El pasado 3 de diciembre -creo que lo recordaré toda mi vida- como todos los días laborables salí de la empresa donde trabajo a las 7 de la tarde. Dado que ésta se halla situada en un barrio de calles estrechas, escasamente iluminadas y muy poco transitadas (y más a esas horas y en esa época del año) recorro a buen paso la distancia que la separa del lugar donde acostumbro (si hay suerte) a dejar aparcado el coche.
Al entrar en una de aquellas callejuelas, vi a un hombre de mediana edad que caminaba por la misma acera que yo, igualmente a buen paso. Me percaté en seguida de que dirigía furtivas y rápidas miradas hacia el otro lado de la calle y hacia atrás. Al verme redujo el paso. Me dio mala espina. Pensé que lo mejor era adelantarlo y perderlo de vista cuanto antes.
Dicho y hecho. Aceleré la marcha, ya de por sí apresurada, y lo dejé atrás. Volví la cabeza y observé que él también aligeraba su paso, manteniéndose a pocos metros de mí.
Afortunadamente, ya faltaba muy poco para llegar adonde tenía aparcado el coche. Al buscar las llaves tuve la impresión de que me faltaba algo... ¡la cartera! ¡Me la han robado! Me detuve un instante, y luego, lentamente reanudé la marcha al tiempo que registraba nerviosamente todos los bolsillos. ¡Nada!... La cartera no estaba.
Lo vi claro al momento: "Este cabrón, al adelantarle me la ha mangado". En unas décimas de segundo tracé mi plan: metí la mano en el bolsillo del abrigo, cerré el puño como cuando los niños juegan a dispararse sin tener pistola, apreté el abrigo contra el costado y me volví súbitamente hacia el ladrón, diciéndole: "Déme la cartera ahora mismo o le pego un tiro".
El hombre, sorprendido, y poniendo cara de asustado sacó la cartera y me la entregó. La introduje rápidamente en el bolsillo y corrí hasta el coche sin volverme a mirar hacia atrás ni una sola vez. Lo puse en marcha y salí a toda velocidad hacia mi casa.
Llegué todavía muy agitado. Al oír abrirse la puerta, mi mujer salió como cada día a recibirme. Y tras el beso de rigor, sin reparar en mi nerviosismo, me dijo: "¿Sabes que hoy te has dejado la cartera en casa?"
Me quedé petrificado. Ante la interrogante mirada de mi mujer, al tiempo que le explicaba todo lo sucedido, abrí la cartera (marrón como la mía) que había robado, y busqué el carnet de identidad del pobre hombre, que por suerte allí estaba, y sin más rodeos, a la guía telefónica.
Llamé. Me contestó el propio atracado. Le expliqué punto por punto lo que había pasado por mi cabeza, pidiéndole repetidamente excusas y comprometiéndome a llevarle de inmediato la cartera. Entonces me aclaró, por su parte, su actitud un tanto sospechosa: "Ya sabe que en ese barrio es bastante arriesgado ir por aquellas callejuelas a esas horas, por eso, cada día al salir del trabajo, si encuentro que alguna persona sigue (en parte o todo) el mismo itinerario que yo, suelo ir cerca de ella porque me parece que el riesgo de atraco es menor si hay dos personas muy próximas".
Desde ese día hacemos juntos el camino hasta nuestros respectivos coches, si tenemos la fortuna de aparcarlos cerca.