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  Poesías Eróticas (Juan Meléndez Valdes)
 




Poesías Eróticas

Juan Meléndez Valdés (1754-1817)

De mis niñeces

Siendo yo niño tierno,

con la niña Dorila

me andaba por la selva

cogiendo florecillas,

de que alegres guirnaldas

con gracia peregrina,

para ambos coronarnos,

su mano disponía.

Así en niñeces tales

de juegos y delicias

pasábamos felices

las horas y los días.

Con ellos poco a poco

la edad corrió de prisa,

y fue de la inocencia

saltando la malicia.

Yo no sé: mas al verme

Dorila se reía,

y a mí de sólo hablarla

también me daba risa.

Luego al darle las flores

el pecho me latía,

y al ella coronarme

quedábase embebida.

Una tarde tras esto

vimos dos tortolitas,

que con trémulos picos

se halagaban amigas

y de gozo y deleite,

cola y alas caídas,

centellantes sus ojos,

desmayadas gemían.

Alentónos su ejemplo,

y entre honestas caricias

nos contamos turbados

nuestras dulces fatigas

y en un punto cual sombra

voló de nuestra vista

la niñez, mas en torno

nos dio el Amor sus dichas.

II

La flor del Zurguén

Parad, airecillos,

y el ala encoged,

que en plácido sueño

reposa mi bien.

Parad y de rosas

tejedme un dosel

do.del sol se guarde

la flor del Zurguén.

Parad, airecillos,

parad, y veréis

a aquella que ciego

de amor os canté,

a aquella que aflige

mi pecho cruel,

la gloria del Tormes,

la flor del Zurguén.

Sus ojos luceros,

su boca un clavel,

rosa las mejillas,

y atónitos ved

do artero Amor

sabe mil almas prender,

si al viento las tiende

la flor del Zurguén.

Volad a los valles:

veloces traed

la esencia más pura

que sus flores den.

Veréis, cefirillos,

con cuánto placer

respira su aroma

la flor del Zurguén.

Soplad ese velo,

sopladlo, y veré

cuál late y se agita

su seno con él,

el seno turgente

do tanta esquivez

abriga en mi daño

la flor del Zurguén.

¡Ay cándido seno!

¡quién sola una vez

dolido te hallase

de su padecer!

Mas ¡oh! ¡cuán en vano

mi súplica es!,

que es cruda cual bella

la flor del Zurguén.

La ruego, y mis ansias

altiva no cree:

suspiro, y desdeña

mi voz atender.

Decidme, airecillos,

decidme: ¿Qué haré

para que me escuche

la flor del Zurguén?

Vosotros felices

con vuelo cortés

llegad y besadle

por mí el albo pie.

Llegad y al oído

decidle mi fe:

quizá os oiga afable

la flor del Zurguén.

Con blando susurro

llegad sin temer,

pues leda reposa

su altivo desdén.

Llegad y piadosos

de un triste os doled,

así os dé su seno

la flor del Zurguén.

III

El lunarcito

La noche y el día,

¿qué tienen de igual?

¿De dónde, donosa,

el lindo lunar

que sobre tu seno

se vino a posar?

¿Cómo, di, la nieve

lleva mancha tal?

La noche y el día,

¿qué tienen de igual?

¿Qué tienen las sombras

con la claridad,

ni un oscuro punto

con la alba canal

que un val de azucenas

hiende por mitad?

La noche y el día

¿qué tienen de igual?

Premiando sus hojas,

el ciego rapaz

porjuego un granate

fue entre ellas a echar:

mirólo y rióse

y dijo vivaz:

"La noche y el día,

¿qué tienen de igual?"

En él sus saetas

se puso a probar,

mas nunca lo hallara

su punta fatal;

y diz que picado

se le oyó gritar:

"La noche y el día,

¿qué tienen de igual?"

entonces su madre

la parda señal

por término puso

de gracia y beldad,

do clama el deseo

al verse estrellar:

"La noche y el día,

¿qué tienen de igual?"

Estréllase, y mira,

y torna a mirar

mientras el pensamiento

mil vueltas le da,

iluso, perdido,

ansiando encontrar,

la noche y el día,

¿qué tienen de igual?

Cuando tú lo cubres

de un albo cendal,

por sus leves hilos

se pugna escapar.

¡Señuelo del gusto!

¡Dulcísimo imán!

La noche y el día,

¿qué tienen de igual?

Turgente tu seno

se ve palpitar,

y a su blando impulso

él viene y él va,

diciéndome mudo

con cada compás:

"La noche y el día,

¿qué tienen de igual?"

Semeja una rosa

que en medio el cristal

de un limpio arroyuelo

meciéndose está,

clamando yo al verle

subir y bajar:

"La noche y el día

¿qué tienen de igual?"

¡Mi bien! si alcanzases

la llaga mortal

que tu lunarcito

me pudo causar,

no así preguntaras,

burlando mi mal:

"La noche y el día,

¿qué tienen de igual?"

IV

De los besos de amor

Ite, agite ae pariter sudate medullis omnibus inter vos non murmura vestra columbae, brachia non hederae, non vincant oscula conchae.

Fragm. epithal. imper Gallieni

Al lecho, al lecho: y en ardiente fuego

los miembros se os derritan:

no los arrullos del palomo ciego

con los vuestros compitan:

no los amantes brazos

la hiedra envidien

en sus dulces lazos:

ni las conchas del mar innumerables

excedan vuestros besos incesables.

Cuando mi blanda Nise

lasciva me rodea

con sus nevados brazos

y mil veces me besa,

cuando a mi ardiente boca

su dulce labio aprieta,

tan del placer rendida

que casi a hablar no acierta,

y yo por alentarla

corro con mano inquieta

de su nevado vientre

las partes más secretas,

y ella entre dulces ayes

se mueve más y alterna

ternuras y suspiros

con balbuciente lengua,

ora hijito me llama,

ya que cese me ruega,

ya al besarme me muerde,

y moviéndose anhela,

entonces, ¡ay!, si alguno

contó del mar la arena,

cuente, cuente, las glorias

en que el amor me anega.

Paloma amorosa,

basta, no te quejes,

que ya de tus brazos

colgado me tienes:

ya mi dulce boca

de la tuya bebe

tu aliento, más dulce

que las dulces mieles:

mi lengua vacila,

mi pecho se enciende;

¡ay, que desfallezco!

Bien mío, sosténme,

sosténme, y tus brazos

más y más se estrechen,

y ni tu ardor pare

ni tus besos cesen.

¡Qué dulce muerdito

con lascivo diente

me has dado! Repara

que el labio me hieres.

¿Qué quejas son éstas?

¿Qué es esto? Detente,

que en tantas delicias

mi amor desfallece.

¿Suspiras y anhelas,

y a par que te mueves

tus ojuelos bullen

y tus ayes crecen?

¿Qué es esto, amor mío?

Reposa... ¿Qué tienes?

¿Me abrazas y gimes?

¿Qué, Nisa, qué sientes?

¡Ay!, ¿que te desmayas?

No temas: advierte

que ya delicioso

mi amor te sostiene.

Reposa en mis brazos

y tu ardor se temple,

mas no de mi cuello

los tuyos descuelgues,

y deja a mis labios

que el alma alimenten

en los albos pechos

y en ellos se ceben:

ni tú de cansada

mil besos me niegues

que activos de nuevo

mis llamas alienten.

porque allí, bien mío,

en blandos placeres

tan dulces desmayos

gocemos mil veces.

Rogelio Reyes Cano: Poesía erótica de la Ilustración española. Sevilla, El Carro de la Nieve, 1989.

 
 
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