En una Tesorería
Provincial de Hacienda, había
un empleado ya antiguo,
de poca categoría
y de sueldo muy exiguo.
Juan Puñales se llamaba,
y apuros tales pasaba,
según propia confesión,
que su apellido llevaba
clavado en el corazón.
Sumando, la vida entera,
cantidades, llegó a viejo,
y al final de su carrera,
vio que ésta, en resumen, fuera...
"la carrera de un cangrejo".
Pues, en números cabales,
se encontró, Don Juan Puñales
con treinta años de servicios,
mil pesetas anuales
y diez hijos vitalicios.
En su existencia perruna,
no más cuartos, la fortuna,
contar en paz le dejó,
que los cuartos de la luna
y los cuartos del reloj.
Pero, cual fuego vestal,
mantuvo constantemente,
de su vida hasta el final,
Don Juan, dentro de su mente,
la llama de un ideal.
Ideal que lo traía
con fiebre y a mal traer,
y que sólo consistía
en el afán de ascender
en sueldo y categoría.
Afán que fue, poco a poco,
degenerando en locura,
hasta que, en su chifladura,
buscó, con ansias de loco,
el vértigo en la altura.
Aquel afán, grande, inmenso,
ya llegó a ser tan intenso,
que hizo un globo de papel
para lograr el ascenso,
pero se rompió con él.
Por subir, en su obsesión,
hasta en la altura habitaba,
mayor de la población
y su Santo celebraba
el día de la Ascensión.
Al fin ya, sin conseguir,
de la suerte las mercedes,
y cansado de sufrir
en el afán de subir,
subía por las paredes.
Por ascender, siempre en guerra,
tras esfuerzos inhumanos,
gracias a su suerte perra,
sin moverse de la tierra
tocó el cielo con las manos.
Un día, el pobre señor,
de una casa en el portal,
vio un letrero tentador,
compendio de su ideal,
que decía: "Hay ascensor".
Alegre y lleno de pasmo,
detúvose en el camino,
y bendiciendo su sino,
lanzóse con entusiasmo
hacia el soñado padrino.
Al verle, dijo el portero:
--¿Qué quiere usted, caballero?
--¡Ascender de cualquier modo!.
--¿Al principal? ¿Al tercero?
¿O a dónde? --¡Arriba del todo!.
Arriba no puede ser;
tengo orden de que no pase
nadie. --¡Bueno...!; hasta más ver.
Me basta con ascender
a Oficial de quinta clase.
Y febril y satisfecho,
gritando: ¡loco a la brecha!,
metióse en el cubo estrecho,
ascendió como una flecha
y se estrelló contra el techo.
En su losa sepulcral
puso un amigo cabal:
"Aquí yace Juan Puñales,
su memoria honrad, mortales;
murió por un ideal".
Y al ver en su tumba fría,
el rótulo aquel impreso,
dijo un sabio: --¿Quién sería
Puñales? Porque, hoy día,
no hay quien se muera por eso.
Por un ideal murió;
quien hizo tal, era un santo.
Y, entre el pueblo, se extendió
la frase del sabio tanto,
que, a Don Juan, canonizó.
Mil fieles le visitaron,
que los milagros contaron,
que Juan Puñales obraba,
y los enfermos le oraron
con tal fe, que los curaba.
Aunque el amigo que su
epitafio escribió allí
dijo, al saberlo, entre sí:
--"Los milagros que hagas tú,
que me los claven aquí".
Según cuentan los anales,
cubre hoy sus restos mortales,
templo augusto de granito;
y es el que fue Juan Puñales,
San Juan Puñales Bendito.
No logró ascender en vida
y a santo ascendió en seguida,
después de muerto. Al que quiera
ver su aspiración cumplida,
le aconsejo que se muera.
Y aquí se acaba la historia,
nada queda por decir;
Juan Puñales, al morir,
como ya subió a la Gloria,
no hay más a donde subir.