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  Cuento de Nochevieja (Haydée García)
 

 

 

CUENTO DE NOCHEVIEJA

(ganador concurso Alburquerque)

Haydée García

El señor de pelo blanco tiene la mirada perdida en sus ensoñaciones, de vez en cuando echa una ojeada a su alrededor, se pasa la mano por la frente, tose, pero al final, irremediablemente, su mirada siempre vuelve a aquel puntito en la pared, y así se le pasan las horas, sumido en una calma tal que parece estar en trance. Y a su alrededor, sin embargo, todo son carreras, pasos apresurados, unos van a la derecha, otros a la izquierda, casi atropellándose, y yo siempre tengo más prisa que tú, voces alteradas, llantos, también alguna risa se deja oír de vez en cuando y es lo único que calma un poco los nervios, alguien con aspecto importante pide silencio, a éste hay que hacerle caso, y todo el mundo baja un poco el tono de su voz para volver a subirlo después, y la historia se repite, se repiten las carreras, los pasos impacientes, los lloros, los gritos, el ruido de cristales por el suelo, que alguien recoja esto, por el amor de Dios, todos han cobrado alas y van revoloteando de aquí para allá, dejando tras de sí una estela de caos que crispa los nervios, tú, yo, todos estamos como para trepar por las paredes, y algunos incluso forman un bucle en su locura, una sucesión que se repite de manera aleatoria, primero va la niña que anda buscando a su madre, luego la anciana vestida de negro, despacio, (parece la única que no lleva prisa), va apoyándose en las sillas, en las paredes, luego va el hombre, que pidió silencio, y así, a veces cambian de lugar, anciana – hombre – niña, hombre – niña – anciana, y dentro de nada empiezan las apuestas por ver quién pasa primero, lo veo venir, todos corriendo de aquí, para allá, sólo se detendrían para apuntar sus predicciones, ¡cincuenta a la vieja!, y a ver quién es el favorito, estudian el programa y corretean de un lado para otro, comprobando el resultado con sus boletos en la mano. Y con tanto alboroto nadie repara en que aquel señor de pelo blanco continúa sentado en silencio, con las manos dormidas sobre el regazo y los ojos clavados en algún punto en la pared, pensando en sus cosas, y cosas tristes serán porque un lagrimón resbala perezoso por su mejilla, muy lentamente, hasta la barbilla, y ahora uno del otro ojo, éste con algo más de prisa, pero nadie va a hacer apuestas esta vez sobre cuál es el más rápido, y el señor de pelo blanco despierta y suspira, saca un pañuelo de su bolsillo y se limpia las mejillas, y se limpia los ojos con fuerza, como si quisiese quitárselos, pero no, ahí siguen, tristes y líquidos, y el señor de pelo blanco guarda su pañuelo, apoya las manos sobre el regazo y suspira, y sus ojos vuelven a clavarse en la pared, o tal vez mucho más lejos, hasta que la vista ya no le alcance más. Y pasan las horas, de nuevo en el mundo real, alguien ha vuelto a poner la cámara rápida, todos corren de un lado a otro, tanto que sus piernas van más deprisa que la distancia que recorren, y el suelo se arruga bajo este tráfico trepidante, y vuelven las voces, y los llantos, y los tropiezos entre unos y otros, y los empujones, y las bocas cosidas por no blasfemar, y los gritos, y las prisas, gente que entra, gente que sale, y de repente ¡Alto, son las doce!, a ver, una dos, sí, sí, doce veces ha sonado el reloj, y por un momento todos se detienen y se abrazan, y se felicitan y se besan, y alguien incluso ha abrazado por error a aquel señor de pelo blanco que está ahí sentado, pero ya corren otra vez, vamos, vamos, ya hemos perdido mucho tiempo, tú aquí, tú allá, y subimos de nuevo a la cinta transportadora, y se repiten los bucles y pasa la niña, y pasa la anciana, y pasa aquel hombre, demasiado ocupado ahora para pedir silencio, y los que hace un segundo se abrazaban se vuelven a enfadar, y las caras se crispan y se ponen rojas, y algunas lloran, y muy pocas sonríen, y las bocas se abren y gritan cosas, cosas que los demás oídos no escuchan, y algún cigarrillo que se enciende clandestinamente, y otro grito que le sorprende y recrimina, y muchas prisas, y mucho ruido, y mucho que hacer y muy poco tiempo. Y el señor de pelo blanco que ya no mira fijamente la pared porque tiene los ojos cerrados, y parece dormido pero no lo esta, anda pensando en sus cosas, meditando, ajeno al frenesí que le rodea, inmóvil, de vez en cuando suspira en silencio, o varía ligerísimamente la postura, y continúa con sus pensamientos y sus cosas, qué cosas serán, en qué estará pensando este hombre, qué hace ahí sentado desde hace horas, y de quién es esa mano que toca su hombro y perturba su calma y le hace abrir los ojos y mirar hacia arriba, hacia aquel hombre que está ahí de pie a su lado, con su bata blanca y su carpeta de notas, y una plaquita en la camisa que le llama doctor, y el doctor se acerca sonriente al rostro del señor de pelo blanco y le dice Feliz Año Nuevo, y añade Su mujer está fuera de peligro, y le sonríe, y el señor se levanta despacio, muy despacio, porque no quiere caerse, y por fin se atreve a esbozar una sonrisa tímida, temeroso aún, y a su alrededor continúan las carreras, los gritos, las camillas que derrapan, los frascos de medicamentos que caen al suelo, pero el señor de pelo blanco no ve todo esto, en su pensamiento todo el mundo se detiene y le mira feliz, y ríe y aplaude, y todos, los enfermeros y las enfermeras, y los doctores y los pacientes, todos le sonríen y le dan la enhorabuena, y algunos incluso cuelgan guirnaldas de la pared. Pero lo increíble es, sin embargo, que entre todo el bullicio real que aún continúa, entre los empujones, los gritos y las carreras, todos se hayan puesto de acuerdo como por arte de magia para dejar un pasillo libre por el que el señor de pelo blanco ya va caminando, con una gran sonrisa en el rostro y una nueva lágrima que atraviesa muy deprisa su mejilla.

 

 

 

 
 
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