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  El Cerdo y Su San Martín (Yolanda Cañamares)
 

 

 

El Cerdo y Su San Martín

Yolanda Cañamares

De toda la roña que circunda la Plaza Real, era Manolín el Putañero uno de sus más conspícuos representantes. Bajito, feo y algo contrahecho, compensaba su falta de auténtica hombría tirándose cualquier cosa que se dejara agarrar. De ahí el simpático mote que adornaba su nombre de pila. Sin oficio ni beneficio conocido, era pordiosero ocasional, traficante de poca monta, timador de tres al cuarto, o descuidero especializado en bolsos de turistas añosas. Todo ello dependiendo de las posibilidades o las circunstancias. Había dado con sus huesos en La Modelo con regularidad, pero nunca por demasiado tiempo, porque hasta en sus delitos era miserable, y casi le soltaban para no darle de comer a costa del erario público.

De otra parte, Marimáa era una malinesa dogón. Negra como la noche más negra, que conservaba en la enfermedad y la miseria su altiva belleza de real hembra. Había venido a Barcelona siguiendo a su hombre blanco, del que se enamoró. Después de un año, él se largó dejándola tirada en una ciudad inhóspita, y con un bebé café con leche. Vivía de la sopa diocesana y de lo que conseguía arrancar de su voz profunda y de un primitivo instrumento de cuerda, que era su única posesión, a parte de su niño y un vergonzante estigma, transmitido por aquel hombre blanco al que se entregó.

Aquel día Manolín llevaba un cabreo de mil demonios. Había invertido cien duros en comprar un billete falso de cinco mil pesetas. El desgraciado que se lo vendió, le había jurado que colarlo sería más sencillo que quitarle el caramelo a un niño. Sin embargo, Manolín llevaba toda la tarde probando, sin el menor asomo de éxito. Ahora, después de haber sido echado a patadas de más de la mitad de las tiendas del barrio, empezaba a darse cuenta de lo burdo de aquella falsificación.

En su rabia, estaba a punto de hacer trizas el falso billete. Entonces reparó en Marimáa.

La mente calenturienta de Manolín y sus bajos instintos hicieron frente común. La negra estaba más buena que el pan, aunque no había más que verla para darse cuenta de que estaba en las últimas. Desde que llegó como una vagabunda más a la Plaza Real, él había intentado camelársela. La tentó con bisutería infecta, con vino peleón, e incluso con una papelina de perico superadulterado... Y ella, indefectiblemente, le había vuelto la espalda, más por temor que por desprecio.

Pero la Marimáa de entonces no era la Marimáa de hoy. Ella podía ir tirando de la sopa de aguachirle, pero el niño necesitaba leche y pañales... Cada vez se sentía más débil y más enferma, y le aterrorizaba morir en aquel cuartucho, que pagaba a duras penas con las monedas que atraía con sus canciones.

Cuando Marimáa vio que Manolín se acercaba a ella, hizo ademán de echar a correr. Pero él la agarró del brazo para detenerla. Entonces sacó el dichoso billete de su bolsillo y lo agitó ante las narices de la aterrorizada Marimáa.

--Todo tuyo -dijo Manolín con voz melosa-. Pero has de ser cariñosa conmigo...

Sobra decir que a Marimáa le quedaba ya muy poco de su orgullo dogón, y que había sobrepasado la frontera de la repugnancia. En su mente se pintaron las posibilidades que tenía aquel billete... Y aceptó resignada la dolorosa transacción.

Cuando llegaron al cuchitril en el que vivía Marimáa, Manolín se tumbó en el camastro y empezó a desabotonarse. Mientras tanto, ella se dedicó a buscar algo en una vieja caja de zapatos, que parecía contener papeles y medicinas. Al final encontró lo que buscaba: era una caja de preservativos que le ofreció al hombre, ya completamente desnudo.

-Negra majadera -rió éste con desdén-¡ A estas alturas te vas a preocupar de que te haga un bombo...

Y la agarró con violencia, quitándole a tirones la ropa, ansioso como estaba de poner su sexo a buen recaudo.

No hace falta explicar que Marimáa pagó su billete con sangre, sudor y lágrimas. Aquel animal la tomó por todos lados hasta que no le quedó un rincón por mancillar. Cuando se marchó riéndose, había dejado atrás un cuerpo trémulo, dolido y amoratado. Sin embargo, ni ahora ni durante su martirio ella se había quejado.

Cuando se quedó sola, Marimáa dio gracias al cielo porque todo se hubiera terminado. Más tarde, guardó los preservativos que le dieron -por si acaso- en el Hospital Clínico, junto a sus dosis de A.Z.T. Y todavía le quedó decencia para pedir perdón a su Dios, por no haber dicho nada.

 

 

 

 
 
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