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  El Balón de Más Aire (María Jesús Sánchez Oliva)
 

 

 

El Balón de Más Aire

(Relato incluido en el libro titulado Letanías).

María Jesús Sánchez Oliva

Al cabo de tres meses de jubilado, Melquiades, alias don Balón, hombre bien conservado, arrogante como pocos, manco de la mano derecha, exconserje de un banco donde entró de botones, ascendió a ordenanza y llegó a conserje, según él por cumplidor, según los empleados por pelota, según el director por compromiso... ya había perdido la esperanza de ser homenajeado como mandan los cánones. Que pasaran del tema los ordenanzas, lo entendía en parte. "Para mí no os molestéis en organizarme nada", les había dicho la víspera, cuando éstos se lo propusieron sin otro deseo que el de quedar bien y gastar poco. "Esas cosas me saben a pan prestado. Si vosotros me rendís honores, yo os tengo que despedir con amores. Y lo más desengañado es que cada cual se quede con lo suyo. Pero si lo dice el mandamás... ya sabéis: las órdenes, son órdenes". Y los muy astutos se habían enojado con él, Le tenían tanta envidia por haber sido siempre su ojito derecho que a buen seguro habrían pasado todos por el despacho con el cuento. Que hicieran lo mismo los demás empleados, también podía aceptarlo. "Perdonad que no celebre la despedida", les había dicho el último día. "Quien da uno, tiene que recibir dos. Y yo no quiero poneros en el compromiso de tener que multiplicar por mí. Pero si el mandamás dice de hacerme algo, estoy a vuestra disposición, esas... son ya cosas de fuerza mayor". Y los muy puñeteros se habrían vengado de él, le tenían tanta manía porque sus pies y su mano habían sido sólo para él que, a buen seguro, todos le habrían puesto pegas, disculpas, pretextos, para que a fuerza de darle largas al asunto, acabara por consumirse en el rescoldo del olvido. Pero el silencio de don Mariano, su querido director, le traía de cabeza. "Ya sabe que aunque me vaya puede contar conmigo", le había dicho entre servicial y compungido cuando fue a decirle adiós. "Y el día de... tendré mucho gusto en tomar una copa con usted". Pero don Mariano parecía no haberse enterado de que se refería al día del homenaje.

--¡Baja del burro, hombre de Dios! -le decía su esposa cuando le veía rumiar el asunto- Tu don Mariano del alma hace contigo lo que yo con los limones: los lavo, los seco, los enfrío... porque me vienen de perlas en la cocina, y cuando ya los he exprimido, ¡hale, al cubo de la basura!

Y Melquiades enrojecía de ira.

--¡Imposible, mujer, eso es imposible! Si don Mariano da órdenes para que se les organice el homenaje a todos los empleados, si es el único que no ha faltado jamás a ninguno, si es el primero en apuntarse a la cena y en dar para el regalo, ¿por qué no va a hacerlo conmigo? Precisamente conmigo, conmigo que he sido siempre el bailarín que bailaba al son de su flauta. "¡Vete al estanco, Melquiades, y tráeme tabaco para la pipa!", decía todas las mañanas, y Melquiades salía como una bala aunque la cola del público llegara a la calle. Conmigo que he sido su sol y su sombra, su mejor, su único mayordomo. Yo era quien le limpiaba el polvo del sillón todos los días para que no se le manchara el traje, quien le ventilaba el despacho cada media hora para que respirara bien, quien le ataba los cordones de los zapatos para que no se los pisara, quien le

enchufaba la estufa para que no se le enfriaran los pies, quien le retocaba el nudo de la corbata al entrar en las reuniones para que fuera el mejor compuesto, quien le colgaba el sombrero, quien le descolgaba el abrigo, quien le llevaba la prensa, quien le ponía al tanto de las idas y venidas del personal, quien le encendía la luz, quien le abría el retrete, el despacho, el coche... quien con ganas o sin ellas, por deber o por devoción, sin prisa o con ella, a todo le decía: "¡sí, señor!". Conmigo que, a fuerza de ver malas caras por luchar a brazo partido para que no me pillara en ningún renuncio, fui ante sus ojos el empleado ideal, el empleado perfecto… el que tuvo siempre la cautela de esconder el bocadillo y ponerse a meter cartas en sobres como una máquina en cuanto él asomaba las narices, el que jamás salía del banco antes que él aunque tuviera que hacer más horas que un reloj, el que esperaba todas las mañanas en el vestíbulo hasta que entraba él para que viera que había llegado de los primeros, el que sólo se escaqueaba para tomar café cuando él estaba ausente, el que todos los años cogía las vacaciones cuando él para no privarlo de su asistencia, el que cada navidad le felicitaba las fiestas con un pavo aunque tuviera que quitárselo a los suyos de la mesa, el que no permitía que ni su secretaria le tomara un recado, el que desoía los timbres de todos los departamentos por hablar con sus visitas, el que por atenderlo a él no tenía tiempo ni para el subdirector... Fui, antes que nada, por encima de todo, la pelota, ¿qué digo la pelota?, el balón que rodó a gusto de sus puntapiés, y no merezco que me pague con semejante patada. ¡No, Pilar, no, claro que no! Espera y ya verás como más tarde o más temprano cumple conmigo don Mariano.

Pero Pilar sabía que las hojas de aquella esperanza se le habían desprendido ya del árbol del almanaque, y lo que era más triste todavía: estaba segura de que cuando la esperanza se moría, lo cristiano era enterrar el deseo.

Pero una mañana de sábado, ¡qué sorpresa!, sonó por fin el teléfono.

--¡Hola, Melquiades!, ¿cómo está? -preguntó el subdirector la mar de cortés, como si sólo hubiera transcurrido un fin de semana- Le llamo para que esta noche vaya con su esposa al mesón de los Cencerros. Queremos darle... ya sabe, el homenaje.

Y a la vez que hablaba, pensaba con sorna: La cencerrada, ¡pelota!, la cencerrada es lo que quiero darte.

--¡Gracias, don Anselmo, gracias! -respondió el exconserje alborozado, intentando saber algo- Ya sabe que esas cosas me revientan, pero si es una orden de don Mariano, habrá que reventar. ¡Qué le vamos hacer! Quien manda... manda.

¡Claro que vas a reventar, ¡pelota!, pero no de gusto, de disgusto!, se dijo para sí el subdirector. Tu querido don Mariano ni ha mentado el homenaje, se le ve andar tan feliz de no encontrarse tu mano parándole en seco para atarle los zapatos, tan a gusto de sentarse en el despacho sin miedo a las corrientes de tus ventilaciones, tan satisfecho de salir del retrete sin sacarte pegado al trasero... que todos hemos entendido que quedó de ti hasta más arriba del sombrero. Y si te lo he organizado yo es porque me consta que él no va a asomar las narices por los Cencerros. Pero no me metas los dedos en la boca, ¡pajarraco!, que no pienso vomitarte nada.

Y en voz alta, le espetó:

--No importa de donde venga el aire, queridísimo Melquiades, lo que importa es que el agua que trae riegue por igual a zarzas y a robles. Ya sabe: en el campo todos son árboles.

Pero no todos dan la misma sombra, pensó el exconserje antes de replicar con tan mal disimulada hipocresía que se le vio el plumero.

--¡Sí, don Anselmo, sí! Ya sé que todos son compañeros, y como compañero se lo agradezco a todos, pero... ¡dígame!, ¿a qué hora llegará don Mariano? Ya sabe usted que los ordenanzas nunca tienen el detalle de adelantarse para abrirle la puerta del coche, y si él va a cumplir conmigo, yo debo cumplir con él.

--Bueno, Melquiades, tengo prisa, -se disculpó el subdirector para esquivar la pregunta- Me está esperando en el recibidor un cliente para tomar café. Usted vaya a las diez, allí nos veremos. ¡Adiós, adiós! ¡Hasta luego!

Y cada cual colgó su teléfono. Don Anselmo orgulloso de haber dado en el clavo. Por fin, esta noche, en tan sólo unas horas, voy a hacerle pagar a este pelota todas las puyas que le ha metido a mi cargo a lo largo y a lo ancho de tantos años, pensó mientras encendía un puro de medio metro para celebrar el éxito de antemano. Melquiades a punto de estallar de satisfacción. Está visto que don Mariano me está agradecido, que me echa de menos, pero como al cuero hay que seguir dándole vaselina para que no se aje, tendré que ir con un ramo de rosas para su señora, pensó mientras reclamaba a su mujer para darle la gran noticia y hartarla de malpensada.

Una hora antes de la cita, Pilar y Melquiades, entraron en los Cencerros.

--Llegar los últimos será falta de respeto, -comentó ella al encontrarse el mesón vacío- pero llegar los primeros es sobra de jeta. ¡Qué bochorno, ¡¡por Dios!!, qué bochorno!

--Tú estás loca, completamente loca ¿Cómo se te ocurre llamar jeta a un cumplidor de pies a cabeza como yo? No sabes lo que dices. Quien viene a homenajearme no es un juanlanas, es un pez gordo. Y qué pensarán las sardas de mí si cuando llegue no estoy aquí para descamarlo de guantes y de bastón... -replicó él mientras se acomodaba junto a la chimenea con la clara intención de ver llegar el coche de don Mariano a través de la ventana que le quedaba enfrente.

Pues que por muchas redes que tires, pensó decir ella mientras dejaba las rosas en una silla alejada del fuego para que las llamas no les ajaran los pétalos, el pez gordo jamás pica el anzuelo. Pero el mesonero le impidió transformar el pensamiento en palabras.

--¡Buenas noches!, ¿qué desean tomar los señores? -preguntó con la cortesía de quien estrena clientes.

--Yo un zumo, un zumo de naranja. -pidió ella- Hace tanto calor...

--Yo nada, nada absolutamente. -añadió él- Soy el homenajeado de esta noche y don Mariano habrá encargado en mi honor una cena tan opípara que no debo llenar el estómago antes de tiempo. ¿Me entiende? No es por no gastar, es por no hacerle el desprecio. Y si empiezo a picar...

Y el mesonero ahuecó el ala despavorido.

--Disculpe, don Anselmo, disculpe, creo que he metido la pata. -dijo a través del teléfono- Usted ¿qué me ha encargado, un vino o un banquete? Tengo aquí al homenajeado y el hombre piensa ponerse las botas a costa de un tal don Mariano.

--Ni caso, Pascual, no le haga ni caso. -dijo don Anselmo después de desgranar una piña de carcajadas-. Ese homenajeado ha sido el balón de más aire que ha rodado por el banco y el homenaje no es otra cosa que un pinchazo para que se desinfle de una vez. ¡Por cierto!, cuando yo llegue le daré un sobre a escondidas, cuando él salga, se lo da, pero dígale que llegó en el correo. Y si puede usted, para que la explosión sea más sonora, ya sabe: dele más aire.

El mesonero, hombre tan flemático como guasón, dispuso la bandeja y les llevó el servicio.

--Su zumo, señora; la tila es para usted, señor. ¡Tómesela a mi salud! Es una vieja costumbre de la casa para templar los nervios de los homenajeados.

Avanzaban las agujas del reloj y seguían solos en el mesón. Éste no es el pomposo hotel donde hacen todos los homenajes, ni hay músicos para el baile, ni huele a cochinillo, ni se ve ni se oye trajín de manteles, de platos, de velas... pensaba Pilar a la vez que imploraba.

--¡Vámonos, Melquiades, vámonos de aquí! Todo esto me huele a chamusquina. ¿No te das cuenta qué...?

Pero Melquiades le achacaba el olor a la lumbre y si alzaba las posaderas del asiento era para pegar la nariz al cristal de la ventana.

--¿De qué nube te has caído esta noche para abrir el mesón en tu día libre? -preguntó al mesonero un cliente de poca monta que entró derecho al mostrador.

--De una que zascandilea por el cielo de don Anselmo, tu vecinito de antes y mi vecino de ahora, -respondió el mesonero por lo bajo-. pero quédate y bebe gratis que hoy paga la banca. Ya verás qué calada le va a propinar a ese par de infelices...

Y fueron los únicos testigos del homenaje de don Balón.

--¡Malditas chispas! -profería Pilar entre dientes cada vez que el fuego crepitaba, y de un respingo cruzaba las piernas bajo la silla para no terminar con sus medias de seda agujereadas.

--¡Rasa la jarra! -ordenaba el cliente con desparpajo cada vez que echaba un trago, y el mesonero cumplía generosamente.

--¿Qué me habrá dado este tío, un sedante o una purga? -mascullaba Melquiades cada vez que entraba y salía del retrete poniendo de manifiesto que la tisana le había producido el efecto contrario.

Y los del homenaje no llegaban ni con sillas ni con albardas.

Por fin, cuando las lentas agujas del reloj de cerámica que presidía la chimenea rondaban las once, se abrió la puerta. Un pequeño racimo de caras conocidas se desgajó

por el local. Ni las damas llevaban galanes, ni los galanes llevaban damas, todos iban desemparejados, como para salir del paso. Pero Melquiades ni reparó en ellos ni respondió a sus saludos. Brincó de silla en silla para atrochar y alcanzó la puerta. Seguro que don Mariano venía en el coche que estaba aparcando, y tras él llegaría el banco en pleno. ¿Qué menos?

--¡Ole, ole! -vitoreó el cliente para premiar la agilidad de Melquiades mientras bailaba al son de sus propias palmas.

En los labios de cuantos acababan de llegar apareció una sonrisa con reaños de carcajada. Pilar, invisiblemente molesta, se ordenó el pelo con la mano, recogió las rosas y se acercó a ellos. Les preguntaría por la salud, por los niños, por el tiempo... en lo que entraba el jefe para darle el ramo a la señora.

--Buenas... buenas noches. -musitó don Balón de pie ante el lujoso automóvil, empezando lentamente a desinflarse.

--¡Buenas, muy buenas! -respondió don Anselmo feliz de verlo arrugarse- Disculpe el retraso. Hay tanto tráfico...

Y se metió a saludar a Pilar con sospechosa cortesía.

Melquiades, resistiéndose a guardarse la mano en el bolsillo, recorrió la calle de arriba abajo, miró tras una esquina, miró tras otra... y sólo cuando el alegre cliente empezó a gritarle desde la puerta "¡vamos, amigo, vamos que te dejan debajo de la mesa!" optó por entrar.

Al descubrir el comedor volvió a perder aire. Aquella sala nada tenía que ver con lo que él esperaba, con lo que era de razón, de costumbre en aquellos casos, según comentaban siempre los compañeros, porque lo que era él, como ninguno que se jubiló había sido director, nunca tuvo ocasión de asistir. Desde el centro parecía insultarle la única mesa que había, vestida con un simple mantel de papel, sin una triste

Silla, sin una alegre vela... Los camareros con pajarita ni se veían ni se echaban en falta. Sobre la mesa yacían descorchadas unas botellas de vino, y servidas unas bandejas de avellanas, de cacahuetes, de almendras: de frutos secos. El pequeño grupo se apiñaba alrededor. Todos, incluyendo a Pilar, parecían tener más ganas de acabar que de empezar. Pero él no tenía hambre, ni aunque la tuviera, lo suyo, lo cortés era esperar al mandamás. Y dando media vuelta se plantó en la puerta interior sin quitar los ojos de la exterior.

--¿Empezamos, Melquiades? -preguntó don Anselmo cogiendo una botella con ademán de llenar las copas- Estas delicias están diciendo "¡comedme!", y quien más y quien menos quiere meterles el diente.

--¡Un momento, por favor, disculpen un momento! -suplicó, imploró Melquiades- A ver si viene don Mariano, su señora, los demás compañeros...

Ya no vendrá nadie más, pensó replicar don Anselmo para que reventara de una vez. Los compañeros han dicho que venga el mandamás, y el mandamás se ha hecho el tonto, ¿qué digo el tonto?, el sordo, que es lo más elegante en estos casos. Pero optó por seguir pinchándole poco a poco, y para que todos le vieran perder aire mientras esperaba inútilmente la llegada de su queridísimo don Mariano, se interesó por el precio del florín holandés a través de la jefa del departamento de moneda extranjera pensando en sus próximas vacaciones.

--¡Ya decía yo que por donde tú pasas huele a dinero fresco!, -bromeó el jefe del departamento de préstamos hipotecarios.

Y roto el hielo, todos lo imitaron con bromas del mismo jaez.

--Pero abrid bien las napias, que cuando venga, vendré oliendo a diamantes. Voy por rebozarme en ellos de pies a cabeza, -añadió para darles coba don Anselmo. A

fin de cuentas estaban allí por él, no por Melquiades. Y tenía el deber de divertirlos.

--¡Oh, qué maravilla! -exclamaron las damas a coro, rezumando admiración- Lo que abriremos serán los dedos a ver si nos quedamos con el rebozado entre las uñas...

Pilar observaba en silencio. Las rosas le servían de visillos para ocultar la violencia que flameaba en sus mejillas. Aprovechando la algarabía de los demás, se retiró de la mesa, giró unos pasos en diagonal, y con total disimulo se acercó a su marido.

--¡Vamos!, ¿a qué esperas? -le preguntó, más con gestos que con palabras- Ya te he dicho que tu don Mariano del alma hace contigo lo que yo con los limones.

--Los lavas, los secas, los enfrías... -masculló don Balón desinflándose- porque te vienen de perlas en la cocina, y cuando ya los has exprimido, ¡hale, al cubo de la basura!

Y maltrecho, con la mitad de aire en su interior, regresó con ella.

--Si ustedes quieren, empezamos a cenar. Todo será que cuando llegue don Mariano tenga que pedirle...

--¡Queremos!, -le cortó don Anselmo, y sirvió el vino.

Más que la cena de un homenaje, aquello parecía el tentempié de un funeral. El homenajeado, con la copa de vino en la mano, iba y venía de la mesa a la puerta, triste, nervioso, pensativo... a todas luces más pendiente de los ausentes que de los presentes. Cuando llegaba a la mesa los miraba a todos de reojo; cuando llegaba a la puerta mojaba los labios para hacer tiempo. Las bandejas desplegaban ágiles las alas para volar de mano en mano hasta que, libres de los "manjares", volvían a posarse sobre la mesa. Pilar, ocultando un gesto de desprecio, pillaba al vuelo un puñado de piñones y los engullía uno a uno, masticándolos despacio, como con asco, como sin dientes...

en parte para evitarse el apuro de verse inactiva, en parte para no verse en el compromiso de tener que volver a coger algo. El organizador, ora tras un puñado de pistachos, ora tras uno de nueces, ocultaba su sonrisa. Sólo el cliente entraba de vez en cuando y danzaba por doquier.

--¡Miren los pi, miren los pi, miren los piii... pies de ese hommm... hombre! -decía trabajosamente aludiendo al subdirector, que calzaba un cuarenta y ocho- ¡Miren, miren! Necesita intermitencias para doblar las esquinas. ¿Quieren que se las ponga? ¡Vamos, vamos! ¡Quítese los zapatos!

Y mientras que los demás explotaban en sonoras carcajadas, Melquiades bufaba, Pilar suspiraba, y don Anselmo se desvivía por quitar los pies de la vista de aquel moscardón cuya borrachera lo había elevado a la categoría de principal payaso del circo.

--Mesonero, por favor, ¿quiere traernos una botella de champán? -solicitó Melquiades en tono de desgana, a instancias de un guiño que inspiró el orgullo a Pilar.

--Sí... claro que quiero, -respondió el mesonero con toda su cachaza- Pero tienen que esperar a que se enfríe. Como don Anselmo me dijo que aperitizara tanto la cena...

--¡No, por Dios, no se moleste! -terció el subdirector- Ya es tarde, y todos tenemos prisa. ¿Verdad? -preguntó al grupo, que asintió con la cabeza- Pero se lo agradecemos igual, Melquiades, como le agradecemos su trabajo en el banco. Y para que conste, aquí tiene: nuestro regalo, su regalo.

Al verse indultado de aquel gasto, don Balón recuperó unas partículas de aire. ¿Para qué diablos le servía a él invertir en champán sin estar don Mariano? Y con aquella mano que le servía por dos, abrió una sencilla caja cuadrada. Sus excompañeros desviaron los ojos. En el fondo les resultaba violento. Su esposa no se atrevió a

Mirar. Seguro que los muy estúpidos le habían puesto carbón, como los Reyes Magos a los niños malos. Sólo don Anselmo tuvo valor para ver cómo se le escapaba el aire recuperado y algo más al comprobar que el obsequio no era ni un trofeo de oro ni una medalla de plata, sino un corriente y moliente reloj de bolsillo.

--Gracias a todos, gracias, lo llevaré siempre de recuerdo. -balbuceó Melquiades. Y desinflándose, pensaba: seguro que don Mariano no es sabedor de la birria que me han comprado.

Los empleados fingían repentinos ataques de tos para salir del trance sin tener que hablar; la esposa necesitaba deshojar las rosas para no desgranar los improperios que se le venían a la boca; el subdirector era el único que no se cansaba de repetir: "De nada, de nada, de nada..." en nombre de todos. Y el alegre cliente, interpretando que el homenajeado lloraba de emoción, clausuró el homenaje con un aplauso tan efusivo, tan escandaloso y tan prolongado, que para evitar discordias con los vecinos, el mesonero tuvo que sacudirse la flema y empezar a apagar luces con toda destreza.

Ya en casa, Melquiades se desplomó entre los brazos del sillón, se cambió las gafas de lejos por las de cerca y empezó a abrir un sobre azul.

--Este mensaje es de don Mariano, Pilar, estoy seguro, ¿qué digo seguro? Segurísimo. Ya verás como me cita para rendirme un homenaje en su casa y condecorarme a solas con razón a mis méritos. ¡Sí, claro que sí! Por eso el mesonero me lo dio con tanto misterio.

--Puede ser, puede ser... Melquiades. Pero por nuestros hijos, no nos dejes más navidades sin pavo, que si no nos los colocó antes, ahora ya ni pensarlo. -suplicó ella mientras ponía en un jarrón rasado de agua las rosas que conservaban intactos todos sus pétalos.

--Tranquila, mujer, tranquila, se acabaron las navidades sin pavo. -aseguró él perdiendo de una sola explosión el poco aire que le quedaba dentro- ¡Ten, ten, lee lo que pone aquí! Por lo visto nosotros nos los hemos estado quitando de la boca y a don Mariano le han estado haciendo daño.

Pilar se adueñó de la octavilla de papel, y acercándose a la lámpara de mesa, leyó en silencio:

"Para el balón de más aire, en la fiesta de su jubilación, muchas, muchas patadas".

Y al igual que su marido, vio tras aquellas líneas anónimas la mano del director del banco. Indignada rasgó la nota. Ya decía yo que tu don Mariano del alma hacía contigo lo que yo con los limones: los lavo, los seco, los enfrío... iba a repetirle, a recordarle. Pero al verlo tan arrugado, tan agujereado, tan inmóvil... sintió lástima e intentó parchearlo y darle aire.

--Esta patada en activo habría sido para quedarte más cojo que manco, pero en pasivo es un pinchazo de risa; además, nuestras amistades no tienen por qué enterarse. Tú di en el bar que el reloj es de oro, yo diré en la peluquería que las rosas me las dio el director. Y ya verás como a todos se les cae la baba de envidia cuando sepan que por tu buen expediente te han hecho un homenaje por todo lo alto.

 

 

 

 

 
 
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