Un doctor muy afamado
que jamás cazado había
salió una vez invitado
a una amable cacería.
Con cara muy lastimera
confesó el hombre ser lego
diciendo: -Es la vez primera
que cojo un arma de fuego.
Como mi impericia noto
me váis a tener en vilo.
Y dijo el dueño del coto:
-Doctor, esté usted tranquilo.
Guillermo, el guarda, estará
colocado junto a usted;
él es práctico, y sabrá
indicarle... -Así lo haré,
dijo el guarda; sí, señor;
no meterá usted la pata.
Verá usted, señor doctor,
los conejos que usted mata.
Siga en todo mi consejo:
¿Que un conejo se presenta?
Pues yo digo: ¡Ahí va el conejo!
¡Y usted tira y lo revienta!
-Bueno, bueno, ¡siendo así!
-Nada, que no tema usted.
Quietecito junto a mí.
Chitón y yo avisaré.
Colocóse tembloroso
el buen doctor a la espera,
cuando un conejo precioso
salió de su gazapera.
-Ahí va un conejo -le grita
el guarda- ¡No vacilar!
Y el doctor se precipita
y ¡pum! disparó al azar.
Y es claro, como falló
diez metros la puntería,
el conejo se escapó
con más vida que tenía.
El guarda puso mal gesto
y rascóse la cabeza.
Hubo una pausa, y en esto,
saltó de pronto otra pieza.
-¡Ahí va una liebre, doctor!
¡Tire usted pronto, o se esconde!
Y ¡pum! El pobre señor
disparó... ¡Dios sabe adónde!
Gastó en salvas, sin piedad,
lo menos diez tiros, ¡diez!
sin que por casualidad
acertara ni una vez.
Guillermo, que no era zote,
sino un guarda muy astuto
dijo para su capote:
-Este doctor es muy bruto.
¡No le pongo como un trapo!
¡Mas yo sé lo que he de hacer!
Y al ver pasar un gazapo
corriendo, a todo correr:
-¡Doctor! -exclamó Guillermo
con rabia mal reprimida-.
¡Ahí va un enfermo! ¡Un enfermo!
Y ¡pum!, ¡lo mató enseguida!