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  Un Talismán en Rústica (Fermín J. Tamayo Pozueta)
 

 

 

Un Talismán en Rústica

Fermín J. Tamayo Pozueta

 

I

 

Aquel octogenario Timoteo, pasajero de a pie toda su vida, había descubierto por acaso, allá por los setenta de sus años, que tenía derecho a kilométrico gracias a su Felipe, el primogénito, que era mozo de tren, ¿no lo sabía? Era en los tiempos de la gran posguerra, cuando la egregia estirpe ferroviaria proveía de pases kilométricos a cuantos miembros la constituían, desde el más encumbrado gerifalte al más desharrapado subalterno... Sí, toda la familia disponía del mágico librito de cupones; mas no vaya por ello a imaginarse fuesen todos iguales, vade retro!: los había más gruesos y más finos (con mayor o menor kilometraje), en justo correlato con el rango de los distintos adjudicatarios. ¡Ah!, también los había, por supuesto (pues que siempre hubo clases, a-Dios-gracias) de primera, segunda y tercerola, ya que ni medio bien habría estado mezclar ovejas churras con merinas... Pues en aquellos años venturosos, de un heroico vivir a-lo-que-salga, años de cristianísimas ayudas -cartillas de familia numerosa, pases de caridad y otras franquicias-, la exúbera y rumbosa doña Renfe extendía asimismo el kilométrico a la esposa, a los padres y a los hijos de cada uno de sus trabajadores, de manera que más de media España disfrutaba de rénfica prebenda. ¡Ay del mártir, por tanto, que no fuese de aquella cofradía, mamma mia!, porque las pagaría todas juntas.

Una tarde de sol primaveral, tarde de mayo en brisas de poniente, el viejo Timoteo y sus alforjas sentaban sus reales y caudales sobre un banco de andén, duro y corrido, en la estación del Campo del Sepulcro de la ciudad al paso por la cual el anchuroso Ebro deposita un ósculo de casta devoción sobre las plantas de la Pilarica. (Le di un besico al Jalón - pa' que al Ebro lo llevara, - y al pasar por Zaragoza, - en el Pilar lo dejara.) ¿Qué pintaba el anciano por Sansueña? Nada... ¿Nada? Absolutamente nada... Esperaba... ¿Esperaba? Sí, esperaba a que a las tantas de la prieta noche le recogiera un tren de pasajeros que le acercase a su destino cántabro. El viejo Timoteo -bota, chaqueta al hombro y alpargatas, más su morral por toda impedimenta- contemplaba impertérrito y estoico aquel ir y venir de mercancías a golpe de maniobra y topetazo; aquel trajín de gentes apiñadas que engullen o vomitan los vagones; aquel baile de besos y de abrazos de quienes se saludan o despiden...

¿Cuánto llevaba aquel paciente agüelo sentado y amarrado al duro banco, la negra bota sobre las rodillas -ubre, gaita y espita del maná, cuyo brocal leñoso él empuñaba-, mirando a todas partes y a ninguna bajo el alero de su boina vasca? El tiempo para él no hacía al caso. Venía de la bona Barçalona, adonde había el hombre ido la víspera por mor de visitar a un su hermano (un viejo ferroviario jubilado, bien que entonces el vínculo fraterno no daba ya derecho a kilométrico; ¡malos y aciagos tiempos que corrían al paso que el progreso despuntaba!). Habitaba su hermano un viejo piso de la calle Aribau, ¿pero qué número? ¡Cagüen la mar salada, qué cabeza!

El viejo Timoteo -cigarrillo, morral, bota, alpargatas, chapela-a-medio-lao, chaqueta al hombro- había pateado varias veces (y torna por arriba y vuelta por abajo) aquella calle populosa y céntrica de la Ciudad Condal, sin dar con el portal, ¡mecagüental!, cuyas señas había él olvidado -parece y no parece que es aquí; ¡y es que hace tantos años que no vengo...!-. Tomó un par de chiquitos, aunque in albis, en sendas estaciones tabernícolas por ver si había suerte en su pesquisa y le daban razón; pero ¡qué va! Normal: ¿quien iba a conocer allí a su dichoso hermano cuando el hombre no pisaba jamás tales parroquias?

Preguntó a una señora que salía de un pequeño local de ultramarinos, si sabía -y dispense la pregunta- de un tal Bartolomé, que era su hermano. Mas entre que la dona respondióle en la llengua de Llull y Mosén Sintu, y entre que la senyora le filó con ojos de extrañeza y displicencia, desistió de su empeño el pobre agüelo, no fuesen a tomarle por chiflado.

Y allá que se volvió, tan ricamente, a la estación de Francia y a patita, para esperar sin más lo que le echasen, pues era el tiempo todo el capital que podía gastar a manos llenas.

¡Qué jodida la tía y qué antipática! -rumiaba Timoteo en sus adentros-. ¡Cómo osaba portarse de ese modo una penca cualquiera como aquélla; la madre que la trajo en estropajo! ¡Tratarle así precisamente a él, Timoteo Calonge, casi nada, que en una plaza pública de Burgos estrechara la mano nada menos que al mismísimo príncipe de España, tan sencillo y majete que era el mozo!... ¡Pues ya vendría, ya, la muy pendona por allá por Reinosa el mejor día (y quien dice Reinosa dice Orzales, Alar del Rey, Soncillo, Montes Claros, Cabañas, Pozazal, Mataporquera...), igual que mucha gente forastera, preguntando por el Ayuntamiento, por la iglesia, la plaza o las escuelas, que ya la iba a mandar a hacer puñetas!

En la estación de Francia, Timoteo plantó su talonario kilométrico sobre la balda de una ventanilla, haciendo ¡plás! con mano desenvuelta, como quien canta un triunfo o las diez últimas, indicando al remiso taquillero que quería un billete hasta Reinosa, que está por Santander, ¿usté me entiende? El empleado extendióle su billete valedero en asientos de tercera para el correo de esa misma noche con destino Madrid, que quede claro, pero hasta Zaragoza solamente; así es que estése atento y no se duerma, no sea que se pase de estación; y luego de apearse en Zaragoza, se monta en otro tren hasta Miranda.

Por eso estaba el viejo Timoteo en la estación del Campo del Sepulcro. Sacó de sus alforjas una hogaza que empanaba un filete respetable, amén de una tortilla choricera, vituallas todas ellas que llevaba consigo desde hacía algunos días. Con parsimonia y faca cachicuerna, fue cortando en trocitos el condumio (labor sustitutoria del dentamen, apenas residente en sus encías). Alternando con esta ocupación, destapaba la espita de la bota, y, cabeza hacia atrás, mirada al cielo, regalaba su lengua y su gaznate con remansados tragos de tintorro. Acabado el yantar con el asperges y soltado un regüeldo salutífero, echó mano el anciano a la petaca de cuero cuyo buche contenía picadura de caldo de gallina; del librillo sacó una blanca lámina sobre la cual vertió la picadura, y, con ceremonial digno del caso, fue liando su pitillo paso a paso, para después lacrarlo y encenderlo tras lamerle los bordes con fruición. (Quien lía ensimismado un cigarrillo, presente la madeja del recuerdo, pónese en trance de reandar su vida, amasijo de instantes apiñados en cilindro vicioso, interminable, ouroboros de escoria y papelillo que uno mismo consume a bocanadas.)

En el correr de su longeva vida, Timoteo Calonge había sido, de vocación y oficio, un vagabundo, una especie de hippy avant la lettre, pero siempre por libre y a sus anchas, sin sectarismos de ninguna laya. Y aunque era Timoteo de la quinta de aquel insigne orate, manco y tuerto, que fundó la Legión allá en el moro, y de la quinta de Pepillo Stalin, no lamentaba a sus ochenta inviernos no haber tomado parte ni partido en las gloriosas gestas de la patria (Cascorro, Cavite, Ygeriben, Annual, Gurugú, Xauen, Brunete, Belchite, Bilbao..., ¡tururú!). ¿Qué se le daba al hombre de esas vainas cuando, incapaz de gobernar a nadie, nunca hubiese pasado, a buen seguro, de ser carne de tropa o de cañón? Al filo liminar del Novecientos, había entrado en filas Timoteo, donde sirvió como leal soldado a la reina regente-que-Dios-guarde, sin merecer apenas un arresto y aprovechando el tiempo en compañía del naipe y del porrón, porrón-pompón, o atizándole al parche o al requinto en la fanfarria de su compañía, que dirigía el capitán Buendía.

Casó no más salir de los cuarteles, como era uso y costumbre en otros tiempos entre gentes de pueblos y de aldeas. La mujer que tomó por compañera (dichoso tú, Calonge -se decía-, que has podido eslegir, y no como otros, que les cuelgan la moza y a correr; ¿les gusta?, bien; ¿que no?, también y arrea) fue echando al mundo vástago tras vástago. Y así hasta que un buen día..., ¡catapún!, le dió la ventolera a Timoteo por aburrir el nido familiar e irse con viento fresco una mañana sin que gentes le viesen a su paso, dejando esposa e hijos a su suerte. Quiso el diablo de la concupiscencia que la noche anterior a su espantada se arrimase Calonge a su costilla con tal pasión y tino que, a la cuenta, engendró en ella a su postrer retoño. La consorte, tan pobre como honrada, tomaría las riendas del hogar, desabrida, mohína, regañona, con tripa y mal color por todo arresto, por lo que guardaría al socio prófugo un odio exacerbado de por vida: el odio que destila gota a gota una conducta austera y virtuosa, arropada en plegaria y maldición de quien guarda en el lecho conyugal triste fidelidad al macho ausente por mor del qué dirán, por desengaño, o por franca aversión al sexo opuesto.

Con gran amor de madre contrariada, la esposa de Calonge trataría de transferir su inquina destilada al tierno corazón de los pequeños; el rencor, sin embargo, no daría sus frutos en el caso de Felipe, el mayor de los chicos, por ser quien comprendió cómo su padre estaba destinado a trotar mundos y podía decir, como el perdís de El dúo de La Africana: "Yo no he nacido para casado". Ya se lo había dicho bien clarito en su día el barbián de don Abilio, aquel santo varón donde los haya, a la sazón el cura del lugar: Mira, hijo -le decía don Abilio-; no debéis abrigar en vuestro pecho el odio al padre que os abandonó. Piensa que, si una falta cometió, no fue sino fundar una familia, cuando el dedo de Dios, a buen seguro, le tenía otros rumbos señalados. De vuestro corazón en lo más hondo, debéis dar gracias a la Providencia por haberlo dispuesto de ese modo; pues ¿qué sería de vosotros, pobres, con un padre imposible como hay tantos?

Con el paso pausado de las horas, el sol iba abatiendo hacia Poniente sus luminosas hebras, lentamente, tras la visera de la marquesina. Inmóvil en su asiento de madera, liaba el viejo su enésimo pitillo. En esto, vió que un tren de mercancías -alaridos de frenos infernales, humos en gigantescas bocanadas, broncos jadeos, monstruo fatigado- se detenía frente a su mirada, allá junto al andén más alejado. Sobre una plataforma del convoy, dos ojos parecían contemplarle. ¿Sería alguno que le conocía? Con la de pueblos que llevaba andados, ¿qué iba a tener de extraño el conocerle, si era más popular que Manolete?

Hacía un año, poco más o menos, que había estado al borde de palmarla por culpa de una doble pulmonía -recordaba apurando una colilla-, lo cual le dio ocasión para inyectarse el primer antibiótico en su vida; y como él hasta entonces ni siquiera se había despachado una aspirina (pues su medicación se limitaba a la penicilina de la viña), salió del arrechucho sano y salvo, en tanto que en los pueblos comarcanos a la opima Reinosa -urbe y emporio en valle campurriano-, donde el viejo se hallaba a la sazón, corría la noticia necrológica de que el tío Calonge -¡cagüendíez!- estirara la pata -¡cómo ha sido!-, por lo que no hubo iglesia ni capilla donde los lugareños no aplicasen, por su eterno descanso, alguna misa... Fuera ya de peligro del mal aire, al viejo Timoteo aconsejáronle que mejor si ingresaba antes con antes aquí en la Residencia para ancianos, que estará como Dios, ya lo verá; que ya no está en edad, seor Timoteo, pa' andar rodando leguas como antaño.

En esto, el mercancías de su enfrente se iba apartando lento de su vista, con estridores de silbato aullante. El Jefe de estación iba y venía, ornado de atributos prepotentes: el enristrado, eréctil cetro fálico, forrado con prepucio carmesí; la gorra colorada coronando, cual glande gigantesco en sangre viva. la erguida, enhiesta testa ferroviaria; el cornetín que ordena la partida del paciente convoy estacionado, con poder parigual al de las tubas que en Jericó abatieran sus murallas.

Tanto tiento y envite recibido, la bota, gota a gota, quedó enjuta. En aquella estación, para él extraña y ayuna de amiguetes que invitasen, no le quedaba al hombre más recurso para adquirir el tinto que su guita. Echó mano al bolsillo de la pasta; estaba allí, caliente, la cartera, y junto a ella, el preciado talismán, encuadernado en rojo pueblerino, que la Renfe anualmente renovaba. Ya llevaba diez años el anciano gozando de su grata compañía.

 

II

 

Era el cuarenta y nueve de este siglo (bien que lo recordaba Timoteo, con todo y los dos lustros transcurridos, mientras se dirigía a la cantina para inyectar repuesto a su odrecillo). Era el cuarenta y nueve de este siglo, décimo aniversario de la Paz y de la Gran Victoria de los buenos, cuando Fortuna labilis dispuso que el padre fugitivo y tanto tiempo en paradero ignoto -sin la ayuda de Paco Lobatón y de su equipo de infatigables encuentraperdidos-, fuera redescubierto por Felipe, su hijo mayor, de oficio ferroviario. ¿Cómo? Bueno..., en verdad, fue Saturnino, el mayor de los chicos de Felipe, quien dió con el abuelo Timoteo.

Cúpole en suerte al mozo Saturnino ir a servir a Franco a Barcelona. ¡Menuda folla, chache! -le decían-. A ver si te espabilas y a la par que te haces todo un hombre en el cuartel, sacas un buen oficio, ¿no me entiendes?

Por ásperos y agrestes andurriales, sendas, veredas, trochas, vericuetos, caminos vecinales y rodadas, había consumido Timoteo sus leguas y kilómetros sin cuento, en largo y obstinado caminar, un día y otro día sin descanso, a golpe de pinrel y de alpargata, por la terrible estepa castellana y la árida solana aragonesa, para alcanzar la vega leridana, no sin antes seguir, por Mequinenza, el camino del Segre a retropelo, hasta llegar, ¡por fín y en hora buena!, a lomos de apiadada camioneta, a la ciudad del Flumen Lubricatum, donde el manchego y animoso hidalgo perdió el florón de invicto caballero.

Su paso por los pueblos más remotos era como la próvida visita de un fausto y promisorio mensajero, mágico augur de exúberas cosechas en venturosos años venideros, por lo que era acogido Timoteo con la hospitalidad y el agasajo con que los pobres parten su riqueza, ofreciendo al honrado forastero el pan, la sal y el vino de su mesa.

Vengo desde muy lejos -era su hocus-pocus-bonus-jocus, su santo y seña arcano y cabalístico, que hasta un Alí Babá diera por bueno-. Con ello el visitante se investía de grande y ostensible valimiento; porque, cuando alguien viene de muy lejos, es que por patria tiene el ancho mundo; y aunque chaqueta al hombro le recubra y cachaba de mimbre le sostenga, verá el rústico en ello sin empacho esclavina y bordón de peregrino.

Si en el cuarenta y nueve de este siglo llegó hasta Barcelona Timoteo, no fue por visitar, natural-mente, la Sagrada Familia de Gaudí, sino a la suya, a la que no veía desde hacía dos décadas exactas, cuando la dictablanda de Orbaneja daba sus postrimeros coletazos. ¡Y eso que había habido de por me-dio nada menos que toda una república, y toda una cruzada victoriosa, y toda una famélica posguerra!... Pero es que Timoteo aquella vez había de repente interrumpido la visita a su hermano y su cuñada poco menos que huyendo de la quema. ¿Había habido acaso controversia entre uno y otro hermano? No, por cierto. Pero parece ser que la cuñada -¡ay, siempre las mujeres, cosa mala!-, visto que en sus ingrávidas entrañas no germinaba el fruto tan ansiado pese a su prolongado matrimonio, había sugerido a Timoteo cierta tarde y a salvo de testigos, el plan de compartir con él la siesta; y así, arrimando entrambos el pellejo, tal vez se procurase descendencia. Que sólo era por eso, ¡quede claro! No fuese él a pensar que lo decía por ser una cualquiera, ¡qué friolera!

Con todo y las razones poderosas para ejercer impune el levirato, no aceptó el hombre el rol de garañón. Él, que con medio siglo a sus espaldas capaz hubiese sido de empreñar a cuantas Reinasisabeles-vírgenes, o Sorayas persianas o Fabiolas pusiéransele a tiro de ballesta, renunciaba, no obstante, a cometer lo que en Dios y en su ánima tenía por perfidia y traición a un buen hermano. Si andaba tan pegada a la pirroquia, siempre a vueltas con misas y rosarios, que se las apañase con los curas, que sabían latín los muy vivales. Y es que, como persona que vivía al margen de la ley y a su albedrío, estaba condenado Timoteo a observar ese código moral que no está escrito y lleva en sus adentros todo hombre primitivo, velis, nolis. Porque, como escribió Pablo de Tarso en epístola a su hijo en el espíritu –colombroño del viejo Timoteo-, no se puso la Ley para los justos sino para los prevaricadores, homicidas, fornicarios, sodomitas, igual que para todos los capaces de cometer cualquier iniquidad...

Por otra parte -todo hay que decirlo-, tampoco al vigoroso Timoteo hacíale tilín la Catalina. Y aunque no conocía el caso Fedra, el del casto José y la artera cóñuge del Putifar, lo conocía bien de cuando don Abilio, el cura párroco del lugar, lo explicaba en la Doctrina. Así es que puso tierra de por medio, no fuera a ser que el diablo lo añascase. Y si ya, transcurridos cuatro lustros, volvía a visitar a su familia, era porque pensaba que a la yerma se le habría en el ínterin pasado la fútil veleidad del fructusventris.

El declinante sol iba extendiendo mantos de sombra sobre el tibio andén en la estación del Campo del Sepulcro, a la par que modestas candilejas de humilde claridad iban cubriendo sus viejos y gastados baldosines. Un mozo de estación, carirredondo, se acercó socarrón a Timoteo:

--¿Qué tal se vive, agüelo? ¿Piensa usté ponerse de apupilo en la istación?

Sin dásele un comino de la pulla, dio el viejo la callada por respuesta. Alzó la bota en obsequioso gesto hacia el impertinente interpelante, quien la tentó con plácidos visajes:

--¡Rediós, que está el vinico mucho güeno; y paice d'ista tierra el rejodío!

La comunión utrículo-vinícola franqueó la parla entre los dos compadres. Mario Gallur Utebo-pa-servile- comentábale al viejo Timoteo cómo allá en la estación de Barcelona -¡y hay que ver cómo somos, madre mía!-, el tipo del despacho de billetes no le había orientado al consonante; porque, de haberlo hecho, la derecha era haberse amontau en el "Changay", que allegaba hasta Vigo, allá en Galicia -¿se da cuenta, mañó, cómo le digo?-, y le habría llevado de un tirón hasta Venta de Baños -¿no m'intiende?-, sin tantas garambainas de trasbordos, que te chupan un tiempo que pa' qué...

Encogiéndose de hombros, el anciano replicábale al otro que él tranquilo, que no pasaba pena por el caso, pues, contra más trasbordos y estaciones, más mundo conocía -¿no comprende?

Entre retortijones a la bota y algún que otro pitillo compartido, fue el viejo Timoteo desgranando, ante el mozo Gallur-para-servile, los múltiples recuerdos de su vida.

 

III

 

Llegado, pues, de nuevo a Barcelona, en el cuarenta y nueve de este siglo, volvió a ver a su hermano y su cuñada, y se abrazaron como si tal cosa, a modo o de un reencuentro frayluisiano en la universidad salmanticense (aunque sin dicebamus dextera die).

¿A que no se podía figurar, hermano, quién estaba en Barcelona cumpliendo su servicio militar? Pues nada menos que su nieto Satur, el mayor de Felipe -¡qué me dices!-. Ya lo vería, ya, el domingo próximo, que iba a venir por casa de permiso.

Conoció y abrazó a su nieto Satur como a un íntimo y viejo camarada: ¡Coño, majete, cagüen-la-puñeta! ¡Vaya y cómo has medráu, hay que jodese! ¡Si me sacas lo menos la cabeza!

Era por la mañana; por la tarde, se irían los dos juntos de parranda -¿no te apetece, majo?; ¡cagüendíez!. Pero invita tu agüelo, que te coste-. En tanto, la beata Catalina se iría a la función de la parroquia; tío Bartolomé se quedaría en casita escuchando los partidos.

Mozo y yayo enfilaron por las ramblas con rumbo al barrio chino (¡cosa rara!). Decíale el provecto al militronche: Y tú te tomas lo que te apetezca; ¡pero ¡ojo que es con una condición!: sólo hasta donde puedas buenamente; que porque veas que el tu agüelo bebe, no tienes tú por qué hacer otro tanto; no vaya a ser que vuelvas al cuartel entajao y te cueste un mal arresto, y encima aluego digan que el tu agüelo te da malos ejemplos, ¿no me entiendes?

Entraron en un bar de "señoritas". Requirió el viejo el consabido tinto, que le supo a aguarrás, por lo que, ¡zás!, con gesto retador lo arrojó al suelo, al tiempo que un ¡aj!, ¡brr!, ¡qué hostias es ésto! salió de su garganta lacerada.

--No espere usted buen tinto en estos sitios, como no se lo cobren bien cobrado -le advirtió el nieto en tono precautorio, no fuera a armarse, a costa de su abuelo, un tiberio de padre y señor mío.

El viejo se apartó por un momento, derecho a departir con una moza que exhibía gentil su mercancía embutida en turgencias pecadoras:

--¿Ves esa jata? ¿Cómo te parece? -inquiría el anciano en tono pícaro a la oreja del joven militronche.

--¡Vaya, pues no está mal! -repuso el mozo.

--¡Hala!, pues ahí la tienes, bailalá. Anda y sube con ella, Saturnino, que te la hi ajustau ya para un viaje. Hoy convida Calonge, ya lo sabes.

Rasgo tan liberal e inusitado llenóle de emoción a Saturnino; tanto era así que no pudo por menos de comentarlo con su propio padre, una vez vuelto a casa, en Zaragoza...

--¿En Zaragoza, dice? -preguntaba extrañado el atento ferroviario Mario Gallur Utebo-pa-servile.

--¡Claro que en Zaragoza, sí-señor! -respondióle Calonge sorprendido del gesto de extrañeza del compadre.

--¡Arrea!, pues entonces digo yo, ¿el por qué no está usté con su familia, en-ver-de en la istación y tan solico?

El viejo urdió su embuste en un instante por salvar el decoro personal: Había estado a ver a su familia; claro que había estado, como hay Dios. Pero el su hijo Felipe, el ferroviario, había ya salido de maniobras y hasta el día siguiente no volvía. Como él no araba bien con la su nuera -que ya se sabe cómo son las nueras...-, pues fue y se dijo-dice: Me parece que aquí, Calonge, no pintamos nada... Así es que en vista de ello decidió, con las mismas, volverse a la estación; pues más valía solo (y lo que sigue), además que el buey suelto bien se lame...

--Entonces, ¿tié usté un hijo ferroviario?

--¡Pues claro que lo tengo; como hay Dios!

¿Y cómo se llamaba de apellido?

¿Cómo se iba a llamar? ¡Como él: Calonge!

La noche se echó encima del andén en la estación del Campo del Sepulcro. Bajo el sereno cielo mesetario, bailaban solitarias las estrellas.

--Mejor si nos entramos en la sala; no vaya a ser que pille un mal catarro, mañó, que bien traidor que es el relente -dijo el factor Gallur-para-servile con aire y tono de filial consejo.

La negra bota iba otra vez mermada -pero beba tranquilo, compañeru, que cuando ya no suelte más que aire, aluego la mojamos otra ronda.

 

IV

 

El viejo Timoteo recordaba cómo fue su reencuentro inesperado con el su hijo Felipe, el ferroviario. Y fue precisamente al poco tiempo de lo de Barcelona con el Sátur. ¡Qué jodido el andoba! -comentábale a su interlocutor con gran orgullo-. Tenía usté que verlo, compañeru, tumbándose a la pájara en el catre-. Porque él bien que lo había visto todo por el abujeruco del cerrojo; que hasta ganas le entraron de chivarse a alguna otra gachí -¡nos ha jodido!-, con todo y sus setenta primaveras, pues honra se merece el que a lo suyo se parece; ¿verdá que sí, usté?

Al cabo de fructíferas pesquisas sobre el particular, el ferroviario dio con su padre en tierras de Palencia (¿Torquemada? ¿Magaz? ¿Venta de Baños?...), guardándose muy mucho, eso también, de llevárselo a casa, pues la socia ya le había advertido así de claro: Haz lo que te parezca buenamente; que ya sé que es tu padre al fin y al cabo, y es cierto que la sangre siempre tira. Pero aquí no lo quiero ni en pintura.

Si bien era verdad ineluctable que la Amalia cuidaba, a fuer de pobre, la imagen familiar como un tesoro, temiendo el qué-dirán como un nublado (que no pocos esfuerzos le costaba a la hacendosa esposa de Felipe mantener con decoro a sus dos niñas en las (j)aulas faunesco-archiclasistas del Sacro Corazón-en-vos-confío, pese a salirle gratis et amore), no era menos verdad que su postura era más solidaria con su suegra (máxime porque nunca la veía), que no con un perdís como su suegro. Por tanto no quería saber nada de un perdulario así, tan desastroso como padre y persona de provecho.

Felipe y Timoteo celebraron con júbilo y contento su reencuentro (más años que la reórdiga sin vernos: ¿treinta y cinco?, ¿cuarenta?...; ¡hay que jodese, si paice que fue ayer la última vez!) con una borrachera comilfó (como se celebraban tales fastos en los tiempos heroicos), no sin antes haber agasajado sus andorgas (felices in honorem tanti festi) con dos capones por barba, rica sopa en su cazuela, callos a estilo la abuela y un vino de ¡ostras-Pedrín! Y con eso de que un día es un día y dentro de cien años todos calvos, tomaron también postre, carajillo, coponcio de coñac de garrafón y puro con vitola y camiseta.

Esa fue la ocasión en que Felipe entregó a Timoteo el kilométrico: Guárdelo con cuidado y no lo pierda; que con este librico de cupones tiene usté para dar la vuelta a España lo menos del derecho y del revés sin gastar la alpargata, ¿se da cuenta?: sentado y como Dios; pero eso sí, sólo en tercera clase, donde usté vea que haigan asientos de madera; está claro, ¿verdá?; pues eso mismo... Y podría irse así a donde quisiera sin pagar una gorda -¿qué le paice?-, pero nunca en un tren de vía estrecha; para eso no servía el kilométrico. Si tenía que dir, un suponer, de Reinosa a Bilbao, ponga por caso, primero cogería un tren a Baños, luego otro hasta Miranda y ya por fín de allí otro hasta Bilbao -¿se entera, padre?-; se tiraría un día con su noche, pero siendo de gorra... ¡tira millas!. Y para el próximo año, otro librico.

Acordaron para lo sucesivo encontrarse a comienzos de cada año en la estación de Baños mismamente, y luego comerían en la fonda. ¿Qué tal el mes de enero, el veinticuatro, cumpleaños y onomástica del viejo, para matar dos pájaros de un tiro? ¿Les parecía bien?; ¡pues dicho y hecho!

Desde hacía diez años, padre e hijo celebraban comiendo cosa buena, con café, copa y puro con vitola, el recibo de un nuevo kilométrico. (Alguien dirá tal vez que era un atraso el recoger en mano el kilométrico, en vez de recibirlo a domicilio. Sí, pero ¿adonde se lo enviarían si el viejo no tenía domicilio? Además, era aquel un buen pretexto para verse una vez al año al menos.)

 

V

 

Mario Gallur Utebo iba y venía de sus obligaciones ferroviarias, y cada dos por tres reaparecía para pegar la hebra con el viejo y compartir con él un cigarrillo de los fetén de caldo de gallina. Hubo que repostar la negra bota, que ya la condenada no lloraba. Quiso pagar de nuevo Timoteo, mas se le adelantó el mozo Gallur -que aura el escote corre de mi cuenta-. El tiempo iba pasando sorbo a sorbo, lento pero implacable en su decurso...

Si quería el abuelo Timoteo cogerse un tren para Miranda o Baños, tendría que cambiarse de estación a la del Arrabal -¿sabe áunde queda?-; porque de allí esos trenes no salían. Que no pensara, no, que lo decía porque quiera mandale pa' otra parte; ¡qué va, al contrario, no faltaba más!; pues si fuese por él..., ¡qué más quisiera, con lo a gusto que estaban mano a mano! Pero por eso usté no pase pena, porque coge de aquí todo derecho, tira p'allá p'allá y después pregunta por la plaza'l Pilar, que no está lejos; y ya de que esté allí no tiene pierde, porque en cuantico cruza el puente'l Ebro, allá mismico está, ya lo verá.

Pero aún había tiempo suficiente para apurar entre los dos compadres el casi litro y medio de tintorro que embuchaba en su vientre el odrecillo. Antes de revertir su billetera al bolsillo interior de la chaqueta tras su fallido intento en la cantina de apoquinar el coste del morapio, quiso exhibir su archivo itinerante ante el mozo Gallur como testigo.

El anciano sacó en primer lugar su tan preciado talismán en rústica, encuadernado en rojo pueblerino: su valioso y mugriento kilométrico, con tufillo a vagón de tercerola en noches de apiñados pasajeros, para que el mozo viera con sus ojos que el asunto del hijo ferroviario no era ni por asomo una patraña. Por la añosa y manida billetera, vio que asomaban pápiros de cinco, veinticinco y cincuenta melopeas; uno de veinte pavos, ¡ahí es nada!, y otro pápiro azul ¡de ¡dos mil reales! Que no pensara nadie que Calonge andaba por el mundo en cueritatis y a la cuarta pregunta, ¿estaba claro?

Ahora bien, lo curioso del asunto era que, en el archivo del anciano, iba también su propio testamento (sin acta notarial, por de contado, como el viejo Jesús de Villaescusa llevaba escrito el suyo, según él, debajo de la albarda del borrico, en letra redondilla y bien trazada).

No fue de Tenebrón el boticario quien en papel rugoso dejó escrita la última voluntad de Timoteo, sino el manco Tendilla, un buen muchacho, amigo y compañero del asilo, natural de Reocín de los Molinos (donde, según el dicho de la tierra, habitaban más putas que vecinos). Miró el mozo Gallur por cortesía aquel papel extraño, acaso absurdo, escrito con esmero y clara letra, en el cual disponía Timoteo que, cuando le llegare el dies illa de rendir ante Dios todas sus cuentas (porque es de ley que a todos nos alcance, más tarde o más temprano, el duro trance), se lo comunicaran solamente a su hijo Felipe el ferroviario, con domicilio en calle tal y cual, número tal y cual, de Zaragoza, a quien nombraba heredero universal de su abundante y ambulante hacienda: la negra bota, la chaqueta-al-hombro, la chapela, la vieja billetera (con sus valores en papel moneda que del Banco de España contuviere); la cachaba, la faca cachicuerna, la cuchara de palo, el tenedor, la navaja barbera con su brocha, el vaso capricornio en que abrevaba el agua fresca que los manantiales le brindaban allá por los caminos, amén de otras cosillas que, en el ínterin. hubiere el testador ido adquiriendo.

Mario Gallur Utebo-pa-servile fue leyendo en voz alta el testamento, incluido el contenido de la firma, hecha de puño y letra por Calonge, debajo de la cual pudo entrever, a modo de sencillo jeroglífico, una viñeta en la que figuraba: a la izquierda, Carloto, a la derecha, Timoteo, y uniendo entrambos nombres, un arma blanca en posición de abscisa, con la punta orientada hacia el segundo. ¿Tendría acaso aquello algún sentido?

Sin dársele un ardite del sentido que pudiera tener o no tener aquel testamentario colofón, el factor devolvióle a Timoteo su documentación todo terreno. La bota iba mermando gota a gota, cual clepsidra que va midiendo el tiempo, no en horas, ni en minutos, ni en segundos, sino en flatos de buches desinflados. Mientras el zaque iba cediendo líquido, la sala de estación iba engullendo a gentes malolientes que, en espera de un atestado tren de madrugada, se acomodaban sobre el duro suelo, cada cual embutido en su frazada, custodiando su recia impedimenta con un sueño ronquísono y pesado.

Como un madrugador tan diligente que ha llegado el primero al graderío a fín de presenciar desde tribuna una concentración de multitudes, el viejo Timoteo contemplaba, desde su duro asiento de madera (toscas tablas en bandas paralelas que oprimen sin piedad las posaderas), aquel rancio y castizo ruedo ibérico, faunesco ruedo typical spanish, ruedo sin toros mas quizá con cuernos, gárrulo ruedo, ruedo polifónico, de olores mil y de bostezos ciento; ruedo de madre con pezón al aire que a su lactante vástago amamanta; ruedo de mutilado excombatiente con su pata de palo por bandera...; un ruedo, en fín, de hispanidad tan brava que a galos y sajones compluguiera.

Mario Gallur Utebo-pa-servile se había despedido del anciano por haber terminado su jornada. Tenía mucho gusto en conocele. Si alguna vez volvía más despacio, ya sabe dónde tié su casa, pues; porque en la calle tal, número cuál, de Zaragoza -bien cerquica está-, vivía él con su señora-y-hijos. Que no olvidase el cambio de estación, y mejor si lo hacía antes con antes, no le cogiera el frío de la noche, que bien traidor que es el relente, agüelo.

Descabezó el anciano un breve sueño, a la espera de que las manecillas del reloj que tenía enfrente suyo alcanzaran el punto de las doce con sus flechas en una confundidas, para ahuecar el ala de la sala con rumbo a la estación del Arrabal. El viejo Timoteo, sin saberlo, llevaba en el papel testamentario, cifrado, su destino cumplidero en un plazo brevísimo por cierto... Llegado a la estación del Arrabal, sacaría el billete para un tren que le iba a conducir a su deceso. Poco tiempo después de su regreso al asilo de ancianos de Reinosa, la desalmada muerte, que no duerme, había de tenderle una celada, visto que no podía derrotarle en singular batalla y cara a cara.

 

VI

 

Timoteo Calonge Peñalosa, de ochenta años, nacido en Caleruega (como Santo Domingo de Guzmán, el fundador de la orden de los PP., inventor del Santísimo Rosario y autor del himno Veni, Creator Spiritus), metro seiscientos quince de estatura (según talla en la caja de reclutas hacía unos sesenta calendarios), de complexión robusta y vigorosa, sin profesión ni oficio conocidos, casado, con cinco hijos, once nietos, un biznieto nacido y otro en ciernes, sería hallado muerto de repente en una no lejana madrugada tendido en su yacija alborotada, mirada y rictus de expresión sufriente, con una sobredosis en el cuerpo del mortífero anhídrido de arsénico.

¿Cómo tan de repente habría muerto? ¿Es que en la cama adjunta no dormía nadie que, en el transcurso de esa noche, se apercibiese de los estertores u otro alarmante síntoma preagónico, para comunicárselo a las monjas y así ellas le acudiesen con presteza? Sí; mas quien pernoctaba habitualmente en el lecho contiguo al de Calonge era el manco Tendilla y, justamente, no estaría aquel día en el asilo por haber ido a ver a su familia.

Las buenas hermanitas quedarían consternadas ante la sola idea de que el buen Timoteo -¡cielo santo!- hubiese dimitido de la vida sin previa confesión de sus pecados -¡con lo buenismo que era el pobrecillo, que no daba la lata para nada! Ya podrían ser todos como él- y por voluntad propia, en cuyo caso todo auxilio espiritual sería en vano -a porta inferi, erue, Domine, animas eorum-. ¡Si hasta pensarlo daba escalofríos!...

Para evitar el más mínimo escándalo y no inhumarle fuera de sagrado, sería necesario que don Lino, doctor facultativo del asilo, certificase que la defunción se debiera a un infarto y santas pascuas. Pero había de ser la voz cantante la que propalaría que el finado había dimitido de la vida por propia voluntad y no de infarto u otra causa de muerte natural, de modo que el piadoso subterfugio vendría así a quedar desactivado. De tan maligna especie, el pregonero sería un tal Carloto Calomarde, otro de los internos del asilo (no muy mayor, mas sí muy cascarrabias, que ejercía en la casa su ascendiente y gozaba de algún predicamento con las autoridades y el servicio, tal vez por el parné que apoquinaba a la alcancía de la Residencia, gracias a unas rentillas que cobraba a cuenta de un negocio traspasado), el cual afirmaría a pie juntillas haber oído al propio Timoteo, en los últimos días sobre todo, sus ansias por largarse de este mundo, donde había vivido lo bastante como para tenerlo ya muy visto, porque la Desdentada le llamaba al despertarse cada madrugada y contemplar los cónicos cipreses que vestían de fronda el camposanto que bajo su ventana se extendía.

¡Qué mal café que tiene ese Carloto!, pensaría el doctor don Lino Ampuero, así como las buenas hermanitas; también lo pensaría don Romualdo, el padre capellán; pero ¿qué hacer si el Carloto tenía voz y voto en las habladurías de la casa, a cuyas arcas, parcas y precarias, les venía de perlas el conqué con que él a fín de mes las alegraba? Callar sería bueno y conveniente, y conceder así que a Timoteo se le enterrase fuera de sagrado. Mas ¿qué iban a pensar las buenas gentes, con su simplicidad y buena fe, si daban en saber que Timoteo, que era más popular que Manolete, había dimitido de la vida por propia voluntad, en cuyo caso no habría funeral que le valiese? Era restar ingresos a la Iglesia, y eso no estaba bien ni medio bien. ¿Cómo soltar aquel nudo gordiano sin defraudar a tirios ni a troyanos? (Es bravo caso, a fe mía / y que atención se merece, como diría el vate pucelano.)

Para salir de aquel atolladero, el Reverendo Padre don Romualdo presentaría el caso a Su Ilustrísima, el Obispo-Prelado de Cantabria, un viejo amigo suyo de la infancia (pese al rango dispar en el presente), por ser del mismo pueblo naturales. Y si el señor obispo dirimía favorable a que el viejo Timoteo fuese en terreno sacro sepultado, entonces santo y bueno, macareno; que así se acallarían los escrúpulos y él tendría tranquila su conciencia. Que si era de inclinar a Su Ilustrísima hacia la solución más conveniente, habría que indicarle que el finado era un hombre cabal, bueno y honrado, temeroso de Dios donde los haya, de comunión frecuente, buen carácter, muy respetuoso con los superiores, afable y servicial con sus iguales, sin que faltase a nadie en caso alguno. Aunque acaso por ello justamente habría sucumbido a la asechanza del espíritu malo, que hostigaba con más saña a los seres más virtuosos, como a Cristo en el árido desierto, o a San Antonio Abad en la Tebaida... Pero, puesto que son inescrutables los designios de Dios, era muy fácil que en el crucial instante de su tránsito se hubiese arrepentido de su falta; que tiende Dios senderos luminosos para que el pecador torne al aprisco... Luego estaban los pingües beneficios en favor de la Iglesia-nuestra-madre, debidos a las misas funerales que habrían de aplicar las buenas gentes por el descanso eterno de Calonge, en toda la comarca campurriana.

En tanto se aguardaba que el obispo resolviera por fin aquel asunto con la celeridad digna del caso (no fuera a ser que el fiambre del finado expeliese no olor de santidad sino efluvios de fétida progenie) volvería de súbito al asilo Sinforoso Tendilla, amigo y albacea del difunto, pues ambos compartían el cubículo, por lo que el tal Tendilla conocía sus zozobras y tétricos augurios. ¿Dónde estaba su amigo Timoteo? -preguntaría al detectar su ausencia-. Si de cuerpo presente se encontraba, ¿cómo es que estaba ausente? ¡Eironeia! ¿No podría ir a verlo? No, por cierto. Cuando alguien fallecía en el asilo, se trasladaba el bodi del finado a un lugar donde gentes no lo viesen, porque la sensatez aconsejaba ocultar el cadáver a los viejos para evitarles crisis depresivas.

Sinforoso Tendilla sentiría la muerte de su amigo Timoteo como un mal golpe y una mala pérdida; mas lo que más le había de afectar sería aquella especie maliciosa según la cual su amigo y compañero habría dimitido de la vida por propia voluntad; ¡no era posible! Porque el manco Tendilla era creyente, bestialmente creyente si se quiere, y eso es cosa que espanta sobre todo a los profesionales de la fe y funcionarios de la religión. ¡Pues iría él a hablar con don Romualdo! ¿No comprendía, Padre, por favor, que era incapaz su amigo Timoteo de cometer tamaño disparate? Hijo, confía en el señor obispo, que él resolverá el caso sabiamente. Pero el señor obispo, como humano, podía equivocarse como todos. Y el solo riesgo de que a Timoteo se le enterrase fuera de sagrado le erizaba su escasa cabellera. ¡Este manco de mierda! -pensaría el reverendo padre don Romualdo, transido de explicable indignación ante tanto canguelo escatológico-. ¡Encima sospechaba del Carloto como autor de la muerte de Calonge! ¿Cómo admitir tamaño desvarío? Mejor dejar las cosas como estaban y ver en qué acababa el embolado, que meterse en camisa de once varas y andar en vanas averiguaciones que no acarrearían más que líos.

Tal y como rezaba en su lugar la última voluntad de Timoteo, (trazada con esmero y buena letra por el manco Tendilla, su albacea), sería puntualmente puesto al tanto del acontecimiento necrológico su vástago Felipe el ferroviario, el cual acudiría al llamamiento con la celeridad que le brindaban los convoyes, raíles y traviesas de los ferrocaminos de la Renfe, superiores en lujo y rapidez a los del Camerún o de Nigeria... ¿Don Felipe Calonge? Buenos días. Es aquí, del asilo de Reinosa, para comunicarle que su padre acaba de morir cristianamente. El sepelio es mañana por la tarde -serían más o menos las palabras con que el portero de la Residencia, por encargo del páter don Romualdo, informara del óbito a Felipe, en urgente llamada telefónica, sin demora y a cobro revertido, una vez recibida la dispensa del ilustre prelado cantabreño, por la que el "monseñor" autorizaba a inhumar en sagrado a Timoteo.

¿Quién iba a figurarse, ¡cagüendiez!, que aquel pasado día veinticuatro del frío enero en la estación de Baños, con la entrega del nuevo kilométrico, sería la postrera coyuntura en que había de verse con su padre? -pensaría Felipe el ferroviario al tiempo que mirase contristado el frío y yerto cuerpo del anciano... Una extraña zozobra agitaría el mar de los recuerdos de Felipe. Dueño ya de la hacienda de su padre, pendiente de una mano la chapela, se inclinaría el hombre respetuoso ante el rígido rostro del yacente para sellar con labios temblorosos su último adiós en la rugosa frente, al tiempo que, con gesto delicado, tocase la cabeza del finado con la boina acabada de heredar; y echándose hacia atrás sobre sus pasos, contemplaría al muerto unos instantes.

¡Hombre..., ya estaba claro..., exactamente! No era sino su padre aquel anciano a quien viera Felipe aquella tarde de alegre y claro sol de primavera, sentado sobre un banco, en el andén de la estación del Campo del Sepulcro -la negra bota sobre las rodillas, chapela-a-medio-lao, chaqueta al hombro-, cuando, de pie sobre la plataforma del tren en que saliera de maniobras, mirase hacia lo lejos un momento en que se detenía el mercancías. Juraría que aquel hombre es mi padre -recordaría haberlo comentado.

Populosa sería la asistencia al entierro del viejo Timoteo, pese a la discreción que en tales casos deseaba mantener la Residencia. Celebrado el sepelio de Calonge en propio camposanto del asilo, Sinforoso Tendilla lograría hacer llegar a manos de Felipe su furtiva misiva encareciéndole mirase atentamente el testamento y, en especial, la parca coletilla que daba colofón a aquel escrito, según el cual podía colegirse no haber sido de muerte natural de lo que habría el viejo fallecido... ¿Habría, según eso, un asesino? Carloto + puñaal + Timoteo... ¿Quien era el tal Carloto? -inquiriría el ferroviario al oído de Tendilla-. Si se iban mano a mano a algún lugar donde gentes molestas no les vieren, él se lo contaría cabalmente.

Carloto Calomarde y otras hierbas, antiguo conocido de Calonge, habíase casado con la Leandra, pródiga en dote y en templadas carnes, mujer que no engendraba descendencia ni pasados siete años del casorio. Ansiosa, sin embargo, la Leandra por fecundar su vientre a toda costa, diz que acudió a Calonge sin ambages en demanda de colaboración, quien no se la negó, ¡buen caballero! La cosa fue discreta al parecer; mas no faltaron Argos vigilantes cuyos múltiples ojos algo viesen. El resultado fue que la individua alumbró una graciosa churumbela (igualita a su madre, comentaban, unos de buena fe y otros con sorna). Maldita fue la gracia que al Carloto le hizo, puesto que hubiera preferido un vástago varón por heredero. (¡La noche sin dormir, y parir hija!, que dijo el veterano de Bailén cuando la soberana repolluda echó al mundo a su homónima la Chata.) Entre eso y el runrún de cornamenta que andaba en solfa en bocas lenguaraces y zumbaba en los oídos del Carloto, éste juró vengarse de Calonge -¡por éstas, cagüensós, que me las paga!-, más tarde o más temprano, ¡pero fijo! Para colmo de males, la mozuela se iría de pilingui a La Palanca (egregio y rancio emporio meretricio en la brumosa villa del Nervión), tras haber resultado deshonrada (u honrada, chi lo sa, según se mire) por un militarote de posguerra. ¡Si la pillo, la mato; como hay Dios! -bramaba blasfemático el Carloto con bufidos de padre justiciero-. Tengo pa' mí que nuestra hija ha muerto -decía resignada la Leandra-. Muerta o no muerta, el caso es que la moza prosperaría en la ancestral carrera como para instalar su domicilio social en lenocinios de alto bordo. (Pero ésa es otra historia, doña Honoria.) Viudo ya de su Leandra el tal Carloto y en edad de retiro a buen recaudo, recaló en el asilo de Reinosa buscando a su vejez cómodo abrigo. ¡Oh infaustos avatares del destino!: allá iría a parar, pasado un tiempo, el viejo Timoteo. ¡carambola!, por malos de sus culpas y pecados.

Como el manco Tendilla recelase del Carloto, debido a su actitud visiblemente hostil hacia Calonge, tiró a éste de la lengua hasta lograr que acabara contándole esa historia cierta noche en la pieza compartida, llena la negra bota de morapio, con cuyos tragos daba el narrador abono y combustible a su relato.

Para el manco Tendilla, no cabía la más mínima duda de que el réprobo y criminal Carloto Calomarde hubiese sido el envenenador del vino de la bota de su amigo, aprovechando justo aquella noche en que él se hallaba ausente del asilo. Visto lo cual, Felipe el ferroviario se vería en el duro compromiso de levantar la liebre, ¡cagüendíez! Mas ¿dónde estaba el cuerpo del delito? -preguntaría al manco Sinforoso, buscando así motivos suficientes para que su denuncia prosperase-. La bota estaba llena, o casi llena (según el testimonio de las monjas) en el momento de morir su padre -contestaría el manco in continenti, pues tenía madera de sabueso-. ¿Qué ver tenía eso? -inquiriría Felipe el ferroviario nuevamente-. ¿Que qué ver que tenía? ¡Muy sencillo! -replicaría al punto Sinforoso-. ¿No era su padre un hombre de principios? ¿Y uno de sus más sólidos principios no era acaso el respeto más devoto al venerable néctar de la viña, liquor pulcherrimusque sanguis Domini? Pues siendo así, como sin duda lo era, ¿cómo pensar que el bueno de Calonge fuese a verter el tósigo letal sobre líquido tan justipreciado? Porque su buen amigo acostumbraba llenar el odrecillo cada noche e irlo vaciando hasta la luz del alba a medida que el sueño le dejaba. Caso de haberle el diablo conducido a cometer tamaño desafuero, jamás su camarada Timoteo habría dimitido de la vida sabiendo que dejaba tras de sí media azumbre de tinto sin beber. En fín, ¿qué decir más? ¿No estaba claro? ¿Por qué andarse con tanta reticencia? Mejor que se dejara ya de escrúpulos y denunciara al pérfido Carloto. Porque si había Dios allá en el cielo y un poco de justicia acá en la tierra, no habría de quedar el caso impune, si bien, como decía aquel refrán, a Dios rogando y con el mazo dando...

Al cabo de dos días, el Carloto sería requerido en Dirección, donde le reclamaba la Pareja... ¿La Pareja? ¿Quien era esa pareja? ¡Coño, quién iba a ser: pues la Pareja! (Pareja, como madre, no hay más que una.) No era ni Romeo y Julieta, ni Adán y Eva, ni Teseo y Ariadna, ni Jasón y Medea, ni Teágenes y Cariclea, ni Calisto y Melibea, ni Acis y Galatea, ni Donquijote y Dulcinea, ni Hermann y Dorothea, ni Dante y Beatrice, ni Petrarca y Laura, ni Boccaccio y Fiammetta, ni Orlando y Angélica, ni el Padre Fulgencio y la Monja de las llagas, ni Antonio Pérez y Doñana de Éboli, ni Héctor y Aquiles, ni Indíbil y Mandonio, ni Antonio y Cleopatra, ni Ramón y Cajal, ni Reinaldo y Bradamante, ni Hänsel y Gretel, ni Dafnis y Cloe, ni Gabriel y Galán, ni María Guerrero y Nando Díaz de Mendoza, como tampoco Ifis y Anaxárete, ni Pablo y Virginia, ni Píramo y Tisbe, ni Loreto Prado y Enrique Chicote, ni Tristán e Isolda, ni Gabriel Celaya y Amparitxu, ni Lohengrin y Elsa von Brabant, ni Plaza & Janés, ni Zerlina y Masetto, ni Donjuantenorio y Doñainesdeulloa, ni Donluismejía y Doñanaselean-toja, ni Amadís y Oriana, ni Convergencia i Uniò, ni Karenina y Vronski, ni Isabel y Fernando, ni Fermo y Lucía, ni Pi i Margall, ni Werther y Carlota, ni Buonaparte y Josephine, ni Trinidad y Tobago, ni Raffaello y la Fornarina, ni Ortega y Gasset, ni Pericles y Aspasia, ni Premeditación y Alevosía, ni Cicerón y Catilina, ni Godoy el choricero y Marisa Parmesana, ni Pepe Rey y Charo Polentinos, ni Alfonso Onceno y Leonor de Guzmán, ni Alibabá y Loscuarentarroldanes, ni Ginger Rogers y Fred Astaire, ni Pero Luso y Doñainés de Castro, ni Luisquince y Mme. de Pompadour, ni Fausto y Marga-rita, ni Jesús y María, ni Mortadelo y Filemón, ni Falo Alberti y Mª Tigresa Leona, ni Bosnia y Hertze-govina, ni Larreina y Yo, ni Dido y Eneas, ni Urbi e Iturbi, ni Cánovas y Sagasta, ni Caperucitarroja y Loboferoz, ni Aladino y Almenara, ni la Antoinette y el conde sueco Fersin, ni Tamino y Pamina, ni Calila y Dimna, ni David y Goliat, ni Salomón y la Reina Sabea, ni Akhab y Jezabel, ni Judith y Holofernes, ni Juanramónpompón y su novia Zenobia, ni Paolo Malatesta y Frasquita da Riminifalda, ni Juampablo Sastre y Simona de Buenver, ni Diego Marsilla y Maribel Segura, ni Persiles y Segismunda, ni Justiniano y Teodora, ni Hero y Leandro, ni Gargantúa y Pantagruel, ni Eloísa y Abelardo, ni el papa Goyo Hildebrando y la condesa Matilde, y menos Vilanova i la Geltrudis, u otras parejas que en el mundo han sido, no menos dignas de tenerse en cuenta.

Era por excelencia la Pareja; era, en fín, la pareja benemérita, que vela el orden y el desmán fustiga, dispuesta a cumplir órdenes de arriba y a reprimir desórdenes de abajo, custodia del solar del poderoso para salvaguardar el bien común.

Poco rato después de ser llamado ante la benemérita pareja, colegas de ambos sexos del Carloto le verían salir por esa puerta, rumbo hacia algún destino presidiario, con un negro tricornio a cada lado. Forjaría tal éxodo la imagen de un demonio apresado entre dos cirios con los que exorcizar su maleficio. No faltaría alguna que otra anciana que sintiese la marcha del Carloto con lágrimas y humores extinguidos y sollozos de aliento sofocado. La mayor parte de ellos, sin embargo, sentiría un alivio manifiesto ante la marcha de su compañero, el cual tendría al fín su merecido (zapato a su medida, que se dice), porque se lo tenía muy creído y pretendía hacer todo a su antojo -¡allá va, ancha es Castilla y tira millas!-; que buena chulería se gastaba, como que algunas veces se atrevía a meter mano a alguna pobre vieja por debajo-la-falda ¡el muy putero!... De entre los circunstantes, un vejete (guasón, nacido en tierras del ¡olé!) pondríase a entonar por lo bajinis con voz que iría a coro condensándose hasta estallar en rápido alboroto:

¡Anda, jaleo, jaleo!

Ya se llevan al Carloto

por cargarse al Timoteo,

por cargarse al Timoteo...

 

VII

 

El reloj de la sala dio las doce, al tiempo que el anciano Timoteo se despertaba de un pesado sueño, no por breve menor en pesadumbre que otros sueños parejos de otras noches, en los últimos tiempos sobre todo. No era la sola vez que presenciaba, en los lóbregos antros de Morfeo, el fúnebre final de su existencia, sin ser el personaje esproncediano Félix de Montemar, ni ser su antecesor, aquel Lisando, estudiante también salmanticense; ni ser el caballero stendhaliano Norberto Sénecé (el cual asiste, en San Francesco a Ripa, a su propio oficio de difuntos); ni Donjuán de Mañara, el libertino salido de la pluma merimea; ni el zorrillesco capitán Montoya, don César Gil, a quien su autor aplica tales estrofas en la escena clave:

Don César con paso lento,

entre la turba mezclado,

dirigióse a un enlutado

que oraba en aquel momento.

"¿Quién es el muerto, sabéis

(dijo) a quién rezando están?"

Y él respondió: "El capitán

Montoya; ¿le conocéis?"[...]

Siguió la iglesia adelante,

y una capilla al cruzar,

vio un sepulcro preparar

entre otros varios vacante.

Y a un personaje que halló

de luto, y que parecía

que el trabajo dirigía,

el capitán se acercó.

"¿Para quién abren la hoya?"

(le dijo); y el enlutado

le contestó decontado:

"Para el capitán Montoya".

Mudósele la color

a don César; mas repuesta

su calma, al de la respuesta

volvió entre risa y furor...

Sin ser ninguno de esos personajes, ni otros de similares aventuras que honran y ornan la estirpe literaria, no por ello dejaba Timoteo de soñar con presagios ominosos; mas él en modo alguno se alteraba, ni los daba por signos agoreros; porque, aun no conociendo a Calderón, ni falta que le hacía, se decía lo mismo: que los sueños sueños son.

El reloj de la sala dio las doce. Timoteo -morral, bota, alpargatas, chapela-a-medio-lao, chaqueta al hombro- se fue desperezando lentamente, estirándose no sin precaución de no atizar a nadie un manotazo en su maniobra pandiculatoria (tan atestado estaba de cristianos el espacio aledaño al del anciano); levantó sus reales con aplomo, soltó un bostezo, se frotó los párpados, y en medio de la gente arrellanada sobre las duras losas de la sala apta para viajeros de tercera, fue colocando atento sus pisadas -que era como poner picas en Flandes-, no fuese a lastimar al personal, dispuesto a abandonar su larga estancia en la estación del Campo del Sepulcro.

 

 

 

 
 
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