Cuando evoco tu personalidad; cuando me detengo a contemplar tu paso por aquellas aulas, donde me instruyeron cuando mi etapa de adolescencia; cuando, transcurridos tantos años, trato de rescatar las enseñanzas que de manera evidente pudieron influir en mis comportamientos, o dejaron rastro indeleble en mi forma de ver la vida; surges tú para invocar en mi modesta existencia el sereno y emotivo recuerdo.
Y sobre todo, apareces al examinar aquellos días con la perspectiva del momento, lejos de toda contaminación ideológica entonces imperante, a la cual tú aportabas la respuesta con tu clara intuición, respuesta, ecuánime, original, nueva. Por eso me sorprendo a menudo elogiando tu figura magistral, en forma de pequeñas anécdotas que tú sabías convertir en extraordinarios sucesos, a mis oídos poco acostumbrados con la novedad.
Precisamente era la novedad que nos insuflaba ánimo e interés para asistir y, fundamentalmente, participar en tus clases, bien que esa participación resultase muy exigua en los demás ámbitos y situaciones, según las normas machaconamente transmitidas. Pero tú dabas siempre con el hatajo para salvarlas, ofreciéndonos así lugares distintos, sensaciones no experimentadas.
Te imagino ingresando en el aula, dejando escapar tu voz grave, pausada, ligeramente oscura, mientras dedicábamos nuestro descanso interdisciplinar llenando estos espacios mediante abigarradas e insustanciales conversaciones inacabables. Te dirigías tranquilamente hacia la mesa del profesor, te sentabas y saludabas otra vez más, no con ánimo de imponer silencio, sino diciéndonos sencilla y humildemente que tú también que deseabas hablarnos, intervenir en cualquiera de aquellas charlas del intervalo.
Y comenzabas en el mismo sitio donde ayer acabaste, como a un día le sucede otro sin que hubiera llegado la noche. Y sacabas a alguno de nosotros a la pizarra, siguiendo tu orden prefijado; y le preguntabas la parte siguiente de la lección, cumpliendo a rajatabla el orden que sobradamente conocíamos y, por tanto, que nos permitía estudiar el tema tocante a cada alumno.
Y te sentías satisfecho, al menos eso dejabas entrever, por nuestra capacidad de aprendizaje. Pero guardabas un as en la manga, como suele decirse, eso también lo sabíamos nosotros.
En otra ocasión, nos planteabas, con gran visión pedagógica, escoger entre diversos temas para exponerle al final del trimestre. Nos permitiste decantarnos por aquel considerado favorito para cada cual, aquel en el que nos sintiéramos más a gusto.
No olvido que, durante una de mis intervenciones, habiéndome surgido una pequeña duda relativa al escritor elegido, te la dejé caer, también para toda la clase. Y se perpetuó un silencio sin sonidos, como de gran expectación. Me atreví a repetir mi interpelación un tanto avergonzado, y entonces, oh bendita alma llena de sabiduría y humildad, pediste disculpas al auditorio porque te habías adormilado levemente. ¿Cuándo un profesor de aquellos tiempos se rebajaba hasta solicitar el perdón a sus alumnos, en momentos en que la autoridad prevalecía por encima de los demás valores?
¿Y qué pensarían nuestros preclaros dirigentes, cuando comprobaran la audacia de la impartición de la clase en los exteriores del edificio, en la parte acotada sólo para los juegos?
Te supongo disertándonos acerca de Unamuno o de Azorín o de Pío Baroja; allí junto a la pista de patinaje, mientras el surtidor competía con tu pausada plática emitiendo sus matutinos y agradables murmullos de agua.
¿Por qué se me habrá representado esto de Agua?
¿Tal vez reflexionando sobre tu apellido?
Porque tú eras capaz de compartir con nosotros, tus alumnos, las cuestiones de familia, y eso también nos parecía muy nuevo, al significar, creíamos, un fuerte eslabón, de mucha mayor intimidad en la relación maestro y discípulos.
Conocíamos los nombres de tus seres queridos, nos dabas explicaciones de sus quehaceres cotidianos, quién de ellos te aguardaba hoy a la salida de clase, quién parecía mejor estudiante o le apasionaban más unas materias que otras…. Bueno, lo mismo que ocurría en el aula respecto de las asignaturas de Bachiller.
Pero, claro, el curso ya tocaba a su fin; y como antes decía, tú te guardabas aquel as en la manga. ¡Qué responsabilidad la nuestra tener que decidir en aquellos momentos sobre algo que afectaba directamente al porvenir de cada quién, cuando ya había otros para dirigirlo a través de la senda idónea y establecida!
Así era, efectivamente; nos animabas para autocalificarnos en razón del esfuerzo real. Y en los pocos casos quizá flagrantes, hacías de abogado del diablo.
Porque tú conocías sobradamente quién había aprovechado el tiempo y quién se había permitido la dispensa de disfrutar de un año sabático a costa de tus métodos flexibles y modernos.
¿Quién se atrevería a grabar un sobresaliente en su libro escolar, sin contrastar sus propios merecimientos?
Sin duda, ahora mediando el tiempo transcurrido y la oportuna reflexión, añado a la audacia y la certeza de tus criterios claros y singulares, la confianza en tus propias actitudes y valores.
Años después, me topé con un libro de poemas de tu autoría. Tal reencuentro me causó profunda emoción, y disfruté leyendo tus versos. Sumaba yo a sus metáforas, imágenes y contenidos, las evocaciones desde entonces atesoradas, por tanto, me introducía mediante los textos en tu admirada y respetada personalidad.
Y regresó a mi memoria aquel trocito tan descriptivo: "Íntima soledad del campo verde, en la tarde que acaba"
Y luego esos títulos: "Manos que ven" y "Harpas de amanecer" ¡Cómo te caracterizaban, según mi opinión!
Manos que ven: Claro; porque tu dilatada experiencia compartida a tu pesar con la oscuridad de tus ojos, te autorizaba a aplicar a las manos esa propiedad que sólo el primero de los sentidos logra aportarnos. Las manos, con su palma surcada por simbólicas rayitas, y sus cinco dedos de función y longitud diversas y necesarias, estaban destinadas a suplir cuanto los ojos no deseaban mostrar.
"Harpas de Amanecer" Sí; tampoco ignorabas que los sonidos preludian y magnifican la salida del astro rey, el inicio de una prometedora jornada, de nuevas oportunidades para la vida.
Y, por fin, el libro; aquel libro de poemas lo titulaste "Viajero al pie del Alba" Desde luego, el alba majestuosa colma de sensaciones elevadas, casi inaccesibles. Y el viajero, que siempre espera un amanecer para proseguir su camino hacia la Verdad, asiendo las vestiduras de la aurora, irguiendo el rostro a fin de mantenerse eternamente en contacto con el Ser Superior, adorándolo desde este suelo por el que le ha tocado transitar.
¡Cuántos amaneceres no percibidos por sus ojos han pasado por su existencia tan fructífera!
¡Cuántos nos has traído y compartido con nosotros en aquellas austeras clases matinales, donde todos copiábamos los temas que tú nos ibas a preguntar!
Íntima soledad del campo verde,
En la tarde que acaba….
Pero que jamás llegará a su final, como tampoco nunca deja de amanecer, pues el Presente no descansa; es siempre una absoluta novedad.