Tenía una doncella muy bonita,
llamada Mariquita,
un viejo consejero,
que en ella por entero,
cuando se alborotaba
su cansada persona, desaguaba
con tal circunspección y tal paciencia,
como si a un pleito diese la sentencia.
Era de este señor el escribiente
un mozuelo entre frailes educado,
como ellos suelen ser, rabicaliente,
rollizo y bien armado,
que cuando el consejero fuera estaba,
a doña Mariquita consolaba.
Sucedió, pues, que un día
la consoló en su cuarto, donde había
en jaulas diferentes un loro camastrón, cuyo despejo,
todo lo comprendía por ser viejo
y una joven cotorra muy parlera,
que la conversación de los sirvientes oyeron,
la cual fue de esta manera:
-¿Te gusta, Mariquita?
-Sí, mucho, mucho; estoy muy contentita.
-¿Entra bien de este modo?
-Sí, mi escribiente; métemelo todo.
-Pues menéate más, que estoy perdido.
-Y yo... que viene..., ¡ay Dios, que ya ha venido!
Y en efecto, llegaba el consejero
en aquel mismo instante;
y apenas su escribiente marrullero
dejó regado el campo de su amante,
cuando con la ganilla que traía,
al mismo cuarto entró su señoría.
Quitóse en el la toga,
diose en la parte floja un manoteo,
y a la que su materia desahoga,
manifestó su lánguido deseo.
Ella, puesta debajo
de un modo conveniente,
se acordó en su trabajo
del natural vigor del escribiente,
y empezó a respingar con tal salero,
que por poco desmonta al consejero.
Este, viendo el peligro que corría,
dijo: "Basta; ¿qué hacéis doña María?
Guarde más ceremonia con mi taco,
o por la vida del rey que se lo saco".
-De veros... el contento -replicó la taimada-
me hace tener tan fuerte movimiento.
Perdón. -Sí -dijo el viejo-,
perdonada estás, si es que te alegra mi llegada.
La cotorra, que aquello estaba oyendo,
dijo entonces sus alas sacudiendo:
-Lorito, contentita
está la Mariquita.
A lo que respondió el loro prontamente:
-Sí,..., ¡se lo metió todo el escribiente!