Ráfaga de luz y grana
mostraba allá en el Oriente
el crepúsculo, esplendente
precursor de la mañana.
En los cálices silvestres
de recién nacidas flores
lucían sus mil colores
las mariposas campestres.
Un niño las perseguía y,
arrancándoles las alas,
todas sus brillantes galas
en una mano escondía.
Mostró el sol sus rayos de oro,
y el niño, alegre y ufano,
abrió la cerrada mano
para mirar su tesoro.
—¡Qué es esto!—exclama al momento
el incauto simplecillo,
viendo un ligero polvillo
que se disipa en el viento.
—¿De qué te asombras, mi amor
—clama su madre querida—,
si es polvo la humana vida,
polvo la planta y la flor?
Ese despojo que vuela
y que a tus ojos se esconde,
mejor que yo te responde
y el triste fin te revela.
Calló la madre amorosa,
y él, en edad tan temprana,
vio escrita la ley tirana
con alas de mariposa.