En aquel viaje a Turquía, visitamos como todos los turistas el Gran Mercado de Estambul, famoso por sus gentes y callejuelas teñidas con un alo de misterio que envuelve a todo lo relacionado con Oriente. Aquella extraña mezcla de ambientes, que todos juntos formaban uno solo, provocaba en nosotros una curiosidad y admiración que nunca habíamos sentido. Los pájaros multicolores, que escandalosamente revoloteaban escasos metros sobre nuestras cabezas, producían un sinfín de sombras que ayudaban a confundirnos todavía más en aquel mar de gente. Todo a nuestro alrededor era un griterío mortal. Nos paramos delante de una tienda oscura y de la que salía un fuerte olor a incienso. No se si tal vez empujados por los cientos de turistas y mercaderes que allí estaban, o quizá por la curiosidad que aquella tienda oscura despertó en nosotros, lo bien cierto es que mis compañeros de viaje y quien esto escribe, entramos en ella al tiempo que sentí como un escalofrío recorrió mi espalda, erizando el vello de mi cuello.
La tienda, sucia y desastrada, no tenía ventanas. El aire, caliente y viciado, nos hería al respirar. Pasaron unos minutos hasta que nuestros ojos se acostumbraron a la oscuridad de aquel extraño bazar ganado a la roca a golpe de pico, y que apenas contaba con cuatro metros de largo por otros tantos de ancho. La baja altura del techo, no sobrepasaría el metro con ochenta centímetros, me obligaba a inclinarme hacia delante. Montones de cachibaches metálicos que la oscuridad no me dejaba diferenciar se amontonaban a ambos lados de la puerta. En las paredes, sucias y grasientas, estanterías de madera, dobladas por el peso de los trastos que soportaban, recortaban el espacio que quedaba entre la pared y una mesa cuadrada llena de viejos libros cubiertos de polvo.
Cuando me disponía a salir escuché un ruido. Instintivamente giré la cabeza. En un rincón, un hombre pequeño, apenas mediría un metro con cuarenta centímetros, y con el pelo encanecido me miraba. Sus ojos, negros y profundos estaban clavados en los míos. A pasos lentos, el anciano se acercó hasta mí con una taza humeante entre las manos que levantó hasta mi pecho. En un principio decliné su ofrecimiento pero su sonrisa, a pesar de su negro aspecto, acabó por convencerme. Apuré el brebage de un sorbo sintiendo como ardían mis entrañas a medida que el líquido se perdía en mi garganta. La tos se apoderó de mí y la taza cayó de mis manos. Durante unos segundos la cueva pareció arder entre un extraño humo azul, pero inmediatamente todo volvió a la normalidad. El anciano seguía estando ante mí, sonriendo.
Al salir de la tienda mis oídos empezaron a zumbar a la vez que un fuerte dolor de cabeza me martilleaba sin piedad. No le comenté a nadie ni lo ocurrido con el extraño humo azul ni mi malestar. Pensé que todo era debido al cansancio del viaje y que aquel humo lo vi por algún efecto óptico a causa de la escasa luz en el local. A medida que nos alejábamos del lugar fui encontrándome mejor y francamente al poco rato apenas ya recordaba lo ocurrido en aquella cueva, pero a la mañana siguiente, no pude por menos que asustarme al descubrir en mi abdomen una mancha verde. Atemorizado y con prisa, corrí escaleras abajo para ver al médico del hotel. Nunca podría haber imaginado qué era lo que significaba aquello.
Cuando pregunté al recepcionista por el médico, éste me dijo que no contaban con dicho servicio, pero que gratamente él me haría un plano para llegar a la consulta del doctor Abdul Ben Kajib. El recepcionista tomó uno de los planos que amontonados en el mostrador servían de guía a los numerosos turistas que en aquellas fechas se hospedaban en el Gran Hotel de Estambul, y tras hacer unas líneas con un rotulador rojo y algunas explicaciones en inglés, me acompañó hasta la calle para indicarme hacia dónde debía caminar.
Dejé detrás de mí el Gran Hotel y, a grandes zancadas, encaminé mis pasos dirección a la Gran Mezquita, levantada en memoria de Kemalt Atatürk, fundador de la Turquía moderna, para después girar a la izquierda por la calle Ramgum kalé donde en el segundo piso del número 47 se hallaba ubicada la consulta del doctor Abdul Ben Kajib. Pregunté al portero, indicándome éste que debía tomar el pasillo de la izquierda. Subí los cuatro tramos de escaleras que me separaban de la consulta y llamé a la puerta. Apenas un minuto después una enfermera, de tez oscura y pelo negro, me franqueó el paso al interior. Rápidamente y como pude, en una mezcla de inglés y castellano, le expuse mi caso y le hice ver que estaba asustado y que posiblemente fuese urgente. La atractiva enfermera, me señaló con sus enormes ojos verdes y un gesto de sus manos dónde debía esperar, y tras dar media vuelta, se marchó por un largo pasillo que se encontraba de espaldas a ella. Durante algunos segundos, observé cómo aquella hermosa mujer se alejaba moviendo las caderas, haciéndome incluso olvidar por unos momentos, qué era lo que me había llevado hasta allí.
Estos dos o tres minutos que estuve aguardando, me sirvieron para fijarme en la sala en la que me encontraba. La habitación de unos seis metros de largo por cinco de ancho, tenía en la pared de enfrente la puerta de entrada, y de parte a parte, una biblioteca que llegaba hasta el techo. A ambos lados de la puerta de doble hoja por donde entré, había varios títulos y diplomas, y a la derecha, frente a los sillones donde, sentados esperaban un par de pacientes, se abría una pequeña terraza que permitía ver incluso el Gran Hotel de Estambul y la Mezquita, cercana al mercado y por la que había pasado apenas hacía quince minutos.
Estaba ojeando los títulos que cuidadosamente ordenados se hallaban en la biblioteca, y entre los cuales, pude observar algunos en castellano, cuando la puerta que había dejado cerrada tras de mí, se abrió y la enfermera que me había recibido, me hizo un gesto para que la siguiese. Recogí la chaqueta que había dejado en una percha cercana a la entrada y fuí conducido hasta la consulta del doctor. Una vez allí, siempre con una amplia y bonita sonrisa, me dejó a solas en la habitación. Pocos segundos después, un hombre alto y joven salió de detrás de un biombo que había al fondo de la sala y mientras me extendía la mano me rogó, en un perfecto castellano, que me sentase.
-Bien, usted dirá - Dijo con un tono agradable - ¿Qué es lo que le ocurre?.
-No lo tengo demasiado claro, pero esta mañana - decía mientras me desabrochaba la camisa -, al ir a ducharme, he observado una gran mancha verde que ocupa todo mi abdomen.
El doctor, que días después me contaría que era de descendencia española, examinó la mancha y presionó en dos o tres puntos preguntándome si sentía algún dolor. Mi respuesta fue siempre negativa y esto hizo que cayese en un detalle que hasta entonces se me había escapado quizá debido a un estúpido miedo.
-No, no me duele. Incluso, si quiere que le diga la verdad me encuentro estupendamente, pero yo siempre he sido un poco hipocondríaco y, como usted comprenderá, esta mancha me ha asustado puesto qué no se si puede ser alguna enfermedad que haya contraído aquí.
El doctor no dijo nada, simplemente se limitó a escucharme y tras dudar un poco, fue hacia la biblioteca que tenía tras de sí y después de ojear un libro que dejó de nuevo en su sitio enseguida, volvió a examinarme.
-Levante la cabeza -dijo mientras me cogía por la frente y me miraba los ojos.
Con mala cara, completamente diferente a como lo había visto apenas hacía cinco minutos, cogió mis manos y algo nervioso tomó el pulso. El doctor empezó a sudar como si tuviese algo tremendo. El miedo estaba apoderándose de mí, nunca he sido excesivamente valiente para estos temas. Cogió el estetoscopio y lo puso en tres o cuatro puntos de mi pecho. Con una mueca de incomprensión, dejó caer el aparato, el cual quedó colgando de su cuello, oscilando de izquierda a derecha. Yo le miraba sin atreverme a preguntar siquiera qué es lo que tenía, por su cara, no debía de ser nada bueno. Dio media vuelta, y tras lavarse las manos en una pequeña pila que había junto al biombo, se sentó en la silla de madera que había detrás de la gran mesa en la que hasta entonces había estado apoyado.
-¿Qué ha hecho en las últimas veinticuatro horas? -Preguntó mirándome fijamente y con las manos cruzadas debajo de la barbilla.
No supe qué responder, lo cierto era que no había hecho nada especial. El avión llegó el día anterior y tras dejar las maletas en el hotel fuimos a visitar el mercado y a cenar.
-No he hecho nada fuera de lo común -Contesté al doctor intentando recordar algo que sirviese para aclarar todo aquello- Vinimos ayer y lo único que he podido hacer ha sido visitar el mercado que está muy cerca del hotel en donde me hospedo.
El doctor se levantó y empezó a pasear de un lado a otro de la sala con los ojos mirando al suelo y las manos a la espalda. En un momento de su ir y venir, bruscamente se volvió hacia mí y tras hacer una pequeña pausa, como intentando buscar las palabras, empezó a hablar.
-Una leyenda de nuestro pueblo cuenta que entre nosotros habitan los rakducs, espíritus de gente no muerta. -En este momento, Ben Kajib dejó de hablar y fijó sus ojos en los míos- Estos seres, o espíritus, o como bien quiera llamarlos, están entre nosotros hasta que otro hombre pasa a ocupar su puesto.
-¿Qué quiere decir con esto doctor? -Pregunté asustado y empezándome a plantear si debía haber buscado otro médico que no sufriese esquizofrenia - Yo solo quiero saber qué es lo que me ocurre y no me apetece una clase de folklore.
-Es usted un rakduc. Dijo el doctor mientras sus ojos se hundían más todavía en los míos.
Esto me hizo reír. Este hombre quería hacerme creer que estaba muerto, y tras levantarme me despedí de él preguntándole qué le debía.
-En realidad todavía no lo es. Hasta que su cuerpo se destruya aún tiene tiempo de resucitar. Lo que digo no es la locura o la superstición paranóica de un médico de aldea, he visto casos como el suyo y le puedo asegurar que no estoy loco ni nada parecido.
Empecé a dudar ya de mi cordura y con una sonrisa le pregunté cómo podía haberme pasado eso a mí.
-¿Qué quiere decir?. Que un fantasma me ha... digamos... ¿matado? ¿Cómo quiere que me crea eso? y, si me lo creo, ¿cómo puede haber sucedido?.
-No lo sé. Nunca se sabe cómo ocurre. Hay veces que un accidente, el contacto con alguien extraño...
Me volví a sentar recordando lo ocurrido en el mercado el día anterior. Asentí con la cabeza y le expliqué lo ocurrido en la tienda junto a aquel extraño personaje y del que ya casi me había olvidado.
-Eso es -exclamó el doctor mientras se afanaba en buscar algo en un libro-, los rakducs adoptan formas humanas cuando van a abandonar su estado. -Decía mientras señalaba unos dibujos del libro que tenía entre las manos-. Necesitamos a ese hombre para que usted pueda volver de nuevo a estar, digamos, vivo.
A las dos horas de discusiones, aquel médico me había convencido y rápidamente me levanté con intención de dirigirme al mercado.
-Iré al mercado a intentar encontrar aquel tipo. -Dije mientras me levantaba, pero al ir a tomar la chaqueta, la mano del doctor Ben Kajib, presionó mi brazo. Fue entonces cuando sentí cómo algo se rompía en su interior convirtiendo mi brazo y parte de la espalda en un globo a punto de reventar. Abdul también debió de sentir aquello ya que inmediatamente me soltó.
-Usted no puede marcharse, ya lleva casi un día entero muerto y se está empezando a descomponer. Eso que ha sentido en el brazo -dijo a la vez que bajaba el tono de su voz -, es un claro síntoma de lo que digo. Pronto será difícil acercarse a usted.
Después de estar unos momentos dudando, me dejé convencer y llamé por teléfono a mis amigos pidiéndoles que buscaran a aquel hombre que el día anterior nos habíamos encontrado en el Mercado. Me preguntaron dónde estaba y qué era a lo que obedecía aquella repentina obsesión, pero mi posición en aquellos momentos no me permitía explicarles lo que me estaba ocurriendo. No se lo creerían y lo más probable es que llamasen a la policía o a un manicomio. Les di una dirección que momentos antes me había dado el doctor y tras rogarles que no aparecieran por allí hasta haber conseguido lo que les pedía, y prometerles que les volvería a llamar, me despedí de ellos pidiéndoles por enésima vez que confiaran en mí y que se diesen prisa. Al colgar el auricular, me empezaron a temblar las piernas. Era hora de mi prematuro embalsamamiento en vida.
El mismo día que nos conocimos, Ben Kajib y yo nos mudamos a una casa que el médico tenía a las afueras de la ciudad. Todos los días nos preparábamos para la llamada que mis amigos tenían que hacer comunicándonos que venían con el viejo, pero todos los días se apagaba el sol sin que esa llamada se hubiese producido. A los diez días de haber llegado a la finca, mis movimientos eran torpes y lentos. Apenas podía dar dos pasos sin que en mi cuerpo rebentasen grandes burbujas repletas de fluidos malolientes, que sin poder hacer nada por evitarlo, corrían por mis piernas encharcándolo todo a mi alrededor. Los drenajes que el médico me había puesto para ralentizar mi descomposición se habían convertido en inútiles, desprendiéndose a la vez que lo hacían mis dedos, orejas y dientes.
Obligado por las circustancias me vi recluido a una de las habitaciones de la mansión. Sin poder moverme, permanecía la mayor parte del tiempo recostado sobre una camilla. A veces, al respirar demasiado fuerte, pequeños pedazos de carne se desprendían y llegaban hasta mis pulmones haciéndome toser. Había perdido la esperanza y Ben Kajib empezaba a estar nervioso. Ya no era el médico juicioso y cabal que había conocido dos meses atrás. Por la noche le oía andar de un lado a otro, hablaba solo y la mayor parte del tiempo lo pasaba rezando y haciendo conjuros.
Hacía más de una semana que ya no podía hablar cuando recibimos la llamada. Mis amigos habían encontrado al viejo, pero mi estado de descomposición era tan avanzado que hacía difícil una, como decía Abdul, resurrección. Así fue como aquel médico turco de ascendencia española me lo dijo antes de ir a prepararlo todo. No pude contestarle pero él supo que lo entendía.
Ben Kajib me dejó solo y salió de la habitación. En aquellos momentos recordé lo ocurrido en los últimos meses, y brotando de mis ojos algo parecido a las lágrimas sonreí, aquello se acababa. Momentos después oí el timbre de la puerta y muchas voces que me resultaban familiares. Una duda me asaltó en ese momento. ?Y si no era aquel enano el que había provocado en mí aquello?
Quería levantarme pero no podía. Mi cuerpo se estaba deshaciendo. La puerta se abrió y bajo el dintel vi a mi amigo, me miró y volvió a salir. Lo que hacía un momento era una duda, ahora parecía haberse convertido en realidad. Las voces al otro lado de la puerta se hicieron más fuertes y cercanas.
Desesperado, intenté levantarme, pero eso solo provocó en mí una nueva hemorragia. Por mi nariz, oidos y ojos empezó a brotar un líquido blanquecino que acabó con el poco campo de visión que todavía tenía. Rendido volví a dejar caer mis restos sobre el plástico mojado. Los segundos se hacían horas y los minutos siglos. Las voces se seguían oyendo en el exterior pero la puerta permanecía cerrada. Intenté gritar pero no pude. La lengua reventó y corrió garganta abajo. Estaba totalmente indefenso y aislado. No sabía nada y tampoco era nada.
La puerta volvió a abrirse. Ben Kajib, al igual que antes, estaba allí, mirándome con sus ojos marrones detrás de sus pequeñas gafas, pero esta vez, junto a él, estaba el anciano sonriente y encorvado que vi en el mercado. Los dos se acercaron hasta mí, y el anciano, sin perder la sonrisa, esa sonrisa que me había estado atormentando durante todo aquel tiempo, sacó un recipiente y dos tacitas iguales a la que rompí en el mercado, las llenó y acercó una de ellas a mi boca.
Al otro lado de la puerta los gritos arreciaron y de repente oímos un golpe. Abdul y el anciano se volvieron, pero antes de que pudiesen hacer nada la puerta saltó por los aires golpeando las patas de la camilla. El temblor hizo que perdiese el equilibrio y fuese a dar con lo que quedaba de mí contra el suelo.
Durante la caída cerré los ojos. Los brazos se desprendieron del tronco. Las piernas, pegadas al plástico de la camilla, se rompieron; y la cabeza, que se descolgó del cuello se deshizo en un charco espeso y grumoso. Al mismo tiempo que me estrellaba contra el suelo la escandalera del teléfono me devolvió a la realidad. Tirado sobre la alfombra de la habitación 1934 del Gran Hotel de Estambul el sudor me había calado en los huesos. Mi corazón palpitaba velozmente. Dirigí la mirada al dibujo de la camiseta. Tenía la boca abierta y los labios secos. Me incorporé y apoyé la espalda sobre la cama. Los latidos de mi corazón eran cada vez más intensos. Eché la cabeza hacia atrás y respiré hondo. Con un gesto casi instintivo, como si las órdenes no surgiesen de mí, mis manos agarraron la camiseta y poco a poco la levantaron. Arrodillado y con los ojos vidriosos descubrí una gran mancha verde que cubría mi abdomen.
Paco: Allá donde te encuentres, recibe mi sincero agradecimiento por haber compartido este relato que, ahora y después de tu "viaje al Pacífico", incluyo en mi página.