Luna de Cobre
Fini Sarrió
Al caer la tarde, Atenea se acercaba con paso firme y seguro a la casa de la playa.
Carlos llegaría al anochecer, tal como había previsto.
Entró en la estancia ya cubierta de sombras.
Era otoño, las hojas de los árboles yacían desperdigadas por el suelo, suaves tonos ocres, marrones y dorados ofrecían una cálida y hermosa estampa como si fuera una alfombra.
Atenea se quitó la chaqueta que cubría su cuerpo y la dejó sobre una silla de madera, en la pequeña salita.
La chimenea estaba encendida, la leña crepitaba y las tonalidades de rojos, naranjas y amarillos adornaban la estancia de una paz sublime, celestial.
Ella sonreía levemente, pensando en su amado.
Pasarían juntos el fin de semana, el primer y único en sus vidas.
La melancolía la invadió un momento fugaz, pero la desechó enseguida, no iba a permitir que la certeza de una separación enturbiara esos dos días.
Entró en la cocina y colocó sobre la encimera los ingredientes que había comprado en la mañana en el mercado de aquel pequeño pueblo de pescadores.
Abrió el horno, encendió la cocina para preparar el plato favorito de él, y enfrascada en la tarea, fueron pasando los minutos, hasta que casi dos horas más tarde, tenía todo listo, cuando escuchó pasos en el corredor.
Se volvió, ligeramente nerviosa y un poco alterada.
Carlos entró sonriente, pletórico, con una mirada brillante y cálida, su sonrisa era tenue, entre tímida y ansiosa.
Se acercó a Atenea y la envolvió en un abrazo fuerte, firme, ávido, sus labios se encontraron y ambos se fundieron en un beso denso, cálido, apasionado.
Hacía tanto tiempo que anhelaban aquel encuentro que los dos destilaban dicha, alegría, serenidad, deseo, ansiedad...
Carlos llenó dos copas de vino, admirando la belleza del cristal de Bohemia.
Ofreció un sorbo a Atenea de la suya, bebiendo él, a continuación.
Ese gesto provocó un latigazo de deseo en ambos, respirando los dos de manera entrecortada.
Se sentaron a la mesa y cenaron mientras charlaban.
Se miraban con dulzura, con anhelo mal disimulado, querían absorber cada minuto, cada segundo que les permitiera el tiempo.
Terminaron de cenar, entre los dos recogieron la mesa y lavaron la vajilla, dejando la cocina recogida y lista para la mañana siguiente.
En la pequeña salita el ambiente estaba agradablemente caldeado, se estaba bien.
Atenea hizo café, y Carlos preparó un par de copas.
Sentados en el diván contemplaron el fuego de la chimenea, ambos buscaron sus manos, las de Carlos eran fuertes, cálidas al tacto, las de Atenea suaves,pequeñas, de dedos largos y finos, parecían manos de pianista, según le había comentado mucha gente.
Lucía una manicura impecable, coqueta como era, en su cuidado personal diario.
Se miraron, eran conscientes de que tenían poco tiempo pero no querían precipitarse, deseaban hacer el amor, entregarse sin reservas el uno al otro.
Atenea se puso de pie, le cogió de la mano y él se levantó despacio, sin dejar de mirarla a los ojos.
Quedaron de pie, frente a frente, acariciándose con la mirada.
Carlos le cogió la cara con las manos, acercó sus labios a los suyos y los devoró en un largo, intenso, ardiente y cálido beso.
Ella deslizaba las yemas de sus dedos por su cuello, despacio, haciéndole estremecer de deseo y ansiedad.
Acarició su pecho, ambos respiraban entrecortadamente.
Atenea besaba sin tregua, acariciaba con manos ávidas, fue despojando cada prenda y dejándola caer al suelo, perdida en su anhelo y deseo y casi sin control.
Carlos se volvía loco, sus manos abarcaban las curvas de su amada sin descanso, la pasión los envolvió en una burbuja de deseo a punto de estallar.
Estaban desnudos, frente al crepitante fuego de la chimenea, Carlos le acariciaba los pechos, plenos, pletóricos, turgentes, besaba y lamía sus pezones rosados, ávidos y sedientos de sus caricias.
Ella gemía, casi sin resuello, mientras su virilidad amenazaba con estallar antes de hora.
Se contuvo, quería que durase mucho, muchísimo tiempo aquel éxtasis arrebatador.
Acarició la rosa de su pubis, enredó sus dedos en su intimidad sintiendo los fluidos de su deseo por él, eso le enloquecía y le hacía sentir el mejor en la vida de Atenea.
Ella se debatía ante sus caricias, provocándole con sus manos un orgasmo tras otro.
Atenea besaba su rostro, su cuello, sus hombros, su pecho, deslizando sus labios por su estómago, su vientre, sus piernas, alcanzó su hombría enhiesta y la acarició con deleite, con una ternura exquisita, Carlos cerró los ojos y se dejó llevar por la pasión de su amada.
Atenea besaba, lamía, succionaba, deseaba absorber todo de él, casi a punto de estallar en una vorágine de placer la cogió con dulzura e hizo que se incorporara.
No podía más, sus caricias le enloquecían.
Se tumbó en el suelo, sobre la mullida alfombra, frente al fuego y arrastró con él a aquella mujer que le había cambiado la vida.
Atenea se puso sobre él, encajó su virilidad de una estocada y empezó una danza misteriosa en pos del placer, el sosiego y el éxtasis.
Ambos se movían al unísono, Atenea gemía, Carlos se contenía todo lo que podía hasta que ya no pudo más, y estalló en su interior.
Alcanzaron el clímax al mismo tiempo, sintieron elevarse a las alturas de la gloria y supieron que pasara lo que pasara, nada ni nadie podría arrebatarles jamás, aquellos dos días que pasaron juntos, solos, amándose, queriéndose, llenándose de vida el uno del otro.
Extasiados, cansados, pero llenos de vida, se durmieron uno en brazos del otro.
Sin pensar en la despedida.
Solo en el firmamento cuajado de estrellas.
Otoño de 2016