Siete de octubre de 1992, cinco y media de la mañana, hora local. Aterrizaba en el aeropuerto Jomo Kenyata, de Nairobi (Kenya) el avión de Swissair procedente de Zurich. Comenzaba para mí la etapa más exótica de mi vida, y también la más difícil. No tenía ni idea de lo que me esperaba, a pesar de que había leído algún que otro libro sobre Kenya.
Hasta el día de hoy, la gente se imagina que cuando uno va a África, se va a vivir en medio de la selva, entre leones y elefantes. En definitiva, piensa que va a tener una vida de lo más aventurera. Pero esta idea generalizada es bastante errónea. Primero porque en Kenya no hay selva sino que hay sabana y segundo porque lo que menos se ve cuando uno llega son los leones y los elefantes, a menos que no tenga vértigo y tenga el coraje de mirar por la ventanita del avión mientras éste aterriza, ya que como sobrevuela el Parque Nacional de Nairobi se ven algunos animales, no fue mi caso. Lo primero que me encontré fue una ciudad a oscuras, aún no había amanecido y lo cierto es que tenía tanto sueño que no me fijé mucho en lo que había. Además no entendía nada. De lo que decía la gente A duras penas balbuceaba algunas frases de inglés que había aprendido en el avión durante el viaje. Y swahili, que era la lengua nacional del país... mucho menos. Después de hacer cola en la aduana mi madre y yo logramos salir del gentío y encontrarnos con Daniel que estaba con un taxista que se había convertido en su chofer provisional. – Este es Mathenge – dijo y saludamos al señor quien nos subió en un coche que para mí resultaba de película. Un coche típicamente inglés, bien antiguo, de aquellos cuyas puertas se abrían "al revés" y lo más insólito para mí era que el volante estaba del otro lado, a la derecha y más aún... ¡se conducía por el lado contrario! Después de 45 minutos de viaje de lo más estresante, los locales son un peligro conduciendo y no respetan las reglas más básicas del tráfico, llegamos a "Delamare Flats", así se llamaba el edificio donde Daniel había conseguido alquilar un departamento hasta que llegáramos nosotras y encontráramos una casa donde instalarnos definitivamente. Con esa llegada al departamento tuve mi primera lección por parte de mis mayores sobre los problemas de seguridad que había en el país. Primero, la gente local piensa que los blancos o "mzungu", como les llaman, son ricos y hacen lo posible para robarles todo lo que puedan. Todas las construcciones disponían de un sistema de alarma por si pasaba algo. Había un sin número de compañías de seguridad que uno podía contratar y de esa manera disponer de un guardia en la casa, además del sistema de alarma que se podía activar o a través de un sensor programado a la noche, al irse a dormir o también por control remoto. Por ejemplo, si uno escuchaba ruidos extraños fuera de la casa, apretaba ese botón y los de la compañía de seguridad recibían una señal y venían los que nosotros denominamos "cascos azules", unos hombres armados hasta los dientes, en un camión, que se encargaban de saltar el portal de la casa y rastrear el jardín de cabo a rabo hasta encontrar al supuesto ladrón. Salir sola por la calle era impensable, demasiado peligroso y si salíamos al centro de la ciudad me tenía que sacar cadenas, pendientes y todo objeto de valor que pudiera ser visto, porque si podían, arrancaban cadenas del cuello o pendientes de las orejas. Había que ir vestido de la manera más humilde posible y si se iba en coche, con las ventanas cerradas y el seguro de las puertas puesto porque si en el centro de la ciudad algún semáforo estaba en rojo podía pasar tres cuartos de lo mismo, a un amigo nuestro le robaron el sombrero desde fuera. A nosotros tres, un día que íbamos caminando por una de las calles céntricas de la ciudad, hacia las siete de la tarde (completamente de noche y por consiguiente más que arriesgado, pero no lo podíamos saber por nuestra falta de experiencia), cuando íbamos caminando nos intentaron robar. Yo pegué tal grito que el ladrón se asustó y vino un policía a ver qué pasaba, dice Daniel que mi grito parecía una sirena. En el centro de Nairobi las calles están repletas de mendigos y niños que viven allí, en la calle.
Estuvimos en el departamento tres semanas hasta que encontramos una casa donde instalarnos. La casa, como casi todas, era de estilo inglés, de una sola planta y con un gran jardín, lleno de árboles que la rodeaba. Como Naciones Unidas pagaba parte del alquiler nos podíamos dar el lujo de vivir en un sitio espacioso y con mucho verde, además los precios de allí eran mucho más baratos que en Europa donde hubiera sido impensable vivir como lo hicimos en Kenya. Después de recuperar nuestra mudanza, la casa quedó armada y compramos tres perros porque por seguridad se recomendaba tener perros, preferiblemente de color negro, ya que la gente tenía muchísimo miedo a estos animales, pero como teníamos espacio también tuvimos gallinas, patos, gansos, una tortuga, gatos, dos gallinas de guinea y hasta una fuente con peces. Realmente nuestras vidas habían dado un giro de 180 grados: de ser una familia en Europa como cualquier otra, estábamos en África y vivíamos casi como ricos, teníamos un jardinero, una empleada y los askaris (así les llaman en swahili a los serenos que se ocupaban de velar por la seguridad de la casa) En poco tiempo me olvidé de tender mi cama y de mantener mi cuarto en orden (aunque nunca lo he tenido porque soy un desastre de desordenada). ¿Para qué me iba a molestar si ya había alguien que lo hiciera por mí? Pero aún así el primer año de nuestra estadía en Kenya fue, quizás para mí y mi madre, el más difícil. Aunque estuviéramos muy protegidos, a la noche se nos hacía difícil dormir por el miedo que teníamos a que nos entraran en casa, aún teníamos bien fresco el recuerdo de aquel ladrón que pocos años antes nos entró por la ventana cuando aún no vivíamos con Daniel y estábamos en Argentina. Y en general, siempre el primer año de un cambio suele ser difícil. Además, yo tuve problemas para poder empezar a estudiar. En principio se suponía que iba a ir a un colegio francés pero el director puso un sin número de barreras para no aceptarme, estuve tres meses sin poder ir a clases y lo cierto es que me aburría mucho, en casa me encargaba de dar de comer a las gallinas, a los peces, patos, gansos y todos los animales pero pronto este hobby me hartó y lo hacía porque no había alternativa. Recién en enero de 1993 un colegio inglés llamado Peponi estuvo dispuesto aceptarme, a pesar de que ya había pasado medio curso y que no sabía inglés y que tenía problemas de vista.
Pero luego nos acostumbramos a toda esa infraestructura, a tener que dormir bajo siete llaves, a no poder salir sola, ni dar una vuelta a pie por nuestra calle. Pero aunque me acostumbré a vivir así, a que no me faltara nada y tener una serie de servicios a mi disposición además de poder ir a un colegio inglés caro y de régimen interno donde podía relacionarme con cantidad de gente de mi edad y de diferentes países, a mí los cinco años pasados en África se me hicieron difíciles.
A pesar de eso también es cierto que tengo muy buenos recuerdos de los safaris que hicimos y de todo lo que logré conocer. Mi primer safari fue al "tree tops". Este sitio era una construcción hecha sobre un árbol, cerca de un ojo de agua. Allí uno iba a pasar la noche y desde ese lugar podía observar los distintos animales que se acercaban, se podía estar horas mirándolos tomar agua, o bañándose. Ahí fue donde vi elefantes, búfalos, y jirafas, por primera vez. Me encantó porque hasta entonces sólo había visto estos animales salvajes en el zoológico y ahora los veía en plena libertad. Desde mi experiencia en Kenya me choca ver los animales en el zoológico porque no tienen nada que ver con lo que vi allí. A la noche cuando nos íbamos a dormir a nuestro cuarto (la construcción era como un pequeño hotel) teníamos la posibilidad de activar un timbre que nos avisaba si venía algún animal, para poderlo observar. Tampoco olvidaré los safaris1 que hicimos al Parque Nacional de Nairobi. En general, cuando uno va de safari, va a un parque o una Reserva Nacional que es un espacio enorme y alambrado. Uno llega a la entrada, paga y entra allí y puede ver los animales en completa libertad y su hábitat natural. Pero si decide ir más lejos tiene la posibilidad de quedarse en las instalaciones que disponga el parque donde se ofrece pensión completa y por un precio razonable tiene un desayuno al estilo inglés, una comida suculenta y una cena riquísima. Lo que se suele hacer cuando uno va de safari es llegar a mediodía, almorzar, salir con el coche a dar un paseo para ver a los animales, paseo que puede durar horas, volver a cenar, irse a dormir, levantarse bien temprano para ver el amanecer y cómo cazan los animales, volver a desayunar, volver a salir de paseo, etc. Con lo cual uno come sin parar, no hace nada de ejercicio y sale con unos cuantos kilos demás.
Otra de las cosas que no se me olvidará fue el día que fuimos a visitar el "Giraffe Centre". Este lugar consistía en una construcción que habían hecho unos ingleses para proteger a un tipo de jirafas que estaba en vías de extinción. Allí se iba a visitar esas jirafas, que acostumbrada a la presencia de la gente venía a rodear esa construcción circular y asomaban su larga y áspera lengua para que le dieran de comer. En el mismo centro se disponía de lo que vendría ser una golosina para estos animales, eran como maníes pero más grandes y uno se las podía dar en la boca. Al final de la visita se salía con las manos llenas de saliva de jirafa, pero era lo que menos importaba. Desde el primer momento en que vi las jirafas me encantaron, son muy curiosas y con su cuello tan largo ven todo desde grandes alturas, y los bebés jirafas... Otro de los safaris que conservo en mi memoria fue el viaje a "Sweet Waters", una Reserva Nacional, a unos 200km de Nairobi. Allí tuve la gran suerte de poder visitar a Morani, un rinoceronte al que habían domesticado ya que los cazadores furtivos habían matado a su madre cuando éste era pequeño. Era casi como un perro. Al principio daba cierto miedo acercarse al animal ya que no dejaba de ser un rinoceronte, además íbamos acompañados por un hombre, armado, al que le llamaban "ranger" que se encargaba de proteger al animal, por si le hacíamos algo. Pero él nos demostró que, al igual que un perro, cuando lo llamaba al animal éste respondía y se acercaba o movía sus cuernos para responderle. Poco a poco tomé confianza y acaricié a Morani, aunque con una pose que me permitiera salir corriendo, por si pasaba algo. Aunque también en ese safari pasé un poco de miedo. Primero porque el viaje a la Reserva fue un tanto revuelto. Daniel había decidido alquilar un zuzuki, bien antiguo porque nuestro coche estaba averiado y fue terrible. El camino era un desastre, estaba en pésimo estado, lleno de barro porque era temporada de lluvias2 y el automóvil se movía muchísimo, además, íbamos muy apretados ya que no disponía de asientos traseros. Nos costó mucho llegar hasta el "hotel" En la mayoría de los casos, cuando se va a una de estas reservas, se queda a dormir en un lugar rodeado de un alambre eléctrico, para que no pasen los animales, donde los cuartos son unas construcciones montadas sobre unos palos de madera sólidos pero que en vez de tener paredes sólidas, están cubiertas por paredes de carpas y se cierran igual que unas carpas. Al llegar, no sé por qué razón no había un cuarto triple, es decir con tres camas. Por esa razón a mis padres le dieron la carpa dos y a mí la 20. Al principio no hubo problemas. Después de cenar, cada uno se fue a dormir pero a eso de las dos de la mañana me desperté porque oía ruidos. No podía describir lo que oía y me empecé a desesperar ya que en la instalación cortaban la luz después de las doce de la noche. No podía salir. ¡Qué miedo! ¡Y los otros tan lejos! Después de mucho tiempo dando vueltas en la cama me dormí y a la mañana siguiente fui a buscar a mis padres para desayunar. Mientras comíamos los huevos revueltos que nos habían servido (el desayuno es casi como una comida, ya que se sirve hasta salchicha) empezamos a hablar y toqué el tema de lo que había pasado durante la noche. Daniel también había oído el famoso ruido y no tardó en averiguar de qué se trataba. Resulta que era un elefante que estaba comiendo. Según él, se podía oír cómo masticaba y todo, que era casi como si lo tuviera al lado. ¡Menos mal que la instalación estaba alambrada! Claro, con tanto silencio las cosas se oyen con más detalle y aunque estén bastante lejos parece que estuvieran mucho más cerca. Por eso se oía con tanta claridad. Otra pequeña aventura que tuve fue en Amboseli, un parque a pocos kilómetros de Nairobi, uno de los más famosos después del Masai Maara. Fue en el hotel que también disponía de piscina. Allí habíamos ido con unos amigos y yo estaba jugando a la lotería que había llevado de casa con Montse, la hija de estos amigos. Nosotras la mar de contentas cantábamos números y llenando cartones, pero... con el ruido que hacían las fichas al sacudir la bolsa de plástico donde se encontraban las fichas, los monos babuinos, que abundaban en la zona, se fueron acercando, pensando que teníamos comida para ellos. Primero fue uno, después dos, tres... Y más... Se treparon a la mesa e intentaron llevarse las fichas y los cartones. Yo me puse tan nerviosa que empecé a gritar hasta que vino un camarero y espantó a los monos que desde ese día se convirtieron en mi gran enemigo. Después juntamos fichas y cartones y comprobé que se llevaron un número, curiosamente el 13.
También pudimos ver cómo viven los locales, los que realmente viven entre leones, los que construyen su "manyata"3, los que viven con las moscas pegadas a la cara, los que casi no tienen qué comer. En Kenya además del problema racial hay el de las tribus. En total hay 55 tribus diferentes en el país, cada una con su dialecto, sus creencias y su carácter. No todos tienen acceso a la educación, las niñas casi nunca lo tienen, los niños no llegan a los estudios secundarios, la natalidad es alta porque los nativos piensan que los hijos son sinónimo de riqueza. Las mujeres sirven para dar más hijos y los hombres para cuidar el ganado o para ocuparse de la agricultura. Este es el caso de las dos tribus principales, los masais y los kikuyus. Los primeros suelen considerarse como guerreros, la gente les tiene mucho miedo. Nuestros guardianes eran masais. Mi madre fue la que más se acercó a ellos y la que más vio sus costumbres, desde cómo los varones adolescentes tienen que cazar a un león para convertirse en adulto o cómo con un cuchillo se hacen los agujeros tan grandes en las orejas en las que luego se cuelgan todos sus adornos. En ese sentido tuve mucha suerte de poder ver aquello, porque no todo el mundo tiene acceso a todo esto. Eso fue en gran medida porque nuestros masais venían directamente desde su choza hasta casa y no tenían nada en contra de los blancos, ninguno de los estereotipos creados por la ciudad. Los kikuyus son la tribu que se ocupa de la agricultura, son los que más abundan en la ciudad. En general son muy pocos los nativos que saben inglés, nuestros guardianes no lo sabían, nosotros nos comunicábamos con ellos en swahili y con alguna frase masai que aprendimos con ellos. Nunca olvidaré el día en que uno de ellos me enseñó a contar del uno al diez en masai, tardé tres días en aprenderlo pero hasta el día de hoy me acuerdo de ello. El dialecto swahili pertenece a la tribu del mismo nombre, que vive en la costa y que el presidente Jomo Kenyata, implantó como dialecto nacional para facilitar la comunicación entre todas las tribus kenyanas.
Pero claro, esto es sólo la parte buena de la estadía. La parte que casi todos los turistas pueden ver, la cara buena de la historia. Para mí fue muy difícil encajar en esa estructura social, si es que había alguna estructura social. Me faltaba libertad y aunque estaba en un internado de lunes a viernes, casi no tenía amigos porque los pocos que tenía dejaban de existir durante el fin de semana o las vacaciones. Tuve la suerte de poder entrar en un colegio inglés, caro, pero nadie se puede imaginar lo sola que me llegué a sentir. Mi vida era tan monótona... Me levantaba, desayunaba, iba a clase, comía, iba a clase, merendaba, iba a natación, me duchaba, cenaba, hacía los deberes y me iba a dormir. Y así hasta el viernes, día en que subía al autobús escolar que me depositaba en la parada más cercana a casa, allá me esperaba Daniel o mi madre, en coche, llegaba a casa, y mi vida social era nula. Donde iban ellos iba yo. Y hasta su propio círculo social era reducido. Siempre veíamos a la misma gente, y no digo que sean antipáticos, es que simplemente casi no se podían hacer nuevas amistades porque lo que se creaba era un getto. Sólo veíamos a gente de Naciones Unidas, siempre se hablaba de lo mismo, el trabajo, las traducciones, los rumores que circulaban... Y a pesar de que di mis señas a muchos supuestos amigos, nunca recibí una llamada telefónica, nunca aceptaban una invitación a casa para venir a merendar o ver una película. Por eso cuando yo le cuento mi experiencia a la gente y me dice –Qué suerte que tuviste, poder viajar tanto, conocer tantas cosas... – yo les digo que sí pero también les hago ver que aunque sí es cierto que he tenido mucha suerte, desde fuera no se ve nunca el lado difícil. Tampoco voy a negar que en el colegio interno aprendí mucho. Lo más importante que aprendí fue a vivir por mi cuenta, a tener una vida más separada a la de mi madre porque durante mi infancia estuve muy unida a mi madre, aprendí a compartir lo que tenía con los otros, porque al ser hija única eso de compartir no existía en mi vocabulario, tenía que compartir todo y además aprender a convivir con los otros, y no me arrepiento de eso porque pienso que la experiencia en el internado me preparó para la vida y a pesar de que el colegio era muy estricto y se fijaba en absolutamente todo, desde cómo nos poníamos el uniforme hasta cómo teníamos nuestro cuarto (si éste estaba desordenado nos castigaban y teníamos que salir a correr y nadar a las seis de la mañana), debo admitir que me costó mucho dejarlo cuando mis padres decidieron dejar África ante los numerosos problemas laborales y de seguridad que se hacían cada vez más evidentes con la llegada de las elecciones generales de 1997. Ese año tuve que dejar atrás todo lo que había vivido durante mi adolescencia y a pesar de que muchas veces estuve a punto de irme a vivir con mi padre, en Argentina porque no aguantaba más mi estadía africana, nunca me imaginé que cuando dejaría Kenya definitivamente lloraría y echaría de menos muchas de las cosas que supuestamente odiaba o pensaba que me molestaban.
Años después de haberme ido, pienso en todo lo que viví y que tal vez si mi actitud hubiera sido diferente hubiera podido relacionarme más con mis compañeros. Pero al mismo tiempo pienso que ellos también podrían haber puesto su granito de arena y no cerrarse tanto. Pero tal vez eso es mucho pedir cuando uno tiene que convivir en medio de tantas personas con tantas costumbres diferentes.
Ahora, desde la lejanía no sólo física sino también del tiempo, recuerdo todo lo que viví con cierta nostalgia. Tal vez es ahora, años más tarde de la etapa más difícil de mi vida, que valoro todo lo que viví, muy lejos de donde estoy ahora.
Notas:
1 Safari, en el dialecto swahili significa viaje
2 En Kenya no hay estaciones, el clima es tropical y sólo hay temporada seca o de lluvias. En esta última suele llover durante parte de la tarde y toda la noche, a la mañana suele salir el sol.
3 Casa o choza construida con excremento de vaca.
Muchas gracias, Belén, por haberme regalado este texto cuando realizabas los estudios correspondientes al curso de telefonía 2001-02 en el CRE Joan Amades de Barcelona.