SIÉNTATE CONMIGO
  El Conde Sisebuto (Joaquín Abatí)
 

 

 

El Conde Sisebuto

Joaquín Abatí

A cuatro leguas de Pinto

y a treinta de Marmolejo,

existe un castillo viejo

que edificó Chindasvinto.

Perteneció a un gran señor

algo feudal y algo bruto;

se llamaba Sisebuto,

y su esposa, Leonor,

y Cunegunda, su hermana,

y su madre, Berenguela,

y una prima de su abuela

atendía por Mariana.

Y su cuñado, Vitelio,

y Cleopatra, su tía,

y su nieta, Rosalía,

y el hijo mayor, Rogelio.

Era una noche de invierno,

noche cruda y tenebrosa,

noche sombría, espantosa,

noche atroz, noche de infierno,

noche fría, noche helada,

noche triste, noche oscura,

noche llena de amargura,

noche infausta, noche airada.

En un gótico salón

dormitaba Sisebuto,

y un lebrel seco y enjuto

roncaba en el portalón.

Con quejido lastimero

el viento fuera silbaba,

e imponente se escuchaba

el ruido del aguacero.

Cabalgando en un corcel

de color verde botella,

raudo como una centella

llega al castillo un doncel.

Empapada trae la ropa

por efecto de las aguas,

¡como no lleva paraguas

viene el pobre hecho una sopa!

Salta el foso, llega al muro,

la poterna está cerrada.

-¡Me ha dado mico mi amada!

-exclama-. ¡Vaya un apuro!

De pronto, algo que resbala

siente sobre su cabeza,

extiende el brazo, y tropieza

¡con la cuerda de una escala!

-¡Ah!... -dice con fiero acento.

-¡Ah!.. -vuelve a decir gozoso.

-¡Ah!.. -repite venturoso.

-¡Ah!.. -otra vez, y así, hasta ciento.

Trepa que trepa que trepa,

sube que sube que sube,

en brazos cae de un querube,

la hija del conde, la Pepa.

En lujoso camarín

introduce a su adorado,

y al notar que está mojado

le seca bien con serrín.

-Lisardo ... mi bien, mi anhelo,

único ser que yo adoro,

el de los cabellos de oro,

el de la nariz de cielo,

¿qué sientes, di, dueño mío?,

¿no sientes nada a mi lado?,

¿que sientes, Lisardo amado?

Y él responde: -Siento frío.

-¿Frío has dicho? Eso me espanta.

¿Frío has dicho? eso me inquieta.

No llevarás camiseta

¿verdad?... pues toma esa manta.

-Ahora hablemos del cariño

que nuestras almas disloca.

Yo te amo como una loca.

-Yo te adoro como un niño.

-Mi pasión raya en locura,

si no me quieres, me mato.

-La mía es un arrebato,

si me olvidas, me hago cura.

-¿Cura tú? ¡Por Dios bendito!

No repitas esas frases,

¡en jamás de los jamases!

¡Pues estaría bonito!

Hija soy de Sisebuto

desde mi más tierna infancia,

y aunque es mucha mi arrogancia,

y aunque es un padre muy bruto,

y aunque temo sus furores,

y aunque sé a lo que me expongo,

huyamos... vamos al Congo

a ocultar nuestros amores.

-Bien dicho, bien has hablado,

huyamos aunque se enojen,

y si algún día nos cojen,

¡que nos quiten lo bailado!

En esto, un ronco ladrido

retumba potente y fiero.

-¿Oyes? -dice el caballero-,

es el perro que me ha olido.

Se abre una puerta excusada

y, cual terrible huracán,

entra un hombre..., luego un can...,

luego nadie..., luego nada...

-¡Hija infame! -ruge el conde.

¿Qué haces con este señor?

¿Dónde has dejado mi honor?

¿Dónde?, ¿dónde?, ¿dónde?. ¿dónde?

Y tú, cobarde villano,

antipático, repara

cómo señalo tu cara

con los dedos de mi mano.

Después, sacando un puñal,

de un solo golpe certero

le enterró el cortante acero

junto a la espina dorsal.

El joven, naturalmente,

se murió como un conejo.

Ella frunció el entrecejo

y enloqueció de repente.

También quedó el conde loco

de resultas del espanto,

y el perro... no llegó a tanto,

pero le faltó muy poco.

Desde aquel día de horror

nada se volvió a saber

del conde, de su mujer,

la llamada Leonor,

de Cunegunda su hermana,

de su madre Berenguela,

de la prima de su abuela

que atendía por Mariana,

de su cuñado Vitelio,

de Cleopatra su tía,

de su nieta Rosalía

ni de su chico Rogelio.

Y aquí acaba la leyenda

verídica, interesante,

romántica, fulminante,

estremecedora, horrenda,

que de aquel castillo viejo

entenebrece el recinto,

a cuatro leguas de Pinto

y a treinta de Marmolejo

 

 

 

 

 

 

 

 
 
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