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  Andresillo (Carlos Roxlo)
 




Andresillo

Carlos Roxlo (1860-1926)

 

"¡La Libertad! ¡El Pueblo!", iba gritando

por calles y por plazas,

cuando el jardín se viste de heliotropos,

de azules lirios y de rosas pálidas.

"¡La Libertad! ¡El Pueblo!", repetía

sobre el fango y la escarcha,

cuando tiemblan los árboles desnudos

y se encorvan las ramas.

Descalzo; el cuello al aire; mal prendido

el pantalón, que a la rodilla alcanza;

sobre el cabello inculto, vieja boina,

de dudoso color y rota malla;

trigueño, endeble, sin descanso y ágil,

por calles y por plazas,

a la lluvia y al viento,

sobre el lodo y la escarcha,

iba gritando con su voz ya ronca:

"¡La Igualdad! ¡La República! ¡La Patria!"

Se llamaba Andresillo, y contaría

diez primaveras a lo más. Su infancia

fue una penumbra dolorosa y triste,

el despuntar de un día de borrasca,

un pasaje del Dante, ¡una tragedia

escondida en la bolsa de una larva!

Huérfano desde el punto en que sus ojos

se abrieron a la luz, por mano extraña

recogido del suelo del suburbio,

hijo de la embriaguez y de la infamia,

creció entre golpes y denuestos, solo,

sin escuchar jamás esas palabras

que parecen el salmo de las cunas

y que las madres verdaderas cantan.

No le vieron jamás sus compañeros

en los alegres corros de la playa;

ni merodeó tampoco en los frutales

que la ciudad circundan; ni su charla

hizo sonreír al viejo transeúnte

que junto al grupo de chicuelos pasa;

ni precedió a las tropas en revista,

al vivo son de la marcial charanga.

Creció en un antro, conociendo el hambre;

junto a un hogar sin llamas;

y, apenas supo andar, sus manecitas

-sus manecitas por el frío cárdenas-

ofrecieron, temblando, al pasajero,

esas hojas inmensas en que vagan,

en orden apiñado,

las líneas negras y las líneas blancas.

Vendiese poco o mucho, eran los golpes

su recompensa diaria;

y fuerza era agotar la mercancía,

gritar: "¡El Porvenir! ¡La Democracia!

¡El Combate! ¡La Idea!", con voz ronca

bien estridente y alta,

para aplacar la furia del verdugo,

de la mujer salvaje y sin entrañas,

que amparó, porque sí, por hacer algo,

al hijo del misterio y de la crápula.

Si el niño "¡Perdón, madre!", le decía,

entre un turbión de lágrimas,

aquella loba contestaba, alzando

su diestra de gigante y descargándola:

"¡Tu madre fue una horrible mujerzuela...!

¡Un aborto del mal...! ¡No llores...! ¡Calla!"

En tanto, un hombre que paseaba ebrio

por la mísera estancia,

azuzaba a la bruja, murmurando:

"Haces bien. ¡Que se calle, o que se vaya!"

Así, entre el vicio, el odio y la miseria,

junto a un hogar sin llamas,

pasó del pobre huérfano

la tenebrosa infancia;

¡la infancia de Andresillo, un condenado

del que el Dante no habla!

II

Una noche de invierno, triste y fría

-noche de lluvia, sepulcral y opaca-,

Andrés, enfermo, pero casi alegre

y sin números ya, cruza la plaza,

pensando en lo sabroso de su cena

y en lo caliente del jergón de paja.

No es fácil que le peguen: ha vendido

todo lo que gritó; y, aunque se halla

quebrantado y con fiebre, sólo el frío

de la lluviosa noche le acobarda.

De pronto, oye un sollozo: es una niña

huérfana como él, como él sacada

del fango de la sombra, y compañera

de oficio y de correrías. "¿Qué te pasa?

¿Qué tienes?", le pregunta. Y, suspirando,

dice la niña pálida:

"¡Que no pude vender todos los números!"

"¡También a ti te pegan! ¡Pobre Paula!"

"¡Me castigan de un modo...! ¡Si da miedo!",

la hermosa niña exclama.

"¿Cuántos números tienes?", Andrés dijo.

"¡Ocho!", responde la pequeña. ¡Oh santa

compasión del insecto por el átomo!

Andresillo, infeliz, la frente baja;

compra los ocho números, y sigue

el camino que lleva a su covacha,

calculando los golpes que le esperan,

llena de angustia el alma;

mientras que de rodillas, en la noche,

sobre las nubes pardas,

¡la madre de la niña sin amparo,

de gratitud y compasión lloraba!

Llegó Andrés a su cueva. Vio en lo oscuro

el gastado jergón de húmeda paja,

y, sobre tosca fuente, junto al fuego,

el humo de las viandas.

"¡Si te quedó algún número, a la calle...¡"

la mujer le gritó. "¡La noche es mala...,

y no pasaba gente! ¡Estoy enfermo!",

del niño balbucea la garganta,

ya llena de sollozos. "¡A la calle!

¡A dormir en los bancos de la plaza!

¡A cenar con los perros sin arrimo!",

Contesta la mujer. Y, con la rabia

que ahoga la voz de la piedad bendita,

dejó al niño y a la sombra cara a cara.

Lo que el niño y la sombra se dijeron

es un misterio aún. ¡Tal vez el alma

enternecida de la pobre madre,

sobre el niño tendió las leves alas...!

Lo cierto es que, al venir el nuevo día,

los quinteros que entraban en la ciudad, rigiendo adormecidos,

con mano floja, las carretas tardas,

le vieron, con asombro,

sobre el umbral oscuro de la casa,

rígido, inmóvil, azulado, muerto,

a la confusa claridad del alba.

 

 

 

 
 
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