Dos Noches de Pasión
Alfred de Musset (1810-1857)
Gamiani
I
Ménage inesperado
Decidí vigilarla toda la noche, en su mismo dormitorio. La puerta vidriera del tocador daba frente a la cama. Advertí lo admirable de tal observatorio y, oculto entre unas ropas que allí estaban colgadas, me resigné pacientemente a esperar la hora de los sortilegios.
No había acabado de agazaparme, como queda dicho, cuando la condesa Gamiani apareció y llamó a su doncella, que era una muchacha morena y arrogante, a la que dijo:
-Julia, esta noche no te necesito. Puedes acostarte. Si oyes ruido en mi cuarto no te molestes. Quiero estar sola.
Acaso estas palabras presagiaban un drama. Estaba satisfecho de mi osadía. El rumor del salón se fue debilitando poco a poco, hasta que al fin se quedó sola la condesa con una amiga suya, la señorita Fanny B. Pronto se hallaron ambas en la alcoba, ante mis ojos llenos de ansiedad y pasión.
FANNY.- ¡Qué contratiempo tan desagradable! Llueve a torrentes y no hay manera de encontrar un coche.
GAMIANI.- Tan desolada estoy yo como vos. Para que todo venga mal, el mío se ha roto y hoy lo han llevado a componer.
FANNY.- Mi madre estará inquieta.
GAMIANI.- Por ese lado no temáis, querida Fanny, a vuestra madre le he avisado y sabe que pasáis aquí la noche. Os doy posada.
FANNY.- ¡Sois demasiado bondadosa! Os voy a molestar.
GAMIANI.- Mejor diríais que vais a ocasionarme un gran placer. Esta es una aventura inesperada, que me divierte... Y no consiento que durmáis sola en otra alcoba. Aquí nos quedaremos las dos.
FANNY.- ¿,Por qué? Voy a perturbar vuestro sueño.
GAMIANI.- No andéis con ceremonias... ¡Vaya! Seamos como dos amiguitas, como dos colegialas.
. Un beso lleno de dulzura selló el tierno desahogo.
-Dejadme que os ayude a desnudaros -siguió Gamiani-. Mi doncella se acostó ya; podemos prescindir de sus servicios... ¡Estáis prodigiosamente formada! ¡Es divino ese cuerpo!
FANNY.- ¿Lo encontráis bien?
GAMIANI.- ¡Lo encuentro delicioso!
FANNY.- Es que sois muy amable.
GAMIANI.- ¡Oh! ¡Portentoso! ¡Qué blancura! ¡Os tengo envidia!
FANNY.- Pues en eso hacéis mal, porque vos sois más blanca.
GAMIANI.- ¡No lo creáis, niñita!... Quitaos toda la ropa, como yo. ¡Qué timidez! ¡Ni que estuvierais ante un hombre!... ¡Así! Miraos en ese espejo... En el juicio de Paris os hubierais llevado la manzana. ¡Cómo sonríe viéndose tan hermosa! ¡Merecéis un beso en la frente... otro en las mejillas... otro en los labios! ¡Todo, todo, todo es celestial en vos!
La ardiente boca de la condesa se paseaba lasciva por el cuerpo de Fanny. Confusa y temblorosa, Fanny, sin resistir, no sabía lo que aquello significaba. Hacían una pareja deliciosa de voluptuosidad, de gracia, de lúbrico abandono y tímido pudor. Podría decirse que había caído un ángel en los brazos de una bacante ebria. ¡Cuánta belleza entregada a mis ojos! ¡Qué espectáculo aquel para sacudir y aguijar el deseo en mis sentidos!
FANNY.- Pero ¿qué hacéis? ¡Dejadme, señora; os lo suplico!
GAMIANI.- ¡No, Fanny mía, niña mía, vida mía, delirio mío! ¡Eres demasiado hermosa! ¡Ya lo ves: te amo! ¡Te amo, te adoro, enloquezco por ti!
En vano pretendía defenderse la joven. Los besos ahogaban sus gritos. Inútil era toda resistencia. La condesa, cogiéndola, abrazándola, con el ciego atrebato del deseo, la llevó al lecho y la tendió sobre él como una presa que iba a devorar.
FANNY.- ¿Qué os pasa? ¡Dios mío, Dios mío! ¡Señora! ¡Esto es horrible!... ¡Voy a gritar!... ¡Dejadme! ¡Me asustáis!
Besos más quemantes aún, más apretados, respondían a su voz. Los brazos la enlazaban con más fuerza, y los dos cuerpos parecían uno solo.
GAMIANI.- ¡Fanny, entrégate a mí, date a mí toda entera, en cuerpo y alma! ¡Toma mi vida! ¡Tómala! ¡Esto sí que es gozar!... ¡Cómo tiemblas, nenilla!... ¡Oh, por fin, cedes!
FANNY.- ¡No! ¡Hacéis mal... hacéis mal! ¡Me estáis matando! ¡Siento que me muero!
GAMIANI.- ¡Sí; aprieta bien tu cuerpo contra el mío! ¡Apriétalo, mi amor! ¡Aprieta más; más fuerte! ¡Qué hermosa estás en el placer!... ¡Embustera! ¡Sí gozas, sí te gusta!
Mis ojos vieron un extraño espectáculo. La condesa, con la mirada llameante, sueltos y enmarañados los cabellos, sofocada y loca, se crispaba, ondulaba, se retorcía sobre su víctima, cuya mórbida carne se exaltaba a su vez. Las dos mujeres se enlazaban y oprimían fuertemente; se devolvían sacudidas y empujes, y sus suspiros y sus gritos los apagaba un estallar de besos.
Temblaba y crujía el lecho bajo la delirante exaltación de la condesa, cuando Fanny, agotada, anonadada, dejó al fin caer sus brazos y se quedó inmóvil, y pálida como una hermosa muerta.
Jadeaba la condesa. La pasión la excitaba y no la hartaba. Frenética, furiosa, se lanzó en medio de la alcoba, rodó sobre un tapiz y allí se enardecía con posturas lascivas, rabiosamente lúbricas, y pretendía provocar con sus dedos el paroxismo del placer...
No pude más. Al cabo, esta visión trastornó mi cabeza.
La indignación y el asco me habían dominado un instante: pensé surgir de pronto ante la viciosa mujer y echar sobre ella el peso de mi desprecio. Pero la carne venció a la razón. Triunfaron los sentidos, poderosos, soberbios, anhelantes.
Y me lancé, desnudo, sobre la hermosa Fanny, fuera de mí, rojo como la grana, feroz como una bestia.
Apenas si ella había tenido tiempo de darse cuenta de este nuevo ataque, cuando ya, triunfador, sentía su cuerpo flexible y delicado agitarse y temblar bajo mi cuerpo, bajo mi vigorosa acometida.
Nuestras lenguas se cruzaban ardientes, aceradas. ¡Nuestras dos almas se fundían en una!
FANNY.- ¡Dios mío!... ¡Dios mío!... ¡Me están matando!
Y al lanzar esta queja, tuvo la hermosa un estremecimiento, dio un suspiro y me inundó con sus favores.
-¡Oh, Fanny! -exclamé yo-. ¡Espera, espera!... ¡Toma!... ¡Para ti!
Creí que lanzaba fuera de mí todo mi ser. Creí que la vida entera se me iba. ¡Qué estrago!... Aniquilado, como perdido en los brazos de Fanny, no había sentido el ataque terrible de la condesa, que, vuelta en sí por nuestras voces y por nuestros suspiros, arrebatada por la cólera y la envidia, se había lanzado a quitarme a su amiga. Sus uñas se clavaban en mi carne, sus dientes me mordían rabiosos.
Aquel doble contacto de las hembras sudorosas de placer, ardiendo de lujuria, aguzaba y multiplicaba mis deseos. Permanecí firme y triunfante, unido a Fanny; en seguida, sin perder aquel cuerpo conquistado, y en la violenta confusión de tres criaturas que se abrazan, se oprimen y ruedan enlazadas, logré asir fuertemente los muslos de Gamiani y abrirlos sobre mi cabeza.
-¡Aquí, Gamiani! -dije-. ¡Acercaos! Apoyaos bien sobre los brazos. Gamiani adivinó y obedeció, y pude a mi gusto posar mi lengua activa, devoradora, sobre su sexo abrasador.
Fanny, como extasiada, trastornada, acariciaba blandamente el pecho palpitante que se movía por encima de ella. En un momento la condesa fue vencida.
GAMIANI.- ¡Qué diabólico fuego encendéis!... ¡Es demasiado!... ¡Basta!... ¡Me ahogo!...
Y su cuerpo cayó pesadamente de costado, como una masa inerte. Entonces Fanny, llena de exaltación, me echó al cuello los brazos, me oprimió fieramente, cruzándome sus piernas sobre los riñones.
FANNY.- ¡Ven, ven!... ¡Conmigo! -dijo-. ¡Todo tú para mí!... Más despacio... Detente... ¡Así!... ¡No; más aprisa!... ¡Anda!... ¡Oh, ahora!... ¡Ya! ¡Ya!... ¡Estoy inundada!... Estoy...
Nos quedamos el uno sobre el otro, rígidos, inmóviles; las bocas entreabiertas confundían sus alientos casi extintos.
Poco a poco volvimos de aquel enervamiento. Nos incorporamos los tres y nos miramos de una manera estúpida.
II
Gamiani la insaciable
ALCIDEs.- ¿Qué hacéis, Gamiani? ¿Os levantáis?
GAMIANI.- No puedo más, me abraso... Querría... ¡Sí, sí, agotadme aún más! ¡Estrujadme, golpeadme!... ¡Oh, no poder gozar!...
Rechinaban sus dientes, y sus ojos giraban, espantosos, en las órbitas; toda ella temblaba. Daba miedo verla.
Fanny se levantó sobrecogida. Yo pensé que Gamiani iba a caer con una convulsión.
En vano la cubrí de besos sus partes más tiernas. Cansáronse mis manos de macerar a la implacable furia, cuyos canales espermáticos estaban agotados o cerrados. Llegué hasta hacer saltar la sangre sin lograr el espasmo.
GAMIANI: Me voy... ¡Dormid!
Y diciendo esto se tiró de la cama, abrió una puerta y desapareció...
ALCIDES.- ¿Qué quiere? ¿A dónde va? ¿Lo adivináis vos, Fanny?
FANNY.- ¡Silencio, oíd!... ¡Qué gritos!... ¡Va a matarse!... ¡Dios mío, la puerta está cerrada!... ¡Oh! Se ha metido en la alcoba de Julia. Esperad: allá arriba hay un hueco con una vidriera; podremos verlo todo. Acercad el sofá y coloquemos encima estas dos sillas.
Nos subimos en ellas. ¡Qué espectáculo, santo Dios! A la luz mortecina de una lámpara, la condesa, con los ojos desencajados, espumeante la boca, los muslos llenos de esperma y de sangre, se revolcaba jadeando sobre un tapiz hecho de piel de gato; se restregaba los riñones por el tapiz con una rapidez inconcebible; algunas veces sacudía las piernas en el aire y se sostenía casi recta sobre la cabeza en una inverosímil cabriola, para caer nuevamente, riendo con espantosas carcajadas.
GAMIANI.- ¡Julia, ven! ¡Ven! ¡Voy a volverme loca!... ¡Ven mujer del demonio! ¡Quiero morderte!
Y Julia, desnuda como la condesa, pero fuerte, pujante, cogiendo las dos manos de su ama, se las ató, y le ató luego los pies, de modo que apenas si podía volverse.
La lascivia llegó entonces al colmo; las convulsiones de Gamiani me espantaban. Julia, sin demostrar sorpresa alguna, danzaba, saltaba como una posesa, se excitaba al placer y al fin caía rendida en un sillón.
La condesa seguía con la mirada todos sus movimientos. Su impotencia para intentar idénticos transportes y gustar la misma embriaguez, redoblaba su furia: era un Prometeo hembra, desgarrada por cien buitres a la vez.
GAMIANI: ¡Medoro! ¡Aquí, Medoro!
A esta llamada, un enorme perrazo salió de su escondrijo, lanzóse sobre la condesa y se puso a lamerle ávidamente el clítoris, cuya punta surgía inflamada y roja. La condesa exhalaba agudos ayes forzando el tono en proporción de la intensidad del placer. Se habría podido calcular y medir las gradaciones de los cosquilleos que estremecían el cuerpo de la desenfrenada Calimanta.
De pronto, gritó:
-¡Leche! ¡Leche! ¡Leche!
No acertaba yo a adivinar lo que quería decir aquella exclamación, verdadero grito de angustia y de desmayo, cuando vi a Julia reaparecer armada de un gran miembro varonil, portentosamente imitado y lleno de caliente leche que, al oprimir la doncella un resorte, saltaba hasta diez pasos. Con dos correas se adaptó el lúbrico aparato al sitio conveniente. El garañón mejor provisto, en todo el ímpetu de su poder de macho, no habría podido ostentar tal grandeza, o, por lo menos, tal grosor. Nunca llegué a pensar que la imponente máquina lograse penetrar el cuerpo de Gamiani. Pero, ;Oh sorpresa!, cinco o seis ataques de una desaforada intensidad, acompañada de delirantes gritos, bastaron para sepultar, para enterrar el formidable príapo. Se hubiera dicho que la condesa era viviente representación de la Casandra de Casani.
Las dos mujeres se entregaron a un acompasado vaivén, ejecutado con habilidad maestra. De pronto, el can, libre ya y siempre dócil a su lección, tiróse sobre Julia, cuyas caderas entreabiertas y oscilantes dejaban ver el más dulce regalo. Tanto y tan bien obró Medoro, que Julia se detuvo de repente y se quedó rendida de placer.
Irritada por esta detención, que acrecentaba su dolor y difería su goce, la infeliz condesa juraba y maldecía fuera de sí.
Vuelta al sentido la doncella, recomenzó con más vigor que nunca. Por una sacudida violenta de su ama, por sus ojos cerrados, por su aliento anhelante, comprendió que el momento supremo se acercaba. Sus dedos oprimieron el resorte.
GAMIANI.- ¡Ah!... ¡Para!... ¡Basta!... ¡Me deshago!... ¡Por fin!... ¡Ay! ¡Lujuria del infierno!...
Yo no había tenido el valor de abandonar mi observatorio. Sentía perdida la razón, fascinados los ojos. Aquellos arrebatos furibundos, aquellos éxtasis brutales me lanzaron a un vértigo: ya no había en mí más que sangre incendiada, revuelta, atropellada, y lujuria y violencia y desenfreno. Estaba bestialmente furioso de amor. El semblante de Fanny también se había mudado por completo. Sus pupilas inmóviles se clavaban en mí; sus brazos rígidos se me tendían ansiosos; sus labios entreabiertos, sus dientes apretados, indicaban toda la espera de una sensualidad delirante, que toca el paroxismo del ansia del placer y pide la locura.
Apenas llegados al borde del lecho, nos lanzamos de un salto uno contra otro, como fieras encarnizadas. Nuestros dos cuerpos se oprimían, se rozaban, se electrizaban. Entre convulsivos abrazos, hirientes gritos y mordiscos frenéticos, tuvimos un odioso apareamiento; apareamiento de la carne y de los huesos, goce de brutos, rápido, abrasador, en que nuestra naturaleza, en lugar de semilla, daba sangre.
Alfred de Musset: Dos noches de pasión. Madrid, ægata, 1995.