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  Poesías Eróticas (Juan Nicasio Gallego)
 




Poesías Eróticas

Juan Nicasio Gallego (Zamora 1777- Madrid 1853), sacerdote, patriota y liberal.

I

Al pecho de Corila

Canción

Dame, Corila hermosa,

La lira del amor que blanda suena;

Dámela, y la preciosa

Beldad que mis sentidos enajena

Cantaré de tu pecho,

Por la alba mano de las Gracias hecho.

Tu pecho delicioso

Nido feliz de májicos placeres,

Dó su beso amoroso

Imprimió ufano el hijo de Citeres,

Y en verle se recrea

Y en él posado al mundo señorea.

¿En qué alabanza cabe

De sus dos globos la sin par belleza,

La ondulación suave,

La fina tez y mórbida firmeza?

¿Y quién el atractivo

Pintar sabrá de su botón lascivo?

Igualarle no puede

El color de la fresa rubicunda,

Ni el de la rosa excede

Al iris virjinal que lo circunda,

Ni del pichón la pluma

Aventajarle en suavidad presuma.

Cual en Julio abrasado

Busca el fresco raudal el caminante,

O corre desalado

Al seno de su madre tierno infante,

Yo por el tuyo anhelo,

Y en él hallo mi dicha y mi consuelo.

Tú mi atrevida mano

Separar solicitas débilmente;

Del pudor soberano

El amable carmín baña tu frente,

Y tus ojos hermosos

De los míos se apartan vergonzosos.

Mas mi boca encendida

Entrambas pomas anhelante sella,

Y su blanda caída,

Y el dulce hoyuelo, y la garganta bella...

Cual la abeja oficiosa

De una flor a otra flor vuela amorosa.

Entonces inflamada

Hierve la sangre en mis ardientes venas;

Mi vista ya ofuscada

Tu grata conmoción distingue apenas,

Y exhalo en aquel punto

En cada beso vida y alma junto.

¡Oh pecho peregrino!

Manantial de delicias inmortales,

Donde el placer divino

Colocaron las gracias celestiales!

En ti solo se encierra

Cuanto mi corazón ansía en la tierra!

II

La mujer de piernas dobles

CUENTO

Acostóse un buen marido

Con su adorada consorte,

Y en una paz octaviana

Durmió hasta la media noche.

Quiso el diablo que los gallos

Se hicieran tan cantadores,

Que a fuerza de sinfonías

Despertaron a mi hombre:

Y por guardar la costumbre

De allá en los tiempos de entonces,

Quiso hacer un agasajo

A su bella Maritornes.

Tiende la mano con tiento,

A tocar... Yo no sé dónde,

Y encuentra ¡cosa más rara!

Su mujer con piernas dobles.

-¡Señores! ¿Qué será esto?

Esclama: ¡qué confusiones!

Dos, cuatro, seis piernas

toco Con las mías ¡San Onofre!

Lucrecia, Lucrecia...

mira, ¿Es esto decente? Oye...

Aquí hay dos piernas sobrantes:

¿Qué aumento es éste? responde.

-Calla, dice la mujer;

¿Qué ha de ser? bestia, alcornoque,

Maldito sea tu vino

Que de esa suerte te pone.

-¡ Cómo que miento! ¡caramba!

Cuéntalas.-No me incomodes.

-Pues hay seis. -No hay más que cuatro.

Pues yo lo digo: Acabóse.

En esto el tercer galán,

Amo de las piernas dobles,

Incorporándose un poco

Dice serio: -Pocas voces;

-Que haya seis, o haya sesenta,

¿Qué le importa a usted, buen hombre?

-A mí nada, dijo el otro;

Caballero, usted, perdone,

Que yo solo lo decía

Por el porfiar diforme

De mi mujer... nada más:

Que usted pase buenas noches.

Así el hombre moderado

Evita las ocasiones

De ruidos y alborotos

Que producen desazones.

¡Celestial moderación!

Reina tú en los corazones

Y así habrá tranquilidad

Y paz dulce entre los hombres!

III

Como ésta hay muchas

INÉDITO

-Mire usted que me marcho de este asiento

Aunque tenga después que hablar la jente:

No sea usted, don Juan, tan imprudente,

Que eso es haber perdido el miramiento:

¡Por cierto que es donoso pensamiento!

¿Y si lo vé mi madre que está enfrente?

Suélteme usted la mano, impertinente...

¡Jesús!... ¡qué tontería!... No consiento.

Yo me pondré más lejos otro día...

Pero a lo menos tenga usted cuidado...

Verá usted si mi madre todavía...

-¿Vá bien así?... -¡Pues cómo? ¡qué pesado!

Vaya; gracias a Dios. ¡Qué porquería!

¡Pobre de mí, que toda me he manchado!

IV

Los hoyuelos de Lesbia.

 

Cruzaba el hijo de la cipria diosa

solo y sin venda la floresta umbría

cuando, al pie de un rosal, vio que dormía

al blando son del mar mi Lesbia hermosa;

al ver pasmado que su faz graciosa

los reflejos del alba repetía,

tanto se deslumbró que no sabía

si aquella era mejilla o era rosa.

Alargó el dedo el niño entre las flores

y en ambos lados le aplicó a la bella,

formando dos hoyuelos seductores.

¡Ay, que al verla reír, la dulce huella

del dedo del amor mata de amores!

¡Feliz el que su boca estampe en ella!

 

 

 

 

 
 
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