Venía cogiendo flores
Sor Casta, la monja pura,
y, acechando entre los árboles,
Don Porfirio, el señor cura.
--¡Buenos días tenga la hermana,
que Dios la colme de dicha!
-y sin decir más palabra
desplegó su enorme picha.
--Decidme, Padre Porfirio,
decidme, ¡por Dios qué es eso!
¿Es por ventura algún cirio?
--Es carne magra y sin hueso.
--¿Carne decís? ¡Anatema!
La carne es una ruindad.
---Anda, niña, no seas mema.
¿Sabes tú qué es la verdad?
--La verdad es dulce y tierna;
yo sé eso y nada más.
--La verdad está entre las piernas.
¡Espatárrate y verás!
La monjita le obedece
y toma adecuada postura,
y de placer se estremece
cuando se la clava el cura.
La monjita, jadeante,
suspiraba en su delirio:
"¡Qué verdad más penetrante
la verdad de don Porfirio!".
Llegó el cardenal Augusto
asperjando los demonios.
Sor Casta, al venirle el gusto,
bendecía a San Antonio.
--¡Prended al fornicadooooor!
Sor Casta, ego te absolvo.
--¿Y penitencia, Señor?
---Que me concedas un polvo.
Ya se reúne el Concilio,
ya se forma el tribunal
y se pronuncia sentencia,
una sentencia fatal:
"Que en el medio de la plaza
a don Porfirio le saquen
y con una gruesa maza
el carallo le machaquen".
¿Y vos qué decís, sor Casta?
--Pues yo digo que ya basta;
que si la picha de Augusto
es picha de cardenal,
a lo que a mí me parece,
la de Porfirio merece
ser picha pontifical.
Moraleja:
Más vale una larga picha
que la teología más vieja.