La gente, que conserva en su fondo siempre algo del morbo perverso de los niños, se goza mucho en hablar de los cinturones de castidad. En los años setenta, cuando imperaba la libertad sexual y del SIDA no se sabía siquiera su nombre, la simple posibilidad de la existencia de ese casto artilugio, resultaba un concupiscente y complementario atractivo a la promiscuidad sexual que se practicaba por doquier.
Desde luego, la creencia popular en tan herrumbrosos disuasorios es cierta y se halla confirmada por los horrores expuestos en algunos museos: Bragas de hierro con cerradura y orificios para las necesidades. ¡Menos mal que no existían los pantalones vaqueros y los amplios vestidos disimulaban el ultraje!
Ahora bien, la historia del cinturón de castidad es tan larga y extraña que ni siquiera algunos de los más afamados sexólogos la dominan por completo. Es cierto que el objeto se conoció fundamentalmente en la Edad Media, cuando el flujo de hombres hacia las Cruzadas dejó a cientos de apetecibles mujeres solas, mujeres que podían ser violadas, o, más generalmente, entregarse a sus furores eróticos con algunos de los pocos agraciados que preferían el amor a la guerra. Por ello, el cinturón de castidad se usó entonces profusamente. Béatrice Bantman, en su "Breve historia del sexo" (Paidós, Barcelona, 1998), afirma que "el objeto que aparece en Francia en el siglo XIII vino de Oriente". Puede ser... ¡Pero no en la Edad Media! Desde luego, muchos siglos antes ya lo conocían los romanos, dato que es ignorado por la escritora. Claro que entonces no era empleado por las mujeres ¡sino por los hombres!
Desde tiempos inmemoriales se ha pensado que el semen es un flujo limitado que no se debe desperdiciar, estando contraindicada su efusión antes de un importante esfuerzo. ¿No se les recomendaba hasta hace muy poco a los futbolistas que no hicieran el amor horas antes del partido? ¿No creen aún algunos estudiantes que si se masturban antes de un examen no rendirán lo suficiente? Pues bien, en la Antigüedad (donde todo eso se creía a pie juntillas), para evitar que atletas, gladiadores y cantantes perdieran sus facultades, se les colocaba antes de su actuación pública lo que se llamaba una "fíbula" y que no era otra cosa que un cinturón de castidad; o dicho de otro modo, unas bragas de cuero que les impedían los placeres de Onán. ¡Hay que ver cómo se cuidaban el arte y los espectáculos!
Pero han existido o existen cinturones de castidad peores que los que estos, como el que siguen utilizando aún algunas tribus del Malí, consistente en el cosido del sexo de la mujer cuando el marido debe ausentarse por largo tiempo, lo cual suele ocurrir con frecuencia. Este es precisamente el drama que se plantea en la novela de Manuel Villar Raso "Donde ríen las arenas" (1994). La protagonista, Assiata, sale huyendo del poblado cuando, ante la inminencia de una nueva partida de su marido, sabe que le volverán a coser los genitales: "Me han cosido una vez", piensa rebelándose contra ello, "pero esta vez no lo harán (...) La muerte no puede ser tan dolorosa..." ¡Y es que encima se utilizan espinas de cactus para hacerlo!
¿Pero son realmente efectivos todos estos medios contra la incontinencia? Creo que cuantas más dificultades le ponen al hombre o a la mujer en su necesidad de placer erótico, más fascinante se torna éste y más artimañas se usan para conseguir los objetivos prohibidos. Que un alevoso guerrero cose los labios vaginales de su media costilla, ¿no incita a la mujer a descubrir otras zonas placenteras? Que un marido encarcela a cal y canto el sexo de su mujer, ¿para qué están los cerrajeros? El interdicto es una clara invitación al descubrimiento sexual.
Así pasaba en la Roma antigua con gladiadores, cantantes y atletas. Por ello, Juvenal, criticando la desenfrenada lascivia de las mujeres, afirma con ironía: "A muchas les gusta 'el canto'. A ninguno de los que venden la vez al pretor [es decir, los cantantes], les dura la fíbula. Sus 'instrumentos' están siempre en sus manos..." ¡No puede estar más claro!
El cinturón de castidad más sutil y bello que conozco es el descrito por el Arcipreste de Hita en su "Libro de buen amor": Don Pitas Payas se marcha a Flandes y, para guardar la castidad de su joven esposa, le pinta un corderito bajo el ombligo. Transcurre tanto tiempo que ésta, para saciar sus ardores, se ve obligada a echarse un amante y, con el consiguiente y continuo "ejercicio", se le borra la pintura. Al cabo de dos años recibe el aviso de que don Pitas Payas regresa. Asustada, se hace pintar otro cordero por su amante, que se pasa en el tamaño. Cuando el marido va a "folgar" con ella, se apercibe del cambio y pregunta: "¿Cómo, madona, es esto?" Ella le responde con desparpajo: "¿Petit corder, dos años, no se ha de hacer carner? Si no tardaseis tanto, aún sería corder."
Pues lo mismo le pasó a los cinturones de castidad: ¡Quienes los habían puesto acabaron todos "cabrones"! También hoy. Porque no debemos cometer la ingenuidad de creer que el mundo civilizado ha desechado estos artilugios. Todo lo contrario, se sirve de los más refinados adelantos técnicos para hacerlos más efectivos si cabe. Así, la compañía Wisdomo presentó hace poco en Bangkok un cinturón de castidad (ellos le llaman "bragas antiviolación") fabricado con los más nuevos e irrompibles materiales. Pero la particularidad más especial es que, como las cajas fuertes, tiene un código de seguridad, que sólo conoce su dueño, de modo que los "ladrones" quedan sistemáticamente burlados. Y en caso de que el amante sea un brillante manitas que, a vece de prueba y oído, logre dar con la clave, el dichoso cinturón no se abre hasta pasados diez minutos. Es como contar hasta diez, pero en largo. ¡Así se rebaja todo ardor! Pronto podrá comprarse en todas las corseterías y queda hombre celoso de su honra "embragar" a su querida costilla, pues hasta los hay de diversas tallas. Así que el que tenga cuernos es porque quiere...