Preámbulo
Era todavía muy temprano cuando Teógenes se despertó. Sentado en la cama miró a través del estrecho ventanuco de su habitación que daba a la explanada de las eras del pueblo, y al ver que el desgarrado manto blanco que las cubriera el día anterior había recuperado todo su esplendor durante la noche, pensó que el cielo se empeñaba en vestirlo todo con su mejor traje de invierno para despedir el año y dar la bienvenida al siguiente. Después, como un buen presagio, con el refrán "año de nieves, año de bienes" metido en su mente y el frío en el cuerpo, volvió a buscar el calorcillo bajo las mantas cual polluelo bajo el ala de la gallina. Y con un intenso placer recorriéndole de pies a cabeza, se durmió de nuevo.
La voz de su madre le llegó cada vez más clara desde la puerta de la habitación:
--Teo, Teo; venga, levántate, que me tengo que ir a casa del tío Pachuchín. Te dejo el desayuno en la cocina. Venga, que si no se te enfriará la leche.
Teógenes tenía once años y vivía con su madre (soltera) en una de las más viejas y pequeñas casas del pueblo, prestada por su vecino, el tío Pachuchín, que se había medio apiadado de ella cuando se quedó sin la ricachona señora a la que servía (muerta de la noche a la mañana), preñada por ¡sabe Dios quién!, y sin familia a la que recurrir.
Como el tío Pachuchín, en aquellos tiempos se había quedado viudo, solo en el mundo (sus dos hijos se habían ido a América hacía años) y con una salud que le daba a duras penas para un corto paseo, llamó a la pobre Restituta y le dijo:
--Mira, Resti; ya ves cómo estoy, hecho una pena. Si estás dispuesta a atenderme hasta que me muera, te dejo gratis una de mis casas (la de aquí al lado) y además te pago algo para que podáis ir tirando tú y lo que venga.
La Restituta vio el cielo abierto. Se instaló en la casa, amueblándola con los desechos de algunas de las familias del pueblo, y a cumplir como Dios manda: siempre lo había hecho así. Y así pasaron los años, creciendo el niño y arrugándose más y más el tío Pachuchín que, afortunadamente para ellos, no sólo seguía viviendo, sino que conservaba una aceptable movilidad y una mente despejada como un buen día de primavera.
Por fin, Teógenes, tras remolonear un poco, se levantó y vistió rápidamente (el frío así lo exigía) y bajó a la cocina. Después de desayunar se hizo el lavado del gato, se metió un trozo de pan en el bolsillo y cogió los dos cepos que tenía y salió de casa dirigiéndose a la del tío Pachuchín. Antes de llamar a la puerta, no pudo resistir la tentación, como siempre que nevaba, de abrir la bragueta, sacar la espita, y con el cálido chorro ir trazando surcos sobre la inmaculada nieve, observando atentamente cómo, en un visto y no visto, ésta se regalaba.
Ya en casa de su vecino, tras saludarlo alegremente, dijo a su madre que se iba a cazar gorriones y a jugar un rato con los hijos del Cipriano. Cuando se dirigía hacia la puerta, el tío Pachuchín lo llamó:
--Teo, ven un momento que tengo que decirte una cosa.
El niño se acercó intrigado.
--Ya sabes que hoy es 31 de diciembre, ¿no? -le dijo poniéndole una temblorosa mano en el hombro-; pues bien, tal como lo he hecho en años anteriores, también en éste os invito a ti y a tu madre a cenar conmigo para despedir el año y recibir el que viene; pero esta vez hay algo extraordinario: he comprado uvas que nos comeremos con las campanadas del reloj de pared que tengo en el comedor. Al llegar el nuevo año te propondré algo muy interesante para ti. Ahora vete a cazar y a jugar y cuando llegue el momento recuérdamelo.
Teógenes dijo que sí, y sin hacer ninguna pregunta (poseía la rara virtud de hacer las justas y necesarias) salió apresuradamente de la casa.
Pasó gran parte del día jugando con otros chicos del pueblo a hacer muñecos de nieve y tirarse bolas, a deslizarse, previa carrerilla, por pasillos de hielo suficientemente duro, y, de vez en cuando, a vigilar los cepos que había colocado en sitios donde sabía que acostumbraban a ir los gorriones, cubriéndolos convenientemente y dejando visible un trocito de pan como cebo.
Por fin llegó la hora de cenar. Su madre lo vistió con la mejor ropa que tenía y se fueron a casa del tío Pachuchín. Mientras la Restituta preparaba la cena, el viejo y el niño hacían tiempo echando unas manos de guiñote al calor del brasero.
Teógenes cenó como nunca, y como nunca se rió al comer, por primera vez, las uvas. Cuando las acabó, sin que hubiera podido seguir el ritmo de las campanadas, esperó unos instantes hasta recuperar la compostura e inmediatamente dijo:
--Ahora tío Pa..., tío Bienvenido (que ése era el nombre de pila del viejo) ¿qué me tenía que proponer?
--Espera un poco. Y dirigiéndose a la Restituta, agregó: Anda, hazme una manzanilla, prepárame una copita de anís y vete fregando los cacharros.
Cuando se quedaron solos, el tío Pachuchín le dijo al niño:
--Ya sabes que la casa donde vivís es mía, ¿no? Pues bien, como tu madre y tú os estáis portando conmigo mejor que si fuerais de mi familia, he decidido regalárosla; tu madre ya lo sabe. Pero además, y esto es lo que te quería proponer, te ofrezco un trato con el que los dos saldremos siempre ganando. Hizo una pausa mirando fijamente a Teógenes que le sostuvo la mirada expectante.
--Pues si los dos aldremos siempre ganando, chóquela -intervino apresuradamente el niño estirando la mano.
--Tranquilo, Teógenes; no te precipites. Antes debes saber de qué se trata y cuáles son las condiciones. Después, si estás de acuerdo, sellaremos el trato.
--Conforme. Dígame -repuso Teógenes cogiendo un trozo de turrón y acomodándose en la silla.
--Durante el año que acaba de empezar -explicó el tío Bienvenido-, habrás de escribir cincuenta y dos cuentos o relatos, tantos como semanas tiene, (la extensión será de una hoja por una cara como mínimo) que me leerás y entregarás después. Al principio pondrás el título y al final la fecha. Por cada uno que escribas yo meteré un duro en una bolsa que guardaré en el primer cajón de arriba de la cómoda de mi habitación. Si yo me muriera durante este año, tú coges la bolsa con los duros que haya. ¿Aceptas el trato?
--Una cosa, tío Bienvenido -dijo el niño-. Si al terminar el año no he escrito los cincuenta y dos cuentos, ¿me dará los duros que haya en la bolsa?
--No; a menos que te sea imposible hacerlo.
--Otra cosa: ¿tengo que escribir uno cada semana?
--No. Cuanto antes los tengas, mejor para ti. Pero no escribas a tontas y a locas: piensa bien lo que vas a poner y cómo.
--De acuerdo, chóquela -dijo firmemente Teógenes-. Esta noche tendrá el primero.
1.- La Hostia de Año Nuevo
El pueblo de Quintín era muy pequeño (tendría, a todo tirar, unos trescientos habitantes) y se hallaba extendido sin orden ni concierto sobre una suave pendiente. Dividido claramente en dos barrios, separados por una corta sucesión de huertecillos y unidos por tres calles (la de Arriba, la del Medio y la de Abajo) estaba flanqueado, Como signo de la pasada religiosidad de sus habitantes, por la ermita de la Soledad, al norte; la de San Andrés, al sur; la de San roque, al este, y al oeste, en lo más alto de la pendiente, por una cruz de piedra (allí levantada como signo de la bendición de los campos) próxima a la cual se hallaba el cementerio. En medio del barrio más antiguo, junto al Ayuntamiento, se alzaba la iglesia con una alta torre cuadrada en la que se veía un reloj con números romanos, cuatro campanas (dos muy grandes en un lado y dos pequeñas en otro) y en el tejado, una veleta y un nido de cigüeña.
La iglesia sólo se llenaba unos pocos días festivos al año y cuando había algún entierro. Uno de esos días era el de Año Nuevo. La gente acudía, nevara o lloviera, vestida con sus mejores trajes. Entraba en la iglesia y se iba distribuyendo por grupos a ambos lados del pasillo central: Las chicas de la escuela en la parte delantera izquierda según se miraba el Altar Mayor, los chicos en la derecha; inmediatamente detrás, la maestra y el maestro respectivamente, después, mujeres y hombres, y en el coro y debajo de él, los mozos y más hombres.
Ese día, al llegar el momento de ir a comulgar, fueron pasando en perfecto orden, como de costumbre, primero las chicas, a continuación los chicos, luego las mujeres y, por último, los hombres. Cuando le tocó el turno al Silverio, un solterón tan bueno como simple que tenía la manía de cerrar siempre toda procesión, al abrir la boca para recibir la Hostia, lo hizo como si el cura hubiera de examinarle las anginas. En ese momento, del cielo de su boca descendió en un decir amén la dentadura postiza que estuvo en un tris de caer en la bandeja que sostenía debajo de la barbilla Quintín, uno de los dos monaguillos. No pudiendo taparse la cara con las manos ni aguantarse la risa, el chico soltó una entrecortada carcajada, apagada por los cánticos de los fieles. Al Silverio se le oscureció la mente y le ardieron las mejillas. Al tiempo que con una mano sujetaba primero y encajaba después la dentadura, sacó la otra a pasear con no mucha fuerza. Quintín, que no le quitaba el ojo de encima, la vio venir con el tiempo justo para esquivarla. Esta otra hostia fue a parar al cura, que no dijo ni pío. El Silverio pidió perdón en un susurro, recibió el cuerpo de Cristo y volvió a su sitio sin atreverse a levantar la mirada del suelo, pensando que todo Dios tendría los ojos fijos en él aguantándose la risa.
Como había sucedido todo tan rápidamente y la gente se hallaba en esa general distracción que se producía en los últimos momentos de la comunión, nadie se dio cuenta del hecho, salvo los dos monaguillos y el cura; así que la misa continuó como si nada hubiera pasado. Cuando, ya al final, llegó el momento de ir a adorar al Niño al son de "Ay, del chiquirritín", entonado principalmente por los chicos y chicas de la escuela, comenzó otra vez el desfile, pero esta vez de todos los que había en la iglesia. Le tocó de nuevo el turno al Silverio. El cura, con una indescifrable sonrisa, le ofreció el pie del Niño Jesús para el respetuoso beso, mientras Quintín, muy serio, guardaba una prudencial distancia. En ese momento, tanto a Quintín como al otro monaguillo, les pareció ver que el Niño hacía por introducir su piececito en la boca del Silverio con intención de tirar de la dentadura, a la vez que lucía una pícara sonrisa que les hizo sonreír también y pensar que Jesús, el Niño Dios, era, y ya desde la cuna, un niño tan travieso como los demás.
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2.- Falta me hace, majo
Acabada la misa de año Nuevo, el cura, Quintín y el otro monaguillo se metieron rápidamente en la sacristía. Se quitaron las prendas propias del oficio religioso, dejándolas bien ordenadas; don Daniel guardó celosamente el dinerillo depositado por los feligreses en el bonete que uno de los dos monaguillos había pasado por toda la iglesia; repartió unas perrillas entre ambos, y salieron a buen paso de la iglesia, pues el cura todavía debía decir misa en el pueblo de al lado.
Tras despedirse de don Daniel con el obligado y ritual beso en el dorso de la mano, Quintín cogió pistas y marchó hacia su casa para cambiarse de ropa (la camisa, el jersey, los pantalones y los zapatos) que llevaba los había estrenado el día de Navidad, y el día de Reyes se los pondría de nuevo; por tanto, era muy consciente de que había que cuidarlos y mantenerlos bien limpios.
Cuando llegó, su madre ya había hecho las camas y bailaba a ritmo de paso doble con la escoba por la casa para, una vez arreglada, irse a la del tío Bonifacio, hombre viudo, mayor, sin hijos y con dinero, al que atendía, cuidaba o servía desde hacía unos cuantos años.
--Hala, hijo, cámbiate y vete a la fuente a llenar el cántaro y el botijo -le pidió su madre nada más cruzar el umbral de la puerta de casa.
Quintín, sin rechistar y diligentemente, cogió cántaro y botijo y a la fuente.
Allí encontró, haciendo lo propio, a Fernanda la Tarascona, mujer machuna, que andaría por los cuarenta y tantos años y que vivía sola. No se había casado porque -según decía- no quería que la mandara nadie; incluso, al decir de la gente del pueblo, sus padres, como si hubieran querido facilitarle las cosas, se habían muerto pronto, para que, todavía muy joven, recibiera la parte de la herencia que le correspondía, se fuera a vivir sola e hiciera su santa voluntad. En cuanto a sus dos hermanos (mayores que ella) se habían casado con dos hermanas de un pueblo vecino el mismo día, más que nada por ahorrar, habían vendido sus propiedades y emigrado juntos a una lejana ciudad. ústos solían venir al pueblo unos pocos días cada año, que abarcaban también los de la fiesta del pueblo, y le echaban una mano en alguna de las tareas relativas a la cosecha, Pero eso sí, sin que ella se lo pidiera, pues era poco dada a solicitar ayuda. No obstante, había llegado a un acuerdo con Terencia La Picholera, de su misma o parecida edad, tan rara como ella, soltera también, pequeñita pero con un genio y nervio de órdago a la grande, para unir recursos, ayudarse mutuamente en todas las tareas del campo que no pudieran realizar por separado y para lo que creyeran oportuno: era como un matrimonio, pero cada una en su casa y con separación total de bienes. Por el pueblo, seguramente compuesta por algún pastor, corría en voz baja, la siguiente enigmática coplilla:
No tienen huevos
ni mantequilla,
tampoco aceite,
sí patatillas;
con las que hacen
buenas tortillas.
Al igual que la mayoría del pueblo, la Fernanda iba tirando año tras año; pero aquel que acababa de trasponer había sido horrible: las dos vacas que tenía le habían salido machorras; un pedrisco de última hora le medio "esbalagó" la cosecha; no pudo hacer la matanza porque el cerdo que criaba se le murió de la noche a la mañana; la cabra, que cada año paría dos chivos, aquel sólo trajo uno; el escarabajo, a pesar del arseniato, izo muy bien su faena en las patatas que tenía sembradas; sólo las gallinas, que casi se alimentaban solas, siguieron poniendo huevos como siempre, y su par de huertecillos que se portaron bien dándole unas buenas cebollas, lechugas, tomates y judías. Por si esto fuera poco, a ella le había dado un cólico miserere que a punto estuvo de mandarla al otro barrio. Por eso, cuando Quintín se la encontró llenando un par de calderos, y muy educadamente le dijo:
--Feliz año, Fernanda
La Tarascona le contestó:
--Falta me hace, majo -y añadió-:. igualmente pa ti y pa tu pobre madre.
Dicho lo cual, con un caldero en cada mano y sus andares machunos, arreó para casa.
2-1-195...
3.- ¡Vaya trisca!
Mientras veía alejarse a la Fernanda, Quintín no pudo impedir que su mente se llenara de aquellas imágenes contempladas el pasado verano y celosamente guardadas en el más secreto rincón del arcón de sus recuerdos.
Durante la trilla, acarreo del grano y de la paja, Quintín había trabajado para la Tarascona y la Picholera a cambio de la comida, la merienda y una por él ignorada cantidad de pesetas acordada entre éstas y su madre.
Una de sus tareas consistió en triscar la paja, comprimiéndola para que en el pajar cupiera la máxima posible. Lo hacía en tanto que las dos mujeres iban a las eras a llenar los cuatro lenzuelos, cargarlos en el carro, transportarlos y descargarlos: operación que se repetía hasta dejar las eras limpitas de polvo y paja, pues era la última de las faenas de la cosecha.
Tras merendar aquel día en casa de la Picholera un buen tallo de chorizo en adobo con pan, Quintín, al igual que todas las tardes, fue a buscar al tío Bonifacio para ir a regar uno de los huertos que éste tenía sembrado de judías y patatas. Acabada esta otra tarea, y como ya refrescaba, echó de menos su rebequita de punto confeccionada por su madre. Hizo memoria y, recordando que la había dejado por la mañana enrollada a un poste del pajar de la Fernanda, hacia allá se dirigió rápidamente, informando al viejo de dónde y a qué iba para que, a su vez, éste se lo comunicara a su madre.
Al acercarse a la boca o ventano del pajar por donde se introducían los lenzuelos, le pareció oír unas voces apagadas. Procurando no hacer ruido se aproximó un poco más. Las voces eran ya más claras: eran las de la Fernanda y la de la Terencia. ¿Qué hacían a esas horas allí? ¿Estaban triscando? No, no, se peleaban porque se oían nítidamente ayes, ooohhh, uuufff y gemidos varios. Quintín no se conformó con oír, sino que también quiso ver lo que pasaba entre las dos mujeres y, dado su natural buen juicio, callar después lo que descubrió a través de las rendijas de las entrecruzadas tablas que servían de provisional valla protectora.
Quintín se quedó pasmado. Sobre un extendido lenzuelo, la Fernanda y la Terencia, en cueros, se revolcaban, se tocaban y lamían una a la otra las tetas y, también, en aquel sitio que tanto preservaban y ocultaban de miradas indiscretas mujeres y chicas. Sus gemidos no eran, pues, de dolor, sino de gusto y placer.
Permaneció un par de minutos en trance. Al salir del mismo, con sumo cuidado y discreción, el chico se alejó de allí dejándolas disfrutar y gozar a rienda suelta del final de una jornada de duro y fatigoso trabajo y cavilando para sus adentros, si lo que había visto tenía algo que ver o no con aquella conocida pero subrepticia coplilla.
4-1-195...
4.- Un buen día de Reyes
El día de Reyes Quintín se despertó muy temprano con el temor de que un año más los Reyes Magos no le hubieran echado nada, ni siquiera carbón.
El día anterior, antes de irse a la cama, sin que su madre se diera cuenta había llenado un canasto de cebada, otro de agua y un vasito de anís y los había puesto en la repisa del ventanuco de su habitación (la cebada y el agua para los camellos y el anís para los Magos) con el fin de ayudarles en su larga y fría noche de trabajo. Como los zapatos no cabían en la pequeña repisa, los había colocado a los pies de la cama encima de una silla, bien visibles, para que esta vez no hubiera excusa posible. Además, para mayor seguridad, el día de la lotería de Navidad les había escrito una carta que, tras meterla en un sobre pero sin sello, la echó en el buzón de Correos. Este año no podía fallar, pues en la carta les decía lo siguiente:
Queridos Reyes Magos:
Os escribo para deciros que me llamo Quintín, tengo ocho años recién cumplidos, vivo en la última casa que da a las eras del pueblo y que, como este año me he portado todavía mejor que el anterior (se lo podéis preguntar a mi madre, al tío Bonifacio (el Matraco) y a don Eugenio, el maestro) si no os lo creéis, espero que esta vez sí me traigáis algo, a ser posible un juguete: el que vosotros queráis.
Gracias.
Así las cosas, tenía muchas esperanzas de encontrar algún regalo en sus zapatos, pero también mucho temor a verlos vacíos otra vez. Por eso, cuando se despertó, envuelto en la gran oscuridad de la habitación estuvo jugueteando un ratito con la perilla sin decidirse a dar la luz. Al fin, pensando que lo mejor era salir de dudas cuanto antes, apretó el botón. Instantáneamente vio que todo estaba tal como lo había dejado antes de acostarse y apagar la luz. Se quedó inmóvil, sentado en la cama, con los ojos muy fijos en esa tristísima postal de Navidad, que la realidad le presentaba. Pero, de repente, un luminoso rayo de esperanza se abrió paso entre sus negros pensamientos: ¿Y si era muy pronto y todavía no les había dado tiempo a pasar por su casa? La respuesta fue inmediata: la campana del reloj de la torre de la iglesia comenzó a sonar. Cada campanada era como una bofetada más y más fuerte a medida que aumentaba la cuenta. Cuando sonó la última -contó siete- cayó en la cama y, apretando la cara contra la almohada, lloró desconsoladamente preguntándose una y otra vez: "¿Por qué, por qué, por qué...?" Y llorando se quedó dormido.
En cuanto volvió a despertarse, llamó a su madre. Como no le contestó, supuso que habría ido a casa del tío Matraco a ver si necesitaba algo. Entonces, aprovechó la ocasión para echar el agua a la fregadera, la cebada al saco y el anís, valiéndose de un embudo, a la botella de donde había salido, y esperó en la cocina a que regresara. Lo hizo poco después, extrañándose de que ya estuviera levantado. Sin insistir especialmente en ello, su madre atizó la lumbre, puso a calentar la leche y fue a prepararle la ropa. Por su parte, Quintín, tal como había sucedido el año anterior, tampoco en éste le preguntó por qué los Reyes Magos no le habían echado nada. Se tragó su desilusión, y, eso sí, este año se hizo el firme propósito de que jamás les escribiría ninguna carta porque nada esperaría de ellos en adelante. Así que, recuperado a medias del golpe, se lavó, desayunó y se vistió para ir a misa.
Al salir de casa oyó que daban "las primeras" en la torre de la iglesia. Se detuvo un momento e imaginó al Sr. cura en el pórtico -como siempre antes de la misa- recibiendo a los chicos con la mano extendida para que la besaran en el dorso, preguntándoles, de acuerdo con el día, qué les habían echado los Reyes. No queriendo pasar por la vergüenza de tener que contestar: "nada", se dedicó a pasear sin rumbo por las calles del pueblo, haciendo tiempo hasta que dieran "las terceras" y tratando de no encontrarse con nadie.
Sonaron por fin las tres campanadas. Corrió hacia la iglesia y entró detrás del Silverio, que siempre era el último. Se dirigió rápidamente adonde se ponían los chicos de la escuela y se sentó en el último banco, pegado a la pared.
Durante la misa los ojos se le iban una y otra vez hacia el Nacimiento, instalado como todos los años en uno de los extremos del Altar Mayor. Aunque era el mismo de los días anteriores, del año pasado y del otro..., él no lo veía igual: le sobraba aquella estrella, que no se había detenido encima de su casa, y aquellos tres Reyes Magos que, en el colmo de la injusticia, traían regalos a unos niños y a otros no. Se le hizo un nudo en la garganta al revivir la inmensa desilusión de la noche pasada, pero no lloró. Apartó la mirada del Belén y cerró con fuerza los ojos, repitiéndose para sus adentros: "Los hombres no lloran, los hombres no lloran..." Cuando los volvió a abrir las chicas ya habían iniciado el desfile para ir a Adorar al Niño. A una señal de D. Eugenio, el maestro, salieron los chicos ordenadamente al pasillo central y fueron acercándose poco a poco a D. Daniel, el Sr. cura, que sostenía entre sus manos la cuna en la que estaba el Niño Jesús en porretas, dormido
entre pajas. Llegó su turno. En el momento de darle el beso, al tiempo que su apacible sonrisa se le metía muy dentro transformando en un instante su tristeza en una intensa alegría, oyó la voz suave de un niño que le decía: "Sé bueno y estudia, Quintín, y olvídate de los Reyes Magos".
Regresó a su sitio como si fuera otro, y, acabada la misa, salió alegremente con los demás chicos al "portegao", delante del cual había una pequeña explanada con unas cuantas acacias de ramas desnudas, cercada por un muro de piedra con dos enrejadas puertas. Mientras las mujeres, sin detenerse, en pequeños grupos o solas se dirigieronn hacia sus casas para preparar la comida, los hombres y mozos se pararon un ratito charlando de sus cosas y, por fin, se marcharon a la cantina. Por su parte, los chicos de la escuela formaron un grupo al igual que las chicas, y se fueron a pedir los "aguilandos" cada uno por su lado, sin que, curiosamente, nadie le preguntara qué le habían echado los Reyes.
Como todos los años, las chicas echaron por la calle de Arriba hacia el otro barrio para empezar a pedirlos por allí. Los chicos, una vez salieron los monaguillos, tiraron por la calle de la Poza para comenzar por casa de la tía Higinia, situada en uno de los extremos del barrio donde estaba la iglesia. Al llamar a la puerta sucedió lo que, divertidos, ya esperában: que una quejumbrosa voz preguntó:
--¿Quién es?
--Los "aguilandos -contestaron todos a coro.
Y ella respondió:
--No hay nadie.
Entonces, los chicos (también a coro) le gritaron: "¡tía roñosa!" Y se fueron a la casa siguiente.
Dado que la experiencia, sobre todo de los más mayores, así lo aseguraba, no pedían en todas las casas porque, en unas, con el silencio como respuesta a su llamada (habiendo alguien dentro) y, en otras, d palabra, ya sabían que no les darían ni los buenos días. Por tanto, los "aguilandos" sólo los pedían en aquellas en las que había unas mínimas posibilidades. La cantidad de dinero que les daban a cada uno (muy pronto se dio cuenta Quintín) dependía, en general, por una parte, de la generosidad de la familia y de lo rica que fuera; y, por otra, de la edad que tuvieran (menos para los más pequeños) y del grado de parentesco y amistad entre las familias. Como él era pequeño y además no tenía familiares en el pueblo -ni en ninguna parte -que supiese- era de los que menos dinero reunía. Por si esto no lo tenía claro, a cada triquitraque, contaban el dinero recaudado, diciendo en voz alta la cantidad.
Por fin llegaron a la última casa, que era la del tío Bonifacio, hombre muy mayor, generoso y rico -al menos así se lo parecía a Quintín- el cual les fue preguntando uno a uno cuánto dinero habían recogido. Entonces, al tiempo que en voz alta repetía las cantidades que le habían dicho, iba repartiendo las monedas. Cuando llegó a Quintín, le puso en la palma una y le cerró la mano. Después, despidió a los demás y a él le dijo que entrara a su casa. Ya dentro, sentados al calor de la lumbre, y echándole un brazo por encima de los hombros, le dijo:
--Esta mañana, cuando has salido de casa para ir a misa, te he visto desde mi ventana y me ha parecido verte muy triste. ¿Te ha reñido tu madre por algo?
--No -le respondió.
--Entonces, ¿qué te pasaba?
--Nada.
--Hombre, por nada no se pone uno tan triste como tú lo estabas.
--Es que, es que...
--Es que..., ¿qué?
Entonces, Quintín, reprimiendo a duras penas las lágrimas, le contó todo, porque el tío Bonifacio, además de amigo, era un poco su padre y su abuelo. El viejo apretó al niño contra su pecho y, tras unos segundos de reflexivo silencio, le explicó:
--Mira, Quintín, los Reyes Magos no existen; son los padres los que compran los regalos y se los ponen a sus hijos. Como tu madre tiene muy poco dinero, lo emplea para comprarte ropa, zapatos, comida... y demás cosas necesarias para vivir.
Al oír esto, a Quintín le pareció sentir lo mismo que aquel niño de un cuento o una novela que los mayores habían leído en la escuela, en la que un ciego le puso la cabeza junto a una gran piedra -o algo así- y le dio un melonazo contra ella -no recordaba muy bien por qué-; pero el caso es que el niño salió de una especie de sueño en el que estaba.
Mientras el tío Bonifacio se levantaba del banco donde estában sentados, continuó explicándole:
--Yo, cada año por estas fechas le doy un poco de dinero a tu madre para que te compre algo. Según parece, ella siempre ha empleado ese dinero en comprarte ropa u otras cosas necesarias para ti. Olvídate de los Reyes Magos, Teo, y piensa que hay niños en el mundo en una situación mucho peor que la tuya. Espera un momento que voy a traer una cosa.
El tío Matraco salió de la cocina y volvió poco después trayendo en la mano un libro, que mostró a Quintín, diciéndole:
--Es un libro de cuentos. Te voy a leer uno que se llama "La niña de los fósforos". Escucha.
Y el tío Bonifacio comenzó a leer despacio, con voz suave y tierna, intentando que cada una de las palabras penetrara en aquella mente infantil: "Hacía un frío espantoso; nevaba y comenzaba a oscurecer; era la última noche del año, la Noche Vieja. Con aquel frío y en aquella oscuridad iba por la calle una pobre muchachita con la cabeza descubierta y los pies descalzos..."
QUINTíN, abiertos de par en par entendimiento y corazón, escuchaba el cuento sin una sola interrupción. A medida que avanzaba éste, una luminosa sucesión de imágenes y palabras iban grabándose dolorosamente en su cerebro: Un frío espantoso... Nevaba... Noche Vieja... Una niña descalza que vendía cerillas... Su padre le pegaba si no las vendía todas... Nadie le compraba... Sentada delante de una casa encendía cerillas para calentarse... Sueños muy bonitos...
Cuando acabó el cuento, Quintín miró fijamente al tío Bonifacio, y con lágrimas en los ojos le preguntó:
--Se murió de frío, ¿verdad?
--Sí -contestó simplemente el tío Matraco.
Entonces, Quintín, pensando en la desgraciada niña, le dio tanta pena que lloró. Y así, la pobre mosca, compadeciéndose del miserable mosquito, se sintió mejor.
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