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  Una Chica Cualquiera (Arthur Miller)
 

 

 

Una Chica Cualquiera

Arthur Miller

Capítulo primero

Janice se despertó aquel lunes por la mañana con frío, lo cual era raro; sintió como una ráfaga de aire en el momento en que emergió de un profundo sueño, y recordó que ya estaban en junio y que el día anterior había hecho calor en Central Park. Y al abrir los ojos hacia él, como de costumbre, vio lo extrañamente pálida que tenía la cara. Aunque lo que ella llamaba su sonrisa dormida seguía estando alli, y la habitual sugerencia de felicidad en las comisuras de su boca curvadas hacia arriba.

Pero parecía pesar más sobre el colchón, y ella lo supo de inmediato y levantó la mano con temor para tocarle la mejilla, el final de la larga historia. Su primer pensamiento, como una apelación contra un error, fue: "¡Pero si sólo tiene sesenta y ocho años!". Miedo pero no lágrimas, no por fuera. Sólo el golpe en la nuca. La vida tenía un puño.

-¡Ah! -se lamentó en voz alta, juntando las palmas y llevándose los dedos a los labios-. ¡Ah!

Se inclinó sobre él, su pelo sedoso rozándole la cara. Pero él no estaba allí.

-¡Ah, Charles!

Un poco de rabia pronto dispersada por la razón. Y extrañeza.

La extrañeza persistió. Que, después de todo, su vida hubiese significado algo, que le hubiese dado a este hombre, este hombre que nunca la había visto. Ahora, allí tumbado, imponía.

Oli, si una vez más pudiese hablar con él, preguntarle o decirle.... ¿qué? Lo que había en su corazón, la extrañeza. Que él la hubiese amado y que no la hubiera visto nunca en los catorce años de su vida en común. Siempre, a pesar de todo, algo dentro de ella intentaba entrar en el campo de visión de su marido, como si al vislumbrarla por una fracción de segundo sus ojos parpadeantes fuesen a despertar de su sueño eterno.

Y ahora, ¿qué hago? Oli, Charles querido, ¿qué hago con el resto de mi vida?

Algo no había terminado. "Pero supongo", se dijo, "que nunca termina nada excepto en el cine cuando las luces se encienden y te dejan bizqueando en la acera."

Una vez más se movió para tocarle, pero él ya no estaba allí, ya no era suyo, ya no era nada, y ella retiró la mano y se quedó allí sentada con una pierna fuera del colchón.

Cuando era joven odiaba su cara, pero sabía que tenía estilo y por lo menos una vez al día se conformaba con eso y con su buen cuerpo macizo y su hermoso cuello largo. Y, si, su ironía. Era, y quería ser, una esnob. Sabía como imprimir una ligera e ingeniosa rotación a sus caderas al andar; aunque no se hacía ilusiones, esto compensaba el aspecto tirante de sus mejillas, como si le hubiesen tensado la piel, y un labio superior alargado, un poco como el de Disraeli, pensó una vez, al encontrar un retrato suyo en un libro de texto del instituto. Y una frente demasiado ancha (se negaba a pasar por alto nada negativo). Se preguntaba si la habían sacado del útero a tirones y la habían estirado, o si su madre se había asustado al ver una jirafa. En las fiestas había observado muchas veces que los hombres que se acercaban a ella por la espalda se sorprendían cuando se volvía hacia ellos. Pero había aprendido a echar hacia atrás su pelo castaño claro, liso y sedoso con una sacudida de cabeza y a dirigirles una irónica sonrisa defensiva, un silencioso perdón por su inevitable retirada. Tenía un encanto tónico que era casi -aunque no del todo, claro- suficiente, no lo era desde que en su infancia su madre le había puesto delante de la cara un anuncio de Cosmopolitan Ivory exclamando calurosa y efusivamente: "¡Esa es una belleza!", como si mirándola con suficiente atención pudiera lograr parecerse a una de esas chicas. En aquel momento sintió que la culpaban. A pesar de todo, a los quince años creía que entre los tobillos y los pechos era tan sensual como Betty Grable, o casi. Y tenía un suave y provocativo ceceo que parecía gustarles a los hombres que se interesaban por las bocas. Cuando tenía dieciséis años la tía Ida, que vino de visita desde Egipto, le había dicho: "Tienes un porte egipcio, las mujeres egipcias son ardientes". Recordar esa rareza le hacía reír y le levantaba el ánimo incluso en la sesentena, después de la muerte de Charles.

Guardaba muchos recuerdos relacionados con estar en la cama un domingo por la mañana escuchando con gratitud los sonidos ahogados de Nueva York que llegaban del exterior.

-Estaba pensando, sin ningún motivo -murmuró al oído de Charles en una ocasión-, que por lo menos durante un año después de que Sarri y yo nos separásemos me daba muchísima vergüenza decir que nos habíamos separado. E incluso después de que tú y yo nos casásemos, cada vez que tenía que mencionar a "mi primer marido" algo se encrespaba dentro de mi. Como si fuera una deshonra o un fracaso. ¡Qué generación tan simple éramos!

Sam era inferior a ella en un sentido de clase indefinido, pero eso era parte de su atractivo en los años treinta, cuando haber nacido con dinero era vergonzoso, una garantía de frivolidad. La gente de su edad, veintipocos entonces, quería destacar por hacer el bien, asistía a reuniones de emergencia un par de veces por semana en buhardillas del centro o en el cuarto de estar de simpatizantes que vivían en West End Avenue con el fin de recaudar fondos para organizar el nuevo Sindicato Marítimo Nacional o comprar ambulancias para los republicanos españoles, y sentían auténtica indignación ante el fascismo, que era un sistema para los padres y la violación de la mente; la esperanza socialista era para los jóvenes, para ella, y los padres no podían evitar sentir miedo de la subversiva belleza de ese sistema nuevo.

Además, los suyos eran irremediablemente tontos, judíos que se daban aires, con un nombre nuevo absurdo que los inspectores de inmigración en el siglo pasado les habían impuesto, porque el apellido ruso del bisabuelo era impronunciable para sus lenguas irlandesas. Así que se llamaban Sessions.

Pero el apellido de Sam era Fink, cosa que a ella le agradaba como provocación a su padre, viudo desde hacía mucho tiempo y muy enfermo ya; no obstante, en la época en que ella se casó, todavía atendía consultas por teléfono como autoridad en acciones de empresas de servicios públicos. Cuando leyó que Hitler había entrado en Viena, estaba muriéndose.

-Pero no durará -murmuraba con desprecio a través del cáncer de su garganta-, los alemanes son demasiado inteligentes para este idiota.

Pero, claro, para entonces ella sabía que no era así, sabía que un mundo tocaba a su fin y no le habría sorprendido ver a los milicianos nazis americanos con su barbuquejo marchando por Broadway una tarde. Ya era alarmante pasear por Yorkville, en la parte alta del East Side, donde los alemanes se reunían en las esquinas para azuzar a los judíos y ensalzar a Hitler en las veraniegas noches de sábado. Ella no tenía un fisico especialmente semitico, pero le daba miedo, el miedo de la presa, cuando se cruzaba con hombres de cuello grueso en la Calle 86.

Su padre era un hombre distinguido, con una cabeza alargada y noble y una mentalidad anticuada, por lo menos eso era lo que ella pensaba de él en el ardor de su recién encontrada independencia revolucionaria. Acariciando su mano fría en la penumbra del piso de la West End Avenue agradecía su suerte, o más bien su propia inteligencia perspicaz, por haberla ayudado a apartarse de toda esa pesada plata europea, las sillas excesivamente acolchadas y la inmensa extensión de la alfombra oriental, el puro peso sentenciado de sus posesiones y la risible confianza que habían expresado. Si no guapa, por lo menos era fuerte, libre de las poderosas ilusiones de papá. Pero ahora que él estaba débil y tenía los ojos cerrados la mayor parte del tiempo, ella podía permitirse reconocer que compartía su arrogante estilo, queriendo mucho y fingiendo no querer, al revés que su madre, que había fingido a los cuatro vientos que quería cuando no le importaba nada. Pero, por supuesto, papá aceptaba

la injusticia en el mundo como algo natural, como los árboles, mientras que para ella era a menudo un desperdicio insoportable. Pese a ser por fuera un hombre convencional, la gente previsible le aburría enseguida, y con su secreta burla de la uniformidad se había vinculado a su hija, lo cual había alimentado la rebelión de ella contra su madre. Un día antes de morir, su padre le sonrió y le dijo:

-No te preocupes, Janice, eres lo bastante bonita, te irá bien, tienes agallas. Ojalá "bien" pudiera bastar.

La breve ceremonia del rabino debla de estar concebida para estos tiempos de quiebra; la gente escatimaba incluso las despedidas fúnebres de rutina para volver a la angustiosa preocupación de ganarse la vida. Después de la oración el hombre de la funeraria, que se parecía a H.L. Mencken con raya al medio, se sacó los puños almidonados, asió la pequeña caja de cartón con las cenizas y se la entregó a su gordo hermano Herman, el cual, sorprendido, la miró como si fuera una bomba de relojería. Luego salieron a la calurosa y soleada calle y fueron andando juntos hacia el centro. La mantecosa cónyuge de Herman, Edna, se rezagaba una y otra vez para mirar el escaparate de alguna zapatería, una de las pocas aún abiertas en manzanas enteras de tiendas vacías a lo largo de Broadway. Medio Nueva York parecía estar en alquiler, en casi todos los edificios había letreros anunciando pisos vacíos.

Al andar, Herman avanzaba con la pesadez de una foca y le faltaba el aliento.

-Mira toda la manzana -dijo agitando la mano.

-La propiedad inmobiliaria ahora mismo no me interesa -contestó ella.

-Ah, ¿no? Puede que te interese comer, porque es en esto en lo que él puso gran parte de tu dinero, nena.

Se sentaron en un tenebroso bar irlandés de la Calle 84 frente a Broadway con un ventilador eléctrico echándoles el aire a la cara.

-¿Te has enterado? Dicen que Roosevelt tiene sifilis -dijo él.

-Por favor, estoy intentando beberme esto.

Desafiando la superstición ritual y capitalista, llevaba una falda beige y una blusa de seda blanca brillante y zapatos color tostado de tacón alto. Sam tenía que estar en Syracuse para pujar en la subasta de una importante biblioteca.

-Debes de ser el último judío republicano de Nueva York -dijo ella.

Herman resolló con dificultad, moviendo distraídamente la cajita sobre la barra, como la última pieza sitiada de una partida de ajedrez perdida, seis inútiles centímetros en una dirección y luego en la otra. Se bebió su cerveza a sorbos mientras hablaba de Hitler, del implacable calor de ese verano y de la propiedad inmobiliaria.

-Todos esos refugiados que llegan están comprando Anisterdam Avenue.

-¿Y eso qué importa?

-Bueno, se suponía que estaban muy oprimidos.

-¿Quieres que estén más oprimidos? ¿Es que no entiendes nada? Ahora que Franco ha ganado, Hitler va a atacar Rusia, habrá una guerra espantosa. Y tú sólo piensas en la propiedad inmobiliaria.

-¿Y qué importa que ataque Rusia?

-Oh, Dios, me voy a casa.

Una oleada de asco le subió por la espalda Y. echando ojeadas a la cajita, se bebió deprisa su segundo Martini; qué cosa más extraña, un hombre cabe en una caja de cartón de diez por quince apenas lo bastante grande para contener unos cuantos bollos.

-Si invirtieras parte de tu herencia junto con la mía, podríamos comprar edificios por casi nada. Esta depresión no durará siempre y algún día podríamos ganar una fortuna.

-Verdaderamente sabes elegir el momento oportuno para hablar de negocios.

Tenía toda la codicia de papá pero con cara de bebé y nada de su encanto. Al bajarse de su taburete, sonriendo con enfado, le dio un golpecito admonitorio en la cabeza con el bolso, besó la rolliza mejilla de Edria y salió taconeando a la calle mientras detrás de ella Herman defendía su derecho a interesarse por la propiedad inmobiliaria.

Estaba en un taxi a medio camino de casa cuando se acordó de que en algún momento su hermano le había legado las cenizas. ¿Se habría acordado él de llevárselas del bar? Le llamó por teléfono. Escandalizado, él gritó con voz aguda:

-¿Quieres decir que las has perdido?

Le colgó, asustada. Se había dejado a papá en el bar. Le sobrevino una flojera en los muslos causada por un miedo supersticioso que le sorprendió. Todo su ateo desdén de la religión se derrumbó y tuvo que razonar para recuperarlo. "Después de todo", pensó, "¿qué es el cuerpo? Lo único que importa es la idea de una persona, y papá está en mi corazón." Mientras llenaba la bañera y se ponía otra vez trascendental, debido a los restos de la ofuscación producida por el Martini blanco, vio su rostro inmutable en el espejo empañado y el cuerpo volvió a importar. Pero al mismo tiempo dejó de hacerlo. Trató de recordar algún filósofo clásico que pudiera haber reconciliado esas dos verdades, pero se cansó del esfuerzo. Luego, dándose cuenta de que se había bañado hacía sólo unas horas, cerró el grifo y empezó a vestirse de nuevo.

Se percató de que estaba apresurándose y comprendió que tenía que recuperar las cenizas, había hecho algo horrible dejándolas alli, algo semejante a un pecado. Por un momento su padre estuvo vivo de nuevo, reprendiéndola con una mirada triste. Pero, a la vez, la situación era graciosa, en cierta manera de mal gusto.

El barman, un hombre delgado de brazos largos, no recordaba ninguna caja. Le preguntó sí contenía algo valioso y ella le contestó:

-Bueno, no. -Luego el sentimiento de culpa la embistió como una cabra-. Mi padre, sus cenizas.

-¡Dios santo!

Los ojos del hombre se dilataron a consecuencia de este presagio de mala suerte. Su evidente emoción la sobresaltó y le hizo llorar.

Era la primera vez y se sintió agradecida, y también avergonzada de que él pudiera sentir más por papá que ella. El le tocó la espalda con la mano y la guió al deprimente lavabo de señoras que había al fondo, pero cuando se volvió para mirarle, no encontró nada. El era inodoro, como la vaselina, y durante un breve instante ella se preguntó si todo eso era un sueño. Miró fijamente la taza del retrete. ¡Oh, Dios! ¿Y si alguien había tirado a papá por alli?

Al volver a la barra tocó el grueso brazo tatuado del barman.

-No importa -le tranquilizó.

El insistió en ponerle una copa y ella tomó un Martini; hablaron de diferentes clases de muerte, repentina y prolongada, las muertes de los muy jóvenes y los muy viejos. Ella tenía los ojos enrojecidos. Dos obreros de la compañía del gas que estaban en la barra escucharon con brutal solemnidad desde una distancia respetuosa. A ella siempre le había resultado más relajante estar entre hombres desconocidos que con mujeres a las que no conocía. El barman salió de detrás de la barra para acompañarla a la puerta y, sin pensarlo, ella le besó en la mejilla.

-Gracias -le dijo.

Sam nunca la había cortejado realmente, pensó ahora, más o menos ella se le había ofrecido. Bajó por Broadway enfadada, arrepentida de su matrimonio, y para cuando llegó a la esquina le amaba de nuevo, o por lo menos le compadecía.

Así que papá había desaparecido. Unas cuantas manzanas más allá se sintió aliviada al notar el don de la pesadumbre dentro de sí, la ilusión de conectar con el pasado; pero qué extraño que la emoción se la hubiese proporcionado un irlandés católico que probablemente era de derechas, apoyaba a Franco y no podía soportar a los judíos. Todo era sentimiento, nada estaba claro. De alguna manera, esta repentina e inesperada colisión con los auténticos sentimientos del barman arrojaba una nueva luz: vio que realmente tenía que dejar de esperar convertirse en otra persona, era Janice para siempre. ¡Qué idea tan excitante! Si pudiera seguirla, tal vez la llevaría a un terreno firme. Era como la propia depresión: todo el mundo estaba esperando a que pasara y mientras tanto se olvidaba de vivir, pero ¿y si continuaba eternamente? ¡Tenía que empezar a vivir! Y Sam tenía que dejar de pensar de forma tan exclusiva en el fascismo y en organizar sindicatos y todo el resto del programa.

izquierdista repetido hasta la saciedad. "Pero no debo pensar eso", se corrigió culpablemente.

Sonrió al recordar la reciente liberación que la orfandad acababa de procurarle. Al cabo de unos minutos, caminando por Broadway, encontró divertido el hecho de que un hombre tan convencional y quisquilloso como Dave Sessions fuera abandonado dentro de una caja en un bar; le veía atrapado allí dentro, diminuto, ultrajado y sofocado, golpeando la tapa para que le dejaran salir. Se le ocurrió una idea extraña: que el cuerpo era más una abstracción que el alma, pues ésta nunca desaparecía.

Sam Fink tenía una sonrisa cordial y una nariz huesuda y arqueada que, como él decía, había tardado años en aprender a querer. Medía más o menos lo que Janice, metro sesenta y siete, y cuando se encontraban de pie cara a cara, a ella le venía a veces a la mente la repetida advertencia de su madre: "Nunca te cases con un hombre guapo". Frase que Janice había interpretado no sólo como un puyazo apenas disimulado a la vanidad de su apuesto papá, sino también a su propia fealdad. Pero Sam, que no era nada guapo, tenía una belleza distinta, cierta reverente y vigorosa visión social, y una absoluta devoción por ella. Sam y su compromiso comunista la acercaban al futuro y la alejaban de su suerte primitiva, la trivialidad, la obsesión burguesa por las cosas.

Pero resultaba doloroso mirar los cuadros de un museo junto a él -ella se había especializado en historia del arte en Hunter- y no oír nada acerca de Picasso que no fuera su conversión al Partido o el código secreto antimonárquico oculto en la pintura de Tiziano o la metáfora de la lucha de clases en Rembrandt.

-No son necesariamente conscientes de ello, por supuesto, pero los grandes estuvieron siempre en lucha con la clase gobernante.

-Pero, cariño, todo eso no tiene nada que ver con la pintura.

Y, dicho con la sonrisa dulcemente superior de un profesor hacia un niño y con una incipiente violencia en los ojos, él contestaba:

-Salvo que todo tiene que ver con la pintura; fueron sus convicciones lo que les elevó por encima de los otros, los "pintores". Tienes que aprender esto, Janice, la convicción importa.

Amilanada por la abnegada fe de su marido, de algún modo se tranquilizó respecto a sí misma. Agarrándole del brazo mientras caminaban, pensó que la mayoría de la gente se casaba no por un amor avasallador sino para encontrar justificación el uno en el otro, ¿y por qué no? Echó una mirada a su poderosa nariz y su cabeza casi calva y se sintió elevada por el carácter moral de su marido y a salvo en su militancia. Pero no siempre le era posible desterrar la visión de un espacio vacío alrededor de ellos, una penumbra sin luz en la cual podría entrar repentinamente algo horrible un mal día.

El asombroso conocimiento sobre libros que tenía Sam era lo que la ayudaba a calmar sus dudas. La clase que tenía Sam provenía del inmenso número de libros de log cuales tenía orgulloso conocimiento, las fechas de los autores y los lugares de Inglaterra y Estados Unidos donde habían vivido, ya que en su mayoría eran escritores norteamericanos y británicos los que sus clientes tenían interés en coleccionar. El era uno de los pocos libreros que leían lo que vendían, podía sacarse de la manga los nombres de autoridades en un par de cientos de materias, desde el ajedrez a la China, como les decía mordazmente a sus impresionados clientes, los cuales le perdonaban la arrogancia en vista de su memoria enciclopédica. También conocía la localización de docenas de mansiones antiguas en el estado de Nueva York, en Connecticut, en Massachusetts, en Nueva jersey, donde viejas familias en extinción seguían conservando grandes bibliotecas de las que se desprenderían a la muerte del último

tío, tía o pariente de los que heredarían.

Un par de veces al mes se marchaba al campo en su Nash verde de muelles rígidos durante un día o dos y regresaba con el maletero y el asiento de atrás abarrotados de colecciones de Dickens, Thackeray, Melville, Hawthome, Shakespeare, y montones de miscelánea roída por los ratones, una Panorámica de la Literatura del Utero, de 1868; un Manual de Esmaltes Chinos, de 1905; Melodías Irlandesas Perdurables, de 1884; anales de oftalmología o de cirugía laríngea, y Janice se sentaba con él en el suelo de su oscuro cuarto de estar de la Calle 32 Este, imaginando la vida silenciosa y recluida de esas familias que vivían al norte del condado de Monroe, de la intimidad de cuyas casas habían sido arrancados estos libros, libros que en otro tiempo debieron de traer noticias del gran mundo que se hallaba más allá de sus puertas color lila. Mientras tanto, él anotaba con avidez en un cuaderno escolar la fecha de publicación de cada volumen, su estado y toda la información pertinente que sus

clientes le pedirían. El sencillo amor que sentía por sus libros y su trabajo despertaba el amor de Janice por él. El amaba incluso los libros por si mismos y entresacaba pasajes escogidos de Trollope especialmente, 0 de Henry James, o de Virginia Woolf, o del comunista Louis Aragon y del joven Richard Wright, leyéndoselos con la autocomplacencia de un autor. El también era esnob, pero, al revés que ella, lo negaba. Sentada sobre la alfombra oriental con las piernas cruzadas, pensó que él tenía el simple aspecto espiritual de un monje atractivo, incluyendo la inocente tonsura redonda de su coronilla. Y había algo frailuno cuando fingía no haber notado -cuando ella se echaba hacia atrás apoyada en los codos, una pierna doblada bajo la otra y la falda subida hasta la mitad del muslo- que estaba pidiendo que la poseyese alli mismo, en el suelo.

Al ver que él se sonrojaba y pasaba a la explicación de las noticias del día, ella desesperaba. Sin embargo, con las llamadas democracias coqueteando indiscutiblemente con el fascismo, ella no podía pedirle que antepusiese su voraz deseo a cosas más serias.

Como se quedaba sola por lo menos dos tardes a la semana cuando él iba a las reuniones del Partido, paseaba por el muerto East Side hasta la barriobajera Sexta Avenida con sus casas de pisos por debajo de la Calle El y sus polvorientos bares irlandeses, y regresaba a casa cansada para escuchar discos de Benny Goodman y fumar demasiados Chesterfield hasta que se sentía tensa y enojada con las paredes. Cuando Sam volvía a casa y le explicaba las últimas declaraciones de Stalin sobre cómo el futuro socialista, trayendo al fin la bondad, avanzaba de forma tan inexorable hacia ellos como las olas del océano, ella casi se ahogaba en su propia ingratitud, y sólo se calmaba ante la visión de la justicia que él guardaba junto con el anónimo ejército de camaradas civilizados que se extendía por todos los países del mundo.

Otra mañana de domingo en la cama con Charles, siempre tratando de visualizarse a si misma, dijo:

-No puedo entender qué me pasó; fue unos cuatro años después de casarnos; por lo general volvíamos a casa después de ver una pelicula francesa o rusa en Irving Place y nos acostábamos, y eso era todo. Esa vez decidí prepararme un Martini y luego me senté en el sofá a escuchar discos, ya sabes, cosas como Un tren., de Benny Goodman, o canciones de Billie Holiday o Leadetter, o puede que Woody Guthrie se estuviera poniendo de moda por entonces, y al cabo de veinte minutos salió Sam del dormitorio en pijama. Era verdaderamente tímido, pero no era un cobarde y se quedó alli parado, pobre hombre, con aquella sonrisa tensa, apoyado en el quicio de la puerta como Humplirey Bogart, y dijo: "Hora de dormir". Fue entonces cuando las palabras salieron de mi boca involuntariamente: "Que le den por culo al futuro", dije.

Charles parpadeó y se rió con ella y apretó la cara interna del muslo.

-El se rió, pero, ya sabes, ruborizado, porque yo había dicho esa palabra. Y me preguntó: "¿Qué quiere decir eso?".

-Pues que le den por culo al futuro.

Oyó su propia risa tintineante y siempre recordaría la sensación de caída libre que notó en el pecho.

-Debe de querer decir algo.

-Quiere decir que ahora tiene que estar ocurriendo algo que sea interesante y digno de pensar en ello. Y ahora significa ahora.

-Ahora siempre significa ahora.

El sonrió contra su aprensión.

-No, en general significa bastante pronto o algún día. Pero ahora significa esta noche.

Enojado, él se ruborizó más, su ancha frente se tiñó de rojo. Ella abrió el aparador de roble oscuro, se preparó otro Martini y, riéndose por lo bajo de alguna broma secreta, se metió en la cama y se lo bebió entero. Al sentirse marginado, él no pudo hacer otra cosa que continuar sonriendo de forma idealista, valiente, un codo sobre la almohada, esforzándose por captar los rápidos pensamientos de ella.

-Una vez, papá y yo vivimos durante un mes en una casa en la playa en Portugal, fue después de que mamá muriera, y yo solía mirar a la campesina que teníamos de cocinera cuando venía por las dunas trayendo verdura fresca y, en una cesta, un pescado para que yo lo examinara y ella pudiese cocinarlo para nosotros. Tardaba muchísimo en llegar hasta mi andando por la arena, y luego no era más que un pez, aún mojado por el agua de mar.

-¿Y qué?

-Bueno, eso es todo; esperas y esperas y lo ves venir y luego es un pez mojado.

Ella se había reído sin parar, al borde de la histeria, luego posó sus labios en la muñeca de Sam y le dio un beso con desdén y cayó en un sueño individual, sonriendo con un aire incierto de victoria.

Ahora pasó ligeramente un dedo por la nariz de Charles.

-¿Tuvo algun significado para ti aquello, la Izquierda?

-Yo estaba estudiando música en los años treinta.

-Qué maravilla. Simplemente estudiando música.

-Haces que todo aquello suene como si fuera un desperdicio. ¿Crees que lo fue?

-No lo sé todavía. Cuando pienso en los escritores que todos creíamos que eran tan importantes y ya nadie conoce sus nombres. Me refiero a los militantes. Toda esa literatura fue esfumándose sin más. Desapareció.

-Era una moda, ¿no? La mayoría de las modas pasa.

-¿Qué estás tratando de decirme? -preguntó ella, besándole en el lóbulo de la oreja.

-Parece que tienes la necesidad de burlarte de ti misma tal y como eras entonces. Creo que no deberías hacerlo. Buena parte del pasado siempre es embarazoso si tienes algo de sensibilidad.

-Para ti no lo es, sin embargo.

-Oh, he tenido muchos momentos.

-¿De los que te avergúenzas?

El asintió. Ella notó que se ruborizaba por él y no pudo insistirle. No quería estropear su nobleza. Tal vez algún día se lo contaría. Ella era consciente de lo poco que en realidad sabía de su vida.

-Los de izquierdas creen que buscan la verdad, pero lo que realmente anhelan encontrar son tipos nobles a los que admirar.

-No sólo los de izquierdas, Janice. La gente necesita creer en la bondad. -Parpadeaba más deprisa cuando estaba excitado y ahora sus párpados se agitaron como las alas de un pájaro-. Está decepcionada la mayor parte del tiempo, pero en algún lugar de sus creencias todo el mundo es ingenuo. Incluso los más cínicos. Y el recuerdo de la propia ingenuidad es siempre doloroso. Pero ¿qué más da? ¿Preferías no haber tenido ninguna creencia?

Ella hundió su cara en el cuerpo de Maury.

La forma en que la aceptaba, pensó, era como una marea.

Uno de los peores días que recordaba fue cuando en la radio estalló la asombrosa noticia de que Stalin había hecho el pacto de no agresión con Hitler. Stalin siempre había sido el baluarte contra los nazis, que odiaban la inteligencia, así como contra los corrompidos esnobs de la clase alta británica y francesa, que secretamente deseaban el fascismo en sus propios países. El pacto borraba la amenaza de una nueva sinrazón para muchos en la ciudad, en el mundo.

-¿Cómo puede haber sucedido? -le preguntó a Sam.

Estaban en la Calle 8, en un sitio que se llamaba Barclay's, donde la cena- costaba noventa centavos en lugar de los sesenta y cinco que costaba en el local de al lado, The Uníversity Inn. La gente del Village* estaba aturdida, tratando de sondear la mente de Stalin, esforzándose por no renunciar a los soviéticos.

Para ella, el que Stalin ni siquiera hubiera tocado a Hitler era como si Dios hiciera el acto sexual, comiera y se tirara pedos. La Unión Soviética había sido el sublime contrario de West End Avenue, de las alfombras y la plata y la seca inutilidad de la vida en la ciudad de clase media.

Sam guiñó un ojo y esbozó una sonrisa astuta, al hacerlo un lado de la nariz se le sacudió ligeramente, una sofisticación que pretendía disimular su inquietud.

-No te preocupes, Stalin sabe lo que se hace; y no está ayudando a Hitler, nunca aprovisionará a Alemania.

-Pero lo está haciendo, ¿no es cierto?

-No. Sólo se niega a sacarles las castañas del fuego a los franceses y los británicos. Lleva cinco años rogándoles que firmen un pacto

* Greenwich Village una zona de Manhattan donde generalmente residen artistas, bohemios e inconformistas. (N. de la T)

contra Hitler y ellos han dado largas al asunto con la esperanza de que Hitler atacase Rusia.

Bueno, él le ha dado la vuelta a la partida de ajedrez.

Janice miró a su alrededor. La mayoría de los comensales estaba en la veintena, unos cuantos eran de mediana edad. Con frecuencia, en el pasado, el dueño o algún cliente conocido se detenían junto a su mesa para pedirle a Sam un análisis de los acontecimientos politicos; la gente buscaba su tranquilizadora certeza. Ultimamente nadie se acercaba a su mesa, y cuando ellos salían el dueño les saludaba con un ligero movimiento de mano desde el extremo opuesto. "Ya nadie sabe qué pensar", reflexionó, "y creen que tampoco Sam lo sabe."

En aquel agotador y reseco intervalo de año y medio ella había visto cómo Sam Fink se esforzaba por justificar el pacto ante ella y sus amigos. Y cuando ya no fue posible negar que los rusos mandaban trigo y petróleo a una Alemania que estaba invadiendo Francia, algo dentro de ella se detuvo y permaneció inmóvil detrás de sus ojos, pasmado. Entrenado para razonar o transitar por el camino de la esperanza, su cerebro estaba hundiéndose en el cinismo y al final ella guardó todo el asunto en la parte de su ser que muy conscientemente denominaba Departamento de Negaciones, un espacio que comenzaba a llenarse. Ahora lo peor era su incertidumbre con respecto al liderazgo de Sam. El no era más cínico que ella, pero ¿cómo llamar a este cerrar los ojos a los hechos? Los viejos amigos iban retirándose uno a uno, las esperanzas puestas en la Unión Soviética se iban a pique.

-Francamente, la mayor parte del tiempo me avergüenzo de decir que no soy antisoviética -se atrevió a declarar una noche durante la cena.

-Los soldados de verano y los patriotas de los días soleados... -empezó él a burlarse.

-Pero, Sam, están ayudando a Hitler.

-La historia no ha terminado todavía.

Veinticinco años más tarde, al recordar esta conversación, ella era consciente de que había sabido ya entonces que estaba perdiendo el respeto por el líderazgo de Sam. ¡Qué extraño que eso hubiera ocurrido a causa de un pacto realizado a quince mil kilómetros de distancia!

-Pero ¿no deberíamos oponernos? ¿No deberías oponerte tú? -le preguntó.

En ese momento, en lugar de responder, la boca de Sam dibujó una sonrisa que a ella le pareció presuntuosa y él sacudió la cabeza con compasión. Fue entonces cuando se produjo la primera punzada de odio hacia él, la primera sensación de insulto. Pero, por supuesto, se resistió, como se hacía en aquellos tiempos, e incluso fingió -no sólo para él sino para consigo misma- que había absorbido otra de sus lecciones de visión de futuro.

Pero en parte no era fingimiento; sabía que lo mejor de Sam, su noble y fiel lealtad, estaba siendo puesta a prueba, y ella tenía que respetarlo, aunque sólo fuera porque representaba su propia seguridad. Se sentía paralizada. ¿Cómo podía condenar lo que nacía de su bondad aunque supiera que apoyaba el error?

Le parecía que podría amarle locamente sólo con que él admitiera que estaba sufriendo por este dilema, porque ella estaba segura de que debía de sufrir.

-No veo ningún dilema -dijo él cuando ella sugirió que existía uno-. Stalin está estrechando la mano del diablo para salvar su país, y eso no es malo.

Esa noche se fueron a la cama conscientemente fríos, con los vientos del mundo azotándoles la cara. "Debemos considerar esto como un capítulo en nuestra relación", pensó ella, "puede que ahora todo cambie." ¡Si él pudiese reconocer lo herido que estaba! Por curioso que parezca, ella sentía la necesidad de curarle, de ser amada, de hacer el amor. Pero él parecía felizmente dormido. Debemos considerar esto como un capitulo.

Cerrando los ojos, invitó a Cary Grant a inclinarse sobre ella y hablarle con ironía mientras se desataba la increíble corbata de lazo y se quitaba la ropa.

Sin embargo, tal vez fuera más fácil que un matrimonio sostuviera a dos personas mintiendo que a una sola. Hasta el momento sólo ella había sido la extraña, ahora también él debía de notar su artificialidad, pensó Janice. Pero él dormía en su perfecta negación.

El Village se tranquilizó de nuevo cuando, año y medio más tarde, Hitler rompió al final el acuerdo y atacó Rusia. Todo iba bien ahora que el fascismo volvía a ser el enemigo. Los rusos eran heroicos y Janice sintió que formaba parte de Estados Unidos una vez más, superada la espantosa vergüenza de una asociación con Hitler.

Sam Fink se presentó en la oficina de reclutamiento de la Armada sita en el 90 de Church Street una semana después del ataque a Pearl Harbor, pero con su nombre y su nariz no tenía madera de oficial de marina -la sonrisa divertida en la cara del rubio teniente que le examinaba no se le escapó a Sam, ni la ironía de esa sonrisa en esta guerra antifascista-, así que entró en el más democrático de los ejércitos.

La repulsa fue embarazosa, pero no inesperada dentro del capitalismo, especialmente cuando desde hacía años tantos estudiantes judíos habían tenido que marcharse a facultades de medicina escocesas e inglesas, rechazados por el numerus clausus de las instituciones norteamericanas. Sam se adiestró primero en Kentucky y luego en la escuela de oficiales de Fort Sill, Ok1ahorna, mientras Janice le esperaba en abrasadoras casas de huéspedes cerca de la base. La guerra podía durar ocho o diez años, se decía. Pero ella no debía quejarse, si consideraba los bombardeos de Londres y la crucifixión de Yugoslavia. Luchando de forma desesperada contra la soledad, aprendió ella sola taquigrafía y mecanografía por si acaso no conseguía nunca el trabajo de editora que había empezado a solicitar en las revistas y editoriales que estaban perdiendo hombres a causa de la guerra.

Pero ya tenía veintiocho años y en las noches malas su cara aburrida -la cara de un caballo pequeño y bonito, había concluido- llegaba a ponerla al borde de las lágrimas; luego se hacía con un cuaderno y trataba de escribir sus sentimientos. "No es que me sienta francamente carente de atractivo; sé que no es así. Sino que, de alguna manera, me están impidiendo que me ocurra algo milagroso alguna vez."

Al amortiguarse su amor por Sam, el tiempo perdió sentido, ya no entendía el porqué de todo lo que hacía. Un milagro salvador iba convirtiéndose en una idea menos extraña.

"De algún modo, cuando me miro, lo milagroso parece ser cada vez más posible. ¿0 es que esta ardiente habitación está volviéndome loca?" Cuando oía que una hilera de tanques pasaba armando estruendo por delante de su casita, salía al porche y saludaba con la mano a los oficiales cuyos cuerpos asomaban, como los de un centauro, por la escotilla superior.

Cuando desaparecían y el polvo caía centelleando bajo los rayos de la luna, se quedaba allí preguntándose: "¿Nos abrazamos porque ambos sentíamos que nadie nos quería?". Esta odiosa afrenta, una vez alojada en su cerebro, la arrojaba cada vez con más frecuencia a la botella, y con un par de copas lo peor subía a sus labios: "Hace el amor como quien echa una carta". Y luego tiraba la nota por el retrete.

Contuvo la rabia, como todo lo demás en esos tiempos de guerra, mientras duró el conflicto. Le encantaba ne New Yorker, especialmente Perelman y Thurber, y la arrogancia sobre todo disimulada de su humor. ¡Qué fantástico poder exponer así tus opiniones, tu personalidad! De pronto le parecía que lo peor de esta guerra, y de la depresión anterior a ella y de toda la vida que había llevado, era que te hacía reprimirlo todo menos la bondad. Cuando volvía a entrar en la casita, se sentaba en el colchón lleno de bultos y pensaba con culpabilidad en el pobre Sam durmiendo al raso sobre la tierra mojada en los pinares. "Soy una bruja desagradecida", decía en voz alta. Y dejándose caer sobre la almohada húmeda... "¡Ese hijoputa de Hitler!"... Y se adentraba en el sueño acompañada de su ira.

Capítulo segundo

Al recordarlo más adelante, su colisión con Lionel Mayer le parecería dolorosamente vulgar, pero en el momento en que sucedió la hizo salirse de la rutina de su antigua vida. El y su esposa Sylvia, una organizadora izquierdista de la Asociación de Periodistas, eran amigos suyos desde hacía años y él había sido destinado como oficial de prensa a la división de Sam. Aquel otoño, cuando le mandaron a vivaquear durante cinco días, Sam le pidió a Lionel que la llevase a cenar a Lovelock, renunciaba con ello a fingir que su mujer vivía feliz haraganeando por los campamentos del ejército. Janice se sentía algo nerviosa antes de la cita; Lionel, cuya ambición era llegar a ser una estrella de cine después de la guerra, tenía cuatro años menos que ella. Con su abundante pelo negro rizado, sus poderosas manos y un picante sentido de lo extravagante, parecía estar alentando siempre la curiosidad que ella sentía por él; Janice había observado que él casi perdía el hilo de la conversación

al mirar a las mujeres, y le resultaba fácil provocarle para que actuase para ella contándole sus atrevidas historias y chistes. Ella había llegado a creer que él deseaba hacerle el amor, algo difícil de conciliar con sus principios y la timidez para con su esposa... Hasta que pensó en su propio comportamiento.

Nunca había estado a solas con él en un sitio desconocido y él se mostró completamente diferente durante la cena, le tomaba la mano por encima de la mesa, casi se le ofrecía con una mirada cargada de intención. Al calcular el riesgo, ella pensó que aquello parecía mezquino; estaba claro que él no querría deshacer su matrimonio más de lo que ella quería destruir el suyo.

-Tienes los ojos grises -dijo él con cierta avidez que ella encontró absurda y necesaria.

-Los dos, sí.

El se echó a reír, aliviado de no tener que continuar la maniobra. Mientras volvían andando a la parada de autobús después de salir del restaurante vieron el letrero del hotel Rice sobre sus cabezas, se miraron y sonrieron, y las entrañas de Janice cedieron como arena. Si alguien la reconocía mientras subía la ancha escalera de caoba con él, le daba igual; resolvió de forma confusa no detener la fuerza que la llevaba hacia delante y la sacaba de una vida muerta. Lionel descendió sobre ella como una ola, derribándola, invadiéndola, haciendo añicos su pasado. Ella había olvidado qué punzadas de placer permanecían dormidas en sus ingles, qué mareas de sentimientos podían inundar su cerebro. Más tarde, en su casita, dejándose resbalar al fondo de su pozo, examinó su cara saciada en el espejo del cuarto de baño y vio lo solapadamente femenina que era en realidad, lo sombría y falsa, y se guiñó un ojo, feliz. Por un instante pasó por su mente el pensamiento de que se sentía libre

una vez más, como cuando murió su padre.

Al despedirse de Sam Fink con un beso la noche en que él zarpaba rumbo a Inglaterra, pensó que nunca le había visto tan guapo con su uniforme, sus charreteras y su bonita trinchera cruzada. Pero con la santa causa resplandeciendo tan noblemente en su cara, sus ojos, su sonrisa varonil, ella comprendió con dolor que no podría continuar junto a él toda la vida, incluso en sus mejores momentos no sería suficiente. Ella era una verdadera guarra, un completo fraude. El insistió en que ella se quedara en el apartamento y no le acompañara al barco. Con una gravedad nueva en la mirada le dijo:

-sé que no soy el hombre adecuado para ti, pero...

El sentimiento de culpa la abofeteó.

-¡Oh, sí que lo eres, claro que lo eres! ¡Mira que decir una cosa así cuando tal vez iba camino de la muerte!

-Bueno, puede que lo descubramos cuando yo vuelva.

-Oh, cariño mío... Le estrechó con más fuerza de lo que había deseado nunca y él la besó en la boca como nunca lo había hecho.

Aunque quizá fuese el último momento en que estaban juntos, a él todavía le resultaba difícil hablar.

-No quiero que creas que no sé lo que ha sucedido. -Miró la pared para huir de sus ojos-. No me he tomado nuestra relación lo bastante en serio, quiero decir en cierto sentído, y lo lamento ...

-Lo entiendo ...

-Puede que no del todo. -La miró entonces directamente con su valerosa y cálida sonrisa-. Supongo que te he considerado como un camarada en la revolución o algo así. Y he dejado al margen todo lo demás, o casi todo. Mi única obsesión ha sido el fascismo y eso ha ocupado todos mis pensamientos.

-No, querido, es el miedo sexual lo que ha hecho eso-. Pero ahora Estados Unidos peligra, no sólo la gente como yo, y Hitler está acabado. Por lo tanto, si vuelvo, quiero que empecemos de nuevo como pareja. Quiero decir que deseo empezar a escucharte.

El sonrió a la vez que se ruborizaba. Espantada de sí misma, ella sabía que no había esperanza para ellos; él era dulce y cariñoso, pero nada le impediría continuar yendo a reuniones el resto de su vida y ella ya no podía soportar ser buena, quería la gloria.

Ella atrajo su cabeza hacia sus labios y le besó en la frente como una bendición. "Bajo la sombra de la muerte". pensó, "nos separamos con amor." El dejó que la mano de ella escapara de sus dedos y se dirigió a la puerta, donde se volvió para mirarla por última vez: ¡Qué romántico! Ella se quedó en la puerta del apartamento mirándole mientras él esperaba en el pasillo a que llegara el ascensor. Cuando la puerta se abrió dando un chirrido, ella levantó una mano y movió los dedos, dedicándole su sonrisa y su ironía.

-¡Estoy orgullosa de ti, soldado!

El le tiró un beso y entró de espaldas en el ascensor. ¿Iba a morir? Janice se dejó caer en la cama con los ojos secos y se preguntó quién demonios era ella, mientras se llenaba de amor por ese hombre noble.

El podría estar fuera un año, tal vez dos. Nadie lo sabía. Ella se matriculó en Hunter como estudiante graduada en historia del arte.

Era perfecto; su buen esposo se encontraba lejos haciendo la guerra por la mejor causa imaginable y ella estaba en Nueva York y no en algún remoto campamento del ejército, estudiando cursos con el profesor Oscar Kalkofsky.

La guerra continuó ejerciendo su implacable control sobre el tiempo; la guerra calcificaba la mayoría de las decisiones; no se podía emprender nada a largo plazo hasta que llegara la paz, probablemente dentro de cinco o seis años, se pensaba en aquel momento. La frustración se veía mitigada por el consuelo de tener una buena excusa para todo lo que no se hacía o se posponía; como enfrentar a Sam Fink con un divorcio cuando él estaba combatiendo en Alemania y muy bien podrían mandarle al Pacífico para el asalto a Japón.

Pero de repente la Bomba puso fin al conflicto y todo el mundo volvía a casa. ¿De dónde iba a sacar ella la fuerza necesaria para decirle a Sam Fink que no podía seguir con él?

Tenía que encontrar un trabajo, una independencia desde la cual dirigirse a él. Caminó sin parar por Manhattan, tensa, medio enfadada, medio asustada, tratando de imaginar una posible carrera profesional, y al final un día fue a ver al profesor Kalkofsky, no para hablar de arte sino de su vida.

Meses antes, cansada de andar, entró en la librería Argosy, en la parte baja de la Quinta Avenida, para sentarse y buscar algo nuevo que leer, y estaba hablando con Peter Berger, el hijo del dueño y jefe inmediato de Sam, cuando entró el profesor. Casi de inmediato su tranquila sonrisa que se burlaba de si mismo y su irónico fatalismo la atrajeron, una afectación de fatiga tan patentemente coqueta que le hizo gracia. Y él no cesaba de lanzar miradas a las pantorrillas de Janice, su mejor rasgo.

Un gigante amable con el pelo platino, sentado una tarde en su despacho con corrección académica europea, con sus dos enormes zapatos plantados en el suelo, su pipa humeando en la mano derecha, a la cual le faltaban dos dedos, cercenados por un torturador nazi, le habló de una realidad que el océano Atlántico había esterilizado antes de que llegase a Estados Unidos. Estaba segura de que él no sólo se sentía atraído por ella sino de que no pensaba en ninguna relación con perspectivas de futuro; sus ojos inteligentes y su boca seria, cierta inflexibilidad en su tácita demanda de ella y su tranquilo discurso de ese día, todo parecía hacerse cargo con solemnidad del cuerpo de Janice. A pesar de su volumen y actitud, había algo femenino en él; quizás era, pensó ella, que, al contrario de la mayoría de los hombres, evidentemente no le tenía miedo al sexo.

-No es muy complicado, señora Fink. -A ella le gustó que no utilizara su nombre de pila todavía y esperaba que, si hacían el amor, él continuara llamándola señora Fink en la cama-. Tras guerra como ésta, estará necesario combinar dos impulsos contradictorios. Primero, cómo embellecer, como dicen ustedes, modos cooperativos en nueva sociedad; al mismo tiempo, incorporar ética del placer que ciertamente debe extenderse por mundo después tanta privación. Eso significa lo siguiente: tomar lo que se ofrece, pedirlo si no se ofrece, arrepentirse de nada. El arrepentimiento es principal; una vez que aceptas que has elegido ser como eres, aunque parece increíble, entonces arrepentimiento es imposible. Hemos sido esclavos de esta guerra y de fascismo. Si llevan comunismo a Polonia y Europa, nunca durará mucho en países de Renacimiento. Así que ahora somos libres, la esclavitud ha terminado, o terminará pronto. Vamos a tener que aprender a seleccionar nuestro yo, y así ser libres.

Ella había leido algo de filosofía existencialista pero nunca le había, por así decirlo, seducido, acorazada como estaba por la década de marxismo puritano que siguió a la desgraciada era del jazz de su padre. Pero había algo más en su fascinación; los europeos preferían hablar de temas relacionados en el fondo que de simples hechos desconectados, y a ella esto le encantaba, pues pensaba que tal vez se aclararía si pudiera generalizar con precisión. Pero nunca sucedía. Como si le conociera desde hacía mucho tiempo -cosa que en cierto modo era verdad-, empezó a hablarle de su vida.

-Me doy cuenta de que no tengo un físico corriente, pero... -El no la interrumpió con un falso cumplido tranquilizador, lo cual significaba que la aceptaba exactamente como era.

Esto la excitó por sus repentinas posibilidades-. Pero yo... Se me ha olvidado lo que iba a decir.

Se echó a reír, la cabeza le chispeaba, reconociendo un ansia de que sucediera algo entre ellos más allá de las palabras.

-Creo que lo que está usted diciendo es que le parece nunca ha hecho una elección en su vida.

¡Claro! ¿Cómo podía él saber eso? Ella iba a la deriva, no tenía una meta verdadera... Se tocó el pelo, pensando de repente que debía de estar enredado. Y él dijo:

-Lo sé porque veo cuánta expectativa hay en usted. -¡Si, eso era!-. Casi cualquier sufrimiento es tolerable siempre que se haya elegido. Yo era en Londres cuando atacaron Polonia, pero sabía que debía volver y también sabía del peligro si lo hacía. Cuando él rompió mis dedos, yo comprendí por qué la Iglesia era tan fuerte: estaba construida por hombres que habían elegido sufrir por ella. Mi dolor era elegido y esa dimensión, comprende, lo hacía significativo, en absoluto un desperdicio.

Entonces él simplemente alargó el brazo, le agarró la mano, la atrajo hacia sí y la besó meditativamente en los labios, cerrando los ojos como si ella simbolizara algo para él y para su sabio sufrimiento europeo. Ella supo al instante cuál era la verdadera razón de su dolor de años: tan sencillo como que nunca había elegido a Sam realmente, él era algo que le había sucedido porque... Si. porque nunca había pensado en sí misma de esta manera, como una mujer valiosa que elige darse. El le metió la mano dentro de la ropa, e incluso el cinismo de su fría pericia la complació con su descarada consciencia.

Ella le miró arrodillado en el suelo con la cara hundida entre sus muslos.

-Me encanta saber lo que estoy haciendo, ¿a usted no? -dijo, y se rió.

El tenía la cara ancha y muy blanca, de huesos grandes y fuertes. La levantó para mirarla y, haciendo una mueca irónica, dijo:

-Empieza la era de posguerra. Pero mantuvo el tono irónico, al borde de la risa.

Capítulo tercero

Después del regreso de Sam, en septiembre, transcurrieron meses enteros con sentimiento de culpa antes de que ella se.atreviera a decirle que ya no podía soportar vivir con él. Ocurrió por casualidad.

Sacar el tema había sido difícil porque él volvía a comportarse como si nunca hubiesen tenido un problema; y no facilitaba las cosas el hecho de que en alguna parte de su ser él se atribuyera una cantidad considerable de mérito en la destrucción del fascismo. Su marxismo profético había demostrado su validez en el nuevo poder de Rusia y en la extinción del fascismo y le convertía conscientemente en un participante en la historia y, además, de una forma noble. Una nota nueva, algo próximo a la arrogancia, una cualidad que ella había deseado para él anteriormente, la irritaba ahora que sus espíritus se habían separado. Pero lo que hizo que estallase fue que él insinuara una tarde que había forzado a una campesina alemana que le había dado cobijo durante una tormenta una noche.

Ella sonrió, fascinada.

-Cuéntame. ¿Era casada?

-Oh, claro. No sabía nada del marido, pensaba que había caído prisionero o muerto en Stalingrado.

-¿Qué edad tenía? ¿Era joven?

-Treinta o treinta y dos.

-¿Guapa?

-Bueno, más bien gorda.

Por su risa áspera vio casi con certeza que había decidido dejar de ser obsequioso con ella. Desde su regreso, su manera de hacer el amor había sido marcadamente avasalladora pero no menos inepta que antes; había mejorado en el manejo del cuerpo de ella, pero no parecía haber espacio en su mente para los sentimientos de su mujer.

-¿Y qué pasó? Cuéntame.

-Bueno, fue en Baviera... Nos alojábamos en un ayuntamiento medio destruido por los bombardeos, el viento entraba por las ventanas y yo tenía un resfriado que me estaba matando. Al entrar en el pueblo me había fijado en una casa que estaba a un kilómetro más o menos carretera adelante, parecía bien cerrada y salía humo por la chimenea. Así que me fui allí. Ella me dio sopa. Era demasiado estúpida para esconder la bandera nazi que colgaba sobre el retrato de su marido. Se hizo tarde y yo... -Frunció los labios con coquetería, estiró las piernas y entrelazó las manos detrás de la cabeza-. ¿De verdad quieres oír esto?

-Adelante, cariño, sabes perfectamente que te apetece contarlo.

-De acuerdo. Le dije que quería pasar la noche allí y ella me llevó a un cuartito diminuto y frío cerca de la cocina. Y yo le dije: "Escucha, zorra nazi, voy a dormir en la mejor cama de la casa ... ".

Ella se rió, excitada.

-Eso es fantástico. ¿Y qué hizo ella?

-Bueno, me dejó dormir en el dormitorio de ella y su marido.

No dijo más. Ella notó la laguna y le sonrió de oreja a oreja.

-¿Y? Venga, ¿qué pasó? -El estaba ruborizado, pero orgulloso-. ¿Era muy ardiente o qué? ¡Vamos! ¿Se te echó encima?

-En absoluto. Era una verdadera nazi.

-¿Quieres decir que la violaste?

-No sé si le podrías llamar violación -dijo él, sin duda esperando que ella lo hiciera.

-Bueno, ¿quería o no quería?

-¿Qué más da? El caso es que no estuvo nada mal.

-¿Y cuánto tiempo te quedaste con ella?

-Sólo dos noches, hasta que nos marchamos del pueblo.

-¿Y para entonces ella era antinazi?

Le sonrió.

-No se lo pregunté.

Su orgullo la llenó de asombro y alivio.

-¿Y tenía trenzas rubias y un vestido tirolés?

-No tenía vestido tirolés.

-¿Y trenzas rubias?

-Pues, sí.

-¿Y pechos grandes?

-Bueno, estábamos en Baviera -contestó él sin poder contenerse, y los dos se echaron a reír.

Ella se acercó a su butaca, se inclinó y le besó la tonsura. El levantó la cara hacia ella con amor y orgullo por su hazaña.

-Voy a dejarte, Sam -dijo ella con un toque de humor todavía en la voz.

De repente, ya no tenía que agacharse para sostenerle. El estaría bien. Después de que él manifestara su incredulidad, su sobresalto y su cólera, ella comentó:

-Estarás bien, cariño.

Preparó un Martini y cruzó las piernas sobre el sofá como disponiéndose a una agradable charla.

-Pero ¿adónde irás?

Verdaderamente, era como si con una cara como la suya él fuera su único refugio posible en el mundo.

El insulto resultó aún peor porque él no era consciente del mismo, e instantáneamente Janice se indignó por el tiempo que había perdido con él. Había adquirido la costumbre de reírse por lo bajo cuando algo le dolía, hundiendo la barbilla en el pecho y levantando los ojos hacia su oponente con las cejas enarcadas, y luego soltaba sus ironías como quien desenrolla una bobina de cable.

-Bueno, ahora que lo mencionas, importa poco adónde vaya puesto que a todos los efectos ahora no estoy en ninguna parte. -Esperó un instante-. ¿No crees, Sam?

Capítulo cuarto

Con su gastada ornamentación parisiense, el hotel Crosby, en la esquina de la Calle 71 con Broadway, era aún un sitio bastante decente al final de la guerra, y era maravilloso tener una habitación en la que no hubiese nada que le perteneciera. ¡Qué magnífico no tener futuro! Libre de nuevo. Le recordaba un poco al hotel Voltaire en el Quai en el año 1939, con su padre en la habitación de al lado dando golpecitos en la pared para despertarla a la hora del desayuno.

Se atrevió a llamar a Lionel Mayer.

-Me preguntaba si necesitas que te hagan algún trabajo mecanográfico. Y bromeó con él por teléfono como una adolescente, ofreciéndosele y retirándolo todo cuando él la presionaba; desde luego, sin ninguna guerra que dirigiera su vida, él se encontraba tan perdido como ella, un hombre joven y profundamente infeliz dándoselas de pater familias, y pronto estaba de pie con la bragueta apretada contra la cabeza de Janice mientras ella pasaba a máquina un articulo que él había escrito para Colliers sobre sus experiencias en Filipinas. Pero ella no se hacía ilusiones, o las mínimas inevitables, que sólo duraban el tiempo que él permanecía dentro de ella; y cuando estaba sola su vacío era doloroso y sentía miedo, pasando de los treinta ya y sin tener a nadie en absoluto.

Herman vino una tarde a ver cómo vivía. Había perdido algo de peso.

-Se acabaron los trenes, ahora voy en avión. Estoy comprando en Chicago. Puedes comprar la mitad de la ciudad por cuatro perras. -Se sentó mirando de forma desaprobadora la parte alta de Broadway. Esto es una pocilga, hermana, has elegido una verdadera pocilga para desperdiciar tu vida en ella. ¿Cuál era el problema con Sam, demasiado intelectual? Creí que te gustaban los intelectuales. ¿Por qué no te vienes conmigo y formamos una compañía? Las ciudades están llenas de grandes gangas, podemos poner el diez o el quince por ciento y ser propietarios de un edificio, conseguir hipotecas para arreglarlo, subir las rentas todo lo que queramos y salir ganando el cincuenta por ciento de nuestro dinero.

-¿Y qué pasa con la gente que vive en esos edificios?

-Empiezan a pagar un alquiler decente o se van a un piso que puedan permitirse. Así es la economía, Janice, el país ha terminado con el Estado de bienestar, vamos hacia el mayor crecimiento económico que se ha visto nunca, volvemos a la prosperidad de los años veinte, súbete al carro y sal de esta pocilga. -Ahora llevaba gafas, cuando se acordaba de ponérselas. Se las puso para enseñárselas-. Voy a cumplir treinta y seis años, pequeña, pero me siento fenomenal. ¿Y tú?

-Espero sentirme feliz, pero todavía no estoy fenomenal. Sin embargo no vas a conseguir mi dinero para echar a la gente a la calle. Lo siento, querido.

Quería cambiarse de medias, todavía llevaba las de seda a pesar de que habían salido las de nylon, que le parecían viscosas. Al abrir un cajón de la vieja cómoda se quedó con el tirador en la mano.

-¿Cómo puedes vivir en esta pocilga, con todo cayéndose a pedazos?

-Me gusta que todo se caiga a pedazos, la corripetición será menor cuando también yo empiece a caerme a pedazos.

-A propósito, nunca encontraste las cenizas, ¿verdad?

-¿A qué viene eso?

-No sé me acordé porque en agosto fue su cumpleaños. -Se rascó la gruesa pierna y miró de nuevo por la ventana-. El te habría dado el mismo consejo. La gente que tenga cabeza se va a hacer millonaria en los próximos cinco años. La propiedad inmobiliaria en Nueva York está por debajo de su valor real y hay miles de personas buscando pisos decentes. Necesito tener a alguien conmigo de quien pueda fiarme. Por cierto, ¿qué haces durante todo el día? Lo digo en serio, tienes una expresión extraña, Janice. Es como si hubieses dejado de reflexionar en las cosas. ¿Me equivoco?

Ella se subió una media, cuidando de que la costura quedara derecha.

-No quiero reflexionar en nada, quiero estar receptiva a lo que me rodea. ¿Te parece raro o deshonroso? Estoy intentando averiguar qué tengo que hacer para vivir como una persona. Leo libros, leo novelas filosóficas como las de Camus y Sartre y leo a poetas muertos como Emily Dickinson y Edría St. Vincent Millay, y también...

-No me parece que tengas muchos amigos. ¿verdad?

-¿Por qué? ¿Acaso los amigos dejan huella? Puede que no esté preparada para tener amigos. Puede que no haya nacido plenamente todavía. Los hindúes creen algo parecido, ¿sabes?, creen que continuamos naciendo una y otra vez a lo largo de toda la vida, o algo así. La vida es muy dolorosa para mi, Herman. Se le habían llenado los ojos de lágrimas.

Este hombre ridículo era su hermano, la última persona en el mundo a quien se le ocurriría hacerle confidencias, y sin embargo se fiaba de él más que de nadie a quien hubiera conocido, a pesar de lo risible y gordo que seguía siendo. Se sentó en la cama y le vio a la luz oblicua y gris que entraba por la sucia ventana, un joven presuntuoso lleno de planes y de la felicidad de la avaricia.

-Me encanta esta ciudad -dijo ella, sin razón especial alguna-. Sé que hay maneras de ser feliz en ella aunque yo no he encontrado ninguna. Pero sé que las hay.

Se acercó a la otra ventana y separó el polvoriento visillo de encaje para mirar Broadway. Notó el olor del hollín en la ventana. Había empezado a caer una ligera llovizna.

-Voy a comprarme un Cadillac nuevo.

-¿No son terriblemente grandes? ¿Cómo puedes conducirlos?

-Como una seda. Vas flotando. Son fantásticos. Estamos intentando tener un niño otra vez, no quiero un coche que sacuda su vientre.

-¿De verdad estás tan seguro de ti mismo como parece?

-Absolutamente. Entra en el negocio conmigo.

-Creo que no quiero ser tan rica.

-Creo que sigues siendo comunista.

-Supongo que si. Hay algo malo en vivir para el dinero. No quiero empezar.

-Por lo menos vende esos bonos y entra en el mercado. Literalmente,, estás perdiendo dinero cada hora.

-¿Sí? Bueno, yo no lo noto, así que qué más da.

El se puso de pie con esfuerzo y se abrochó la chaqueta azul, se ajustó la corbata y tomó su abrigo del respaldo de una silla.

-Nunca te entenderé, Janice.

-Ya somos dos, Herman.

-¿Qué vas a hacer el resto del día? Quiero decir, sólo como ejemplo.

-¿Ejemplo de qué?

-De lo que haces con tus días.

-Ponen películas viejas en la Calle 72, puede que me vaya allí. Creo que ponen una de la Garbo.

-En mitad de un día laborable.

-Me encanta estar en el cine cuando llueve fuera.

-¿Quieres venir a casa conmigo a cenar?

-No, querido. Podría perturbar su vientre.

Se rió y le besó rápidamente para borrar lo mordaz de ese comentario, que había sido tan inesperado para ella como para él. Pero la verdad era que ella no quería niños, nunca los querría.

-¿Qué quieres hacer con tu vida, lo sabes?

-Por supuesto que lo sé.

-¿Qué?

-Pasarlo bien.

El sacudió la cabeza, perplejo.

-No te metas en líos -le dijo al salir.

Capítulo quinto

Adoraba a la Garbo, cualquier cosa que interpretara, podía ver dos veces seguidas incluso las más torpes de sus películas, desataban su ironía. Le encantaba que la pusieran a flote y la echaran al mar estos cuentos graustarquianos chirriantemente artificiales con sus hilarantes bañeras en forma de cisne y grifos de cabeza de águila, y sus recargadas puertas, ventanas y cortinajes barrocos. En esos días, su glorioso mal gusto la alegraba hasta el punto de la levitación, de la histeria, la liberaba de toda su educación, volvía a unirla a su país. Le hacía desear subirse a un tejado y gritar de felicidad a las estrellas cuando la actriz emergía de un noble Rolls blanco sin engancharse nunca un tacón en el finísimo vestido largo.

Sus lánguidas poses en las chaises loyues, la fatiga mundana de sus largos y caprichosos torneos con sus galanes y, por último, el permiso que le daba a sus párpados de cerámica para cerrarse placenteramente cuando Barrymore le daba un beso hace tiempo pospuesto, todo esto le hacía descender desde las aburridas y planas plataformas del mundo. Y, por supuesto, los pómulos de la Garbo, los fabulosos reflejos de su perfecta piel blanca y los cincelados e interesantes planos de su cara eran una prueba más convincente que Reims de la gloria de Dios. Janice era capaz de tumbarse en la cama del hotel mirando al techo, casi sin parpadear durante una hora, mientras la cara de la Garbo aparecía ante sus ojos. Podía ponerse de pie delante de los espejos de su cómoda, que la cortaban a la altura del cuello, y encontrar su cuerpo sorprendentemente dispuesto y animado con cierta ondulación, sobre todo desde un ángulo lateral que ponía de relieve sus buenos muslos.

Capítulo sexto

La ruidosa puerta del ascensor se abrió una tarde y ella vio de pie ante la puerta a un hombre guapo de cuarenta y tantos años, posiblemente cincuenta y pocos, con un bastón en una mano y un maletín en la otra. El entró en el ascensor, andaba manteniendo recta la espalda de un modo extraño, yJanice sólo se dio cuenta de que era ciego cuando se detuvo a unos escasos quince centímetros de ella y luego se volvió de cara a la puerta levantando los pies en lugar de girar sin más. Tenía un corte en la barbilla de afeitarse.

-Bajamos, ¿no?

-Sí, bajamos.

Ella sintió una fugaz agitación en el pecho. Una libertad próxima, una liberación, cuando por un instante él la miró, sin verla, a la cara.Al llegar al vestíbulo él salió del ascensor y cruzó el suelo de baldosas hasta las puertas de cristal que daban a la calle. Ella le siguió y le abrió las puertas.

-¿Puedo ayudarle?

-Sí, gracias, muchas gracias.

El salió a la calle y torció enseguida a la derecha, hacia Broadway, y ella continuó a su lado.

-¿Va usted al metro? Quiero decir que alli es adonde voy yo, y si quiere puedo acompañarle.

-Oh, muy bien, si, gracias, aunque puedo arreglármelas solo.

-Pero como yo también voy hacia allí...

Caminó a su lado; sorprendentemente, él iba a buen paso. ¡Qué vida en sus párpados aleteantes! Era como andar con un hombre que viera, pero la libertad que sentía junto a él hizo que le asomaran lágrimas de alivio y gratitud. Se encontró volcando todos sus sentimientos en la voz que de repente salió de sus labios con la alegre inocencia de una muchacha.

La voz de él tenía un tono seco y monocorde, como si no la usara con frecuencia.

-¿Hace mucho que vive usted en el hotel?

-Desde marzo. Desde que me divorcié -añadió ella sin un escrúpulo-. ¿Y usted?

-Oh, yo llevo ya cinco años allí. Las paredes de la planta doce son casi a prueba de ruidos.

-¿Toca usted algún instrumento?

-El piano. Trabajo en Decca, en la sección de música clásica, escucho muchas grabaciones en casa.

-Qué interesante.

Ella percibió el placer que él encontraba en esta agradable charla distendida. Notó su gratitud hacia ella mientras andaban. Estaba solo.

Probablemente la gente le evitaba o era demasiado ceremoniosa o algo así. Celebró su instinto por un momento, nunca se había sentido más segura de si misma, más libre.

Al llegar a las escaleras del metro le tomó del brazo asiéndole ligeramente, como si fuese un pájaro que podía echar a volar si le asustaba. El no se resistió y luego insistió en pagar el billete de ella con un puñado de monedas que tenía preparadas. Janice no tenía ni idea de adónde iba él o adónde podía fingir que iba.

-¿Cómo sabe usted dónde tiene que bajarse?

-Cuento las paradas.

-Oh, claro, qué tonta.

-Voy a la Calle 57.

-Yo también.

-¿Trabaja usted por allí?

-En realidad todavía estoy adaptándome, por así decirlo. Pero estoy buscando algo.

-Bueno, no tendrá usted ningún problema. Parece muy joven.

-En realidad yo no iba a ninguna parte, sólo quería ayudarle.

-¿De veras?

-Sí.

-¿Cómo se llama usted?

-Janice Sessions. ¿Y usted?

-Charles Blickinan.

Ella deseó preguntarle si estaba casado, pero ya se veía que no podía estarlo, no debía de estarlo, había algo en él profundamente organizado que no era rehén de nada ni de nadie.

Al salir a la calle él se detuvo junto al bordillo.

-Voy al Club Atlético de la Calle 59.

-¿Puedo acompañarle hasta allí?

-Por supuesto. Hago gimnasia durante una hora antes de ir a la oficina.

-Está usted en muy buena forma.

-Debería usted hacerlo. Aunque creo que también está en buena forma.

-¿Cómo lo sabe?

-Por la forma en que pisa.

-¿De veras?

-Oh, sí, eso es muy revelador. Déme su mano.

Ella puso rápidamente su mano izquierda en la mano derecha del hombre. El le presionó la palma con los dedos índice y corazón y luego le soltó la mano.

-Está usted en bastante buena forma, pero le vendría bien nadar, no tiene demasiado resuello.

Se sintió emocionada, abrazada por su misterioso conocimiento de ella.

-Puede que lo haga.

Janice odiaba el ejercicio pero se juró empezar lo antes posible. Bajo el toldo gris del Club Atlético él se detuvo y se volvió hacia ella y, por primera vez, ella pudo mirar durante más de un instante, más allá de sus párpados aleteantes, directamente a sus ojos castaños. Le pareció que iba a ahogarse de asombrada gratitud, porque él esbozaba una ligera sonrisa, como si le complaciera que le viesen mirándola en actitud tan intima en ese lugar tan público. Notó que se mantenía más erguida de lo que lo había estado nunca desde que nació.

-Mi habitación es la 1214, por si le apetece subir a tomar una copa.

-Me encantaría. -Ella misma se rió de su aceptación inmediata-. Debo decirle -le confió, y se oyó a si misma aterrada de vergüenza, pero decidió no acobardarse ante la necesidad que estallaba dentro de sí- que me ha hecho usted increiblemente feliz.

-Jeliz? ¿Por qué?

El comenzó a ruborizarse. A ella le asombró que el azoramiento pudiera penetrar en su cara casi inmóvil.

-No lo sé. Pero es así. Tengo la sensación de que me conoce mejor que nadie. Siento estar tan tonta.

-No, no. Por favor, no deje de venir esta noche.

-Oh, iré.

Le pareció que podría ponerse de puntillas y besarle en los labios y que a él no le importaría porque ella era hermosa. 0 lo era su mano.

-Puedes apagar la luz si quieres.

-No sé. Creo que prefiero dejarla encendida.

El se quitó los calzoncillos, buscó la cama con la pierna y se tumbó a su lado mientras ella miraba su cara ciega. La mano de él descubrió su cuerpo hermoso y feliz. Fue puro tacto, pura verdad más allá de las palabras, todo lo que ella era resbalaba por su mano como agua del deshielo. Ella se liberó de toda su vida y le besó con fuerza y con ternura, rogando que hubiese un Dios que le impidiera equivocarse con él, y llevó las manos de él donde deseaba que estuvieran, subyugándole y esclavizándose a si misma a los menores movimientos del hombre.

En un respiro él le pasó los dedos por la cara y ella contuvo el aliento al oir que su respiración se detenía cuando palpó la curva de su nariz, su largo labio superior y su ancha frente, y luego presionó ligeramente sus pómulos, descubriendo, estaba segura, que les faltaba distinción y se hundían en una cara redonda pero tensa.

-No soy guapa -preguntó más que afirmó.

-Sí lo eres, en lo que a mi me importa.

-¿Puedes visualizarme?

-Muy bien, sí.

-¿De verdad que está bien?

-¿Qué podría importarme a mi?

Rodó sobre Janice y posó su boca sobre la de ella, luego recorrió su cara leyéndola con los labios. Su placer se derramó de nuevo dentro de ella.

-Me moriré aquí, mi corazón se parará ahora mismo debajo de ti porque no necesito nada más que esto y ya no puedo soportarlo.

-Me gusta tu ceceo.

-¿Sí? ¿No suena infantil?

-sí, por eso me gusta. ¿De qué color es tu pelo?

-¿Puedes imaginar los colores?

-Creo que puedo imaginar el negro. ¿Es negro?

-No, es castaño, un castaño algo rojizo, y muy liso. Me llega casi hasta los hombros. Tengo la cabeza grande y la boca más bien grande también y ligeramente prognata. Pero ando con garbo, puede que hasta con elegancia, depende de a quién le preguntes, me encanta andar de una manera sexy.

-Tu culo tiene una forma preciosa.

-Sí, se me olvidó mencionarlo.

-Me excitó tocarlo.

-Me alegro. -Luego añadió-: En realidad me deja pasmada de alegría.

-¿Y qué te parezco yo a ti?

-Creo que eres espléndidamente guapo. Tienes la piel morena y el pelo castaño con raya al lado izquierdo, y una barbilla fuerte y con un corte bello. Tu cara es más bien rectangular, creo, tranquilizadora y silenciosa. Eres ocho o diez centímetros más alto que yo, esbelto pero no delgado. Creo que tienes un fisico espectacular.

El se rió entre dientes. Ella tomó su pene.

-Y esto es la perfección.

El se rió y la besó levemente. Luego se quedó dormido. Ella permaneció a su lado, sin atreverse a moverse y despertarle a la vida y sus peligros.

A final de los años setenta, cuando ella vivía en el Village, leyó en el periódico que estaban demoliendo el hotel Crosby para construir una nueva casa de pisos. Ahora trabajaba como voluntaria para una organización de derechos civiles, como responsable de que esos derechos no se violasen en ningún sitio, ni al este ni al oeste, y decidió tomarse una hora libre después de comer para ir al centro y ver el viejo hotel una vez más antes de que desapareciera. Tenía ya algo más de sesenta años y Charles había muerto mientras dormía hacía poco más de un año. Salió del metro, bajó por la calle perpendicular y descubrió que el último piso, el decimosegundo, ya había desaparecido. Se apoyó en un edificio un poco más arriba de la calle y observó cómo los hombres derribaban las paredes de ladrillo con sorprendente facilidad. ¡Así que más o menos era sólo la gravedad lo que mantenía los edificios en pie! Podía ver el interior de las habitaciones, los diferentes colores con los que la

gente había pintado las paredes, ¡qué cuidado habían puesto en elegir el tono adecuado! Con cada trozo de mampostería que caía nubes de polvo se elevaban en el aire.

Cada generación se lleva una parte de la ciudad, como hormigas arrastrando ramitas. Pronto llegarían a su antigua habitación. Un vacío asombroso se apoderó de ella. De sesenta y un años de vida había tenido catorce buenos. No estaba mal.

Pensó en las docenas de recitales y conciertos, en las cenas en los restaurantes, en el absoluto amor y confianza de Charles hacia ella, que se había convertido en sus ojos. En cierto modo él la había sacado de si misma, de manera que ahora miraba al mundo en lugar de contener el aliento esperando que el mundo la mirase a ella y manifestase su desaprobación. Se acercó más a la entrada del hotel y se quedó parada al otro lado de la calle, notando el olor de ultratumba de los edificios moribundos, tratando de recobrar aquella primera vez en que había salido con él a la calle y luego habían bajado al metro, el último día de su fealdad. Se había comprado un perfume nuevo y éste flotó por el aire polvoriento hasta su nariz y le agradó.

Volvió a Broadway y paseó por delante de los tenderetes de fruta y los restos de colisiones tirados en las aceras, los trozos de corteza de pizza de los puestos callejeros, las mondas y los corazones de la fruta, una bota perdida y una corbata andrajosa, una mujer sentada en la acera peinándose, los niños negros corriendo detrás de una pelota de baloncesto, la implosión de causas y propósitos que en otro tiempo había conocido y que ya no encontraba la fuerza necesaria para recuperarlos de un pasado que desaparecía rápidamente. Y Charles del brazo con ella por aquí, andando imperturbable en medio de todo esto con el sombrero recto en la cabeza y la bufanda roja alrededor del cuello y silbando por lo bajo pero con fuerza el tema principal de Harold in Italy. "Oh, Muerte, oh, Muerte", dijo casi en voz alta mientras esperaba en la esquina que cambiase el semáforo y se maravillaba de su buena suerte por haber vivido hasta ser bella.

 

 

 

 

 
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