SIÉNTATE CONMIGO
  El Mundo en Seis Puntos (José Mas Sancho)
 

 

 

El Mundo en Seis Puntos

Luis Braille

José Mas Sancho

Antes de mí, ser ciego equivalía

a erizarse de espanto cada instante

por no saber de dónde lloverían

los golpes gratuitos y las burlas atroces,

y no poder trazar el mapa exacto

de la ignorancia,

la explotación y el precipicio.

Pero el destino, que nunca es ciego,

quiso que yo lo fuera y, al mismo tiempo,

me hizo vidente, y de esta suerte,

pronto supe que el mismo punzón

que me había quitado la vista

me iba a servir para inventar

el alfabeto de la luz en relieve.

Cuando vencí el dolor de aquella herida,

no noté que la luz ya no estaba conmigo.

Durante un tiempo que no supe medir,

seguí viendo viñedos y caballos,

atardeceres, leznas y martillos

y, por supuesto, a mis hermanos y a mis padres.

Luego, a mis pies o a la altura del pecho

-al nivel del oído era un poco diferente-

se fue vaciando el aire.

Y, pese a todo, fui feliz,

en la medida que podía serlo

un niño de Coupvray de principios del siglo.

Yo no veía ya, es cierto,

pero agucé con invisible lezna

-siempre las leznas en mi vida-

todos mis sentidos.

Y aprendí a distinguir,

además del preciso timbre de las voces,

el rodar de las ruedas de un carro,

que era, precisamente, el carro esperado,

o el relinchar alegre o impaciente

del caballo, que reclamaba o agradecía

su ración suculenta de alfalfa.

El abad Palluy fue quien me enseñó

los nombres y los cantos de las aves:

desde el zureo en celo de la paloma,

al variado repertorio del ruiseñor,

que parece extraer su canto

del fondo más claro de los sueños,

a la música líquida de la alondra

con la que parece que se hace el día.

El tacto me servía para ayudar

en las faenas familiares:

Con alegría minuciosa

clasificaba yo

los huevos, los pimientos y tomates,

de la granja

para que mis hermanas y mi madre

pudieran venderlos en el mercado de los jueves.

También organizaba en el taller de mi padre

los diferentes trozos de cuero

que él debía trabajar.

Con ese cuero, a veces,

troceado y dispuesto

como solo mi padre sabía hacer,

aprendí mis primeras letras.

Y aprendí a congeniar con los olores de la granja:

el puntiagudo de la leña quemada

-que acompañaba tanto-

el acre del estiércol,

el tembloroso de la leche,

el untuoso de grasa y de cuero,

y el olor macerado de bodega,

que me avisaba del riesgo a rodar

por las escaleras.

Y para no rodar por los caminos

sin camino,

tuve que aprender a valerme

con la luz que habitaba mi alma;

pero yo ya sabía entonces

que mi luz, para serlo, tenía

que atravesar mi piel

y tatuar impresiones e ideas

en la piel y en la mente de otros.

Y me apliqué con obsesión paciente

a llenar de pinchazos ilegibles

el basto papel vasto, interminable,

puesto sobre un tablero, cuadriculado en ventanitas,

y apoyado en mis piernas.

Las noches pestilentes e insalubres

del Sena, tan cercano,

se filtraban y fundían al hedor

del caserón ruinoso y laberíntico,

con muros repentinos diseñados por nadie,

y escaleras torcidas de peldaños fallidos

que, a la primera revuelta, se arrepentían

de querer ir a alguna parte.

Este edificio singular

de la calle Saint-Víctor de París,

tuvo el honor de ser

el primer colegio de ciegos del mundo.

Muerto de frío y de cansancio,

y envuelto por un coro de 59 durmientes

que, de pronto, roncaba o gritaba

e incluso se reía,

yo seguía, incansable, violando

la resistencia analfabeta del papel

para alumbrar la libertad global de los ciegos.

Con trece años sólo descubrí

el sistema que luego llevaría mi nombre.

Sobre la base exclusiva de seis puntos,

espacio que abarca y comprende la yema del dedo,

constituí los signos suficientes

para representar las letras y los números,

incluso las complejas notaciones musicales

exentas del corsé del pentagrama.

Mi sistema, como todo sistema,

no nació del vacío;

me inspiré en el método reciente

del capitán Barbier,

que imaginó, no letras, sonidos en relieve,

para que sus soldados pudieran

interpretar y transmitir mensajes secretos

en las tinieblas cómplices de las noches.

Ni el ávido cleptómano, ni el bibliófilo exquisito

pudieron sentir nunca, ni menos expresarlo,

lo que sentí yo aquella mañana

de 1837

al tener en mis manos el volumen primero

de los tres que constaba

la Historia de Francia,

impresa en mi alfabeto.

Pero hubo gentes que no compartían

mi fe en el sistema.

Decían que enseñar a los ciegos

con un abecedario diferente al latino,

era encerrarlos en un gueto

de incomunicación y soledad.

Por eso el director Dufau

(aunque mucho después trataría

de deshacer su error)

mandó quemar los libros de la pequeña biblioteca,

escritos con los dedos, callosos del esfuerzo,

e impresos con las planchas humeantes de la ilusión.

Y fueron años duros

en los que yo sufrí una doble lacra:

la de tener que hacer en el colegio

una secta en la sombra,

para seguir enseñando un idioma maldito,

y la lacra tremenda de la enfermedad.

Muchos días

no podía siquiera abandonar la cama

por el cansancio extremo de los músculos

que me impedía caminar,

y la opresión del pecho que, algunas veces,

traducía la tos a una cacofónica

antífona de sangre.

El doctor Allibert me confirmó

el temido diagnóstico:

En efecto, yo había adquirido

la enfermedad de moda.

La misma que tenía la romántica

Margarita Gautier.

La poca higiene del colegio

y mi trabajo desmedido

fueron las causas de una dolencia

incurable y prestigiosa.

Mi vida dio un viraje

cuando el fino poeta y eminente político

Alphonse de Lamartine,

obtuvo del gobierno el compromiso

de construir en los Inválidos

un colegio aireado y confortable para ciegos.

Y en la inauguración solemne,

ante un auditorio distinguido,

y tras brillantes demostraciones

de lectura y de escritura,

se eligió mi sistema como el mejor de todos,

por ser autosuficiente.

Pero los éxitos duran lo que dura

el relieve del agua que se mueve;

aunque después de todo, el dolor y el fracaso

vienen a ser, también, espuma

del olvido.

De todos modos,

cuando ya siento acercarse a la muerte

(y sé que no me engaña el oído

puesto que tiene la doble agudeza

del ciego y del tísico)

tengo el alma serena

porque todas mis cosas están ya en orden.

 

 

 
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