DOSCIENTOS AÑOS DESPUÉS
Carlos Andrés Vallejo
Hoy, sin más compañía que mis pensamientos, vuelvo una vez más al pueblo de mis padres, de mis abuelos... a enterrarme durante tres días con la esperanza de resucitar al tercero y reintegrarme con nuevos bríos a la estresante vida laboral que el sistema ha instaurado en esta "aldea global" en la que nos ha tocado vivir.
El pueblo, tan pequeño como Coupvray y extendido sobre la mini-falda de una colina, está tan vacío que apenas encuentro a alguien a quien desearle buenos días mientras lo cruzo hasta llegar a mi casa situada en la parte baja de la misma. Es una casa de dos plantas con tejado a dos aguas, chimenea, un pequeño jardín en la parte delantera y una cochera en su parte posterior. Aunque desde fuera, a cualquier persona que haya visitado la de Louis Braille, pudiera evocarle la de éste, sin embargo por dentro está adecuadamente restaurada y bien equipada acorde, más o menos, con los tiempos que corren, pero conservando algún rincón con olor a viejo y preñado de recuerdos.
El día es espléndido. La primavera se ha enseñoreado de tal modo que, una vez aparcado el LB-1809, dejar el equipaje en mi habitación y hacer una somera y rápida inspección de la casa, me siento empujado a deambular por el pueblo y sus alrededores sin rumbo fijo para que, abiertas de par en par las ventanas de mis sentidos, penetren el sabor de la fresca agua de la Fuente Vieja; la hermosa panorámica del pueblo y entorno contemplado desde la Cruz (símbolo de la bendición de los campos); el revificador perfume de plantas, flores, árboles y el de la hierba húmeda y fresca que se sobrepone a todos ellos; el piar o canto de pájaros que, en vuelo o parados, sabe Dios qué cosas dirán, y el impresionante crotorar de las cigüeñas.
Ya de regreso, tras haber saludado a un par de perros ladradores pero poco mordedores, a unas cuantas vacas -a distancia, por si acaso- y a unos pocos viejos que pasean con la cabeza gacha arrastrando pies y recuerdos (ovejas y gallinas ya no hay) me hallo ante las dos escuelas: la de los chicos y la de las chicas ambas prácticamente en ruinas. Esas escuelas a las que asistieron mis padres hace ya... ¡toda una vida!
Siguiendo un impulso provocado -supongo- por alguna idea envuelta en un repentino brote de amor filial, extraigo del bolsillo mi aparato tecnológico último modelo y busco a ver qué dice Google, el doctor Sabelotodo del ciberespacio: "Louis Braille 1818"
Sí, parece que encuentra algo. Leo: 1818: Louis Braille concurre a la escuela de Coupvray con alumnos que ven. Es registrado con el número 10 en la respectiva lista.
Me lo imagino en ella, a sus nueve años, sin código de lecto-escritura, ejercitando al máximo su memoria para, cual pajarito, llenar su buche de granitos de cultura. ¡Qué futuro tan oscuro, a pesar de la buena voluntad de la familia, compañeros y maestro! Pero... ¿y si recurro de nuevo al doctor Sabelotodo y le pido que busque: "Louis Braille 1819"?
A ver, a ver... También proporciona una mínima información:
15 de febrero de 1819: Louis Braille ingresa en el Instituto de jóvenes ciegos de París.
¡El futuro parece no ser ya tan oscuro!
Dejo atrás las escuelas, próximas a mi domicilio. A medida que voy acercándome, una voz perfectamente identificada no cesa de susurrarme insistentemente al oído: "Anda, sube al desván; anda, sube al desván..."
De momento no le hago caso porque me apetece beber una copita de vino y recrear, mientras tanto, de la mano de Isaac Asimov, lecturas varias y testimonios directos, las vicisitudes de un imaginario ciego bicentenario. Abro, pues, una botella -pienso que procede de la zona de Coupvray- y brindo en silencio por Louis Braille y sus seis puntos mágicos que me han dado tanto aunque yo sea vidente.
Tras apurar la copa y volverla a llenar en sus tres cuartas partes, obedezco a la voz y subo al desván en el que entro cual Marcelino Pan y Vino (niño protagonista del enternecedor cuento de José María Sánchez-Silva) con la copa asida firmemente para no derramar ni una sola gota.
No hay en él un gran crucifijo, ni siquiera una mesa, pero sí un sillón frailero en el que me siento, depositando la copa en el gran baúl situado a la derecha del mismo.
Cierro los ojos y abro los oídos. Entre sorbo y sorbo del sabroso vino, me llega el eco de dos voces familiares que se comunican a través de mí.
-¿Qué haces?
- Escribiendo una carta a un amigo del colegio.
-¿Con esa especie de lezna?
-Se llama punzón. Mira. En estos rectangulitos, en los que caben seis puntos, voy pinchando. Las letras surgen de las diferentes combinaciones que pueden hacerse. Al darle la vuelta al papel... ¿lo ves? Con los dedos podemos leerlas.
-¿Es muy difícil aprender?
-No.
-¿Me puedes enseñar?
- Claro que puedo. Pero ¿para qué quieres aprender?
-Para escribirte cartas cuando estés en el colegio.
-Ahora mismo te hago un abecedario, te explico cuatro cosillas, y ya verás que pronto lo dominas. Además, tú no tendrás que leer con los dedos, que es lo que más cuesta.
-Espera un momento que traigo un lápiz para...
-Callad, callad, por favor -interrumpo el diálogo incorporándome-, que ahora quiero hablar yo: Doce años tenía ella y trece años él. Desde ese bendito verano, la pauta, el punzón y ese papel tan grueso fueron cambiando de casa: durante los períodos vacacionales en la de él, durante el curso en la de ella. Y aquí, en este gran baúl del que ahora mismo levanto la tapa, junto a los ocho volúmenes en braille de los célebres cuentos de los hermanos Grimm que él le leyera a ella, duermen aquella pauta, aquel punzón y aquellas cartas de él, que era mi padre, y de ella, que era mi madre.
Barcelona, 3 de abril de 2018, día en el que se cumplen 57 años de mi ingreso en el colegio Santiago Apóstol de la ONCE de Pontevedra.