SIÉNTATE CONMIGO
  Escena Cuarta; Plegarias al Aire, al Agua, al Fuego y a la Tierra (Antonio Perán Elvira)
 

 

 

Escena Cuarta

Antonio Perán Elvira

 

Plegaria al Aire

 

"¡Ah, Eolo!, te percibo,

aunque recojas los vientos

para que no te delaten

en blandos odres de cuero.

Sé muy bien que estás ahí,

detrás del lábil flabelo

con que presenta la cumbre

su capitel altanero.

Te conozco bien, Eolo,

y por eso te sospecho

disimulando ventiscas

que pronto serán flagelo

desmesurado en azotes.

¡Te conozco, desde luego!

¿Cómo no iba a conocerte,

si he sentido de pequeño

la respiración del Dios?

¡Te conozco, ya lo creo!

¿Recuerdas cuando de niño

revolvía entre los luengos

remolinos de tus barbas

y, con cándido misterio,

escondía de los aires

que cogía los más frescos?

¿Y cuando me rescataste

de los abismos del vértigo

por obstinarme en ser ráfaga?

¡Qué tiempos fueron aquéllos!

Para mí, tiempos felices,

Eolo; te lo confieso.

Para ti seguramente,

un simple divertimento.

Pero los tiempos que fueran,

ya sólo son sedimentos

amables de la memoria,

cada vez más inconcretos.

Porque tú me despojaste

de los símbolos aéreos

con rigor inusitado.

Tú dirás que por mis yerros.

Según yo, por atenerme

justamente a tus preceptos

y erigir a la verdad

un altar junto al almendro.

¿Cómo iba a figurarme

que entre Dios y yo lo cierto

fuera obstáculo insalvable?

¡Precisamente lo cierto,

tan a medida de Dios!

En cualquier caso, mis yerros

tuvieron ya suficiente

castigo, ¿no crees? Primero

con mi destierro, más tarde

con su secuestro y luego…

¡ay luego!, con un enjambre

de arpías yendo y viniendo,

y acribillando de ausencias

e incertidumbres mi pecho.

¿No te parece bastante

castigo para mis yerros?

¿No te parece suplicio

bastante mi sufrimiento?

¿Por qué respuestas de dioses

para mortales pertrechos?

¿Es que no queda piedad

en tus entrañas de viento?

¿No es de dioses la indulgencia?

Pues a tu indulgencia apelo

y te pido solamente

que procures su regreso.

¡Su regreso solamente;

tan sólo te pido eso:

su regreso, por favor!

Y a cambio de su regreso,

haz conmigo lo que quieras:

¡Agárrame con tus dedos,

azótame, descuartízame

y esparce mis viles restos

a manotazos airados,

para que vaguen dispersos,

desarraigados y anónimos,

y sirvan de apologético

símbolo de tu justicia

a quien ofenda tu credo!

 

 

Plegaria al Agua

 

 

A ti también te distingo,

Poseidón, blando y superfluo,

pese al empeño que pones

en acallar los océanos

con las palmas de tus manos.

Te distingo, por supuesto.

¿Olvidas que de tu frente

fui solícito pañuelo

cuando fundías las nieves?

¿Que fui por tu magisterio

aguamanil del Olimpo,

y que justo por aquello

aprendí el significado

más recóndito del léxico

del agua? Que fui caudal

a raudales predispuesto?

No vale, pues, que te ocultes,

delicado, casi etéreo,

entre espigas acuosas

más propicias a cabellos

de rocío que a diluvios.

¡Quién diría que son piélagos

ansiosos de devastar,

ya con sus puños de hielo,

ya con sus brazos de sierpe!

Poseidón, sé que te debo

los cánticos de las ninfas

acompañando mi sueño;

las pompas de dulce lágrima,

que me prestaron sus senos

para viajar sobre el mar;

los nenúfares esbeltos;

las caracolas; mi infancia…

Hasta mi vida te debo,

Poseidón, porque sin ti

jamás hubiese resuelto

la sin razón ascendente

del atractivo del cielo,

cuando jugué a ser burbuja.

¡Cómo disfruté subiendo,

ajeno al mal de la altura!

¿Que qué poco lo agradezco?

Al contrario, Poseidón.

Por todos esos mis débitos,

no sólo mi gratitud,

tienes mi amor, mi respeto,

mi admiración, mi obediencia…

¿Que son palabras, no hechos?

No sólo tiene palabras

mi lengua, sino conceptos,

mi mente; tangibles obras,

mis manos, y sentimientos,

mi alma, y todos dicen

lo mismo que yo. El echo

que según tú los desmiente,

para mí sólo es refrendo

consecuente de su plática,

porque no fue fraudulento

ni partiendo ni llegando,

y si hallaron sus efectos

el enojo de los dioses,

¿cómo hube de preverlo

sin divina perspicacia?

¿Cuáles son los fundamentos

de mi culpa inexcusable?

¡Dime uno! ¡Te lo ruego!

Yo sólo quise saber,

porque creí que sabiendo

mejor cabría tu fe

en mi menguado intelecto,

a la vez que cumpliría

uno de tus mandamientos,

que es ser fiel a la verdad.

¿Tan execrable era eso?

¿Es que acaso preferías

un servidor sin criterio

a un seguidor convencido?

Y aunque fuese sacrilegio

lo que hubiese cometido,

¿no te basta con el precio

satisfecho desde entonces?

¡Me privaste del almendro,

de la paz, de su presencia…,

y me has tenido pendiendo

sobre el vacío del alma,

precariamente sujeto

al hilo de la esperanza

y sometido al asedio

de tus hidras, siete veces

acechantes con su séptuplo

de bocas! No te conmueve

mi pena? ¿Piensas que el peso

que arrastro puede exigirse

del hombre? No ves el celo

del agua purificando

mis ojos? No ves mi duelo?

¿Es que las aguas disculpan

antes que Dios los tropiezos?

Si no es así, Poseidón,

si todavía recuerdo

te queda de la piedad,

a tu memoria me atengo

y te pido solamente

su libertad. Sólo eso:

su libertad nada más;

tan sólo te pido eso:

su libertad solamente!

Dispón de mí por entero

luego de su libertad:

¡Derrámate con estrépito,

anégame, desmenúzame…

hasta que quede disuelto

y tus partículas líquidas,

turbias por mi desafuero

y amargas por tu sentencia!

 

 

Plegaria al Fuego

 

 

En cuanto a ti, Dios Hefesto,

ni embozándote en tu capa

de templanza ni escondiendo

tus insignias me confundes.

Antes bien, tus embelecos

me confirman tu presencia:

Esa paz de cementerio,

esa leve incandescencia

de sospecha, ese denso

transparente de emboscada…

Los recuerdo, desde luego.

Y por eso sé que encubren

batallones de destellos

aguerridos, anhelantes

de lucir sus armamentos

llameantes, al redoble

de tambores atmosféricos

y matar, matar, matar…

Y también que son objeto

exclusivo del Olímpico.

Pero él no está en el cerro…

Luego nadie más que tú

en la Mansión de los Céfiros

urdiría tal industria.

¡Te conozco bien, Hefesto!

¿Cómo no?, si mis andanzas

infantiles transcurrieron

sin noción de fantasía

por virtud de tus ingenios.

¿Y la antorcha que me hiciste

de sonrisa? ¡Cuando fuego

le prendía, la tristeza

se perdía fuego adentro

y mirar era reír!

¿Y el dragón dodecacéfalo

que forjaste de lealtad

y una pizca de ardor bélico?

¡Doce velas a mi alcance

para combatir el miedo,

doce guardas a mi puerta,

doce avisos, doce afectos…

y una única montura

para ser tu mensajero

y vivir las experiencias

más insólitas! Recuerdo

que una vez bajé a un volcán

y, creyendo que su fuego

era juego de dragón,

me apiadé de sus lamentos

y me abrí de par en par

para dejarle más hueco.

Si por ti no hubiera sido,

seguiría estando abierto

mi corazón, y mi vida

sepultada bajo el peso

de sus vómitos ardientes.

¡Quién iba a decir, Hefesto,

que quien mi vida lograra

fuera más tarde siniestro

malogrador de mi vida!

Porque aunque sigo existiendo,

te consta que ya no vivo.

Dirás que por mis deméritos.

Yo afirmo que por asirme

a tus principios de hierro

para poder discernir

entre lo malo y lo bueno,

lo equitativo y lo injusto,

lo falso y lo verdadero…

Todo cuanto me enseñaste

en tus talleres de herrero

sobre metas y propósitos;

tenacidades y métodos,

y persuasiones de fragua.

Entonces, ¿por qué fue réprobo

mi proceder? Por hacerme

conjeturas sobre extremos

esenciales censurados?

¿Por servirme de tus medios

para mis cavilaciones?

¿Por hacer descubrimientos

que ofendieron tu doctrina?

¿Por tenerlos como buenos?

¡Nunca fueron contra ti!

¡Ni siquiera te excluyeron!

¡Sin embargo, tú, no sólo

decretaste mi destierro,

sino que me perseguiste,

perpetraste su secuestro

y hasta ahora me has tenido

sin su calor pereciendo

y por su bien esperando,

y abrasando mi sosiego

con la duda incandescente!

¿No te parece, Hefesto,

que tanta no fue mi culpa?

¿No te parece despecho

lo que tú llamas justicia?

¿Por qué dioses tan soberbios

para fuerzas tan exiguas?

¿No pasas por ser benévolo?

Muestra, pues, benevolencia

y libérala. Es eso

lo que te pido tan sólo:

su liberación, Hefesto;

nada más que la liberes!

En cuanto a mí, nada quiero:

¡Puedes prenderme crepúsculos

y abanicarme con céfiros

hasta que vista de llama!

¡Puedes urgir con tu aliento

el crepitar de mi culpa,

el refulgir de tu fuero

y la sentencia fatal

de la ceniza cayendo,

para escarmiento del hombre

y regocijo del Cielo!

 

 

Plegaria a la Tierra

 

 

Y tú por último, Gea,

la más presente del cerro,

primigenia entre los dioses.

Siento tus pálpitos secos

como mazazos de Heracles.

Admito que estés durmiendo;

de buen talante, confío;

mas nunca ausente. Los siento

bajo mis plantas de pájaro,

sucediéndose serenos

en discurso intemporal.

Parecen pálpitos tiernos

de la madre que amamanta…

También tu músculo siento

resistente a mis pisadas.

¿Será verdad lo que observo

o realidad ilusoria?

Porque yo sé que tu cuerpo

puede contener titanes

cabalgando, y tus miembros

agitarse, desgarrarse

y atrapar pueblos enteros

con sus mandíbulas pardas

en dentellada de féretro.

Aunque sé también que tienes

la predilección del Cielo

para hacer de ti morada

de sus huéspedes egregios.

¡Y de sobra que lo sé!

El hombre aspira a los Cielos

porque se sabe fugaz.

Dios en cambio aspira al suelo.

Al cabo el hombre se sume

bajo el nivel epidérmico

y Dios permanece impávido.

¡Claro que lo sé, por cierto!

Sobre todo porque tuve

el honor de ser doméstico

en tus bodegas de vida,

donde contemplé el trasiego

de las almas a la nada.

Allí comprendí el aprecio

de los dioses por las flores.

Por eso no condesciendo

con la fama penitente

que te atribuyen los miedos

por culpas antepasadas.

Fui feliz en el almendro,

con ella lo fui después

y, si no lo sigo siendo,

no es a causa del camino,

sino de los atropellos

que padece el caminante,

y más aún, en concreto,

de los atropelladores.

Fui feliz en otro tiempo,

es verdad; aunque se muestra

tan hondo que a veces pienso

que puede ser desvarío.

¿Recuerdas que de pequeño

me mostrabas superficies

para enseñarme conceptos

y lo bien que respondía?:

La orilla para el respeto,

el valle para la calma,

la cumbre para el ensueño…

¡Cuántos fueron los lugares

inaccesibles al reto,

que por mor de tus lecciones

se declararon sendero!

Aunque lo que me encantaba

era la sima: Misterio

para la sima, prudencia

para la sima, pretextos…

Por una sima me hundiera

para siempre en el averno,

si no fuera por tus uñas,

y todo por ver tus huesos

anclados en el origen.

¡Cuán virtuoso

y cuán recto

el rumbo que me indicaste!

Es por lo que aún no entiendo

que te mostrases conforme

con tolerar en tu reino

toda mi vicisitud,

su detención y su encierro,

y con ello tus montañas

sepultando mi sosiego

con su evidencia de mole,

y la esperanza latiendo

bajo la desolación.

¡En verdad que no lo entiendo!

¡Yo que creí complacerte

con mis hallazgos! ¿No fueron

acaso fruto dorado

del tamiz del pensamiento,

como mandabas? Entonces,

¿por qué los juzgaste heréticos?

¿O se trataba de herirme?

¿Es que los seres eternos

se divierten con la vida

de los seres pasajeros?

¿Y lo de tu providencia?

Tú que me alzaste del tétrico

confín de la inexistencia,

¿qué es lo que estabas haciendo

cuando mi mente mentía?

¿O será que los tormentos

afligen más respirando?

Y si es así, ¿cuánto tiempo

me queda que padecer?

¿No crees que mis desaciertos

fueron ya reconvenidos

bastante? ¡Rigor extremo

que mata con muerte ajena!

¿No aboga tu ministerio

terreno por la equidad?

¿No tienden tus sentimientos

maternos a la clemencia?

Pues de tu sentir espero

que la devuelvas al valle.

¡Déjala elegir lucero

para que oriente sus pasos!

¡Déjala tener deseos!

¡Déjala ir con los suyos!

Y para que en su descenso

no se junten nuestros sinos,

si es ese el impedimento,

utilízame a tu antojo:

¡Conviérteme en ajetreo

de tus articulaciones,

atrápame con tus cepos,

tritúrame, pulverízame

e intégrame en tu esqueleto

para que no halle descanso

ni siquiera estando muerto!".

 

 

Del Libro "La Mansión de los Céfiros"

 

 

 
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