Fue en una tarde de julio de dos mil dos, cuando el sol penetraba con sus rayos, por una pequeña ventana, para llenar de luz el taller de Pepín; un hombre antiguo, de facciones gastadas, manos dispuestas para el trabajo, y frente labrada por el paso del tiempo.
Su mente, ágil, es como una pequeña enciclopedia. No sabe arte, pero pasa las horas elaborando navajas a mano; no estudió Relaciones Públicas, pero habla con todos los visitantes, y es amable, y por eso, con todos queda bien; tampoco aprendió comercio, pero en la pequeña caja de cartón donde guarda las navajas que elabora para vender y ganarse un dinerillo extra, no hay casi ninguna. Y es que ese saber se lo ha dado la experiencia de la vida.
Su pueblo es un conjunto de unas pocas casas antiguas, que se esconden en un rincón remoto del valle de Oscos. Entre ellas se encuentra el humilde taller, heredado de su abuelo, que Pepín ocupa desde muy temprano hasta que anochece, porque allí está su vida. Sus paredes están casi cubiertas de un montón de herramientas que cuelgan. Por todo el suelo hay restos del povillo del metal, de serrín y de cenizas. Junto a la ventana hay muchos trozos de madera para hacer los mangos, y estrechas láminas de acero para las hojas. En medio del taller, una pulidora, una afiladora y el lugar del fuego. Todo es muy añejo, más añejo aún que Pepín, porque él lo heredó de su abuelo, junto con el oficio, pero todo sigue siendo moderno porque aún se utiliza, aún se visita y aún se habla de ello. Allí se da vida a la materia gracias al talento de este noble artesano; lo inútil se combina y se transforma en una pieza de valor muy necesaria.
Eso, junto con su casa, mas una vaca y una burra, que su mujer atiende, y algún que otro prado son sus posesiones. Aunque la mejor de todas es su inmenso saber, que no tiene valor económico ni material. Y es que Pepín es un testigo viviente de un montón de costumbres y tradiciones, y de mil acontecimientos de esos pueblos, que no se recogen en un libro escrito.
Aunque no para de hablar y de contarnos cosas, sus manos y su vista no se detienen; corta y da forma a la madera que luego pule para hacer mangos; corta las láminas de metal, que a continuación pasa por el fuego y machaca hasta darles forma; afila, pone tornillos, y mientras tanto hacemos unas fotos que quedarán como recuerdo de un oficio que se irá muriendo, porque a nadie le interesa continuarlo.
Pepín tampoco es actor, pero nos cuenta que está contento porque le han hecho un reportaje que saldrá en septiembre en un documental en el canal de la dos de televisión española. Pero se pone triste cada vez que piensa en que nadie quiere continuar el oficio que le legó su abuelo.
Después de pasar con él dos horas muy entrañables, y de comprar algunas navajas, nos vamos. Atrás queda el lugar donde vive Pepín, un pueblo que se está muriendo, pues los jóvenes se marchan porque no quieren dedicarse a trabajar la tierra y la ganadería, ya que eso conlleva mucho tiempo y esfuerzo, ni a continuar los oficios antiguos, porque no se pagan bien. Y se van a las ciudades donde la vida es más cómoda y más divertida. Atrás quedan unas pocas casas antiguas, custodiadas por unos perros callejeros muy simpáticos que ladran y mueven la cola cuando aparece algún visitante, y lo acompañan por el camino. En nuestra ropa queda impregnado un leve olor a humo de leña; un humo que apenas contamina, y que solo se puede percibir en los pequeños caseríos.
Y Pepín vivirá aún un tiempo; ojalá que mucho tiempo. Pero un día sus ojos se cerrarán, y su voz se apagará para ir a dormir junto con su abuelo, de quien heredó su oficio. Y cuando este desgraciado infortunio ocurra se habrán cerrado para siempre las páginas de un libro.