Doña Mercedes Subirach sufría del conocido -pero mal ponderado- stress del ama de casa.
Aquella mañana de sábado se levantó pronto de la cama, porque el día se presentaba movidito. No había pegado ojo en toda la noche, dada la creciente ineficacia de los Váliums y la superlativa intensidad de los ronquidos de su marido, que sufría de una desviación en el tabique nasal.
Al contemplar su imagen en el espejo del lavabo, a Mercedes le dio un vuelco el corazón: aunque oficialmente acababa de cumplir los cuarenta, (en realidad tenía cuarenta y cuatro), el reflejo le devolvía el aspecto de una anciana de sesenta. Tenía grandes bolsas en lugar de párpados, más patas de gallo que un corral y las comisuras de los labios tan caídas como la máscara de una tragedia griega... Pensó con desesperación que, precisamente hoy, estaba obligada a lucir tan fresca y lozana como una rosa.
Su esposo había estado machacándole el tema durante toda la semana, y llegó a los límites de la pesadez la noche anterior. -Recuerda, Mercedes, -le dijo una y otra vez, mientras la mareaba con una prolongada sesión de zapping-, que mi ascenso depende en gran medida de la cena de mañana... Todo ha de ser perfecto, porque ese cretino de Pedragosa se las da de sibarita, y su mujer tiene fama de cursi... Así que, hay que esmerarse...
Por eso, al ver la mala cara que hacía en fecha de tanto compromiso, la pobre Mercedes tuvo que reprimir su desolación para no enviar al carajo a la maldita cena, a su santo esposo y al señor y la señora Pedragosa. Aunque llegara el anhelado ascenso, ella no dejaría de ser un elemento frustrado y mediocre, cuyo único tesoro, la juventud, se le evaporaba día a día sin que nada pudiera remediarlo.
Con este jovial estado de ánimo, Mercedes repasó sus obligaciones, mientras se atiborraba de tila. facturar a los niños a casa de su madre, de forma que no dieran la lata hasta el día siguiente. Recoger de la tintorería el vestido que llevaría aquella noche. Comprar el marisco, los postres y la botellería, además de encargar el cabrito en el restaurante de la esquina. A la una del mediodía, ir a la peluquería para teñirse y hacerse un moldeado. Y después de aquel ajetreo, adecentar la casa y colocar unas flores aquí y allá. Todo ello para que tanto su persona como su hogar dieran gozo de contemplarse.
Cabe decir que Mercedes cumplió con su cometido con una eficacia cargada de estoicismo. Llegó a las cuatro de la tarde reventada, pero con la conciencia tranquila: todo estaba bajo control. Su marido se había marchado al club de tenis para echar una partida, lo cual significaba que la dejaría en paz hasta pasadas las ocho. Por lo tanto, estaba al fin sola, y ante la perspectiva de gozar al menos de dos horas de asueto.
Entonces se dedicó a la tarea de embellecerse. En el cuarto de baño pasó revista a todos sus potingues. Los examinó con meticulosa paciencia. Y de entre aquel arsenal de afeites, seleccionó uno de los botes. La etiqueta rezaba algo así como "Masque revitalisant et nutritive avec argile vert".
Siguiendo cuidadosamente las instrucciones, Mercedes se aplicó sobre la cara y el cuello una gruesa capa de aquel mejunge de un repugnante color verdoso. Protegió su impecable peinado con un horrendo gorro de baño, que deformaba el contorno de su cráneo. Cuando se vio de esa guisa, le entraron unas incontenibles ganas de reírse. Pero recordó que parte de la eficacia de la mascarilla consistía en la más absoluta inmovilidad durante media hora. Por lo tanto decidió relajarse, y se tendió en la cama del dormitorio.
Se hallaba en la gloria, trazándose una estrategia de maquillaje que resaltaría sus encantos y amortiguaría sus defectillos.Sumida como estaba en tan deliciosa modorra, apenas prestó atención a un ruido amortiguado que procedía de alguna recóndita parte de la casa.
Pero a este incidente sin importancia, siguieron otros sonidos difíciles de catalogar. Mercedes imaginó que, aunque no era propio de él entrar con tanto sigilo, su marido había llegado a casa antes de lo previsto. No le llamó porque a estas alturas, la mascarilla sobre su rostro se había quedado como petrificada, y se sentía incapaz de mover un músculo facial sin resquebrajarla.
Así es que decidió quedarse quieta hasta que él asomara la nariz y se diera cuenta de lo que pasaba...
Sin embargo, la naturaleza del trajín en la sala de estar comenzó a parecerle algo sospechosa.
Sin lugar a dudas, alguien estaba revolviéndolo todo. Mercedes escuchó con creciente nerviosismo el abrir y cerrar de cajones y cómo algunos objetos caían de sus estantes...
Ahora Mercedes ya no albergaba ninguna duda: alguien había entrado en la casa, y no precisamente para hacerle una visita. Intentó no perder la sangre fría. El ladrón probablemente sólo venía a eso: a robar; pero si se percataba que la casa no estaba vacía, que ella estaba allí, se encolerizaría y podría intentar hacerle daño.
Con la escasa rapidez que le permitía su estado nervioso y el temblor de sus rodillas, Mercedes se encerró en el closet, donde guardaba la plancha, la escalera de pie y otros cachivaches aparatosos y pesados. Y después comenzó a rezar.
Los forcejeos del caco para encontrar lo que fuera de valor continuaron. Ahora era el turno del dormitorio, y tras esa etapa, aquel desalmado habría terminado su ronda, porque ya no quedaría nada por registrar...
En efecto, pasados unos diez minutos, cesó todo indicio de actividad. Mercedes ya no oía nada, a excepción de los desacompasados latidos de su corazón. Unos pasos amortiguados parecieron indicar que el ladrón se batía en retirada.
Pero repentinamente, el eco de las pisadas cambió de orientación. Mercedes comprendió al borde de la histeria, que se dirigían hacia el armario empotrado que le servía de escondrijo. Supo también que no le quedaba ni la más remota sombra de coraje En su indefensión, apretó fuertemente los puños ante su pecho, y, cuando se abrió la puerta que la resguardaba, dio un grito horrísono, parecido al de un animal atrapado en un cepo.
Su alarido se confundió con el pavoroso grito de su supuesto asaltante. Este la miró con los ojos fuera de sus órbitas y el rostro desencajado por el terror, antes de caer pesadamente sobre el suelo, como fulminado por un rayo.
Cuando llegó la policía con un forense, se certificó la muerte del desgraciado ladrón a causa de un paro cardíaco producido por un shock nervioso. Mercedes lloraba desconsoladamente, y las lágrimas caían verdes y viscosas. En su desconsuelo, aún conservaba sobre su rostro aquella máscara que ahora más que nunca le hacía parecer una monstruosa criatura de ciencia-ficción.