Nunca me dicen tus labios
lo que me dicen tus ojos,
que confiesan tus antojos
o descubren tus agravios,
que me glosan tu dolor
o me infunden tu alegría,
que me lloran tu agonía
o me inundan de tu amor,
que me alumbran o me ciegan,
me curan o me maltratan,
me acarician o me matan,
me conceden o me niegan;
pero que, siempre locuaces,
me saben contar sinceros
tus exhortos más austeros
y tus sueños más audaces.
Tienen tus ojos el don
de alegrarme, entristecerme,
consolarme y conmoverme;
y es porque tus ojos son
ojos que saben hablar,
ojos que saben reír,
ojos que saben herir
y ojos que saben besar;
ojos que hielan o abrasan
y que, con nieve o con lumbre,
dan o quitan pesadumbre
por donde quiera que pasan.
Cuando de su limpia hondura
descorren al fin el velo,
reflejan la luz del cielo
sobre el mar de tu ternura,
y me hundo feliz en él,
y tan dulce me parece,
que mi vida se adormece
en su piélago de miel.
Cuando por ellos derramas
el fuego de tus amores,
yo me acerco a tus fulgores
para quemarme en sus llamas.
Y cuando lanzan destellos,
agudos como saetas,
mis ojos son dos ascetas
que quieren clavarse en ellos.
Siento un placer inefable
si, en tus miradas tranquilas,
descubro, tras tus pupilas,
un camino interminable.
Triste y medroso adivino,
con las flores de tu edén,
muchos abrojos también
a lo largo del camino;
pero, aunque guardes tus flores
y me ofrezcas tus abrojos,
quiero internarme en tus ojos
en busca de tus amores.