Conversaciones de los sonidos
La Paella
José Molina Torres
Pimiento verde, pimiento rojo, tomate maduro, ajo, perejil, aceite, pollo, conejo, gambas, sepia, mejillones, azafrán, sal y arroz, son ingredientes para cocinar una de las muchísimas y sabrosísimas
variedades de paellas y arroces. Todos y cada uno de estos ingredientes, así como los que el cocinero quiera agregar, tienen en común días, semanas y meses de intensos cuidados, cariño y mimos; la codicia de los intermediarios que no tienen pudor a la hora de regatear con los productores los precios a la baja, ni mesura al colocarlos en el mercado. No os voy a dar ninguna receta, pero sí voy a compartir con quien quiera escucharla una de esas convesaciones que entre fuego y aromas se produce mientras se cocina una paella.
Cuando saco de la nevera la carne y el pescado, al tiempo que les voy retirando el envoltorio, me da la sensación de que poco a poco se desperezan hasta que se despiertan. Cuando bajo el grifo les lavo la cara a los tomates y pimientos, emocionados, me preguntan que a dónde vamos, yo les digo que de fiesta, y los tomates revoltosos, se ponen a corretear por la encimera. Mientras me afano con el mortero en conseguir una homogénea fusión de ajo y perejil, ellos protestan airados porque no comprenden mi empeño en conseguir un amor a golpe de maza. Pero sin duda alguna, el momento estelar de todo el preámbulo de los preparativos de la paella, es el instante en el que ceremoniosamente deposito la paellera sobre el fogón, ese leve sonido es como el de una suave campanada que anuncia el inicio de la fiesta. Enciendo las luces, y sobre la paellera comienza un majestuoso desfile de alimentos para convertirse en un exquisito manjar. El primero en desfilar es un silencioso y generoso chorro de aceite, que según se calienta va impregnando la cocina de un aroma verde, que a pausados golpes de castuañuela invita a todos los ingredientes a que vayan desfilando. Cuandog el aceite adquiere el color dorado y el olfato avisa de que ya está listo, como si de una piscina se tratara, la carne se zambulle en el aceite hirviendo y se queja del exceso de calor; pero pasados unos segundos comienza a sentirse feliz y su canturreo se adueña de la cocina.
El pescado apenas protesta cuando se une a la fiesta y pronto el canto se hace más armonioso y pausado. El pimiento y el tomate visten de color la fiesta.
El machado de ajo y perejil embadurnan todos los ingredientes al tiempo que esa maravillosa mezcla de aromas se dispersa por toda la casa.
Cuando ya todos los alimentos han adquirido su punto de cocción, es el momento en el que el agua corre alegre por la tubería para quedar atrapada en un recipiente y finalmente caer a la paellera y durante unos instantes cesar los cantos de los ingredientes. Es entonces el momento de dar el punto exacto de sal y de incorporar el azafrán para teñir de amarillo el conjunto.
Cuando el agua comienza a burbujear y los alimentos vuelven a entonar su melodía, llega el momento cumbre y estelar, en el que el arroz, como si de un dios se tratara, se esparce en forma de lluvia sobre la paellera y de nuevo se produce un respetuoso silencio , y pasados unos minutos vuelven a emerger las burbujas. Y mientras se cuece el arroz se inicia una animada conversación:
El aceite les cuenta que procede de algunos de los extensos olivares de Jaén, donde permanece casi todo el año en la más inmensa soledad hasta que, en una fria mañana de invierno, aparecen unas extrañas máquinas para arrancar las aceitunas de los olivos y transportarlas a las almazaras donde las convierten en un aromático aceite.
El pollo y el conejo, cuentan que vienen de grandes y sofisticadas granjas en las que, en tan solo unos meses, consiguen engordarlos. Lo que a ellos no les han contado es que en otro tiempo vivían en corrales y campos, que jugaban con niños y que su promedio de vida era más largo.
Las gambas dicen que han llegado desde Huelva.
La sepia desde las aguas del Mediterráneo.
Los mejillones desde las Rias Baixas.
Pero todos coinciden en que son sorprendidos y atrapados por la noche en las embrabecidas aguas de los océanos.
El tomate y el pimiento, les dicen que vienen de los invernaderos de Almería, que son bancales con una estructura metálica recubierta de plástico que provocan un calor asfixiante y que acelera el proceso de maduración. Los ajos comentan que vienen de las Pedroñeras, un pueblo manchego que sobrevive gracias a ellos. El arroz les explica que vienen de las Marismas del Guadalquivir o de los campos valencianos……
Mientras ellos prosiguen enfrascados en su animada conversación, yo me tomo una cerveza o un vermouth y me siento a escuchar sus historias. Y no puedo evitar que mi memoria me transporte a los arroces de mi infancia. Recuerdo que si alguna visita se presentaba en casa a media mañana, mi madre, con su desparpajo y generosidad, les animaba a quedarse a comer. Cuando queríamos darnos cuenta, aparecía con una pícara sonrisa y con un conejo o un pollo bajo el brazo, y con habilidosa maestría lo mataba, y se iniciaban los vertiginosos preparativos para improvisar un arroz.
Mientras tanto, mi padre encendía la lumbre al tiempo que mi madre le decía: “Niño, trame unos tomatillos maduros y un pimientillo”. Y yo me sentaba en una silla delante de la lumbre a observar todo el trajín. Y así fue como aprendí a interpretar las conversaciones de los arroces.
Cuando quiero darme cuenta, mi bebida llega a su fin, la conversación de mi paella se va apagando hasta quedar en un suave susurro, y es el momento en el que la retiro del fuego y con un trapo la cubro para que se duerma unos minutos antes de llevarla a la mesa, para que con tenedor o cuchara (que sobre esto también hay liturgia) comenzar el placer inenarrable de deleitarme en su degustación.