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  La Hija Seducida, fragmento (Restif de la Bretonne)
 




La Hija Seducida

La Educación Erótica

Restif De La Bretonne ( 1734-1806)

 

Lise vivía con unos tíos suyos. En París, una jovencita de trece a catorce años ya recibe muchas muestras de atención, si es linda. Y Lise Khoraut lo era en demasía, aunque resultaba obtusa con respecto a la galantería. Si le decían que la amaban, ella también respondía que amaba, pero sin sospechar las acepciones más interesantes de amar. Su tía, que decía ser muy devota, recibía con cierta frecuencia las visitas de un sacerdote y confesor. En aquella época las visitas eran tan frecuentes que la joven Lise sintió curiosidad por saber de qué se ocupaban con tanto interés y misterio, pues últimamente la echaban de junto a ellos y despedían a la servidumbre para quedarse solos. Así Lise pudo verlos, a través de un cortinaje que separaba su cuarto del salón, con tanta claridad como si estuviera en la misma habitación. El venerable sacerdote, a los pies de su penitente, tenía la tez animada, los ojos brillantes... una fisonomía totalmente diferente de la que le veía de ordinario. Besaba apasionadamente una mano de la tía y le pedía, con insistencia algo que Lise no comprendía; pero su arenga estaba acompañada de gestos apremiantes: deslizaba una mano bajo la pañoleta... y la otra, más insolente, se metía más abajo.

La mujer empezó a gritar quedamente, en un tono desesperado, casi como un clamor apasionado, del que la muchacha no comprendía su origen. La voz de la mujer afirmaba "qué bueno", con tal exaltación que Lise no se atrevió a intervenir, haciéndose numerosas preguntas sobre el particular. Por un instante estuvo tentada de huir, pero permaneció algo más observando y escuchando lo que no podía ser más que satisfacciones compartidas entre su tía y el sacerdote, pues ella cogía algo de él mientras se inclinaban ambos para besarse en la boca.

Unos pasos en el pasillo la hicieron huir precipitadamente y cuando volvió a su agujero no pudo ver más que la despedida de los dos amantes. Sus rostros estaban un poco más rojos que de costumbre, pero nada parecía aclararle más las cosas.

Hace falta poco para revolucionar una cabeza joven, y Lise no pudo cerrar los ojos en toda la noche. Pensaba que las iniciativas del temerario sacerdote debían llevar a algún sitio, pero no conseguía adivinar adónde. Entonces recordó que su profesor de baile, el señor Parangon, hombre de unos cuarenta años, que la trataba con encantadora dulzura y siempre estaba dispuesto a enseñarle las más peregrinas cosas. En cierta ocasión le habló de los misterios de la reproducción vegetal para despertar en ella otras curiosidades; pero aún era muy chiquilla para comprender ciertas veleidades. Sin embargo, ahora sentía necesidad de aclarar ciertos misterios y aprovechó la primera ocasión en que quedaron a solas para dar la lección acostumbrada. Lise, entre risas y divertida, relató los hechos vistos al señor Parangon, quien no reía ni compartía su diversión.

-¿Es que no os resulta graciosa la aventura? -le preguntó Lise, extrañada.

-Sin duda, señorita. Es de lo más singular.

-¿Verdad que sí?

-Decís que él estaba de rodillas, así, como yo ahora.

-Sí, precisamente. Y ella se sentaba así. ¿Qué os parece?

-Bien. Y él tenía una mano bajo la pañoleta... en el pecho, acariciando así.

-Sí, señor Parangon; pero quizá no haga falta que me toquéis.

-No, no. Si es de lo más inocente. Una en el pecho y la otra aquí debajo.

-¡Oh, señor Parangon!

La mano del profesor de baile, como un relámpago, había alcanzado el mismo lugar que la del sacerdote en su tía. Y recorría, sin obstáculos, aquello que jamás había tocado la mano de un hombre. Lise estuvo a punto de protestar y defenderse, pero la boca del diestro libertino tapó bruscamente la suya... una lengua... un dedo... y una extraña embriaguez se apoderó de la muchacha. El agresor jugueteaba maravillosamente por todos los sitios donde podía divertirse, y la jovencita, sentada en el borde del sillón, adoptaba la posición más favorable que su feliz instinto le pedía.

Un ruido súbito, que se oyó en la antecámara, hizo que su vencedor soltara su presa con el tiempo justo para acomodar sus ropas. Parangon, compuesto y en pie, se vio obligado a empujar a Lise varias veces para que recuperara la conciencia. Su tía entró inmediatamente. Percibió algo extraño en el ambiente, aunque no dijo nada que demostrase su alerta. Sin embargo, a partir de aquel día el señor Parangon no tuvo nueva ocasión para estar a solas con su discípula. La tía de Lise había decidido asistir a todas las clases.

Para colmo de desdichas, el sotanudo dejó de aparecer por la casa y el humor de la tía de Lise fue volviéndose, tan pronto taciturno como irritado. Con tal perspectiva la nueva instrucción de la joven resultaba imposible. La muchacha no podía espiar a su tía, ni tampoco requerir nuevas enseñanzas al señor Parangon. Lise estaba inconsolable.

Pero la fortuna quiso acordarse de ellos al cabo de varios días. La tía de Lise recibió una misiva de su enamorado y olvidadizo cura; en ella le pedía una entrevista, que lo recibiese a cenar, pues tenía asuntos importantes que tratar con ella. Como su marido estaba por aquellos días de viaje por provincias, la mujer se las prometió felices y recibió la cita con el mayor de los entusiasmos. Dio orden de que preparasen una cena exquisita e hizo más: en el colmo de su dicha, se mostró elocuente y muy amable con el señor Parangon, cuando éste daba su acostumbrada clase de baile a Lise.

¡Cornamenta! ¡Bondadosa, pero feliz reina! Tus estados son inmensos, tus súbditos innumerables; haces felices de mil maneras diferentes a todos aquellos que consienten en serlo merced a ti y, sin embargo, la mayoría son ingratos que te maldicen en vez de bendecirte. ¡Qué ceguera!

La tía de Lise estaba dispuesta y ante el asombro de la muchacha rogó a Parangon que, si no tenía invitación más importante para aquella noche, le agradecería se quedase a cenar con ellas.

Lise no lograba adivinar qué iba a suceder, pero el hecho de ver a su tía alegre, entusiasmada y sobre todo tener junto a ellas al señor Parangon, la hacía sentirse de lo más feliz. ¡Al fin ocurriría algo!

La mujer no se cansaba de prodigar alabanzas al maestro de baile. Lo consideraba un acierto y un talento para la instrucción de su sobrina.

Parangon se quedó a cenar; había comprendido perfectamente que gustaba a la tía, como también tenía encandilada a la sobrina. Y cuando el temerario sacerdote se presentó y se vio sorprendido con la presencia impuesta del maestro de baile y Lise en la comida, todo tomó un giro inesperado.

Un poco irritado y molesto el sacerdote interrumpía las palabras de coquetería y galantería que Parangon, bien por astucia o fingimiento, sostenía con la dueña de la casa. Pero ni ésta ni su nuevo adorador parecían darse cuenta, o simulaban no advertirlo, como de mutuo acuerdo, lo que encelaba más al aturdido enamorado, que apenas si se atrevía a expresar alguna palabra galante a su amada.

La cena fue muy animada y se bebió bastante. Parangon narró los cuentos más agradables, de los que Lise y su tía rieron hasta las lágrimas. Incluso los celos del sacerdote se disiparon un tanto y dedicó su atención a la joven Lise. Ella sentía, allá abajo, unos pies que trataban de entablar conversación con los suyos, pero ignoraba a quién pertenecían. Sonreía, tanto a Parangon como al de la sotana, sin llegar a comprender, con exactitud, el fin de aquella velada. Le parecía maravillosa y se admiraba de ver la gran transformación de su tía; toda radiante de dicha y amabilidad, insinuando caricias y besos a los hombres; a Parangon principalmente. De pronto la mujer empezó a bostezar y en seguida habló de retirarse a descansar Pidió a Lise que se despidiese de aquellos caballeros y se levantó para entregársela a la doncella que debía acostarla. Ella permaneció con los dos hombres.

La muchacha se acostó un poco triste y malhumorada. No tenía sueño y sí estaba inquieta y desasosegada por todo lo sucedido. Daba vueltas sobre la cama cuando al cabo de una hora, más o menos, le pareció oír ruidos en el pasillo. Se asomó con cierto temor, pero no vio nada. Todo aparecía en penumbra, salvo una tenue luz que salía del dormitorio de su tía. Se acercó para espiar por una ranura de la puerta y descubrió a su tía en camisón.

Las manos de alguien que no lograba ver, porque el cuerpo de su tía lo impedía, se movían de arriba abajo y de un lado a otro, acariciando aquella figura por todas partes. La voz de su tía lanzaba suaves suspiros y exclamaciones de voluptuosidad. Entonces se oyó una voz de hombre, ahogada e indescifrable para Lise. Decía:

-¡Ahora, querida!... ¡Quítatelo!... Qué preciosa eres y cuánto me gustan tus pelitos...

Siguió un murmullo de besos y de caricias, mientras la ropa caía a los pies de la mujer y mostraba toda la espalda desnuda a los ojos de Lise. Ésta no lograba ver quién estaba ante ella, arrodillado, besándola y masajeando las nalgas de su tía con avidez. Luego oyó la voz del hombre:

-¡Marcha, querida! ¡Camina con los brazos en alto! Regálame con la vista.

A Lise le pareció que el hombre era Parangon, pero no podía asegurarlo. También estaba desnudo, de rodillas, dándole la espalda para contemplar cómo caminaba la mujer. Como voluptuosa bailarina, su tía accionaba cada parte de su cuerpo con una cadencia suave, como en éxtasis. Lise nunca la había visto tan transformada ni tan desnuda, y reconoció que tenía una figura bonita. Su carne blanca, como el nácar, resaltaba la mata de vello de su sexo, y los pechos, un tanto grandes, se bamboleaban con una pesadez maciza que debía encantar al hombre por las exclamaciones que lanzaba. Vio que también se puso en pie y dijo:

-¡Mira cómo estoy!

-¡ Qué tieso lo tienes!

-Es por ti, querida. ¡Presento armas a la mujer más adorable que he conocido!

-¡Oh, qué encantador! ¡Cómo me excitas!... ¡Ven, ven a la cama! Lise hizo esfuerzos por ver aquello que estaba tan tieso, pero no alcanzó a saber qué era. La pareja había desaparecido de su vista y sólo oyó el crujir de la cama y luego la voz del hombre:

-¿Te gusta?

-¡Ah, qué bueno! ¡Qué bueno!

-¡Es todo tuyo! ¡Todo!

En la escalera se oyó entonces la voz de la doncella y Lise corrió a su habitación, temerosa de ser sorprendida en tales menesteres.

Parecía que todo se confabulaba para que Lise no estuviese tranquila. Una extraña desazón invadía todo su cuerpo. La imagen de su tía, desnuda y danzando, la acosaba. Se despojó de su camisón y empezó a moverse con voluptuosidad, agitando los brazos y tratando de imitar aquellos movimientos que tan graciosos le parecían. Luego se tendió sobre la cama y notó que el frescor de las sábanas le producía una sensación muy agradable. Se frotó contra ellas, experimentando una voluptuosidad en todo el cuerpo.

Sus manos empezaron a deslizarse por su cuerpo; su cara, su cuello, sus senos jóvenes, duros y firmes, que le ofrecían sensaciones desconocidas y deliciosas. Luego más abajo, hasta detenerse en su pequeño tesoro.

El recuerdo del dedo de Parangon la electrizó. Aquello era una sensación violenta, que la estremecía y la obligaba a auparse, alzando su sexo como para alcanzar algo inexplicable. Y sin darse cuenta, apoyaba los pies y giraba sus caderas, imprimiendo a su éxtasis una cadencia inolvidable. Sentía algo dentro de ella que ya no controlaba, pero que la hacía desear, que anhelaba con toda su alma.

De repente, en aquella especie de extravío que la consumía, se detuvo, se echó de bruces y se aferró a su almohada. Sentía la necesidad de abrazar algo, de un cuerpo al que pudiera aprisionar, apretar contra el suyo.

Por un momento Lise creyó volverse loca. Su sangre corría tumultuosa por sus venas, ardiendo y galopando hacia el cerebro. Suspiraba y ahogaba voces de ansiedad y de amor.

Volvió ajuguetear con sus dedos entre sus piernas, calmosa, queriendo mantener aquella sensación de bienestar el mayor tiempo posible; pero en seguida se encontró enajenada y tremendamente excitada hasta que creyó desvanecerse y entonces se aferró fuerte contra la almohada. La oprimía entre sus piernas y contra sus pechos. La besaba con locura, abrazándola apasionada y agitándose con ella, embriagada y dominada por sus sentidos exacerbados.

De pronto se detuvo, estremeciéndose. Sintió como si estuviera fundiéndose, que se destrozaba.

Durante unos momentos le pareció que todo había desaparecido, y en el momento en que comenzaba a recuperar el control de sí misma, escuchó que alguien abría sin ruido la puerta de su cuarto, que estaba enfrente a los pies de la cama.

Lise se hallaba en una actitud tan singular que no podía modificarla sin dár lugar a sospechas. Por otro lado se sentía algo culpable y tuvo miedo. Fingió dormir, pero entreabriendo los ojos lo necesario para ver quién entraba a aquellas horas en su habitación: era el mismo Parangon.

El primer movimiento que hizo al verla pintó la más deliciosa sorpresa en su rostro. La muchacha estaba tal como las tres diosas se ofrecieron a los ojos de Paris, boca arriba, la cabeza apoyada contra el brazo izquierdo, cuya mano apenas cubría su cara; sus piernas, una extendida, la otra abierta con la rodilla flexionada, traicionando el más secreto de sus encantos, y la mano que tan bien lo había acariciado, yacía blandamente junto al muslo.

Después de haber contemplado desde la puerta aquella posición, que el voluptuoso libertino debió encontrar maravillosa, Parangon se acercó al lecho con mucha precaución y obligó a cerrar completamente los ojos a la muchacha, pues no deseaba que pudiese dudar que dormía.

-¡ Qué hermosa eres! -murmuró acercándose mucho, al punto que ella sintió su aliento calentando su piel, e inmediatamente recibió un beso sobre cierto vello que ya se rizaba.

Tan singular caricia estremeció a lajoven, y un movimiento más rápido que el pensamiento la hizo cambiar de postura.

-Perdóname, mi querida señorita -dijo Parangon suavemente-. Lamento turbar tu reposo, pero son tan angelicales tus encantos, tan inocente tu sonrisa y tan apasionadas tus exclamaciones del otro día, que me tienes rendidamente enamorado de ti y no he podido sustraerme a la delicia de ofrecerte mis homenajes más cariñosos y efusivos.

Aunque Lise le había vuelto la espalda, fingiendo dormir, seguía completamente desnuda, ofreciendo a su vista el maravilloso espectáculo de sus miembros muy bien proporcionados, que él ya recorría con sus manos sabias y acariciadoras sin que ella se atreviese a rechistar.

Confusamente, Lise sentía que lo decente hubiera sido oponer una fuerte resistencia. Chillar. Pero temía que su tía se enterase y la avergonzara, y por otro lado, aquellas manos que apenas rozaban todo su cuerpo, empezaban a excitarla y ofrecerle aquella extraña sensación que momentos antes ella misma se había procurado con tanto anhelo.

Parangon la examinaba a placer a la tenue luz de la lamparilla de noche; la recorría con sus manos y sus labios iban a posarse diestra y apasionadamente sobre distintas partes del cuerpo. Empujándola suavemente, la colocó de nuevo boca arriba y sus labios se entretuvieron en las rosas de sus pechos.

Lise se conmovía de placer ante aquellas nuevas caricias, delatando su satisfacción con ligeros movimientos.

Parangon ya era incapaz de contenerse. Multiplicaba sus caricias y prodigaba sus besos por aquel cuerpo de mujer en ciernes, y con voz apenas inteligible, dijo a la muchacha:

-Voy a enseñarte otras maneras de besar. Las formas que dan mayor placer.

El hombre tomó las torneadas piernas de lajoven y la atrajo, ladeándola, hacia fuera de la cama. Se arrodilló después y sin decir palabra, avanzó su rostro hacia el cuerpo grácil que parecía ofrecerse en el ara del sacrificio. La lengua experta de Parangon hizo el resto. Prodigó los escarceos por el cuerpo de Lise, insistiendo vehemente en su sexo, hasta que la muchacha, en el colmo del enardecimiento, conoció el éxtasis, estremeciéndose convulsa y espasmódica, para quedar inmóvil y rendida sobre el lecho.

Siguieron unos instantes de calma. Parangon la dejaba reponerse mientras la contemplaba con evidente deleite, al tiempo que calculaba hasta dónde podría llegar. Al fin se decidió y avanzó su cara hasta besar a Lise en los labios, hablándole entre caricias.

-Tenías razón, señorita. Ya sabes a mujer. Pero aún te falta madurar un poco y aprender mucho.

Lise, con voz ahogada y la lengua pegada al paladar, se atrevió a decir:

-¿Me enseñarás tú, Parangon?

Lo haré con gran ilusión... siempre que jures guardar este secreto y no revelarlo a nadie.

-¿Ni a mi tía?

-Menos que a nadie. ¿Lo juras?

Lise juró como él quería.

Parangon ya estaba lanzado y era incapaz de detenerse; con afables palabras pidió a la muchacha que le devolviese aquellas caricias que a ella le habían hecho tan feliz, y le explicó cómo debía hacerlo. Lise dudó un instante al ver aquello tan grande y tieso, pero en seguida recordó las palabras de su tía, que tanto lo alababan y tan bueno le parecía. Se mostró sensualmente sumisa y le proporcionó el placer deseado.

Desde aquella inolvidable noche, la intimidad entre Parangon y Lise no hizo más que ir en aumento. Sólo su tía, que aquella misma noche había convertido al maestro de baile en su amante, se lo disputaba con harta frecuencia. Lise se veía obligada a hacerse la encontradiza y siempre buscaba a Parangon para satisfacer sus fantasías eróticas.

 

 

 
 
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