Carlos Quinto el esforzado
se encuentra asaz divertido
de cien relojes rodeado,
cuando va, en Yuste olvidado,
hacia el reino del olvido.
Los ve delante y detrás
con ojos de encanto llenos,
y les hace ir a compás
ni un minuto más ni menos,
ni instante menos ni más.
Si un reloj se adelantaba,
el imperial relojero
con avidez lo paraba,
y al retrasarlo exclamaba:
"¡Más despacio, majadero!"
Si otro se atrasa un instante,
va, lo coge, lo revisa,
y aligerando el volante,
grita: "¡Adelante, adelante, majadero, más aprisa!"
Y entrando un día, "¿Qué tal?"
le preguntó el confesor.
Y el relojero imperial
dijo: "yo ando bien, señor;
pero mis relojes mal."
"Recibid mi parabién"
siguió el noble confidente;
"mas yo creo que también
si ellos andan malamente,
vos, señor, no andáis muy bien.
"¿No fuera una ocupación
más digna, unir con paciencia
otros relojes, que son,
el primero el corazón,
y el segundo la conciencia?"
Dudó el rey cortos momentos,
mas pudo al fin responder:
"¡Sí! más o menos sangrientos,
sólo son remordimientos
todas mis dichas de ayer."
"Yo que agoto la paciencia
en tan necia ocupación,
nunca pensé en mi existencia
en poner el corazón
de acuerdo con la conciencia."
Y cuando esto profería,
con su «tic-tac» lastimero
cada reloj que allí había,
parece que le decía
"¡Majadero! ¡Majadero!"
"¡Necio!" prosiguió, "al deber
debí unir mi sentimiento,
después, si no antes, de ver
que es una carga el poder,
la gloria un remordimiento."
Y los relojes sin duelo
tirando de diez en diez,
tuvo por fin el consuelo
de ponerlos contra el suelo
de acuerdo una sola vez.
Y añadió: "Tenéis razón:
empleando mi paciencia
en más santa ocupación,
desde hoy pondré el corazón
de acuerdo con la conciencia."