Josep Vilagut atizó el fuego de la chimenea. Las vivaces llamas lamieron con intensidad los leños y su alegre crepitar llenó el recogimiento de la estancia. Aunque en el exterior caía una helada cortina de aguanieve, la atmósfera entre aquellas cuatro paredes resultaba deliciosa, cálida y acogedora. Josep suspiró de pura satisfacción, y sus pulmones se llenaron de aquel aire que olía a humo de madera de olivo.
Echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que todo estaba listo. Contempló con satisfacción el bello efecto de la mesa cuidadosamente dispuesta para dos, el centro de diminutas rosas amarillas -las preferidas de ella-, y un macizo candelabro en el que ardían tres gráciles velas. En la cubitera se enfriaba el Móet y sobre la repisa del hogar esperaban dos copas, y un pequeño estuche rectangular de terciopelo negro.
Definitivamente, todo parecía traslucir la felicidad que le embargaba, y que no tardaría en compartir con el ser que más amaba en el mundo.
Su corazón se llenó de alborozo al escuchar como un llavín se introducía en la cerradura y se entornaba la puerta. A los pocos segundos tenía ante sí a Laura, que abría sus bellísimos ojos negros como platos.
-¡Oh, Josep, parece mentira que nunca te olvides de nuestro aniversario.
Y cuando terminó de decir estas palabras, corrió a estrecharse entre sus brazos. Ante esta muestra de ternura, Josep creyó morirse de satisfacción.
Cuando al fin se separaron, Laura fue a sentarse en su sillón preferido cerca del hogar, mientras él descorchaba el champaña. El tapón voló por los aires, emitiendo un sonoro chasquido cargado de buenos augurios.
Josep no quiso perderse ni un detalle de aquella escena, que se estaba desarrollando tal y como se la había imaginado. Con el rostro vuelto hacia la tenue luz de las llamas, Laura estaba tan hermosa como cuando se casaron. Habían pasado quince años, pero su delgado rostro conservaba la misma expresión dulce y espiritual del primer día. Como era de índole reservada, hablaba poco. Pero eso a él tanto le daba: sabía que sus silencios escondían una personalidad afectuosa y apasionada. El se arrodilló a sus pies y brindaron por muchos años de felicidad compartida.
Durante la cena, Josep no pudo evitar mostrarse locuaz y animado. El excelente Rioja de crianza con el que se acompañaba el Roastbeef frío con Puré de Manzana, le había aflojado la lengua. Charló incansablemente acerca de sus proyectos: maravillosos viajes a lugares exóticos, increíbles conciertos en los grandes teatros del mundo, y locas escapadas a la conquista de los más extravagantes placeres. Laura le escuchaba como siempre, prestándole una atención plácida y amable, no exenta de una pizca de incredulidad.
Al llegar a los postres, Josep se levantó para tomar de encima de la chimenea el precioso estuche. Se lo entregó a Laura, acompañándolo de una cómica reverencia. De su interior ella extrajo una delicada pulsera de diamantes, engarzados con oro blanco. En su rostro se pintó una estupefacción rayana al delirio.
-yo no me merezco esto -musitó con voz entrecortada por la emoción.
Pero Josep ya se la estaba ciñendo a su frágil muñeca. Las pequeñas piedras refulgieron a la luz de las velas, pero no tanto como los brillantes ojazos negros de la amada, que ahora se reía como una colegiala.
Como era de esperar, Laura se acercó a Josep en busca de una caricia. El volvió a cogerla en sus brazos y tomó sus labios. Aquel beso pareció eterno...
Pero cuando sonaron las campanadas de las doce en el reloj de pie, el rostro de la mujer amada empezó a desdibujarse. Frente a él ya no estaba Laura. En su lugar, apareció la vulgar figura de Marieta, con su pelo teñido de rubio rabioso y su aspecto de fulana cara.
-¿Verdad que lo he hecho bien, Josep? -preguntó con cierta ansiedad-: creo que cada año lo hago un poco mejor... Me he repasado las distintas situaciones y las frases más de dos horas antes de venir.
-Sí, Marieta -contestó él, mientras le tendía dos billetes de diez mil y guardaba la pulsera de diamantes en su estuche-: ni mi propia esposa, si volviera a casa después de siete años de haberse largado con aquel mamarracho, lo habría hecho mejor...
-Entonces, ¡hasta el año que viene! -se despidió la furcia.
-Sí, Marieta: hasta el próximo aniversario.
Gracias, amiga. ¡Qué buenos ratos pasamos años ha!