Al señor juez:
Espero que, cuando lea esta carta, su señoría y familia se encuentren bien. Lamento las molestias que pueda ocasionarle mi muerte, que imagino no serán muchas porque con la que está leyendo queda claro que no ha de buscar culpables. Así que deje en paz a la Herminia, la madre de mis hijos, a pesar de que me ha hecho la vida imposible en estos casi treinta años de matrimonio. Y a Juanón, mi hermano, que es bruto pero incapaz de matar una mosca, que eso de que nos llevábamos mal son habladurías de gente que no tiene otros menesteres de los que ocuparse. Y la Felisa, mi nuera, y a mi hijo Alfredito, que ya pasa lo suyo con los cuernos que le pone la Felisa. No se culpe a nadie de mi muerte, por muchos enemigos que le digan que tenía. Me he tirado al pozo del tío Lucas porque tengo un cáncer y no estoy dispuesto a sufrir. Soy un cobarde, losé, siempre lo he sido, pero es que su señoría no sabe lo que he tenido que pasar en cuanto a enfermedades, hospitales y puñetitas.
Todo empezó cuando, debería de andar yo por los diez años, vi una película en el cine del pueblo. Se llamaba Molokay, una española en blanco y negro. Trataba de una isla a la que llevaban a los leprosos para aislarlos de la sociedad. Salía un sacerdote, el padre Damián, o Fabián, o Andrés, que ahora no recuerdo, un santo varón que cuidaba a los enfermos y al que no le importaba, si era menester, besarles hasta las pústulas y los muñones. Ya en el cine, viendo al abnegado cura, me di cuenta de que yo tenía los mismos síntomas que los leprosos, que a veces metía la mano en el agua muy caliente y no me quemaba, que era mismamente lo que le ocurría a los leprosos de la isla, o sea, que no sentían ni el calor ni el frío. Una vez se le cayó la sopera a mi madre, a ella le fueron a dar una docena de fideos en los pies y a mí casi todo el caldo en las piernas, que yo en aquel entonces llevaba pantalones cortos, y a ella la tuvieron que llevar al hospital con quemaduras de segundo grado y a mí no me salió ni una ampolla. Mi padre dijo que era porque me había puesto vinagre y ella no, pero yo sabía que era por la cosa de la lepra. A lo mejor fue la dieta de boniatos que seguíamos en casa, que apenas comimos otra cosa durante la guerra, o que era una lepra pasajera, el caso es que debió de curárseme porque, convencido como estaba de que lo mío era terminar en Molokay, un día puse el dedo gordo, o sea, el pulgar de la mano derecha, en una vela encendida y me quemé, vaya que si me quemé, que mire de hace casi cuarenta años y cuando va a cambiar el tiempo aún me duele la yema.
Siempre tuve horror a los animales, pero como vivíamos en el campo no había más remedio que convivir con ellos. Las lagartijas me daban asco, los ratones me ponían malo, no le digo las culebras, llevarles las mondas a los cerdos o darles la comida a los perros me provocaba temblores, estoy convencido de que los animales se daban cuenta de mi miedo. Mi padre, por aquello de tratar de quitarme el miedo a los animales, se empeñó en que montase a Lucinda, una mula vieja y ciega que en su vida había dado una coz. Lo que no había hecho nunca, lo hizo ese día Lucinda: me descabalgó y la emprendió a coces conmigo. Total, un brazo y una pierna rotos. Me mordió hasta Froilán, el perro del herrero, con el que jugaban todos los niños del pueblo, y tuvieron que ponerme la antitetánica porque decían que estaba rabioso (el perro). No sabe la de veces que me rompí algo cuando buscaba nidos en los árboles. En fin, no quiero aburrirle, pero entre médicos y curanderos pasé mi adolescencia. En la mili, además de ladillas, me pegaron una sífilis que por poco no la cuento. Al regresar al pueblo, cogí unas fiebres maltesas que no me llevaron al otro barrio de milagro, y cuando salí de ellas, una tisis galopante que me tuvo en cama casi cuatro años. Fue entonces cuando me aficioné a leer los prospectos de las medicinas y ahorré hasta que pude comprarme la primera enciclopedia médica. Fue todo un acontecimiento comprobar que tenía todos los síntomas de todas las enfermedades. De casi todas, vamos, porque a veces estaba estreñido cuando debía de andar ligero o no tenía sudores fríos o dolor de cabeza, pero eran las menos.
Perdone su señoría la divagación, pero debe comprender que, cuando uno se decide a acabar con su vida, se la apretujan en la cabeza tal cantidad de cosas que puede acabar perdiendo el hilo. El caso es que hace un mes fui a hacerme unas radiografías y pasó lo que nunca había ocurrido. Nadie se lo explica: que si un cable pelado, que si falló la toma de tierra, que si el radiólogo estaba distraído; el caso es que recibí una descarga eléctrica que por poco me electrocuta. Con el tiempo que ha pasado y aún tengo el moratón del quemado en la nalga derecha. Dijeron que lo de la mancha en el pecho que aparecía en la radiografía no era nada, un error al igual que la avería del aparato de rayos equis. Lo dicen por tranquilizarme, pero sé muy bien que tengo cáncer de pulmón incurable. Lo he consultado en la nueva enciclopedia médica y viene calcada mi radiografía.
En fin, su señoría, que ya he pasado mucho y no estoy dispuesto a más. Dígale a la Herminia que deje de pagar los plazos de la enciclopedia y no renueve las suscripciones a las revistas médicas, que total para lo que han servido. Si tienen dificultades para extraer mi cuerpo del pozo, llame al tío Ambrosio, el marido de Nicolasa, la del estanco de la calle Mayor, que está harto de sacar cabras y gorrinos de los pozos. Y tómese una copita de chinchón en mi memoria, que para eso no me he terminado la botella.