José Antonio era un joven vecino de Madrid, empleado en la industria cinematográfica, rama de Publicidad, profesión poco respetada por la clase conservadora de su patria chica y a la que arribó tras varios amagos de carrera universitaria.
La Empresa le había confiado un cargo de responsabilidad, que procuraba desempeñar dignamente. Por otro lado, alegre y extrovertido, enemigo de las formalidades y amigo de sus amigos, en general no caía mal.
Su trabajo le exigía permanecer en Cannes (Francia) una semana cada dos años. En el descanso de media mañana acostumbraba pasear por La Croisette, disfrutando de la brisa marina y observando el ambiente cosmopolita de tan elegante arteria urbana, especialmente atento a ciertas juveniles turistas, cuya presencia haría temblar al mismísimo "Monario", como todavía suele decir el vulgo en algunos municipios de la Comunidad Autónoma de Murcia.
Es la verdad que José Antonio nunca pudo averiguar la identidad del tal "Monario", aunque preguntó a hombres y mujeres de muy diversa condición y consultó en archivos y bibliotecas. Facilitada esta valiosa información sigamos.
En aquella ocasión el relajante paseo fue turbado por el saludo de un paisano de madura edad, próspero industrial relacionado de antiguo con la familia de José Antonio, al que llamaremos Don Ramón, para tratarlo con el debido respeto. Venía flanqueado por su cónyuge y la segunda hija habida del matrimonio, talludita ella y a la sazón soltera.
Estorbando el paso cuando aumentaba el flujo de transeúntes, porque ocupados en salutaciones no circulaban, dirigíanse cumplimientos y parabienes, enriqueciendo la charla con expresiones de agradable sorpresa ante el inesperado encuentro. "El Mundo es un pañuelo", recordó Don Ramón original y sensato. Siguieron las noticias de amigos y conocidos. Por último, agotaron esas trivialidades que intercambian quienes tienen poco que decirse y necesitan por cortesía engordar la conversación.
Después contó Don Ramón que estaban de vacaciones, satisfechos con la Agencia que se encargaba de todo, aunque descontentos por el régimen de manutención en el hotel, que sólo incluía desayuno y almuerzo. Al resultarles cara la cena, porque los restaurantes de la Costa Azul no eran baratos, aprovechaban las tardes libres para buscar algunos que tuvieran cubierto del día a precio razonable.
Añadió que en el mapa de carreteras habían encontrado Nápoles a escasos kilómetros de Cannes y animados por la cercanía querían llegarse hasta allí esa misma noche. La cena no les saldría demasiado costosa porque la comida italiana, a base de pasta como todos saben, era bastante asequible al tiempo que sana y nutritiva, afirmaba Don Ramón con énfasis de persona muy viajada.
José Antonio escuchaba perplejo a Don Ramón. Lo que oía contrastaba con los superficiales conocimientos geográficos adquiridos a trancas y barrancas en el Colegio Oficial de Enseñanza Media "Isabel La Católica". Se acordaba de la Península Itálica en forma de bota con Nápoles en la mitad inferior de la caña y aquello le parecía más lejano que cercano. Algo fallaba y no sabía qué.
En tales cavilaciones andaba cuando de pronto vino a su memoria el recuerdo de cierto indicador situado en la autopista A -8, que anunciaba con letras de regular tamaño: "La Napoule". Gran satisfacción le produjo descubrir la clave del enigma. Ya no cabía duda. Don Ramón confundió Nápoles con La Napoule, pequeña localidad a 9 kilómetros de Cannes, confusión en la que podía incurrir cualquiera. Lo aclararía para ahorrarles un desplazamiento innecesario.
Vano intento. Por más que empleó delicadeza y tacto, Don Ramón rechazó de plano la posibilidad de haberse equivocado. Al parecer, un empresario que se precie no debe reconocer errores propios, denotar ignorancia o modificar opiniones y criterios. Va en ello su autoridad y prestigio. Remató el debate asegurando que Napoule significa Nápoles en idioma francés y que allí cenarían esa noche.
José Antonio comprendió que nunca conseguiría introducir sus razonamientos en aquel adinerado cerebro y desistió del empeño, pero no pudo evitar un comentario levemente irónico: "No sabía que estuviéramos muy cerca del final de la caña de la bota".
Poco agradó a Don Ramón la frasecita, porque airado increpó: "Desde luego, José Antonio, no tienes remedio, por más que pasen los años. Hablo en serio y me sales con la caña de una bota. A ver si sentamos la cabeza, que vamos siendo mayorcitos. Con lo formales que son tus padres".
Dicho lo cual empuñó institucionalmente el conyugal brazo, batiéndose en dignísima retirada, con el fiel seguimiento de la segunda hija habida del matrimonio, talludita ella y a la sazón soltera.
Todavía oyó José Antonio lo que gruñía Don Ramón mientras se alejaban: "¡Qué botarate! Menos mal que vive en Madrid y ahora no dará disgustos en el pueblo".
Una espléndida señorita que cruzaba por su lado, de esas que harían temblar al ya citado "Monario", hizo que José Antonio olvidara en el acto y para siempre al respetable y próspero Don Ramón. Amén.
E. M. de C. (2/4/1999)
NOTA.- Conocí un artículo de Jaime Capmany, publicado el 13/2/1999 en ABC, del que transcribo lo siguiente:
"Confesaba yo hace poco mi perplejidad ante la palabra monario, que la he oído empleada casi siempre en la frase "arde el monario", sin encontrar rastro alguno por donde dar con su origen...
Mi paisano Pepe García Baró, estudioso y aficionado a la Paleografía, me sugiere que tal vez la palabra monario provenga de una forma antigua de escribir monasterio, sustituyendo el grupo de letras ste por la tilde habitualmente usada para abreviar la escritura. En este caso monasterio haría monario con una tilde encima. La sugestión es atractiva y anda bien con la lógica, pero vaya Vd. a saber".