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  A Oscuras (Hugo Rubén Cipolatti)
 

 

 

A Oscuras

Hugo Rubén Cipolatti

Cuántas veces antes me he sentado frente a una página en blanco, como hoy me siento frente a una computadora en silencio. Cuántas, he sentido el excitante acecho de esa blancura inmaculada, provocándome, seduciéndome. Cuántas, gocé de ese momento insuperable; los últimos minutos antes del parto; el enigmático destello de luz en los ojos de la mujer soñada, a punto de develarnos si será correspondido , el amor que sentimos por ella. Cuántas, me he sentido Dios en el principio de los tiempos, decidiendo qué clase de seres crear, planeando minuciosamente sus designios. Cuántas, disfrutado de ese instante previo a la creación misma , donde los bocetos son perfectos, las poesías tienen un ritmo irreprochable y las historias no presentan resquicios por donde el lector logre atisbar el destino de los protagonistas.

Nada tiene que ver aquella sensación con la que me invade en la negra espesura de este presente.

Esta actualidad irrevocable me ata a pautas que jamás atendí frente al papel, descartada de plano la posibilidad de dibujar o pintar, debo encerrar mis sentimientos dentro de las cuatro paredes de un vocabulario naturalmente limitado, acotado por las propias limitaciones de mis conocimientos. Luego, prescindir del desorden creador que me asistía cuando escribía de a párrafos mis cuentos y de a párrafos los corregía, dejando para el final su ubicación secuencial dentro del texto, en un juego estratégico o caprichoso según el caso. Evitar, además, mencionar siquiera mi ceguera, tediosa y deprimente, aludirla o referirme a ella, si pretendo incluir dentro de mis intenciones, la de evitar que el lector abandone la obra en el noveno renglón, siendo que la ceguera, oscura e inexpresiva, absorbe todos mis pensamientos, prevalece y manda en mis reflexiones.

Finalmente, urgido por la precariedad de la memoria, debo describir hoy mismo, sin tardanza, las imágenes que aún moran en mis recuerdos, antes de que sus colores se desvanezcan o el olvido las deforme irremediablemente; en contra de los principales aliados de la literatura, el razonamiento pausado, la meditación paciente.Sólo una trama bien urdida, de dificultosa comprensión -aunque no ininteligible- torna creíbles los relatos más inverosímiles, una complejidad transparente como diría Borges. La simplicidad lisa y llana no resulta atractiva y un relato intrincado y coherente no se resuelve con rapidez.

La frescura de las primeras intenciones, la ligera espontaneidad, pueden ser disculpadas o aún valoradas en una conversación, pero difícilmente serán apreciadas en una novela.

La camioneta -no tuvo dudas de que era una camioneta- dobló por el martillo que bifurca el camino en la esquina del cuadrado, saltó el lomo encorvado de la alcantarilla con desusual vehemencia, evidenciando la impericia de un conductor desacostumbrado al manejo por caminos rurales -puebleros brutos, se dijo Gladys- y el motor aulló, exigido al máximo, para detenerse con igual brusquedad, justo frente a la tranquera de entrada a la chacra.

Recorrieron con lentitud sus dedos, los veinte o treinta centímetros que la separaban de Antonio, sintió su cuerpo cálido, profundamente dormido y supo que era un pecado interrumpir su descanso después de tanto trabajo, por un tonto presentimiento. Pronto serían las cinco y debería levantarse nuevamente.

Un silbido como de fastidio agitó los eucaliptos en el callejón, otro día ventoso y otra vez la casa llena de tierra, pensó, en lo que iba de la primavera no recordaba un sólo día apacible. Esa peste de sequía que no quiere aflojar y la tierra que parece piedra de tan poco que llueve, se lamentó en silencio.

Quizás, como las artes gráficas, también las prácticas literarias me estén vedadas, no de manera tan tajante, pero en cierto modo, más dolorosa, por lo difícil de aceptar.

"Lo esencial es invisible a los ojos" se me dirá, citando a Saint Exupéry, pero no puede la palabra y por ende la propia literatura, renegar del mundo visible . La palabra es sin dudas el vehículo ideal para descubrir y recorrer el mundo esencial, pero un vehículo que me transportará, valiéndose de herramientas a las que no les será posible prescindir del universo sustancial en general, y del visible en particular, la descripción, la comparación, la personificación, la parábola.

La paz, el sosiego, son bienes esenciales, sin embargo, literariamente no podríamos referirnos muchas líneas a ellos , sin echar mano de imágenes como la blancura mansa de una paloma, la tranquila inmensidad de un lago o la sombra fresca de los árboles.

A nadie le interesará una pieza literaria que hable del amor esencial, desprovista de situaciones amorosas. Una obra nos llega, nos moviliza, cuando logramos reconocer en ella, detalles de nuestra vida concreta. Hace tiempo leí un cuento de Vargas Llosa que logró retrotraerme a las épocas lindantes con mi adolescencia, siendo que el autor refería adolescencias muy distintas a la mía, adolescencias de otro país, condicionadas por la playa y el mar, cuando yo jamás conocí el mar. No obstante, identifiqué en los personajes actitudes esenciales que me pertenecían, pero nunca las habría reconocido fuera de un relato visualizable, plasmable en mi mente en base a imágenes previamente almacenadas.

El grito de un hombre, presa del alcohol, el dolor o el pánico, le heló la sangre, apretó el puño en un gesto instintivo y se sentó en la cama, sus ojos abiertos, desperezados por el desvelo, no le aportaron novedades. Luna nueva, las cortinas entornadas como le gustaba a Antonio, ningún signo de luz perturbaba la oscuridad del dormitorio. El callejón no es muy largo, Gladys ubicó aquel grito a mitad del callejón, a unos ciento cincuenta metros de la casa consideró, teniendo en cuenta la influencia del viento para el cálculo.

Doblegó el miedo valiéndose de una disquisición lógica, si la persona que gritó avanzaba más allá de los galpones, los perros iban a ladrarle enfurecidos, de todas maneras, se levantó tratando de no hacer ruido, sin encender las luces caminó descalza por la casa, arropó a los chicos en la habitación de al lado, echó el cerrojo y corrió el pestillo de la puerta que conduce a la galería grande por donde se llega al patio trasero. Cuando se volvía atropelló una silla y el sonido de las pesadas patas contra el piso de mosaicos, rayó la quietud a contrapelo. Detuvo la respiración unos segundos, entre turbada por el susto y temerosa de haber despertado a alguno de los suyos. Luego de constatar que el silencio se hubo restablecido sin secuelas, atravesó el comedor y al tanteo encontró la fría tranca de hierro con la que aseguró la puerta cancel que da al patio delantero donde desemboca el callejón. Volvió a la cama, las sábanas tibias la reconfortaron, en todas las ventanas había rejas, nada malo podía pasarles, amoldó su cuerpo al tosco cuerpo de su chacarero que quién sabe con qué faena estaría soñando y agradeció a Dios la seguridad de la casa.

Por otro lado, bien podría desdeñar las supuestas reacciones del destinatario hipotético de lo escrito o mejor aún, eliminarlo. Proteger mis archivos, impedir el acceso a ellos, convertir mi editor de texto en un exclusivo, secreto y privado exhibidor de sentimientos. Transformar dialéctica y semántica, síntesis y verborrea en desagües para la angustia.

Tal vez no sea una refinada vocación literaria lo que me impele a escribir, sino una ordinaria necesidad de expresar lo que siento.

Entre mis amigos -al menos en mi presencia- no se habla de mi ceguera, aunque sea yo quien lo traiga a colación, se apuran a cambiar de tema en un instintivo intento por preservarme de un mal momento, ignorando que jamás recuerdo que estoy ciego, sencillamente por que jamás lo olvido.

Mi familia, suficientes perjuicios por esto ha sufrido ya, como para transferirle mis preocupaciones personales al respecto y en general, nadie quiere hablar de la ceguera con un ciego.

El cuzco fue el primero en dejar la comodidad del cuero de oveja que le hacía las veces de cucha, salió como chicotazo del galpón de las monturas hacia la boca del callejón, al tiempo que estallaba en un ladrido agudo y prepotente que inmediatamente se entreveró con el de los galgos y el mantonegro. Gladys abandonó la proximidad de su marido y se tensó a la espera de un nuevo indicio sonoro, un segundo grito, un pedido de auxilio, una maldición, pero nada de eso ocurrió. Los perros se calmaron en un par de minutos, misteriosamente sospechó.

Santa María, se persignó, Padre nuestro que estás en los cielos, temblaba, santificado sea tu nombre, alguien entró al galpón ¿cómo hizo para apaciguar a los perros? venga a nosotros tu reino, alguien entró al galpón de los tractores, levantó sigilosamente el gancho que traba el portón de chapa, pero ella pudo oír como lo golpeaba al cerrarlo. Luego lo escuchó mover los tarros sobre el banco de carpintero y se preguntó qué estaría buscando ¿un arma? ¿una barreta? A un costado del banco, colgaban las palas de puntear, las de hierro, las de carpir, el hacha. Pensar en el hacha fue como ver el brillo de su filo impasible volando por la noche. En ese exacto instante, el intruso desistió de seguir alborotando el tarrerío como si hubiese encontrado lo que precisaba.

Algo de lo que estaba ocurriendo no tenía sentido. No había más de un tipo dando vueltas por el patio, de lo contrario ella lo hubiera notado, si bajó de la camioneta en busca de ayuda, jamás hubiese traspuesto la boca del callejón, a lo sumo habría llamado o golpeado las manos a riesgo de que la perrada le destrozara los garrones. Además, si su intención era entrar sin que nadie lo advirtiese, ¿a qué obedeció el grito en el callejón?

Escuchó el ruido del gancho contra el ojo del portón y un momento después, a los chanchos inquietarse, detrás de los galpones, el hijo de su madre conocía el lugar, estaba dando un rodeo para entrar a la casa por detrás, cualquiera que hubiese estado allí sabría que la puerta de la galería, contadas eran las veces que se cerraba, por eso dejaron de ladrarle los perros, porque lo conocieron, pero quién, quién que los conociera querría hacerles daño, miró a su marido sin verlo y reprimió nuevamente el impulso de sacudirlo hasta despertarlo, esta vez temiendo que no le hiciese caso y se empeñase en salir a defenderla a ella y a los chicos, a riesgo de su vida.

Presintió la cercanía de la muerte como en el campo se presienten las tormentas. De repente todo estuvo claro en su mente. A instancias de quién sabe qué detalle, las piezas de aquel rompecabezas incomprensible se ubicaron en su sitio preciso y todo cobró razón de ser. Algunas semanas atrás, Antonio había despedido a un peón que castigaba la hacienda con crueldad y sin motivo, el guacho se había querido retobar y Antonio lo había empujado para sacárselo de encima, con tal suerte que el boyerito terminó desparramado en medio del barro del corral, delante del resto de la peonada. Es cierto que el malagradecido le prometió venganza, pero ella lo había justificado sin creerle, hasta recordaba haberle reprochado a su marido: "- Se te fue la mano, pobre chango..."

Después supo en el pueblo que se había ido a Buenos Aires en busca de trabajo. Vaya uno a saber con qué juntas habrá andado, algún favor le habrán pagado trayéndolo hasta acá en camioneta. El grito debió ser un aviso para el que manejaba, una señal de que todo marchaba a la perfección. Con los nervios, clavado que el infeliz no se dio cuenta de que el viento sur lo traería hasta sus oídos atentos.

De cualquier forma, me niego a escribir algo que nadie leerá. La literatura es en primer lugar, un medio de comunicación, aunque una sola persona lea lo escrito, su simple existencia habilita la eventualidad de una respuesta, y tal vez sea esa eventualidad, no ya la propia respuesta, el íntimo motor, a veces ignoto, a veces inconfesado, que mueve al escritor.

Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo, una vez más se puso de pié, tanteó sobre el ropero hasta encontrar la caja áspera, de madera terciada, que buscaba. La abrió con dos clics casi imperceptibles, sus fosas nasales recobraron el olvidado aroma de la vaselina y la felpa que cubría la caja por dentro, le acarició los nudillos. Sopesó la culata de la escopeta, un doce grande de dos caños, antes de armarla cuidadosamente. Su pulida superficie se le pegaba en las manos transpiradas, con un golpe seco aseguró la chimaza, cerró la caja, la corrió hacia la parte posterior del techo del ropero y apoyó la escopeta a su lado. Fue hasta el comedor en puntas de pie, manoteó una caja de cartuchos del aparador y volvió con igual sigilo. Cargó los dos caños, la apoyó en el piso, sobre una alfombra pequeña y luego la corrió con alfombra y todo bajo la cama. Se acostó, su corazón le estremecía el pecho y parecía mover la cama toda. Bajó la mano hasta ubicar la escopeta, su sólo contacto la serenó un poco. Al primer indicio de forcejeo en la puerta de atrás, se levantaría y mataría a cualquiera que pusiera en peligro la vida de su familia.

Los minutos pasaron y nada ocurrió, sus músculos se relajaron ante el silencio reinante, una lechuza chistó a lo lejos, mal presagio se dijo, pero un sueño repentino le invadió los ojos, mas líbranos del mal, amén.

¿Se detuvo alguna vez la camioneta frente a la tranquera? ¿el grito desgarrador no habrá sido un gato subido al tinglado, junto al callejón? ¿no será que a su huida por los fardos le chumaron los perros?

¿Que haya sido el viento, virgencita, lo que golpeaba el portón? ¿que hayan sido lauchas las que estuvieron moviendo los tarros en el galpón? Ese mismo día pondría las trampas.

1997

 

 

 

 
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