir al  hotel Adelphi de Lime Street, punto de reunión habitual de la peculiar fauna que constituía la oficialidad del Lottie May.
Cuando íbamos por la tercera taza del infecto café, que sólo los ingleses son capaces de beber sin pestañear, se me quedó mirando y dijo: Es curioso, tengo la sensación de que nos hemos conocido siempre. La verdad es que a mí me ocurría lo mismo y sólo deseaba que el reloj se parara y así poder prolongar aquellos instantes, que a mí me parecían maravillosos. Le pedí permiso para telefonearla y salir con ella alguna otra vez, a lo que accedió y al parecer muy contenta. Sobre las ocho, dijo que tenía que regresar a su casa y me rogó que la acompañara  hasta la parada del autobús. Así lo hice y nos despedimos  con un "hasta la próxima". Me quedé como flotando sobre una nube y Liverpool me parecía la ciudad más maravillosa del mundo, a pesar de su lluvia, su niebla y la pátina grisácea que cubría todos sus edificios. De regreso al Lottie May, no dije ni palabra a nadie, no quería compartir mi secreto. Era todo demasiado maravilloso para compartirlo.
A partir de entonces, se convirtió en una costumbre al llegar a Liverpool, el llamarla, esperarla a la salida de Woodstock e irnos paseando lentamente hacia el Adelphi. Allí, en un rincón que ya nos parecía nuestro, dejábamos pasar las horas, unas veces hablando y otras en largos silencios en los que intercambiábamos intensas miradas y alguna que otra sonrisa.
En una de estas salidas y cuando la estaba acompañando desde el hotel hasta la parada del autobús, nos dimos cuenta casi a la vez, de que íbamos cogidos de la mano. Nos miramos y sonreímos sin intercambiar palabra hasta que llegamos a la parada.
Creo recordar que fue un mes de Junio, cuando al salir del hotel me dijo: Si quieres otra taza de café puedes venir a casa a tomarla. No tuvo que repetírmelo dos veces, y sin soltar ni un momento su mano hice lo que para mí fue un maravilloso trayecto en autobús. Su casa, como otros miles de casas inglesas, era de planta y piso con un minúsculo jardín que rodeaba la entrada. Con cierta aprensión, entré en el recibidor y casi al momento apareció su madre, una mujer alta y poderosa, que casi a bocajarro me soltó: Tú debes ser el loco de los bombones. Bienvenido, la verdad es que estaban riquísimos. Pasa a la sala y tomarás un café que no es tan bueno como el del Adelphi, pero en cambio mis pasteles son mucho mejores.
Pasamos una velada excelente y me tuvieron prácticamente que echar, cinco minutos antes de que saliera el último autobús para Liverpool. También en el último tren, llegué a Widnes y andando pues ya no había transporte a aquella hora, recorrí los cuatro kilómetros que separaban la estación, de nuestro muelle de carga. Todo ello bajo una lluvia torrencial, sin paraguas y sin impermeable. Pero la lluvia era maravillosa, el barro formidable y el mundo como una deliciosa caja de música llena de inagotables sorpresas. Al llegar al barco, la broma y los comentarios jocosos se prolongaron durante largo rato, pero yo apenas si los oía, mi mente estaba muy lejos de allí. A la mañana siguiente y antes de partir para un nuevo viaje, hice que mandaran un gran ramo de rosas a  la madre de Maureen, con una nota agradeciendo su amable acogida y sus magníficos pasteles.
Las cosas continuaron más o menos igual durante los viajes siguientes. En algunas ocasiones, al coincidir la Llegada del Lottie May en sábado o domingo, hacíamos excursiones a New Brighton o a Morecambe Bay. Conocíamos todos los rincones de Liverpool y manteníamos una fidelidad manifiesta por el Adelphi, a donde casi siempre recalábamos al atardecer. Un día me dijo que le gustaría decirme adiós desde el Pier Head, cuando pasáramos por delante, río abajo, rumbo a Escocia. Le dije que me encantaba la idea, que la avisaría por teléfono de nuestra salida de Widnes y de la hora aproximada de nuestro paso  por el Mersey frente al muelle. Así lo hice y a partir de entonces, siempre que la hora lo permitía la llamaba y puntualmente cuando el Lottie May  pasaba frente al Pier Head, allí estaba su, para mí inconfundible silueta, diciéndome adiós con un pañuelo blanco, que se iba difuminando hasta desaparecer conforme avanzábamos río abajo. Estuviera o no de guardia, siempre subía al puente para corresponder a su saludo, lleno de una felicidad difícil de describir.
Continuamos durante un tiempo con nuestras salidas, nuestros paseos y nuestros adioses. El tiempo nos pasaba volando e inevitablemente mirábamos con frecuencia el reloj, contando las horas que faltaban para una nueva separación. Disfrutábamos estando juntos, de las cosas más insignificantes, viendo llover, contando los barcos que subían y bajaban por el Mersey, o simplemente cogiéndonos de la mano sin decir nada durante largos intervalos. 
Hice alguna que otra visita a su madre, que inevitablemente, recibía al "crazy spaniard", como ella me llamaba, con un tremendo abrazo y no pocas muestras de alegría. Así continuaron las cosas durante meses, viviendo los dos en un mundo maravilloso lleno de amistad y sincero afecto.
En uno de los viajes del mes de septiembre, estábamos tomando café en el inevitable Adelphi y me pareció encontrarla algo triste. Le pregunté si le ocurría algo y me contestó que no. Luego, y después de un largo silencio me dijo: Nunca hemos hablado de religión, pero me gustaría que me dijeras si tú crees en el más allá. Le contesté que mis convicciones religiosas eran más bien limitadas y que el más allá, era un problema que no me había planteado. Se calló durante unos instantes y luego me dijo: Pues yo creo que sería muy injusto, que dos personas que se quieren no puedan encontrarse después de la muerte y continuar siempre juntas. Tomamos otra taza de café y luego me pidió que la llevara a pasear por el Pier Head, desde donde siempre me decía adiós. Anduvimos sin intercambiar palabra durante la media hora larga que duró el paseo. Una vez allí, estuvimos contemplando en silencio el intenso tráfico del Mersey. Nos parábamos de vez en cuando y ni siquiera nos dábamos cuenta de que hacía rato que caía una lluvia fina y helada, que nos había empapado completamente. De repente, Maureen se paró, se puso frente a mí  y mirándome fijamente me pidió que la besara. Entre sorprendido, preocupado e ilusionado la besé apasionadamente una sola vez. Se separó rápidamente de mí y  dijo: Hoy preferiría irme sola a casa, por favor, quédate aquí y deja que me vaya. Unas grandes lágrimas corrían por sus mejillas y la sorpresa me impedía reaccionar. Me quedé mirando cómo salía corriendo y subía a un taxi. Ya en él, sacó la mano por la ventanilla y me dijo adiós.
Salimos de viaje por la mañana del día siguiente y como siempre, subí a cubierta para contemplar su pequeña figura y el blanco pañuelo que invariablemente y viaje tras viaje, endulzaban la despedida. En el muelle no había nadie. Angustiado, subí  rápidamente    al Puente y cogí los prismáticos para comprobar mejor, pero  en el rincón donde ella se colocaba para protegerse del frío, sólo se veía el banco donde tantas veces nos sentábamos, pero ni rastro de Maureen.
Los durísimos temporales de noviembre y problemas con la carga, hicieron que durante un mes llegáramos de madrugada a Widnes, llenáramos los tanques en cinco horas y volviéramos a emprender viaje. Llamaba por teléfono tanto desde nuestro muelle de carga, como desde Greenock, pero siempre sin respuesta. A pesar de ello, continuaba subiendo todos los viajes a cubierta al pasar frente al Pier Head, pero siempre el muelle vacío. Solamente el banco, nuestro banco parecía estar allí como mudo testigo de un dolor que me abrumaba y aturdía. Deseaba aclarar las cosas, saber qué es lo que había ocurrido, y la ocasión se presentó en Diciembre cuando llegamos a Widnes para una estancia de tres días. Apenas amarrados salté a tierra y desde la primera cabina telefónica intenté llamarla una vez más. Nadie descolgaba el teléfono y una especie de vago terror empezó a invadirme. En medio de una intensa nevada tomé el primer tren para Liverpool y de allí, un taxi hasta su casa. Llamé a la puerta y al cabo de unos instantes abrió su madre. Al verme, me abrazó y llorando desconsoladamente me decía: Mi pobre español loco... Yo estaba tan aturdido que no comprendía nada. Lo único que pude decir fue: ¿Dónde está Maureen? Sin levantar los ojos y sin dejar de abrazarme me dijo: La enterramos hace dos semanas. A partir de aquí, todo se me hace confuso. Recuerdo que me habló de un tumor cerebral y que dijo algo así como que ya era de esperar y que un día u otro tenía que ocurrir. De pronto se puso seria y dijo: Pero, ¿es que no te había dicho nada? Yo no estaba en condiciones de responder, todo me parecía absurdo, irreal e incomprensible. Del bolsillo del delantal sacó un pequeño sobre y dijo: Ttoma, Maureen  me pidió que te lo diera. Pobre hija.
Lo próximo que recuerdo, es que sobre las ocho de la noche estaba sentado en nuestro banco del muelle sin poder contener el llanto. No recuerdo cuánto tiempo estuve allí ni cuándo me fui. Sólo recuerdo que nevaba muy intensamente y las siluetas de los barcos que bajaban por el Mersey eran difusas. Recuerdo también una vaga sensación de frío y algo más tarde la nieve a través de la ventanilla del tren que me devolvía a Widnes.
Al llegar al Lottie May, recordé el sobre que su madre me había dado. Lo abrí y en él había muy bien doblada, la etiqueta de la caja de bombones que le regalé el primer día. En el reverso había escrito con su letra menuda y uniforme. Cariño, qué pena que no creas en el más allá. Yo sí y quiero que sepas en esta hora para mí incierta, que eres lo más maravilloso que me ha ocurrido en esta vida. Siempre, siempre estaré en el Pier Head diciéndote adiós y pidiéndole al Señor que te proteja donde quiera que estés.
Hasta el último viaje del Lottie May,  subí siempre a cubierta aun sabiendo que su pequeña silueta no estaría allí, ni tampoco el pañuelo blanco, testigo de tantos adioses. Solamente el banco, nuestro banco, permanecía en su sitio como mudo testigo de mi dolor. Ni una sola vez pude evitar las lágrimas,. ni una sola vez pude dejar de decir, adiós, Maureen, adiós.
 
Gracias, amigo Fernando, por permitir que tu estimado hermano Mariano me compartiera, vía correo electrónico, el último borrador de tu libro "El María del Mar ha entrado en puerto" del que he extraído esta enternecedora vivencia tuya para compartirla, a mi vez, con cualquier perdido navegante de internet que haya llegado hasta este puerto mío en el que invito a comprar, además d ésta, las otras dos obras tuyas: El capitán Selwyn y Entre el orto y el ocaso.
 
 
 
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