Plegaria al Aire
"¡Ah, Eolo!, te percibo,
aunque recojas los vientos
para que no te delaten
en blandos odres de cuero.
Sé muy bien que estás ahí,
detrás del lábil flabelo
con que presenta la cumbre
su capitel altanero.
Te conozco bien, Eolo,
y por eso te sospecho
disimulando ventiscas
que pronto serán flagelo
desmesurado en azotes.
¡Te conozco, desde luego!
¿Cómo no iba a conocerte,
si he sentido de pequeño
la respiración del Dios?
¡Te conozco, ya lo creo!
¿Recuerdas cuando de niño
revolvía entre los luengos
remolinos de tus barbas
y, con cándido misterio,
escondía de los aires
que cogía los más frescos?
¿Y cuando me rescataste
de los abismos del vértigo
por obstinarme en ser ráfaga?
¡Qué tiempos fueron aquéllos!
Para mí, tiempos felices,
Eolo; te lo confieso.
Para ti seguramente,
un simple divertimento.
Pero los tiempos que fueran,
ya sólo son sedimentos
amables de la memoria,
cada vez más inconcretos.
Porque tú me despojaste
de los símbolos aéreos
con rigor inusitado.
Tú dirás que por mis yerros.
Según yo, por atenerme
justamente a tus preceptos
y erigir a la verdad
un altar junto al almendro.
¿Cómo iba a figurarme
que entre Dios y yo lo cierto
fuera obstáculo insalvable?
¡Precisamente lo cierto,
tan a medida de Dios!
En cualquier caso, mis yerros
tuvieron ya suficiente
castigo, ¿no crees? Primero
con mi destierro, más tarde
con su secuestro y luego…
¡ay luego!, con un enjambre
de arpías yendo y viniendo,
y acribillando de ausencias
e incertidumbres mi pecho.
¿No te parece bastante
castigo para mis yerros?
¿No te parece suplicio
bastante mi sufrimiento?
¿Por qué respuestas de dioses
para mortales pertrechos?
¿Es que no queda piedad
en tus entrañas de viento?
¿No es de dioses la indulgencia?
Pues a tu indulgencia apelo
y te pido solamente
que procures su regreso.
¡Su regreso solamente;
tan sólo te pido eso:
su regreso, por favor!
Y a cambio de su regreso,
haz conmigo lo que quieras:
¡Agárrame con tus dedos,
azótame, descuartízame
y esparce mis viles restos
a manotazos airados,
para que vaguen dispersos,
desarraigados y anónimos,
y sirvan de apologético
símbolo de tu justicia
a quien ofenda tu credo!
Plegaria al Agua
A ti también te distingo,
Poseidón, blando y superfluo,
pese al empeño que pones
en acallar los océanos
con las palmas de tus manos.
Te distingo, por supuesto.
¿Olvidas que de tu frente
fui solícito pañuelo
cuando fundías las nieves?
¿Que fui por tu magisterio
aguamanil del Olimpo,
y que justo por aquello
aprendí el significado
más recóndito del léxico
del agua? Que fui caudal
a raudales predispuesto?
No vale, pues, que te ocultes,
delicado, casi etéreo,
entre espigas acuosas
más propicias a cabellos
de rocío que a diluvios.
¡Quién diría que son piélagos
ansiosos de devastar,
ya con sus puños de hielo,
ya con sus brazos de sierpe!
Poseidón, sé que te debo
los cánticos de las ninfas
acompañando mi sueño;
las pompas de dulce lágrima,
que me prestaron sus senos
para viajar sobre el mar;
los nenúfares esbeltos;
las caracolas; mi infancia…
Hasta mi vida te debo,
Poseidón, porque sin ti
jamás hubiese resuelto
la sin razón ascendente
del atractivo del cielo,
cuando jugué a ser burbuja.
¡Cómo disfruté subiendo,
ajeno al mal de la altura!
¿Que qué poco lo agradezco?
Al contrario, Poseidón.
Por todos esos mis débitos,
no sólo mi gratitud,
tienes mi amor, mi respeto,
mi admiración, mi obediencia…
¿Que son palabras, no hechos?
No sólo tiene palabras
mi lengua, sino conceptos,
mi mente; tangibles obras,
mis manos, y sentimientos,
mi alma, y todos dicen
lo mismo que yo. El echo
que según tú los desmiente,
para mí sólo es refrendo
consecuente de su plática,
porque no fue fraudulento
ni partiendo ni llegando,
y si hallaron sus efectos
el enojo de los dioses,
¿cómo hube de preverlo
sin divina perspicacia?
¿Cuáles son los fundamentos
de mi culpa inexcusable?
¡Dime uno! ¡Te lo ruego!
Yo sólo quise saber,
porque creí que sabiendo
mejor cabría tu fe
en mi menguado intelecto,
a la vez que cumpliría
uno de tus mandamientos,
que es ser fiel a la verdad.
¿Tan execrable era eso?
¿Es que acaso preferías
un servidor sin criterio
a un seguidor convencido?
Y aunque fuese sacrilegio
lo que hubiese cometido,
¿no te basta con el precio
satisfecho desde entonces?
¡Me privaste del almendro,
de la paz, de su presencia…,
y me has tenido pendiendo
sobre el vacío del alma,
precariamente sujeto
al hilo de la esperanza
y sometido al asedio
de tus hidras, siete veces
acechantes con su séptuplo
de bocas! No te conmueve
mi pena? ¿Piensas que el peso
que arrastro puede exigirse
del hombre? No ves el celo
del agua purificando
mis ojos? No ves mi duelo?
¿Es que las aguas disculpan
antes que Dios los tropiezos?
Si no es así, Poseidón,
si todavía recuerdo
te queda de la piedad,
a tu memoria me atengo
y te pido solamente
su libertad. Sólo eso:
su libertad nada más;
tan sólo te pido eso:
su libertad solamente!
Dispón de mí por entero
luego de su libertad:
¡Derrámate con estrépito,
anégame, desmenúzame…
hasta que quede disuelto
y tus partículas líquidas,
turbias por mi desafuero
y amargas por tu sentencia!
Plegaria al Fuego
En cuanto a ti, Dios Hefesto,
ni embozándote en tu capa
de templanza ni escondiendo
tus insignias me confundes.
Antes bien, tus embelecos
me confirman tu presencia:
Esa paz de cementerio,
esa leve incandescencia
de sospecha, ese denso
transparente de emboscada…
Los recuerdo, desde luego.
Y por eso sé que encubren
batallones de destellos
aguerridos, anhelantes
de lucir sus armamentos
llameantes, al redoble
de tambores atmosféricos
y matar, matar, matar…
Y también que son objeto
exclusivo del Olímpico.
Pero él no está en el cerro…
Luego nadie más que tú
en la Mansión de los Céfiros
urdiría tal industria.
¡Te conozco bien, Hefesto!
¿Cómo no?, si mis andanzas
infantiles transcurrieron
sin noción de fantasía
por virtud de tus ingenios.
¿Y la antorcha que me hiciste
de sonrisa? ¡Cuando fuego
le prendía, la tristeza
se perdía fuego adentro
y mirar era reír!
¿Y el dragón dodecacéfalo
que forjaste de lealtad
y una pizca de ardor bélico?
¡Doce velas a mi alcance
para combatir el miedo,
doce guardas a mi puerta,
doce avisos, doce afectos…
y una única montura
para ser tu mensajero
y vivir las experiencias
más insólitas! Recuerdo
que una vez bajé a un volcán
y, creyendo que su fuego
era juego de dragón,
me apiadé de sus lamentos
y me abrí de par en par
para dejarle más hueco.
Si por ti no hubiera sido,
seguiría estando abierto
mi corazón, y mi vida
sepultada bajo el peso
de sus vómitos ardientes.
¡Quién iba a decir, Hefesto,
que quien mi vida lograra
fuera más tarde siniestro
malogrador de mi vida!
Porque aunque sigo existiendo,
te consta que ya no vivo.
Dirás que por mis deméritos.
Yo afirmo que por asirme
a tus principios de hierro
para poder discernir
entre lo malo y lo bueno,
lo equitativo y lo injusto,
lo falso y lo verdadero…
Todo cuanto me enseñaste
en tus talleres de herrero
sobre metas y propósitos;
tenacidades y métodos,
y persuasiones de fragua.
Entonces, ¿por qué fue réprobo
mi proceder? Por hacerme
conjeturas sobre extremos
esenciales censurados?
¿Por servirme de tus medios
para mis cavilaciones?
¿Por hacer descubrimientos
que ofendieron tu doctrina?
¿Por tenerlos como buenos?
¡Nunca fueron contra ti!
¡Ni siquiera te excluyeron!
¡Sin embargo, tú, no sólo
decretaste mi destierro,
sino que me perseguiste,
perpetraste su secuestro
y hasta ahora me has tenido
sin su calor pereciendo
y por su bien esperando,
y abrasando mi sosiego
con la duda incandescente!
¿No te parece, Hefesto,
que tanta no fue mi culpa?
¿No te parece despecho
lo que tú llamas justicia?
¿Por qué dioses tan soberbios
para fuerzas tan exiguas?
¿No pasas por ser benévolo?
Muestra, pues, benevolencia
y libérala. Es eso
lo que te pido tan sólo:
su liberación, Hefesto;
nada más que la liberes!
En cuanto a mí, nada quiero:
¡Puedes prenderme crepúsculos
y abanicarme con céfiros
hasta que vista de llama!
¡Puedes urgir con tu aliento
el crepitar de mi culpa,
el refulgir de tu fuero
y la sentencia fatal
de la ceniza cayendo,
para escarmiento del hombre
y regocijo del Cielo!
Plegaria a la Tierra
Y tú por último, Gea,
la más presente del cerro,
primigenia entre los dioses.
Siento tus pálpitos secos
como mazazos de Heracles.
Admito que estés durmiendo;
de buen talante, confío;
mas nunca ausente. Los siento
bajo mis plantas de pájaro,
sucediéndose serenos
en discurso intemporal.
Parecen pálpitos tiernos
de la madre que amamanta…
También tu músculo siento
resistente a mis pisadas.
¿Será verdad lo que observo
o realidad ilusoria?
Porque yo sé que tu cuerpo
puede contener titanes
cabalgando, y tus miembros
agitarse, desgarrarse
y atrapar pueblos enteros
con sus mandíbulas pardas
en dentellada de féretro.
Aunque sé también que tienes
la predilección del Cielo
para hacer de ti morada
de sus huéspedes egregios.
¡Y de sobra que lo sé!
El hombre aspira a los Cielos
porque se sabe fugaz.
Dios en cambio aspira al suelo.
Al cabo el hombre se sume
bajo el nivel epidérmico
y Dios permanece impávido.
¡Claro que lo sé, por cierto!
Sobre todo porque tuve
el honor de ser doméstico
en tus bodegas de vida,
donde contemplé el trasiego
de las almas a la nada.
Allí comprendí el aprecio
de los dioses por las flores.
Por eso no condesciendo
con la fama penitente
que te atribuyen los miedos
por culpas antepasadas.
Fui feliz en el almendro,
con ella lo fui después
y, si no lo sigo siendo,
no es a causa del camino,
sino de los atropellos
que padece el caminante,
y más aún, en concreto,
de los atropelladores.
Fui feliz en otro tiempo,
es verdad; aunque se muestra
tan hondo que a veces pienso
que puede ser desvarío.
¿Recuerdas que de pequeño
me mostrabas superficies
para enseñarme conceptos
y lo bien que respondía?:
La orilla para el respeto,
el valle para la calma,
la cumbre para el ensueño…
¡Cuántos fueron los lugares
inaccesibles al reto,
que por mor de tus lecciones
se declararon sendero!
Aunque lo que me encantaba
era la sima: Misterio
para la sima, prudencia
para la sima, pretextos…
Por una sima me hundiera
para siempre en el averno,
si no fuera por tus uñas,
y todo por ver tus huesos
anclados en el origen.
¡Cuán virtuoso
y cuán recto
el rumbo que me indicaste!
Es por lo que aún no entiendo
que te mostrases conforme
con tolerar en tu reino
toda mi vicisitud,
su detención y su encierro,
y con ello tus montañas
sepultando mi sosiego
con su evidencia de mole,
y la esperanza latiendo
bajo la desolación.
¡En verdad que no lo entiendo!
¡Yo que creí complacerte
con mis hallazgos! ¿No fueron
acaso fruto dorado
del tamiz del pensamiento,
como mandabas? Entonces,
¿por qué los juzgaste heréticos?
¿O se trataba de herirme?
¿Es que los seres eternos
se divierten con la vida
de los seres pasajeros?
¿Y lo de tu providencia?
Tú que me alzaste del tétrico
confín de la inexistencia,
¿qué es lo que estabas haciendo
cuando mi mente mentía?
¿O será que los tormentos
afligen más respirando?
Y si es así, ¿cuánto tiempo
me queda que padecer?
¿No crees que mis desaciertos
fueron ya reconvenidos
bastante? ¡Rigor extremo
que mata con muerte ajena!
¿No aboga tu ministerio
terreno por la equidad?
¿No tienden tus sentimientos
maternos a la clemencia?
Pues de tu sentir espero
que la devuelvas al valle.
¡Déjala elegir lucero
para que oriente sus pasos!
¡Déjala tener deseos!
¡Déjala ir con los suyos!
Y para que en su descenso
no se junten nuestros sinos,
si es ese el impedimento,
utilízame a tu antojo:
¡Conviérteme en ajetreo
de tus articulaciones,
atrápame con tus cepos,
tritúrame, pulverízame
e intégrame en tu esqueleto
para que no halle descanso
ni siquiera estando muerto!".
Del Libro "La Mansión de los Céfiros"