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  Amor Enraizado (Jesús Espiñeira Garrido)
 
 
 
 
  AMOR ENRAIZADO
 
  Jesús Espiñeira Garrido.
 
Érase una vez, en un paraje duro y casi yermo, donde apenas llovía desde hacía años, y pareciera como si la naturaleza se hubiera olvidado de aquel rincón del planeta, que un árbol solitario había quedado erguido al pie de una suave loma. Aquel árbol de hoja perenne se levantaba imponente, majestuoso, fuerte y alto como único testigo de lo que un día, mucho tiempo atrás fue un vergel que nada tenía que envidiar al mismísimo Paraíso Terrenal. Pero el árbol quedó allí, atado a sus raíces como solitario protector de la vida que se reducía a su entorno inmediato, pues fuera de su cobijo, apenas algunos matojos de espinos conseguían abrirse camino por aquel terreno inhóspito.
El árbol, en su legendaria sabiduría, daba albergue a muchas familias de aves que anidaban entre sus frondosas ramas, pobladas de hojas lanceoladas de color verde esmeralda. Y de esa forma, los mirlos y las alondras lo saludaban cada amanecer con sus trinos.
Varias familias de ardillas también habían construido sus casas entre los huecos del entramado y, hasta una pareja de pájaros carpinteros, contrajeron matrimonio sobre una de sus ramas más altas, en una ceremonia oficiada por el señor búho, y tras varios meses de intenso trabajo, consiguieron acabar su hogar picoteando en el grueso tronco dos boquetes para acondicionar su casa. Lo que habían hecho aquellos dos pájaros carpinteros, sin saberlo siquiera, era abrir dos ojos con los que el árbol pudo asomarse a ver el mundo que le rodeaba. Desde aquel momento, el árbol podía contemplar todo lo que sucedía a su alrededor, y se maravillaba aún más de la vida que era capaz de impulsar gracias a su espléndido porte, para tantos animalitos que dependían de él, aunque una gran tristeza y preocupación se apoderaba de su alma vegetal cuando miraba un poco más allá y se daba cuenta de la desolación del paisaje y de que, por más que mirase al horizonte, no había apenas señales de vida por allá, ni mucho menos de otros árboles como él.
Así transcurrían los años, con sus estaciones, una tras otra, hasta que una mañana, se fijó en que en el suelo bajo sus ramas, a unos metros separada del tronco, una pequeña matita verde había surgido de las entrañas de la tierra.
-Probablemente, el viento habrá arrastrado una semilla desde algún lugar remoto – pensó el árbol – y mira dónde ha venido a germinar. Pobre planta, si supiera que aquí no tendrá apenas futuro…
Mas al cabo de pocos días, de aquella matita brotó un pequeño capullo, que en cuestión de horas, se abrió mostrando una tierna pero bellísima flor. Sus delicados pétalos de un color rosa pálido brillante, salpicados con trazas azules y malvas, y su corazón amarillo intenso, destacaban por su extraordinaria belleza como un faro de luz en una noche cerrada, entre toda la pobreza ocre y pedregosa del paisaje que el árbol estaba acostumbrado a contemplar.
-       Vaya, vaya, florecilla, - le dijo el árbol con su profunda y anciana voz – eres realmente bonita.
La flor, ruborizada y tímida, se encogió un poco por el halago, aún más sabiendo que provenía de aquel ser tan imponente. Su delicadeza le hacía adorablemente atractiva y acompañaba su fragilidad con el magnetismo que ofrecen los sencillos regalos que nos brinda la naturaleza.
-       Tengo mucha sed – dijo con su dulce voz la florecilla – aquí no llueve nunca y mis raíces se están secando. Siento que no duraré mucho si no consigo algo que calme mi necesidad de agua.
El árbol, consciente del peligro al que se enfrentaba la florecilla, comenzó a mover agitadamente sus ramas sacudiendo todas sus hojas, y las gotas de rocío que habían recogido por la mañana cada una de ellas, comenzaron a caer sobre la flor para que pudiera saciar su sed. Ésta alzó sus pétalos hacia el árbol y le dijo:
-Oh, no sabes cómo te agradezco lo que estás haciendo por mi. Siendo yo tan minúscula e insignificante, me estás devolviendo la vida.
-No te mereces otra cosa, pequeña flor, - contestó el árbol – yo no puedo dejar que se marchite el único regalo de dulzura y color que pueden ver mis ojos. Por eso siempre cuidaré de ti, y has de saber que, siempre tendrás de mí el amor que guardo en mis entrañas desde que era una simple semilla.
-       Y tú también debes saber que es para ti todo mi amor, árbol querido, - dijo la flor -. Yo soy pequeña y poca cosa comparada con tu grandeza; acabo de nacer para este mundo, pero tú posees mucha más experiencia y sabiduría que yo. Pero siempre te ofreceré mi perfume, mi belleza y mi compañía, si tú me la aceptas, para que nunca te sientas solo.
El árbol se estremeció sintiendo la savia recorrer alterada y excitada toda su estructura, desde las raíces hasta las yemas de las ramitas más finas, porque se dio cuenta de que se había enamorado profundamente de aquella criatura pequeña, sensible, frágil y hermosa. Pero lo grande del caso es que lo mismo le ocurrió a la flor, que desde los pocos centímetros que levantaba del suelo, miraba a su gigantesco compañero y le mandaba besos perfumados con el viento para que acariciasen su tronco.
Cuando en los meses de estío, el calor y el sol apretaban sofocantes, y la flor palidecía angustiada por aquellos rigores, el árbol hacía girar sus poderosas ramas para procurarle fresca sombra y cobijarla bajo su protección. Ambos seres se amaban con una intensidad tal, que apenas les importaba ya que sus vidas hubiesen crecido en un entorno tan duro y descarnado. En realidad, sabían que se tenían el uno al otro y eso era suficiente para considerarse plenamente felices.
Una tarde que apareció por allí una cabra merodeando algo que llevarse a la boca para rumiar, se fijó en la tierna flor yéndose trotando hacia ella mientras se relamía de gusto. El árbol, que la había visto acercarse, quedó horrorizado al adivinar las intenciones de aquel animal. Inmediatamente dio instrucciones a todos los pobladores de sus ramas: ardillas, carpinteros, mirlos, alondras, búhos, a fin de que impidieran que la cabra devorase a su flor. Todos los animales, cual ejército en pie de guerra, formaron un cinturón alrededor de la flor, acosando a la cabra, hasta que ésta desistió de su intento y se marchó para probar suerte de encontrar alimento por otros parajes.
-Ya estás a salvo, amada flor – le dijo el árbol ya tranquilo cuando supo que había pasado el peligro.
-Una vez más te debo mi vida, querido árbol, - contestó la flor con un infinito agradecimiento y una inmensa dulzura -, ¿cómo no habría de amarte, con todo lo que haces por mí?
Pasó el tiempo, y el amor entre el árbol y la flor se hizo cada vez más intenso y eterno.
Pero aunque el lugar donde vivían entrañaba una tremenda dureza y ponía a prueba su capacidad de supervivencia, el árbol y la flor estaban muy lejos de sospechar lo que se les venía encima. El clima empezó a cambiar, pero lejos de mejorar, lo hizo para endurecerse aún más. Una implacable ola de frío y una tenaz oscuridad se fueron apoderando del lugar, día tras día, noche tras noche. El temporal de negrura, hielo y viento no daba tregua, viéndose obligados a huir de allí todos los animales que poblaban el árbol para no perecer por las extremas condiciones climatológicas.
Lógicamente, ni el árbol ni la flor pudieron trasladarse a otro lugar para poner a salvo sus vidas. Eran un árbol y una flor, y como tales, estaban condenados a vivir siempre anclados a sus raíces.
La flor tiritaba de frío y sentía sus tiernos tallos congelarse, por las bajísimas temperaturas y la falta de luz sostenida. El árbol era consciente de que esta vez, se enfrentaban los dos solos a aquel peligro. Nadie les podría ayudar. Y decidió concentrarse en dar a su amada flor, todo el calor que fuera capaz de generar.
Así, removió sus poderosas raíces desde las profundidades del suelo para impulsar su savia hacia las puntas de las hojas que se situaban justo por encima de la flor. El árbol apretaba, y apretaba con toda su alma, hasta hacer sudar a sus hojas gotas de savia caliente que resbalaban hacia abajo cayendo justo donde se encontraba su adorada y pequeña criatura tan amada.
La flor se calentaba por la acumulación de savia caliente que caía del árbol y esto le servía de calefacción para no sucumbir al azote de aquel infierno.
Pero a medida que el árbol se desprendía con sumo esfuerzo de su savia, cada vez le iban restando las fuerzas, más y más. Gracias a su imponente vigor y fuerza, el árbol pudo resistir aquel esfuerzo prolongándolo por varias semanas, pero poco a poco, se fue quedando sin fuerzas. Su savia, que era su sangre, la había ofrendado a modo de lluvia salvadora para el ser chiquitito de su alma que tanto amaba. Pero llegó un momento en que su tesoro vital se agotó.
En medio del clima desolado, la flor alzó su corola y sus pétalos hacia un árbol del que solamente quedaba su esqueleto de madera. Sin hojas, sin fuerzas, sin vida, el imponente árbol no era ya más que un gran monumento seco: tronco y ramas que se alzaban inertes hacia el oscuro cielo.
-Amado árbol, ya no deseo vivir sin ti. – Dijo la flor entristecida – Donde quiera que se encuentre tu alma, allí me voy yo contigo. Gracias por todas las muestras de amor que me has dado. Dentro de mi pequeño corazón, siempre habitará tu gran hermosura y generosidad.
Dicho esto, la flor se dejó marchitar en pocos minutos hasta que una ráfaga de viento helado terminó de proyectarla hacia el suelo.
Aquel temporal se hizo todavía más y más cruel, sumiendo el lugar en un desierto absoluto, bañado en hielos y nieves que cubrieron cada rincón de la superficie.
Pero muchos meses después, el tiempo empezó a mejorar. Lentamente las oscuras nubes que se habían instalado permanentemente sobre aquel sitio, abrieron claros, al principio tímidos, después más grandes, para ir dando paso a los rayos del sol, que empezaron a derretir la capa de hielo y nieve que lo cubría todo.
Aquello sucedió hace muchos muchos años, y hoy en día, aquel lugar es un precioso y denso bosque lleno de vida, poblado por miles de seres vivos que crecen, juegan, se alimentan y se enamoran sobre el lugar más bello de La Tierra. Ese bosque, privilegiado del mundo, está formado por la única especie de árbol de magnífico porte, que alcanza una altura superior a veinte metros con un espectacular follaje formado por hojas lanceoladas de color verde esmeralda, que florece por todas sus ramas cada año con cientos, miles de flores de pétalos de color rosa pálido brillante, salpicados con trazas azules y malvas, y con su centro de color amarillo intenso.
Las semillas que quedaron durmientes bajo el suelo, fueron suficientes para unirse para siempre y ofrecer a la naturaleza todo un espectáculo de belleza y amor, un frondoso bosque cuajado de enormes árboles que llevan dentro de sí cada uno, el alma de una simple, frágil, pequeña y hermosa flor.
 
 
 
 
 
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